30

Barbie Fogg jamás había estado en una plantación de verdad, pero al llegar a la verja de la mansión del gobernador intuyó cómo debían de haber sido en su época. Entró y vio algo muy extraño.

Dos fornidos agentes de Protección de Personalidades metían paja en la parte trasera de una gran limusina negra. Barbie aparcó en la calzada circular, agarró sus productos de maquillaje, que guardaba cuidadosamente en una caja de herramientas, y sacó una bolsa de ropa del maletero.

—¿Qué hacen? —preguntó a los agentes—. No es mi intención fisgar, pero ¿por qué amontonan esa paja en el suelo de esa hermosa limusina? ¿Acaso quieren plantar flores en su interior? Me parece una buena idea. Así el gobernador podrá ir montado en un jardín.

Los agentes le respondieron con seriedad que aquella información era confidencial y entonces se abrió la puerta de la mansión y apareció un mayordomo negro que vestía una chaqueta blanca muy almidonada. El hombre saludó a Barbie con una sonrisa.

—Entre —le dijo, amable—. La señorita Regina la está esperando. Permítame el abrigo. ¿Quiere que la ayude con la caja de herramientas?

—Gracias —respondió Barbie mientras se quitaba el abrigo. Debajo llevaba un ajustado y sexy vestido de cuero que resultaba muy poco acorde con su voz melindrosa y suave—. Necesito la caja de herramientas y la bolsa de ropa para arreglar a Regina.

Pony sabía que la apariencia de Regina requería mucho trabajo, pero le entristecía pensar que las cosas se hubieran deteriorado tanto que requirieran herramientas para arreglarlas. Acompañó a Barbie por la escalera de caracol hasta las estancias privadas de la primera familia, donde encontraron a Regina revolviendo su armario. Sacaba pinturas y sudaderas, y cada vez parecía más desalentada.

—¡Oh! —exclamó aliviada cuando Barbie entró y dejó la caja y la bolsa sobre la cama—. ¡Me alegro de que estés aquí! No encuentro nada que ponerme y hace un rato me he mirado al espejo y me he asustado. ¿Crees que a la hora de la carrera habrás terminado de ponerme guapa?

—Claro que sí —la tranquilizó Barbie mientras miraba por la ventana y veía a los dos agentes que metían paja en la limusina.

—Es para el viaje de Trip —explicó Regina.

—¿Qué Trip? —preguntó Barbie.

Trip es el nuevo mini caballo de papá, especialmente adiestrado como lazarillo. Papá tiene que ir con él a todas partes y como yo soy la supervisora, ¿sabes?, he investigado un poco sobre el asunto; me he enterado de que los mini caballos viajan mejor en coche si tienen paja.

Hizo una pausa para ver si Barbie la comprendía. No era el caso.

—Para que le parezca que está en una especie de establo —apuntó la chica.

—¡Oh! —exclamó Barbie, asombrada—. Y yo que pensaba que iban a plantar un jardincito móvil. ¡Estúpida de mí! Pero yo diría que si un caballito hace sus necesidades dentro de una limusina, con paja o sin ella, a los demás pasajeros no ha de resultarles muy agradable.

—La caca de caballo no huele como la de perro —le recordó Regina—. Y justo cuando Trip termine de hacer sus necesidades, tiras paja encima y ni te enteras.

—¿Y qué pasará mientras estés en el palco del gobernador viendo la carrera? —preguntó Barbie, preocupada, al tiempo que depositaba tubos de base para maquillaje, limpiador de impurezas, esmalte de uñas, tratamientos capilares, tintes y decenas más de cosméticos sobre una cómoda antigua de nogal.

—Si quiere salir, dará en la puerta con la pezuña —respondió Regina. Entonces lo bajaré en el ascensor y lo llevaré a algún sitio donde haya hierba. ¿Para qué son las tijeras? ¿Vas a cortarme el cabello?

Barbie ordenó a Regina que tomara asiento en la mecedora de lona y que estuviera muy quieta. Miró con atención la que iba a ser su obra más difícil y decidió que el cabello negro y rizado con las puntas abiertas de Regina tenía que cortarse.

—Enséñame los dientes —dijo Barbie.

Regina abrió la boca y tensó los labios para mostrar unos dientes amarillentos que podían ser los de un mini caballo, pensó Barbie con ironía.

—He traído un producto para dejarte los dientes blancos —dijo con más optimismo del que sentía en realidad—. Será mejor que te lo ponga ahora para que tenga tiempo de actuar. Y ese cabello, querida, no tiene color, de veras. Es como leonado, ni negro ni castaño, y creo que lo mejor sería teñirlo de negro y cortarlo por debajo de las orejas, escalado, claro está, para que te suavice la nariz y la barbilla.

»También he traído una crema bronceadora para que te la pongas después del baño con sales del mar Muerto, la manicura, la pedicura y una mascarilla de barro. La piel se te pondrá de un tono dorado sin necesidad de que la expongas a los dañinos rayos del sol. ¿No te parece excitante?

Regina no estaba muy segura. No había previsto que Barbie le pediría que se desnudara del todo y que tendría que permitir que una desconocida le pusiera barro, lociones y mascarillas en su rollizo cuerpo.

—Sé lo que estás pensando —dijo Barbie mientras le colocaba una toalla alrededor del cuello y empezaba a cortarle grandes mechones de cabello que le recordaban las matas que rodaban en las películas antiguas del Oeste que a veces veía con Lennie—. El día que hablamos en el Ministerio Baptista me di cuenta de que tienes una baja autoestima y que detestas tu cuerpo. Y, probablemente, ahora estás un poco nerviosa por tener que desnudarte y que alguien te frote, te rasque y te masajee todo el cuerpo, pero te sentará bien y cuando veas el resultado quedarás encantada.

—Por más que me frotes y me rasques, no conseguirás quitarme toda esta grasa —comentó Regina con franqueza mientras caían al suelo más mechones de cabello. En circunstancias normales, la idea de que le tocaran el cuerpo de tantas maneras distintas le habría parecido secretamente placentera.

Pero Barbie Fogg no era su tipo. En absoluto. No era lo bastante robusta, y a Regina le pareció que Barbie podía pasarse todo el día tocando y masajeando a otra mujer sin experimentar ni el más leve cosquilleo de deseo. A Barbie no debía de interesarle el contacto físico con nadie, pensó Regina. En este aspecto seguro que era igual a su madre; desde que Regina tenía uso de razón, la mujer siempre había encontrado mayor interés en las antigüedades, como los bancos de hierro forjado, las cajas metálicas de café o de tabaco y los trébedes, que en las aventuras sexuales con personas del sexo opuesto, del mismo sexo o consigo misma.

—Te pondremos a dieta de inmediato —dijo Barbie sin parar de darle a las tijeras—, lo cual significa que no podrás acercarte a las mesas del buffet de las carreras, ¿de acuerdo? Una buena ensalada con mucho apio, zanahoria y rábanos te ayudará a mantener la línea. Venga, no seas tan negativa. Ya sabes lo que dicen, ¿no? La ropa es la mejor amiga de una chica; así que entré en una tiendecita muy mona y elegí algo perfecto para ti.

—¿Qué es? —preguntó Regina, desconfiada, mientras Barbie empezaba a quitarle el cabello de la nuca con una navaja.

—Es monísimo. He intuido que te sentirías muy cómoda con él y que va perfecto con tu cara, tu tipo y tu personalidad. ¡Es un vestido de algodón perfecto! Cuando lo encontré, casi no podía creerlo. Ahora, no te muevas, no te balancees en absoluto. Esta mecedora es encantadora, pero no quiero cortarte con la navaja mientras te afeito la nuca; luego te haré una depilación a la cera del labio superior y de la barbilla, y tal vez te aclare las cejas y las patillas con unas pinzas.

»Bueno, pues lo que he encontrado es un mono de algodón lavado a la piedra, pero que lleva falda en vez de pantalones y que puedes ponerte con esta bonita camisa de seda de manga larga que está diseñada para que parezca una camisa de leñador pero que tiene un cuello de encaje y te resaltará mucho el busto gracias a este sujetador que he comprado. Tuve que adivinar la talla, pero supongo que usas la más grande.

—Jamás llevo sujetador —replicó Regina—. No soporto los sujetadores y casi siempre utilizo camisetas, porque debajo de las sudaderas nadie ve lo que llevo.

—Pues esta noche sí te verán —le aseguró Barbie con voz melindrosa—. Llevarás un escote tan grande que podrías meterte dentro todo un almuerzo. Y de los zapatos, porque ninguna indumentaria está completa sin los zapatos, he encontrado un par de zapatillas de tenis de cuero de color rojo. ¿Te imaginas? Llevan un cierre con lentejuelas a la altura del tobillo y lazos de cuero blanco, y te las pondrás con estos calcetines de diseño que parecen antiguos pero que están hechos de seda. ¿Tu talla de vestido es la cincuenta y cuatro?

—¿De hombre o de mujer? —preguntó Regina muy quieta mientras Barbie seguía afeitándole el cogote—. Siempre llevo ropa de hombre, o sea que no sé cuál es mi talla en ropa de mujer.

—No te preocupes en absoluto. Soy muy buena adivinando las tallas de la gente —dijo Barbie al tiempo que retrocedía para admirar su obra—. Supongo que gracias a mi trabajo como consejera he aprendido a saber qué pie calza la gente y qué talla usa, ¿no crees?

Barbie le tendió un espejo a Regina para que admirase su nuevo peinado.

—No sé —dijo la chica, dudosa—. Tiene la misma forma que los cascos de los pilotos de carreras.

—Pues es el último grito —sonrió Barbie—. Se llama NASCOIF, ¿no lo encuentras muy chic? Si tuvieran que hacértelo en un salón de belleza te cobrarían mucho dinero, eso suponiendo que te dieran hora y no te pusieran en una lista de espera durante toda la temporada de las carreras.

—Y si es tan chic, ¿por qué no te haces tú uno? —quiso saber Regina.

—Oh, porque mis rasgos son demasiado delicados —respondió Barbie—. Y ahora, vamos a meterte en la bañera.

Hooter también dedicó el día a arreglarse para asistir a las carreras. Había invertido horas en deshacerse las trencitas y acondicionarse el cabello, que en ese instante se cocía bajo un gorro de plástico enchufado a un secador; mientras, se pegaba unas nuevas uñas acrílicas que parecían banderas americanas curvadas. Luego se introdujo en unos ajustadísimos pantalones que imitaban la piel de serpiente y encima se puso unas botas plateadas cerradas con velcro, estilo astronauta.

Completar aquel conjunto requería mucha deliberación, y al final se decidió por un sencillo corpiño negro de tubo. Encima se puso una chaqueta metalizada, con los logotipos de la Kodak, la DuPont y Pennzoil, que había encontrado en la sección de la NASCAR de una tienda de remate de East Broad Street, entre un establecimiento que vendía pistolas económicas y una copistería.

Andy también prestaba mucha atención a su aspecto, pero no por razones de vanidad ni porque tuviese ganas de ligar. Nunca había estado en el Circuito Internacional de Richmond y no sabía bien qué solían vestir los borrachos aficionados a las carreras. Al fin decidió que, cuanto menos llamara la atención y más protegido fuera, mejor. Así pues, se puso unas gastadas botas camperas, unos vaqueros anchos que ocultaban el arma que llevaba en una pistolera oculta en el tobillo, una sudadera de los Redskins y una chaqueta de cuero. Aquella mañana no se había afeitado y con la barba de dos días, la peluca de la cola de caballo, las gafas oscuras de espejo y una pistola de nueve milímetros escondida en la rabadilla, en la parte trasera del pantalón, quedó satisfecho de su aspecto. Smoke no le reconocería. En realidad, nadie sería capaz de reconocerle.

Había empezado el proceso de salpicarse con una cerveza, cuando sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién demonios…? —murmuró algo alarmado, porque no esperaba ninguna visita—. ¿Quién es? —gruñó ante la puerta cerrada.

—Soy yo —dijo una voz apagada de mujer.

Andy no la reconoció y pensó en la asesina en serie que había dejado las pruebas en las escaleras del porche.

—¿Quién es «yo»? —preguntó.

—Hammer.

—¡Vaya! —exclamó sorprendido al abrir la puerta—. Siento haber estado desagradable, pero no sabía que fueras tú. Bueno, al principio no lo sabía, casi no reconocí tu voz porque…

Mientras observaba a Hammer de arriba abajo, el cerebro de Andy parecía no recibir riego sanguíneo. Hammer vestía como una motera, toda ella en cuero negro, botas negras Dingo y una chaqueta Harley. Colgada en el hombro lucía una bolsa Harley, en cuyo interior a buen seguro llevaba un pequeño arsenal. Había endurecido su hermoso rostro con capas de maquillaje y llevaba el cabello despeinado.

—Ahórrate cualquier comentario —dijo al entrar en la casa—. No tenía ningunas ganas de parecer una puta barata motociclista, pero algo tenía que hacer. Me preocupa nuestra llegada en helicóptero, con estas pintas —comentó al ver el disfraz de Andy—. Y no podremos tener agentes de paisano en la isla porque los únicos pilotos de que dispongo sois tú y Macovich, y los dos estáis ocupados; además los barcos no van por culpa de las malditas restricciones que ha ordenado el gobernador gracias a tu artículo del tesoro Tory. Por eso he decidido pasar a verte y preguntarte si no crees que deberíamos reconsiderar muestra actuación.

Lo siguió hasta el comedor y se sentaron en la improvisada oficina. Cuando Hammer vio el ordenador, la impresora, los archivadores y las pilas de material de consulta, tuvo la extraña sensación de que aquél era el cuartel general secreto del Agente Verdad, por más que supiera perfectamente quién era el Agente Verdad, dónde vivía y dónde trabajaba. Advirtió, para su sorpresa, que había empezado a sentirse vinculada con aquel escritor ficticio y que hasta había deseado llegar a conocerlo.

—Esto es ridículo —dijo.

—Lo sé —convino Andy—. Parezco un imbécil y siento apestar a cerveza y no haberme afeitado. Y, probablemente, tienes razón: nuestros disfraces no cuadran con un helicóptero de la Policía Estatal.

—Se me hace extraño estar sentada en el sitio donde escribes los artículos. Me da la sensación de que he pasado al otro lado del telón y he descubierto al mago de Oz o algo parecido. Y tengo que decir que una parte de mí está muy decepcionada, porque me parece que yo también he empezado a creer en el Agente Verdad. ¡Dios mío, había empezado a ser admiradora suya! Sacudió la cabeza y suspiró. —Debo de estar volviéndome loca. En primer lugar, yo no soy admiradora de nadie, y me parece estúpido e irracional ser admirador de alguien o de algo. Un ser racional no encumbra a alguien al monte Olimpo, piensa que es un dios y cuelga carteles con su imagen en su cuarto.

»¿Cómo es posible que alguien adore, e incluso quiera acostarse con un perfecto desconocido? —prosiguió mientras Andy se miraba las manos, incómodo y herido porque a ella tal vez le gustaba más el Agente Verdad que él—. Supongo que eso significa que hay miles, quizá millones de perfectas desconocidas que leen al Agente Verdad, lo veneran y tienen fantasías sexuales con él —prosiguió Hammer—. Sé que a Windy le pasa, aunque en su caso está convencida de que el Agente Verdad tiene ochenta años y camina con bastón. Un buen apaño —anunció Hammer, dando una palmada a la mesa.

—¿Qué apaño? —preguntó Andy con una punzada de dolor y enfado—. No es ningún apaño, nunca lo ha sido. Qué importa si utilizo seudónimo para escribir o si no lo utilizo. Yo sigo siendo quien escribe los artículos. ¡Yo soy el Agente Verdad!

—El Agente Verdad no existe —replicó Hammer.

—Muy bien, déjame que te pregunte una cosa —dijo Andy, que intentaba recuperar la compostura—. Si nunca pensaste que el Agente Verdad era yo, ¿quién era entonces para ti el Agente Verdad? Tuviste fantasías con él, ¿eh?

—Esta discusión es estúpida y no lleva a ningún sitio —dijo Hammer—. Olvidémosla. Tenemos una importante operación por delante y debemos concentrarnos en ella, por el amor de Dios.

—Tienes toda la razón —dijo Andy con el tono de voz más pausado—. En realidad, no me importa si eres admiradora o no del Agente Verdad o de nadie, incluido yo, que tampoco soy admirador de nadie. Nunca lo he sido —añadió mientras el teléfono empezaba a sonar.

—¡Vaya! Tenemos un problema, Brazil —dijo un excitado Macovich al otro lado del hilo—. ¡El gobernador no quiere llevar el helicóptero a la carrera!

—Estás bromeando —dijo Andy—. ¿Por qué demonios no quiere? Habla con él. Dile que por razones de seguridad tiene que ir por aire.

—No me hará caso. Al parecer, de repente se le ha ocurrido preparar un establo móvil para el mini caballo que acaba de comprarse. Creo que esa hija suya, el as del billar, ha tenido algo que ver en ello. Jamás en mi vida había oído algo tan estúpido, pero el caso es que hay unos agentes llenando de paja el suelo de la limusina y no hay manera de convencer al gobernador de que lo olvide. De modo que él y la primera familia irán en la limusina, y no quiere bajar del burro. Oh, cómo lo siento… No sé qué decir.

—Pero ¿y Smoke y los perros de la carretera? —protestó Andy—. ¿Qué harán cuando el helicóptero no se presente a recogerlos para llevarlos a la carrera? ¡Y tienen a Popeye!

—Lo único que sé es que teníamos que encontrarnos en el helipuerto y yo no estaré allí.

—¡Mierda! —exclamó Andy al tiempo que colgaba el teléfono.

Explicó lo que ocurría y le dolió ver la angustia que se reflejaba en el rostro de Hammer cuando ésta comprendió que tal vez no podrían rescatar a Popeye y que el plan que tenían acababa de venirse abajo. Smoke y los perros de la carretera seguirían en libertad a menos que lograra atraerlos a una trampa y, tal como estaban las cosas, no aparecerían por la carrera.

—Cuando vean que el helicóptero no llega, pensarán que ha ocurrido algo —dijo Hammer, abatida—. Creerán que hemos detenido a Cat y que tenemos a toda la Policía Estatal esperándoles en el circuito. ¡Todo por culpa de un maldito mini caballo!

Andy no dijo nada. Ambos sabían que había sido él quien convenció al gobernador a través de la página del Agente Verdad de que se agenciara un mini caballo.

—No sé qué decir —farfulló Andy.

—Es demasiado tarde para disculparse —replicó una cabizbaja Hammer—. Y de todas formas, no tienes por qué pedir disculpas, Andy. No es culpa tuya. Fui yo la que me dejé llevar por esa charada del Agente Verdad sin pensar en las consecuencias. Sólo espero que Popeye… —dijo con voz quebrada—, sólo espero que no sufra —farfulló al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas—. ¡Maldita sea!

—Espera un minuto —dijo Andy mientras se le ocurría una idea sencilla pero increíble—. ¡Donny Brett vuela en un cuatro treinta!

—¿Quién? —preguntó Hammer al tiempo que buscaba un pañuelo en su bolsa Harley y unas esposas chocaban contra la pistola.

—¡El número once! Este año ya ha ganado cuatro veces, entre ellas en Martinsville y en Bristol, y sé de su pájaro porque la Bell lo ha utilizado en muchos anuncios. Luce los colores de Brett y él siempre lo utiliza para ir a las carreras, por lo que lo más seguro es que en este mismo momento se encuentre en el helipuerto del circuito. ¡Sí! —Los pensamientos de Andy volaban tan deprisa que apenas se le entendía—. Familia de uno de los conductores. ¡Eso es! Y nos presentaremos con el helicóptero de Brett y nosotros mismos llevaremos a Smoke y los perros de la carretera.

—Pero, con lo tarde que es, ¿cómo vamos a ponernos en contacto con ese Brett o como se llame para que nos deje el helicóptero? —preguntó Hammer—. ¡Es imposible!

—Fácil —replicó Andy—. Nos adentraremos en el mundo de la fantasía y convertiremos la ficción en realidad.

—Ahora no es el momento de hablar como un escritor —le recriminó Hammer tras sonarse la nariz.

—Tú te sentarás delante, a mi lado, y fingiremos que eres mi novia. —Andy explicaba su plan a medida que se le ocurría.

—¿Y tú quién serás?

—Yo me haré pasar por el hermano de Donny Brett —respondió Andy—. Tenemos que hacer creer a Smoke y a sus perros de la carretera que Macovich llegaba tarde a buscar a los presuntos mecánicos y que por eso pidió ayuda a Brett. Engañaremos a esos capullos y en el momento en que aterricemos, habrá agentes de paisano que los detendrán. Venga, vamos, tenemos que ir al circuito.

La única manera de llegar, en vista de los grandes embotellamientos de tráfico que colapsaban toda la Commonwealth cuando ciento cincuenta mil aficionados de las carreras iban al circuito, sería en un helicóptero de la Policía Estatal. Una vez allí, correrían en busca de Donny Brett, a quien los periodistas siempre habían descrito como un profundo patriota y padre de familia que coleccionaba placas de policías y pistolas. Brett también confiaba en la seguridad, y cuando Hammer y Andy se abrieron paso entre la multitud y aparecieron en el lujoso remolque de Brett que estaba aparcado dentro del circuito, unos tipos muy grandes cerraron la puerta y dieron a entender que no les importaba hacer daño a admiradores y curiosos demasiado entusiastas.

—Tenemos que hablar con el señor Brett —anunció Hammer.

—Está descansando. Márchense, por favor —dijo uno de los gorilas con cara de pocos amigos.

Hammer llevaba la cartera en el bolsillo trasero de sus pantalones de cuero sujeta con una cadena y sacó la placa. Dijo en voz baja:

—Somos de la Policía Estatal y estamos trabajando en una gran operación secreta. ¡Hay vidas en juego!

Andy hundió la mano en el bolsillo y también sacó la placa.

—No queremos molestar al señor Brett. Sabemos que necesita paz y tranquilidad antes de montar en el coche y esperamos que gane la carrera, pero tenemos que verle —explicó Andy.

—Pues claro que ganará —dijo el segundo gorila—. Le sienta muy mal perder y antes de la carrera siempre cierra los ojos y medita un rato, pero voy a explicarle lo que ocurre para que él mismo decida.

—Me toman el pelo, ¿verdad? —dijo Donny Brett unos momentos más tarde, cuando la motorista madura y su novio palurdo entraron en el remolque—. No dudo que sean policías, pero deben de creer que soy estúpido y que les dejaré que cojan mi helicóptero y se vayan. El helicóptero no lo presto a nadie. ¿Cómo me voy a ir después de la carrera?

—Podemos conseguirte el cuatro treinta de la policía —dijo Andy al apuesto y famoso corredor, de aspecto más bien soñoliento y despistado cuando no vestía sus colores—. Tan pronto como el gobernador y su comitiva se encuentren a salvo en la mansión, un agente de Protección de Personalidades llamado Macovich pasará a recogerte, te lo prometo.

Brett abrió una Pepsi y pensó en lo que Andy le proponía.

—¿Ah, sí? ¿Y qué aspecto tiene ese pájaro de la policía? ¿Qué colores lleva?

—Los de la Policía Estatal —respondió Hammer.

—O sea que, si gano la carrera, parecerá que me marcho de aquí escoltado por la policía, ¿no? —A Brett le gustó la idea.

—Y si no la ganas, también —dijo Hammer—. Pero ganarás —añadió Andy.

Brett se sentó ante la mesa y dejó escapar un largo suspiro. De repente aparecía pequeño e inseguro, todo lo contrario de la personalidad pública que exhibía como famoso piloto de carreras.

—La verdad es que no estoy muy seguro —confesó, agachando la cabeza avergonzado—. Todo el mundo dice que soy el favorito, lo cual todavía me crea más presión, y la verdad es que Labonte lleva la temporada con mucha más ventaja que yo. Le sacó puntos a Jarrett en la tercera carrera de Las Vegas, y desde entonces mantiene la ventaja. Mi problema es que me gustan los trofeos, ¿sabe? Muchísimo, y eso significa que no me baso en la solidez, como Labonte. Y si quiere que le diga la verdad, Richmond no es mi circuito favorito. La primavera pasada terminé el decimoctavo en la Pontiac Cuatrocientos. ¿Puede creerlo?

»Eso destrozó mi confianza en mí mismo, aunque el público no lo sepa. Creo que es una de las razones por las que tuve que comprarme ese gran helicóptero. Cuando voy y vengo en ese cacharro, la gente se vuelve loca y con eso aumenta mi confianza y mis admiradores quizá piensan que soy el mejor. Sin embargo, tal como van las cosas, no seré el mejor por mucho más tiempo.

Andy se sentó en una silla para escuchar con atención lo que Brett contaba y Hammer, cada vez más impaciente, consultó su reloj.

—Mira —le dijo Andy. Ahí afuera hay veinte o veinticinco coches y todos ellos, el número once incluido, tienen la posibilidad de ganar.

—Sí, en eso tiene razón —dijo Brett con aire muy desolado tras dar un sorbo al refresco. Todo el mundo puede ganar, la competición es muy cerrada y es por eso que cuando llegué el decimoctavo en este circuito perdí la confianza.

—En cualquier carrera —prosiguió Andy—, cualquier corredor puede hacer un gran adelantamiento y ganar, y pienso que serás tú quien haga hoy esa gran maniobra. Puedes hacerlo, Donny, eres un ganador como Rudd, Labonte, Skinner, Wallace y Earnhardt. En las Quinientas de Daytona subiste al podio, y no olvides que todavía vas primero en la Raybestos Rookie de este año y que en la Winston de Charlotte también hiciste un primero.

—Pero aquí fui decimoctavo —insistió Brett, obcecado—. Es lo único que me viene a la mente mientras me concentro para salir; y cuando estoy así, empiezo a chocar y me golpean y hago trompos porque no estoy concentrado y no juzgo bien la posición de los demás.

—Siempre te has destacado por tu intuición y tu sensatez —le recordó Andy—. ¿No te acuerdas de la Busch Series del noventa y nueve?

—Tenemos que irnos —dijo Hammer, casi gritando debido a la tensión—. ¡Si no nos vamos, será demasiado tarde!

—¿Cómo podría olvidarlo? —replicó Brett al tiempo que sacudía la cabeza—. Ésa ha sido mi mejor carrera.

—Exacto —lo animó Andy—. ¿Y por qué? Porque tuviste que pelear por cada centímetro de pista y porque hubo muchos golpes con trompos y accidentes. ¿Y qué hiciste? Justo después de que un accidente en la cuarta curva dejara fuera al número cuarenta y que Hamilton chocara contra Burton y Fuller, fuiste lo bastante listo para quitar el pie del acelerador y frenar. Luego avanzaste en la contrarrecta y conservaste la primera posición.

—Sí —dijo Brett, que parecía mucho más animado—. Claro que lo hice.

—Y eso ocurrió aquí —dijo Andy, acompañando sus palabras con unos golpes del pulgar en la mesa—. Eso fue aquí, en el circuito de Richmond.

—Lo sé, lo sé. Supongo que obsesionarme con las malas carreras es cosa de mi carácter —dijo Brett con una sonrisa—. ¿Y sabe qué? Esta noche será distinto y, si quiere utilizar mi helicóptero, hágalo siempre y cuando lo lleve alguien que sepa pilotarlo.

—Por supuesto —dijo Andy—. Y esta noche, durante la carrera, recuerda lo que te he dicho. Haz esa gran maniobra, ya sabrás cuándo.

—¿Qué demonios era todo eso? —Hammer le preguntó a Andy mientras volaban al centro de Richmond en el glorioso helicóptero de Brett, pintado de negro y con el número de su coche y los logotipos de sus patrocinadores en rojo, amarillo y granate brillantes—. Pensaba que no ibas a las carreras.

—No voy, pero a veces veo televisión y estudio estrategias, ya sean de pilotos de carreras, jugadores de tenis o tiradores del Ejército —replicó Andy mientras volaba a ciento cincuenta nudos y sobrevolaba la interestatal 95, una compacta hilera de coches que se arrastraban hacia el circuito—. Que suerte estar aquí arriba y no ahí abajo —añadió.

Hasta ese momento, Barbie Fogg había evitado los embotellamientos causados por los aficionados que se dirigían a las carreras. No se trataba de que fuera una experta en atajos, sino que después de recoger a Hooter en el peaje de la autopista había ocurrido algo inesperado. El teléfono móvil de Barbie había sonado y ella se sintió sorprendida y aliviada al oír la voz del reverendo Justice al otro lado de la línea.

—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó Barbie mientras Hooter movía las manos y admiraba sus doce banderas acrílicas.

—He estado ocupado con el ministro de la prisión —respondió el reverendo—. Y mi coche está estropeado, por lo que necesitaría que vinieras a buscarme lo antes posible. Están conmigo unos miembros de mi congregación, así que seremos seis, incluyéndome a mí. ¿Tendrás espacio para todos?

—Bueno, iremos un poco apretados —respondió Barbie mientras Hooter se abría los cierres de velcro de las botas de astronauta y volvía a ajustárselos, admirando su elegante atuendo e imaginándose en las carreras, en el palco reservado al gobernador.

Hooter se preguntó si aparecería por allí ese gigante de Macovich y supuso que sí. Siempre fanfarroneaba de lo importante y peligroso que era su trabajo. Esa noche que habían estado bebiendo, Macovich no había dejado de hablar del gobernador: que si el gobernador esto, que si el gobernador lo otro, y Hooter sintió una punzada de pesar. Macovich era limpio y, aunque hablase sin parar del gobernador y de lo que suponía trabajar en esa gran mansión de Capitol Square donde ganaba a todo el mundo al billar, sólo pensaba en una cosa. Y Hooter necesitaba compañía.

—Te lo aseguro, amiga, quizás he sido muy dura con él —dijo Hooter con un suspiro mientras Barbie se detenía en una gasolinera y la miraba—. Espero que venga esta noche. ¿Tú crees que le gustará mi estilo?

—Estás fabulosa —la tranquilizó Barbie, a quien sólo le preocupaba llegar cuanto antes al circuito.

La llamada del reverendo había sido del todo inesperada y peculiar, pensó Barbie mientras se dirigía al barrio más degradado de la ciudad, al noroeste del centro, donde el reverendo le había dicho que esperase frente a la cárcel municipal, en el aparcamiento trasero de los juzgados de menores. Él y sus fieles estarían escondidos en una zona arbolada y saltarían a la furgoneta tan pronto como apareciese. Entonces ella tendría que marcharse a toda velocidad y no hacer preguntas.

—Quizá deberías llamar a ese agente, decirle que llegaremos un poco tarde —sugirió Barbie, cada vez más ansiosa— y que nos guarde los asientos en el palco del gobernador.

—¿Qué significa tarde? —preguntó Hooter, porque no había prestado atención a lo que había dicho Barbie por el móvil unos minutos antes—. Amiga, no podemos llegar tarde. ¿Vamos a perdernos a todos esos pilotos saliendo de sus remolques antes de montar en los coches? No podremos hacernos fotos con ellos. ¡Es la oportunidad de mi vida y no podemos llegar tarde!

Barbie aceleró y cuando pasaban ante la Facultad de Medicina Hooter divisó un gran helicóptero de colores en el cielo.

—¡Oh, mira qué helicóptero! —Hooter se inclinó hacia delante para verlo mejor—. Desde ahí sí que se puede acariciar la luna, ¿verdad, amiga? Deben de llevar a algún pobre enfermo al hospital, pero nunca había visto un helicóptero de urgencias médicas como ése.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Barbie, que casi se salió de la carretera—. ¡Son los colores de Donny Brett! Mira, lleva el número once pintado en un lateral. ¡Oh, Dios mío!, ¿ya ha tenido que abandonar la carrera?

—Pero si la carrera todavía no ha empezado —señaló Hooter—. A lo mejor ha sufrido un ataque de corazón o algo sí. Haber quedado el decimoctavo cuando corrió aquí la primavera pasada debe de haberle supuesto una gran presión.