28

Regina también estaba dando órdenes a gritos, sin resultado. El mini caballo, Trip, había llegado a la mansión hacía una hora, pero Regina había prestado poca atención a las instrucciones del entrenador, sin molestarse tampoco en estudiar la cinta de vídeo que las recogía. ¿Cuánto le iba a costar que el caballito entendiera las órdenes de «a la derecha», «a la izquierda», «siéntate», «ven» y «túmbate»? Sin embargo, llevaba un buen rato gritándoselas al futuro lazarillo y Trip seguía plantado en mitad del salón de baile, mirándola inmóvil.

—Muévete —dijo Regina con un chasquido de los dedos y un enérgico taconeo.

Trip parpadeó, pero no se movió.

—¡Ven aquí ahora mismo! —probó Regina en un tono áspero al tiempo que la primera dama aparecía en la escalinata y bajaba los peldaños a toda prisa, sosteniendo una caja de trébedes que se proponía guardar en la despensa del mayordomo.

—¡Pony estúpido!

—¡Regina! —exclamó la señora Crimm, jadeante a causa del esfuerzo, al tiempo que hacía una pausa—. ¡No vuelvas a hablarle así al servicio!

—¡Oh!, su hija no habla conmigo, señora —dijo Pony, haciendo acto de presencia con su bata blanca almidonada—. ¿Puedo ayudarle con la caja?

—¿A qué viene este revuelo? —El gobernador asomó de una estancia y miró a través de la lupa con manifiesta perplejidad—. ¿Dónde estoy? He ido a mi despacho y no he encontrado el escritorio. ¿Alguien ha movido de sitio mi escritorio? ¿Qué llevas ahí, Maude?

—Unas cosas que voy a tirar —improvisó su mujer sobre la marcha—. Estaba despejando un armario y he encontrado este zapatero giratorio que compré por catálogo. Supongo que no sabes a cuál me refiero, pero nunca ha servido para nada útil y la mayor parte de los zapatos que hay en él de todos modos están anticuados.

—Su escritorio sigue donde estaba —indicó Pony al gobernador. ¿Puedo ayudarle en el piso de arriba, señor?

—¿Qué es esto? —El gobernador descubrió el mini caballo y quedó prendado de él al instante—. ¡Qué bonito eres! ¡Y qué arnés más fino, con esa empuñadura de cuero repujado! ¡Pero si incluso vas calzado!

—Tiene que ir calzado para que no resbale continuamente en la madera encerada —explicó Regina, impaciente, mientras la primera dama se apresuraba escalera abajo para esconder los trébedes—. Pero es un bicho inútil. No quiere hacer lo que le ordeno, así que no veo que vaya a ser de utilidad, papá. ¡Ven aquí! —insistió Regina, dando unas palmadas para despabilar al indiferente animal—. Tú, idiota, ven aquí ahora mismo o te devolveré y tendrás que servir a otro cegato que, probablemente, vivirá en una pocilga y no tendrá servicio doméstico ni limusina, cocinero o visitas de gente importante.

—Tal vez no le dices las palabras correctas —reflexionó el gobernador al tiempo que se acercaba a Trip y le daba unas palmaditas en la crin rojiza—. ¡Siéntate!

Trip permaneció inmóvil.

—¡Busca! —El gobernador arrojó un palo imaginario a la alfombra oriental—. ¡Bueno, déjalo!

El caballito hizo caso esta vez.

—Señor —dijo Pony—, ¿qué le gustaría merendar?

—Me apetecería un par de huevos con una tostada —respondió el gobernador mientras su ojo ampliado, nebuloso, escrutaba a su nuevo caballo guía.

—La tostada, ¿aparte o debajo de los huevos? —preguntó Pony, minucioso.

—Debajo —decidió el gobernador, y al oírlo el caballito procedió a refugiarse bajo la mesa de jugar a cartas, que era de caoba con incrustaciones—. ¡Vaya!

—¿No resulta extraño? —comentó Crimm al tiempo que se arrodillaba e intentaba convencer al animal de que saliera de allí debajo—. Creo que a este bicho le sucede algo. O tal vez has confundido al pobrecillo y lo has intimidado con tu rudeza —dijo a Regina.

—¿Con qué derecho…? —empezó a protestar ella.

Trip, al instante, salió de debajo de la mesa, torció a la derecha y empezó a recorrer la sala de baile sobre sus zapatillas ajustadas con velero.

—Todo es siempre culpa mía. Estoy más que harta de que me culpéis de lo que va mal. Soy una supervisora excelente y es ese caballo retrasado mental el que me está fastidiando, no al revés…

—¡Alto ahí! —soltó el gobernador a su hija. Ya había oído suficiente.

Trip se detuvo.

—¿Señor? —Pony había reaparecido en la estancia. ¿Qué preferirá con los huevos? ¿Salsa holandesa, mantequilla, sal, pimienta o alguna otra cosa?

Crimm hizo una pausa para consultar con su submarino, que permanecía tranquilo. ¡Bendito fuera! Desde que dejara de comer los dulces de Major Trader no le había causado mayores problemas. Bien, quizá ya no necesitaba aquella dieta blanda. Dios santo, ¿no sería eso una bendición del cielo?

—Hasta podría probar otra vez el jamón —pensó en voz alta.

—Puedo ponerle jamón con los huevos, si quiere —sugirió Pony mientras Trip deambulaba por la sala de baile, arrastrando las riendas sin dueño.

—Claro, ¿por qué no? —asintió el gobernador, encantado—. ¡Pónselo! ¡Vamos!

Al momento Trip dejó de dar vueltas y se encaminó hacia el ascensor.

—¡Miren eso! —se admiró Pony. El caballito va derecho a…

—¡Olvida el caballo y ocúpate de la merienda! —interrumpió el gobernador al mayordomo—. ¡Arriba! —Trip se detuvo en seco y levantó una pata.

—Creo que empieza a entender —anunció el gobernador y, levantándose, fue hasta el caballito y le dio unas palmaditas en la testuz—. Ya puedes bajar la pata, amiguito.

Trip no se movió.

—Ale parece que sólo atiende a un par de palabras —apuntó Pony—. ¡Vamos! —dijo a Trip.

El caballito bajó la pata y se encaminó de nuevo al ascensor. Intrigado, Pony fue tras él y pulsó el botón de bajada. Las puertas se abrieron y el animal entró en el camarín.

—Montemos con él y veamos qué hace —propuso el gobernador, más divertido de lo que había estado en mucho tiempo.

El mayordomo y él, junto con el caballito, bajaron en el aparato. Cuando las puertas se abrieron en la planta baja de la mansión, el mini caballo se quedó esperando, inmóvil.

—Déjame ver… —dijo Grimm, pensativo—. Antes se ha movido cuando he dicho «vamos».

Trip se apeó del ascensor.

—¡Sí! —exclamó Pony, encantado de que el gobernador hubiera dado con la palabra clave.

El caballo tomó a la derecha y cruzó una puerta abierta. En la sala, la primera dama se afanaba en guardar una gran caja de trébedes en una estantería. Cuando percibió las pisadas del animal y miró a su alrededor, descubrió a su marido y soltó un chillido. La caja se estrelló contra el suelo y los trébedes se esparcieron con estrépito por el piso de madera de pino centenaria.

—¡Espera! —la señora Crimm intentó explicarse, pero el susto disparó sus pensamientos y la dejó confusa. Trip se detuvo.

—¿Qué es eso? —preguntó el gobernador a su esposa, mientras observaba los trébedes a través de la lupa—. Oh, vamos…

Liberado de la orden de detenerse, Trip se metió en la despensa repleta de trébedes y esperó allí a la siguiente orden.

—¡De modo que se trataba de eso! —exclamó el gobernador—. Has estado de compras, ¿no es eso? Andabas a vueltas otra vez con esa manía de comprar antiguallas… Y yo pensaba que recibías a hombres inmorales en la mansión.

—¿Cómo pudiste pensar tal cosa? —exclamó la primera dama al tiempo que se agachaba a recoger sus preciados trébedes, o al menos la última remesa de éstos que había adquirido por Internet—. ¡Oh, Bedford, yo nunca te engañaría!

—¡Quieta! —El gobernador le ordenó que dejara en paz los condenados trébedes; Trip obedeció la orden dejando de hacer lo que estaba haciendo en aquel momento, que en cualquier caso no era mucho.

—¿A qué viene eso de «otra vez»? —preguntó la señora Crimm con perplejidad—. ¿Tú sabías que coleccionaba trébedes?

La primera dama lanzó una mirada acusatoria a Pony y el mayordomo se encogió de hombros como si dijera: «No lo ha sabido por mí».

—Claro. Me he tropezado con tus trastos aquí y allá —explicó el marido—. Con franqueza, pensé que eran antiguallas, quizá propiedad de anteriores gobernadores del siglo pasado.

—Pues de trastos, nada —replicó la señora Crimm con indignación—. Y son muy caros —añadió, imprudente.

—Devuélvelos —ordenó el gobernador.

—¿Devolverlos? ¡Devolverlos! —La primera dama levantó la voz, escandalizada, y Trip dio un paso atrás en la despensa y mandó un trébede en forma de herradura contra otro labrado que representaba un perro.

—¡Santo cielo! —exclamó Pony en tono admirativo—. ¿No creen que ha reconocido la herradura y que por eso ha decidido darle una coz? ¡Qué caballito tan listo! Y a lo mejor también ha reconocido al perro. Quizás es su forma de decir que quiere librarse de Frisky y ser la única mascota de la casa.

—Debemos mantenerlos separados —apuntó la señora Crimm, consternada ante la perspectiva de tener que ocuparse de otra cosa más. ¡Oh, pobre Frisky! Se pondría tan triste si prestamos más atención al pony que a él…

Fue una pena que dijera pony, porque al gobernador se le quedó grabada la palabra en la cabeza y a partir de ese momento empezó a referirse al mini caballo como «el pony», lo cual era muy confuso para Pony, el mayordomo.

—Ven aquí, pony.

El gobernador intentó animar a Trip para que saliera de la despensa, y Pony respondió entrando en ella. El mayordomo, el caballito, la primera dama y el gobernador se amontonaron en la estrecha dependencia y empezaron a golpear y pisar trébedes.

—Sé bueno, pony, vamos fuera —insistió el gobernador como si Trip fuera Frisky y lo pudiera convencer con una galleta.

Pony salió, pero Trip no se movió.

—Eres muy terco, pony —masculló Crimm con voz enérgica.

—Lo siento, señor —respondió el mayordomo, que para entonces ya estaba absolutamente confuso—. No pretendía hacer nada que le molestase. Hablando de los huevos, señor, los quería con tostadas, ¿verdad? Y con mucho jamón, me ha dicho.

—Exacto —respondió el gobernador, abstraído, mientras seguía con la lupa al mini caballo; éste decidió salir de la despensa y, pasando bajo una mesa, se dirigió al ascensor y se desvió a la derecha, acabando en la cocina.

—¡Es el caballo más asombroso que he visto! —Se admiró Pony—. Fíjese, señor, tal como si fuera a prepararle los huevos él mismo. —Se dirigió a Trip—: Ahora, escucha: en tostadas y con jamón; así es cómo los quiere tu amo.

Trip pasó junto a un tajo de carnicero y volvió al ascensor.

—Sólo estoy bromeando un poco —le dijo el mayordomo al honorable matrimonio Crimm—. Sé que no hay ningún caballo en el mundo capaz de cocinar. Si los hubiera, seguro que tendrían más caballitos de esos en la mansión y ya no necesitarían internos.

—Yo, desde luego, no comería nada que me cocinara un caballo —declaró la señora Crimm con desaprobación—. Sólo pensar en lo antihigiénico que sería…

—Eso me recuerda… —dijo el gobernador, echando a andar detrás de Trip—: Tenemos que arreglar tu situación con el departamento de Prisiones. Les haré una llamada.

—¡Oh!, eso significa que debe de haber leído lo que dice el Agente Verdad respecto a que me ayudará —apuntó Pony, sorprendido y satisfecho—. Desde luego, me encantaría saber quién es ese hombre para mostrarle mi aprecio.

—¡Eh, cierra el pico!

La voz hostil procedía de una celda oscura, pestilente y angosta. Era de noche y en el calabozo de la ciudad ya se habían apagado las luces.

—¡Cállate tú! —replicó Major Trader al tedioso bandido que se hacía llamar Stick.

El individuo había terminado allí después de fingir que se había golpeado la cabeza, que estaba cubierta con una bolsa, y hacerse luego el inconsciente con la esperanza de que así lo llevaran gratis al hospital y escapar a continuación. No funcionó.

—¡Callaos! —intervino otro interno; Trader no estaba seguro, pero le pareció que la voz ofensiva pertenecía a Slim Jim, delincuente habitual cuya especialidad era abrir cerraduras de coche y robar el dinero para el peaje y las gafas de sol.

—¡Cállate tú! —replicó Trader a su vez. Estaba de suficiente mal humor para no dejarse intimidar por nadie.

—¡No! ¡Cierra la boca tú, hijo de puta! —Era Snitch quien se había despertado ahora. Y estaba irritable.

—¡Sí!, —añadió el chico mexicano—. ¡Que todo el mundo se calle, por favor!

—No te metas, hispano —amenazó Trader.

—¡Eh! —replicó el mexicano, ofendido—. Yo te vi rondando entre los cubos de la basura.

—¡Vaya! —exclamó Stick—. Ya sabía yo que ese tipo estaba chiflado. ¿Qué hacía en un lugar así?

—Creo que se la estaba cascando —dijo el mexicano, que ahora tenía que revelar su verdadero nombre a los compañeros de celda o reconocer ante la policía que era un delincuente juvenil—. Mirad, yo me escondía de la policía detrás de un bar y lo vi rondando por el callejón; se agarraba la polla mientras saltaba y hacía ruidos, de modo que salí corriendo porque me pareció un loco.

—¡Pues vaya suerte tienes! ¡Mira que acabar en la misma celda que él! —comentó Snitch con sarcasmo, y se colocó la almohada bajo la cabeza—. Menuda suerte tenemos todos, encerrados con un loco gordo y apestoso…

—Sí, qué hacías rondando por allí, ¿eh? —soltó Stick en tono provocativo.

—No es asunto tuyo. Pero tengo una razón para todo y no hago nada sin motivo.

—Por favor, no nos peleemos. Ya es suficiente con tener que estar aquí encerrados. Por el amor de Dios, tengamos un poco de consideración y roguemos por la paz —intervino el reverendo Pontius Justice. La noche anterior había pasado por la casa de Barbie Fogg a dejar unos vídeos y luego, cuando ya se iba del barrio, cometió el error de negociar una mamada para acabar descubriendo que la mujer a la que pidiera la propuesta no era una buscona, sino una solterona cuyo coche se había estropeado y que se había quedado sin baterías en el móvil.

—¿Para qué querría yo sus veinte dólares? —había preguntado la solterona con un acento raro cuando el reverendo le hizo el gesto de que se acercara al Cadillac—. Si me los ofrece para un taxi, amigo, se lo agradezco mucho, pero no acepto dinero de desconocidos.

—Me da igual en qué te lo gastes —respondió el reverendo Justice, que estaba bebido y cansado e insatisfecho de cómo iba el nuevo programa de vigilancia del barrio, que hasta entonces no había evitado un solo delito—. Sube y ocúpate de mí un rato, y puedes hacer lo que quieras con este billete nuevo de veinte pavos que tengo aquí, ¿lo ves?

La solterona, que resultó ser Uva Clot y que era infinitamente mayor de lo que él había pensado al verla desde lejos y a oscuras, se acercó al Cadillac, anotó el número de matrícula y empezó a pedir ayuda a gritos. Cuando el reverendo Justice salió a escape, la policía le pisaba ya los talones con el ulular de las sirenas y los faros centellantes palpitando en su cabeza.

—¿Y tú, por qué estás aquí? —preguntó el reverendo a la zona oscura de la celda donde Trader llenaba la cama como un gran saco de patatas.

—Soy un pirata —anunció Trader en tono amenazador.

—¡Que Dios nos proteja! —exclamó el reverendo, atónito—. No serás uno de esos piratas que malhirieron a ese pobre camionero y le estropearon todas las calabazas, ¿verdad?

—¡No es asunto suyo!

—¡Que el Señor nos asista!

—Y me encanta maltratar a los bichos —añadió Trader, pues conocía lo suficiente sobre psicópatas como para saber que todos ellos empezaban su monstruosa carrera de crímenes violentos atormentando a criaturas indefensas.

Él, por ejemplo, no había sentido el menor asomo de remordimiento al incendiar el criadero de cangrejos, matando madres y crías y demás animales en plena muda, cuando estaban temporalmente desprovistos del caparazón protector.

No le importaban en absoluto los botes que ardieron ni que la Chesapeake House de Hilda fuera pasto de las llamas o que casi toda la isla de Tangier quedase afectada. Tampoco se había turbado su ánimo al urdir el secuestro de la perrita boston terrier de Hammer, que estaba a cargo de Smoke y sus violentos perros de la carretera. Trader esperaba que a aquellas alturas Popeye ya hubiera sufrido un cruel final. Así aprendería aquella maldita superintendente.

—¡Vaya! —sonó la voz de desaprobación de Stick en la celda oscura—. Yo eso no lo he hecho ni lo haría nunca. Creo que debemos ahogarlo en el retrete —propuso a los demás—. Lo sujetamos entre dos y el que tenga una mano libre, que le meta la cabeza dentro.

—Cuando aún estaba en octavo curso, alguien atropelló a mi cachorro —dijo Slim Jim con tono apenado y molesto—. Nunca lo superé y el cabrón que lo hizo ni se paró.

Snitch sintió curiosidad; se sentó erguido en la cama y puso la almohada contra la pared para apoyar su dolida espalda.

—¿Qué significa eso de «aún estaba en octavo curso»?

—Ya sabes, no había manera de salir de allí —respondió Slim Jim—. Se parecía a este calabozo. Cada año me decían que debía repetir octavo, y todo por culpa de esa señora Pomm, la maestra.

—Supongo que en octavo no hacíais más que jugar al pom-pom —apuntó Stick.

—Exacto. Era una de las cosas que la fastidiaban —respondió Slim Jim mientras evocaba aquella época frustrante de su fracasada vida—. ¿Pom pom?

Esperaba una respuesta de sus compañeros de celda. Finalmente, el reverendo cayó en la cuenta.

—¿Quién es? —preguntó.

—¡Cállate! —soltó Trader con disgusto.

—¿Quién es, cállate? —insistió el reverendo, aliviado de que se presentara alguna distracción.

—¡Metamos al jodido pirata en el retrete y tiremos de la cadena! ¡Así callará!

—¡Sí! ¿Cómo sé que no fuiste tú el que atropelló a mi cachorro? —preguntó Slim Jim en tono acusador, vuelto hacia la cama de Trader.

—¿Cómo? Pues, para empezar porque es muy improbable que yo aparezca nunca por tu asqueroso barrio. Seguro que vives en un bloque de viviendas sociales y te pasas el tiempo en la calle comiendo queso gratis y calzado con unas zapatillas robadas.

—¡Vuelve a decirme algo así y te abro la cabeza antes de metértela en el meadero y tirar de la cadena para que tus sesos desaparezcan por la cloaca!

—¡Por favor! —protestó el reverendo—. ¡Es hora de pedir perdón en nuestras oraciones y de buscar la paz y de amar a tu semejante como a ti mismo!

—¡Yo nunca me he amado a mí mismo! —reconoció Snitch, cada vez de peor humor.

—Yo tampoco —añadió Slim Jim, apenado—. Cuando mi cachorro murió aplastado en la carretera ante mis propios ojos, dejé de amarme. Decidí no volver a amar nada nunca más, porque cuando quieres algo mirad lo que pasa.

—Ni que lo digas —asintió Stick.

Possum estaba solo en el remolque porque Smoke y los demás habían salido de ronda. Había dado como excusa que debía añadir unos toques finales a la bandera, para no acompañarlos y quedarse con Popeye.

De repente el ordenador le anunció que tenía un correo electrónico y a Possum se le disparó la adrenalina. La mayor parte de los mensajes electrónicos que le llegaban procedían de otros piratas, y éstos a aquellas horas por lo general estaban bebidos, drogados y lejos de sus ordenadores. Possum se incorporó hasta quedar sentado en su jergón de madera y empleó el ratón para ver qué había en el buzón. Excitado y nervioso, vio que el remitente era el Agente Verdad:

Querido Anónimo:

A juzgar por la importante información que me ha enviado, debe de ser usted una buena persona. He estado esperando más noticias de usted y, al no recibirlas, he tomado la iniciativa de establecer contacto. Le complacerá saber que el Capitán Bonny (alias Major Trader) ha sido detenido y se encuentra actualmente en el calabozo. Me he ocupado de ello en persona y ahora debo pedirle que mantenga su parte del trato.

¿Cuál es esa gran trama que implica a Popeye? ¿Y cómo sé que me está diciendo la verdad? Me gustaría creer eso que dice de que no quiere que nadie más sufra daño. ¿Cómo podríamos encontrarnos para resolver eso? ¿Y cómo podríamos rescatar a Popeye?

AGENTE VERDAD

Possum permaneció sentado un momento, excitado pero temeroso por su vida. Si delataba a Smoke y a los perros de la carretera y el asunto salía mal, tanto él como la perrita podían darse por muertos.

Possum acarició al animal, que había saltado a su regazo y parecía leer también el correo electrónico del Agente Verdad. Possum sabía que eso era imposible; ningún perro sabía leer. Y la mayoría de los conocidos de Possum, incluidos los demás miembros de la banda, tampoco sabían. Incluso Smoke y su novia, aquella chica chiflada y desagradable, leían con dificultad y solían obtener la información que buscaban del propio Possum o en los noticiarios de televisión.

—¿Qué hago, Popeye? —cuchicheó a la perrita.

La perrita agarró el lápiz con los dientes y pulsó el teclado. Possum observó con incredulidad cómo aparecían en la pantalla tres palabras en negrita: «HAZLO Y BASTA».

—¿Por qué no me dijiste que sabías leer y escribir? —susurró a la perrita mientras la abrazaba.

Popeye le lamió el cuello. «Oh, por favor, sálvame», le rogó a Possum en silencio.

—¿Qué quieres que haga? —repitió Possum mientras las tres palabras parecían destellar en la pantalla como luces de emergencia que acudieran al rescate a toda prisa.

Popeye saltó de su regazo a la cama y empezó a tironear de la bandera pirata con las patas.

—¿Tú crees que dará resultado, en serio? —le preguntó Possum—. Quiero decir, eso ha sido idea mía, ¿no? ¿Cómo sabes, pues, que he hecho la bandera para eso? Pero ¿y si no sale bien, Popeye? ¿Y si Smoke acaba por matarnos a tiros a los dos?

Popeye se enroscó sobre la bandera y se durmió, como si quisiera dar a entender que eso no le preocupaba en absoluto. La perrita sabía algo que Possum ignoraba. El Agente Verdad era, en realidad, Andy Brazil, y éste era un hombre intrépido que siempre prevalecería sobre el mal. Igual que su dueña. De lo que no estaba muy segura la perrita era de la suerte que correría Possum. No quería que lo encerraran o que lo castigaran de ninguna manera. Popeye se despertó, saltó de la cama y golpeó la puerta de la habitación con las patas para indicarle a Possum que la abriera, cosa que él hizo.

La perrita se dirigió al salón y buscó entre una baraja de naipes arrugados hasta que encontró el as de espadas; lo cogió con los dientes y se lo llevó a Possum, que seguía sentado en su litera frente al ordenador.

—No estoy seguro de entenderte —le susurró el pirata—. ¡Oh, espera un momento! ¿Acaso estás diciéndome que debo guardar una carta en la manga?

Popeye lo miró con una expresión que sugería que Possum casi había dado en el clavo, pero que no se trataba de aquello exactamente.

—¿O quieres decir que tengo que jugar la partida? Popeye no reaccionó.

—¿Que debo probar un farol?

Popeye se impacientó. ¿Por qué a los humanos les costaba tanto entender a los animales, cuando éstos eran tan explícitos? No mentían y ni siquiera disimulaban la verdad. Salvo que estuvieran enfermos o que hubieran sido maltratados, los animales no tenían más objetivo que sobrevivir y ser respetados y queridos. Popeye arrancó el naipe de los dedos de Possum y lo arrojó repetidas veces al teclado, como si estuviera repartiendo cartas.

—¿Una partida? —Possum se rascó la cabeza y Popeye se lamió la pata entre gañidos de confirmación—. ¿Quieres que me la juegue con el Agente Verdad?

Popeye volvió a encaramarse de un salto al regazo de Possum y le lamió la cara con entusiasmo. Possum emitió un bufido tenso y sonoro y se puso a escribir en el momento más oportuno, porque Andy estaba a punto de abandonar la esperanza de obtener respuesta.

Querido Agente Verdad:

Le juro que puede confiar en mí, pero me preocupa el que me vaya a meter en problemas si le ayudo. Verá, yo estoy atrapado, digamos, por Smoke y los perros de la carretera, y tengo miedo de que si los delato, incluso si todo sale bien, yo también termine en la cárcel.

Verá, fui yo quien le pegó un tiro en el pie a Moses Custer y lo dejó sin bota. Lo hice porque no tuve más remedio; de lo contrario, Smoke me habría dado una buena paliza o quizá me habría pegado un tiro a mí. Y Smoke siempre anda diciendo que le hará daño a Popeye si no hago lo que dice.

No sé qué hacer.

Andy leyó el mensaje y se enteró por primera vez de que Smoke, el muy hijo de puta, estaba detrás del secuestro de Popeye. Comprendió que no debía tomarse a la ligera al pirata. También se dio cuenta, con alivio, de que estaba en una posición perfecta para hacer un trato con aquel anónimo pirata de autopista, quien quiera que fuese. De modo que envió de inmediato su respuesta.

Querido Anónimo:

La bala que dice que le disparó a Moses no dio en el blanco. Lo llevaron al hospital porque los asaltantes lo apuñalaron y lo molieron a palos. ¿También intervino usted en la paliza? ¿Lo apuñaló?

AGENTE VERDAD

Querido Agente Verdad:

¡No! Lo único que hice después de intentar pegarle ese tiro fue ayudar a echar las calabazas al río. Lo de las puñaladas fue cosa de Unique. ¡No sabe cuánto me alegro de que la bala fallara! Tal vez ahora podré perdonarme y Hoss no volverá a ponerse furioso conmigo.

Andy no entendió la referencia a Hoss, y era la primera vez que oía hablar de un tal Unique. Pero decidió arriesgarse.

Querido Anónimo:

Estoy seguro de que ya sabrá que Hoss querría ver presos a los perros de la carretera para que nadie más, incluida Popeye, sufra daños. Dudo mucho de que Hoss esté furioso con usted, porque él ya debe de saber que la bala no le dio a Moses. Hoss lo sabe todo. Quizás esté disgustado con usted por no haber entregado todavía a Smoke v sus otros perros de la carretera. Ha llegado el momento de rectificar, y un buen punto de partida sería decirme dónde puedo encontrar a Smoke y los suyos sin que ellos lo sepan. Si me ayuda, se le concederá inmunidad a cambio de su colaboración con la policía. Y supongo que a estas alturas usted ya sabe que yo siempre digo la verdad.

AGENTE VERDAD

La respuesta llegó al buzón electrónico momentos después.

Querido Agente Verdad:

Vaya a la carrera y busque un equipo de asistencia con una bandera pirata. Somos nosotros. Yo tendré a Popeye y haré lo posible para no entrometerme, pero debería saber que Cat ha tomado lecciones de pilotaje de helicópteros con la policía del Estado y que proyecta llevarnos a todos por aire a la isla Tangier después de que Smoke se cargue a un montón de gente.

—¡Dios santo! —murmuró Andy al leer el mensaje. Sólo se le ocurría un miembro de la Policía Estatal capaz de impartir lecciones de vuelo en aquel momento, dada la crítica escasez de pilotos que sufría la institución—. ¡Macovich! ¡Estúpido cabrón! ¿Qué demonios estás haciendo? —exclamó en voz alta.

Macovich no era un santo, pero tampoco tenía muchas luces. Andy intentó imaginar la motivación de Macovich. Rebuscó en el maletín y sacó los papeles del caso del hombre de la bolsa en el que había trabajado el año anterior. Marcó el número de teléfono de la casa de Hooter Shook.

Tras un concierto de ruidos, crujidos y voces de «¡ya va!», Hooter respondió, soñolienta:

—¿Diga?

La mujer creía que su interlocutor era Macovich, que la había estado llamando con frecuencia y se había presentado en la cabina de peaje aunque no tenía necesidad de hacerlo. Aquel hombre, pensó Hooter con irritación, era un adicto al sexo. Jamás había visto nada igual. La mayoría de los hombres con los que tenía una primera cita le concedían al menos un par de horas antes de plantearse si tenía el más remoto interés en cogerse de las manos de nadie o en meter sus respectivas lenguas hasta el fondo de la garganta del otro, pero Macovich no había parado de sobarla por debajo de la mesa cuando estuvieron tomando copas en el reservado de Freckles. A Hooter le había caído muy bien cuando charlaban junto a los conos de tráfico.

—¡Te dije que dejaras de llamarme! —soltó Hooter por el teléfono antes de que Andy tuviera tiempo de decir una palabra.

—Yo no la he llamado recientemente —replicó Andy—. Déjeme adivinar… Usted cree que está hablando con el agente Macovich.

—Pues… la voz no me suena, es cierto —respondió Hooter y se tranquilizó.

—Soy el Agente Verdad —se atrevió a revelar Andy.

—¡Vamos! Usted se burla de mí —replicó Hooter, suspicaz. No había reconocido la voz de Andy porque para ella casi todos los blancos tenían la misma voz—. ¿Cómo me iba a llamar ese Agente Verdad?

—Pues soy yo —insistió Andy con confianza—. Y la he llamado porque necesito su ayuda. Ha llegado a mi conocimiento que la otra noche estuvo en Freckles con Macovich.

—Sí. Y fue una velada infernal, se lo aseguro.

—¿Él pagó la cuenta?

—No vi ninguna cuenta —respondió Hooter—. Salí un momento al callejón a respirar un poco y entonces ese chalado se puso a pegarse tiros en la entrepierna, o por lo menos a intentarlo…

—Sí, todo eso ya lo sé —la interrumpió Andy con buenos modales—, pero le pregunto si vio a Macovich tirar de cartera.

—Pues sí. Pagó todas las rondas, porque era el único afroamericano del local y supongo que los blancos no confían en nosotros para abrirnos una cuenta.

—Dudo mucho de que ése fuera el caso —la tranquilizó Andy—. La gente del Freckles no es así y es fácil pensar lo peor cuando uno ha sido tratado de forma injusta. Quizá Macovich no tiene cuenta allí porque le gusta lucir su dinero, sobre todo si quiere impresionar a alguien.

Se produjo una pausa en la comunicación mientras Hooter sopesaba lo que acababa de oír.

—Bien —concedió al fin—, supongo que tiene usted razón. Desde luego, exhibía su dinero, lo cual no me gusta nada porque el dinero está lleno de gérmenes; él sabía que me disgustaba y no dejaba de tocarme las piernas mientras bebíamos en el reservado. Pero, ahora que lo pienso, no recuerdo que pidiera que se lo apuntaran en la cuenta, de modo que quizá tenga usted razón y yo he sacado conclusiones precipitadas. ¿Sabe?, hay gente que llega al peaje y es incapaz de decir «buenos días» o «gracias», aunque yo se lo haya dicho primero. Y siempre he pensado que se debe a mi condición de no blanca.

—Mucha gente se porta de forma grosera y ofensiva, es cierto —asintió Andy.

—Sí, eso es —dijo Hooter, que se había relajado bastante y ya parecía estar muy despierta. Pero es cierto que tenía dinero y que lo exhibía— añadió, volviendo a Macovich. —Tiene usted que entender que allí dentro había mucho humo, pero lo enseñaba abiertamente y vi un puñado de billetes de veinte; incluso juraría que llevaba alguno de cien, un billete que no veo nunca en el carril de cambio exacto del peaje y que yo no he tenido en mis manos jamás en la vida.

Así pues, Macovich estaba dando lecciones de pilotaje de helicóptero a Cat, y probablemente éste se las pagaban a cien dólares cada una. Macovich debía de hacerlo de noche o en horas libres, cuando sabía que no habría nadie más en el hangar de la Policía Estatal. Andy entró en la cocina a mirar la hora. Pasaba un poco de la una de la madrugada. Se vistió de paisano, cogió el arma y la radio portátil y subió al coche.

Cuando llegó al aeropuerto todo estaba como él sospechaba. El Bell 430 no se encontraba en el hangar y el suelo de asfalto se hallaba cubierto de lo que a Andy le parecieron colillas recientes de cigarrillos Salem Light, incluso cerca de los depósitos de combustible. Andy sintonizó su radio en la frecuencia de la aviación de la Policía Estatal.

—430 Sierra-Papa —dijo Andy por el micrófono.

Macovich se sobresaltó y se puso tenso cuando le llegó la voz de Andy por los auriculares mientras Cat, vestido con los colores de la NASCAR, intentaba guiar el helicóptero con suavidad y firmeza en una trayectoria alrededor del cercano aeropuerto de Chesterfield.

—30 Sierra-Papa —respondió Macovich, haciéndose el inocente y fingiendo estar muy ocupado.

—¿Quién nos llama? —quiso saber Cat.

—Espere —transmitió Macovich a Andy—. Es la torre —dijo luego a Cat por el intercomunicador de abordo, pues no quería cometer el mismo error de emitir lo que estaba hablando en privado.

—Déjame hablar con ellos —dijo Cat mientras cometía un error en la aproximación—. Necesito practicar con la radio.

—Ahora no —respondió Macovich por el micrófono—. Tendrás que hacer otro sobrevuelo, porque estabas demasiado alto para la aproximación y tengo la impresión de que la torre quiere quejarse de tu manera de volar, de modo que será mejor que me dejes hablar a mí. Y quítate los auriculares un momento porque lo que nos va a decir la torre no será nada agradable, te lo aseguro. ¡No te acerques tanto a la valla! ¡Sube a ochocientos pies y sigue pilotando mientras yo soluciono esto!

Cat se quitó los auriculares y entornó los ojos tras los cristales de sus gafas de sol Oakley, tratando de reconocer la silueta oscurísima de los árboles que se alzaban delante.

—30 Sierra-Papa —transmitió Macovich a Andy—. Ahora mismo estoy ocupado.

—Recibido. Eso lo sé muy bien —respondió la voz de Andy; su tono daba a entender que sabía perfectamente qué estaba haciendo Macovich—. Tu estudiante está en violación. —Andy utilizó la jerga del sector.

—¿A qué te refieres? —Macovich estaba cada vez más alarmado y tiró del colectivo para salvar los árboles, un reflejo que ya apenas advertía porque se había hecho habitual tener que luchar con los controles del aparato mientras daba las lecciones a aquel inútil de la NASCAR.

—Tú limítate a informar a tu estudiante de que la torre te requiere que vuelvas a tierra lo antes posible —ordenó Andy a Macovich.

—Recibido —respondió éste a regañadientes; luego, señaló los auriculares e indicó a Cat que se los pusiera—. Tenemos un problema —le dijo—. ¡El aparato es mío, no me hagas repetir que apartes las manos y los pies de los controles! Tenemos un buen lío con las autoridades aeronáuticas, y voy a pilotar yo para que no tengamos más problemas y no acabemos estrellándonos.

—¡Mierda! —exclamó Cat—. ¡La carrera! ¡Mejor será que no haya problemas! El famoso piloto para el que trabajo no tolerará ningún fallo… ¡y es amigo del gobernador y del presidente de los Estados Unidos y hará que te despidan!

—No te preocupes —dijo Macovich al tiempo que aceleraba la marcha, de regreso al aeropuerto—. Yo me ocuparé.

Así fue, pues, cómo cayó Cat. Al cabo de una hora el tipo estaba en el calabozo municipal, encerrado en una celda llena de internos que no paraban de decirse «¡cállate!» y de hablar de un cachorro que había muerto arrollado por un coche que se había dado a la fuga. Andy llamó a Hammer tan pronto llegó a casa. Informó a su jefa de todo lo que sucedía y le dio la reconfortante noticia de que Popeye seguía viva y que quizá sería rescatada en la carrera.

—¡Ese condenado estúpido! —exclamó ella, refiriéndose a Macovich—. Ya puede ir entregando el arma y la placa cuando llegue a la central. Llámalo y dile que se presente en mi despacho a las ocho en punto.

—Con todos mis respetos, no estoy de acuerdo —declaró Andy—. Smoke y los demás perros de la carretera ignoran que hemos descubierto a Cat y que lo tenemos detenido.

—Sí, pero, para ellos también es un desaparecido en acción —le recordó Hammer—. ¿No crees que sospecharán algo cuando no aparezca para llevarlos a la carrera?

—Creo que tengo la manera de resolver eso.

—Ojalá.

—Yo llevaré al gobernador en el 407 y me aseguraré de que él, Moses Custer y los demás lleguen sanos y salvos a su palco. Y tendremos colocados estratégicamente a una veintena de agentes y de miembros de la Unidad de Protección de Personalidades. Macovich tiene que llevar a Smoke y a su banda según lo previsto. No te preocupes, jefa, yo me ocupo.

—¡Tonterías, Andy! —Hammer no estaba convencida—. Acudirán a esa maldita carrera más de ciento cincuenta mil aficionados. Veinte agentes no pueden proteger al gobernador y a sus invitados al mismo tiempo que controlan a esa multitud, si algo va mal. Al primer disparo que suene se producirá una estampida y puede morir gente aplastada. Los coches saldrán huyendo del autódromo y habrá accidentes. Será un desastre terrible y no creo que estemos preparados para controlar la situación.

»¿Y si los de Tangier deciden ser un problema también? No creo que nada los disuada de esa idea ridícula de que la NASCAR proyecta apropiarse de su isla, y durante la carrera sería un momento perfecto para desencadenar un movimiento hostil por su parte. —La superintendente continuó pintando situaciones negativas—. Deberíamos tener desplegados agentes en la isla. Con franqueza, desearía que escribieras algo en uno de tus artículos que convenciera a esos isleños de ser razonables y tranquilizarse, pero dudo de que nadie en Tangier tenga ordenador.

—No he recibido comunicaciones de nadie de la isla —reconoció Andy, así que debes de tener razón. Nadie allí lee mis artículos. Sin embargo, a juzgar por la cantidad de antenas parabólicas que vi allí, seguro que ven la tele. ¿Por qué no dar, pues, un poco de diversión a la isla? Puedo poner algo en mi próximo artículo que acabe por aparecer en los noticiarios antes de la carrera.

Andy recordó a Fonny Boy y la pieza de hierro oxidada, y decidió que nada captaría tanto la atención de los isleños como hablar de unos objetos de valor allí encontrados que codiciaban unos forasteros.

De inmediato se puso a escribir un correo electrónico cuidadosamente redactado en el que daba instrucciones a su anónimo amigo pirata para que dejara su ordenador conectado a la página del Agente Verdad y esperase a su nuevo artículo. Además, el pirata anónimo debía informar a Smoke de que Cat estaba ocupado en «prácticas de autorrotación» y en hacer su «viaje de comprobación», y que se reuniría con ellos en la isla Tangier después de la carrera para así tener tiempo de hacer un «reconocimiento de altura» de la zona y establecer el nuevo cuartel general de la banda.

«Dígale a Smoke y a los demás que Cat ha tenido noticia de un enorme tesoro oculto y que su instructor dejará a Cat en la isla primero, y luego llevará a Smoke y los demás a la carrera, según lo previsto, antes de conducirlos a Tangier. Allí Cat ya habrá salido en un bote para asegurarse de que nadie más lo encuentre —escribió Andy al anónimo pirata—. Por si Cat no tiene ordenador o no sabe usarlo, limítese a decir que el correo electrónico que advierte de todo esto lo envía el instructor del helicóptero, el agente Macovich, que ha decidido pasarse al bando de los perros de la carretera. El será a partir de ahora su piloto y les conseguirá armas y equipos de submarinismo, organizará el blanqueo de dinero y hará viajes a Canadá o donde sea necesario, a cambio de una modesta participación en el tesoro».

Cuando recibió aquella última comunicación del Agente Verdad, Possum se quedó ligeramente perplejo y algo asustado, pero decidió hacer lo que le decía, dejar el ordenador conectado a la página y pasar la información a Smoke. Sin embargo, Possum tenía una última pregunta que hacer:

Querido Agente Verdad:

Ésta es la última vez que le escribo, pero quisiera pedirle si no podría quitar esa foto de Popeye de la portada de su página web. Verá, si Smoke ve esa foto será el final de la perrita, porque Smoke no tiene idea de que nadie, aparte de la superintendente a quien se la robó, la busque todavía.

P. D. Me llamo Possum, aunque mi nombre era Jeremiah Little antes de que Smoke me obligara a sumarme a sus perros de carretera con amenazas de muerte. ¿Puede usted llamar a mi madre y decirle que estoy bien, que no ando metido en problemas, y averiguar si todavía vive con mi padre? Si fuera así, no puedo volver al sótano y no tendré ningún lugar adonde ir cuando me libre de Smoke y deje el remolque.

P. D. ¡No olvide su promesa!

Andy respondió con un mensaje instantáneo en el que aseguraba a Possum que la foto de Popeye estaba siendo eliminada en aquel mismo momento y que, por supuesto, el Agente Verdad llamaría a la madre de Possum y cumpliría todas sus promesas. Andy escribió asimismo:

Cuando estén a punto de abandonar el autódromo, sea usted el primero en subir a la parte de atrás del gran helicóptero que pilotará ese agente Macovich. Luego, deslícese por el asiento con Popeye, salte por la otra puerta y eche a correr lo más deprisa posible hacia un remolque que enarbola la bandera de Virginia y tiene seis conos de tráfico delante. El remolque resultará claramente visible al otro lado de la valla que rodea el helipuerto y yo estaré sentado en una silla de jardín delante de la puerta, disfrazado de seguidor de la NASCAR borracho. ¡Y tenga cuidado con el rotor de cola!

¡Buena suerte!

AGENTE VERDAD

¡¡FALTAN UNAS HORAS PARA EL DESCUBRIMIENTO DEL TESORO TORY!! por el Agente Verdad

La reciente detención del doctor Sherman Faux (un dentista embustero a quien todos deberían evitar) ha tenido como consecuencia una revelación sorprendente que está provocando revuelo entre los historiadores marítimos, los arqueólogos y los buscadores de tesoros de todo el mundo.

Si usted, mi fiel lector, se pregunta por qué no ha oído hablar nunca del famoso tesoro Tory, aquí le ofrezco una explicación bastante clara. Major Trader, ese funcionario infame e indigno de confianza, tiene fama de haber manipulado todas las noticias oficiales que circulan por el Estado y que ya corren por otros estados y países. Por lo tanto, es lógico que la inminente recuperación de unos barcos naufragados en la bahía de Chesapeake, lo cual conducirá sin duda al descubrimiento del destacado tesoro Tory, sea una noticia que Trader y sus asociados no quieren que llegue a conocimiento del público en general, y de los isleños de Tangier en particular.

Durante la guerra de la Independencia de los Estados Unidos, el corsario inglés más activo y peligroso fue Joseph Wheland, hijo, quien empezó su carrera violenta y codiciosa en 1776 y se dedicó al abordaje y al saqueo en nombre de la corona británica. Muy pronto Wheland se encontró al frente de una flotilla con la que golpeaba donde quería y se lanzó a arrasar plantaciones en la zona de la bahía de Chesapeake, haciéndose con el ganado, los esclavos, el mobiliario, la plata y las joyas de las familias y cualquier otra propiedad u objeto de valor que sus hombres encontraban. Ésta era su principal actividad, que poco tenía que ver con las victorias militares o con su lealtad a la Corona. En resumen, Wheland se convirtió en un simple pirata y escogió la isla de Tangier como cuartel de invierno.

Desde su guarida, Wheland lanzaba su creciente flotilla de cañoneras al abordaje de otras naves para robar, degollar y fusilar. No hay suficiente información respecto a cuánto botín amasó, cuántos barcos hundió o cuántas de sus propias embarcaciones naufragaron en las costas de Tangier y las islas vecinas, pero sí es posible afirmar con seguridad que durante más de dos siglos la fortuna del desaparecido tesoro Tory ha dormido en el fondo fangoso de la bahía. La razón de esta deducción es de pura lógica.

Los piratas tan rapaces y violentos como Wheland no se cebaban sólo en los inocentes, sino que no vacilaban en robarse y matarse entre ellos si se sentían capaces de salir bien librados. Así, si aparecía en la zona otro barco cargado de botín de las plantaciones, Wheland se lanzaba a perseguirlo, salvo que temiera estar en inferioridad de condiciones. En esto los piratas no se diferenciaban mucho de los traficantes de drogas actuales. Cuando los traficantes hacen un alto en Virginia en sus viajes entre Nueva York y Miami, no es raro que un camello le compre armas o heroína a otro y luego saque la pistola y abra fuego. El resultado es que quien gana no sólo se queda el botín, sino también el dinero o contrabando que constituía el presunto pago; entre los extras se encuentran también el dinero y la droga que la víctima llevara en los bolsillos, las cadenas de oro, el reloj con diamantes incrustados, los anillos y el medio de transporte.

Los traficantes de drogas, al igual que los modernos piratas de autopista, no son más que piratas de tierra firme. Si se imagina, lector, por un momento una banda de traficantes trasladada en el tiempo al siglo XVIII y que despierta en una cañonera frente a la costa de la isla de Tangier, tendrá una visión bastante aproximada de lo que podía ser un encuentro con otra embarcación en esa época. Tenga la seguridad de que la batalla que se desencadenaría entre narcotraficantes marinos no sería distinta de cuando Wheland atacaba otro barco pirata en aquellos tiempos. Lleguemos incluso a imaginar a Wheland como un pirata de la droga transportado en el tiempo. La escena podría ser más o menos la siguiente:

Una fresca noche de octubre, Joseph Wheland salió en su Mercedes negro con alerón, cristales ahumados de tono púrpura, tapacubos dorados, tapicería de piel de oveja, sistema de sonido potenciado y ambientadores colgantes. Con un cigarrillo en la mano y ligeramente colocado de hierba, dejó Nueva York para dirigirse a Richmond con un convoy de varios vehículos más, custodiado por hombres armados. Wheland era conocido en la calle como Wheeling Bone; siempre estaba en su coche, apenas se dejaba ver y era físicamente enclenque, nada impresionante. Sin embargo, su aspecto físico no disminuía el terror que atenazaba el corazón de sus víctimas y de otros piratas cuando sabían que Wheeling Bone andaba cerca.

Al llegar a Richmond de madrugada, Wheeling Bone y su gente aparcaron en una calle repleta de basura en el barrio de viviendas subvencionadas de Gilpain Court y se dirigieron a un apartamento que era la guarida de un traficante de droga local llamado Smack y de otros piratas de tierra firme. Cuando Smack se asomó a la ventana y vio a Wheeling Bone vestido con un gabán largo de color negro, unas Nike negras y un mono de entrenamiento negro estampado de huesos y calaveras, se inquietó un poco.

—¡Mierda! No sé… —dijo a varios de sus secuaces—. Esto tiene mal aspecto. Da la impresión de que podría llevar una Uzi bajo ese abrigo negro… Creo que se ve cómo asoma la boca del cañón.

—¿Estás seguro de que no es un ojal? —dijo uno.

—Yo digo que no corramos riesgos —apuntó otro.

—¡Mierda, no, no correremos riesgos! —asintió Smack—. Propongo que disparemos sin abrir la puerta.

Las correderas de las pistolas chasquearon en la guarida y en ese momento sucedió lo inexplicable. Wheeling Bone y su grupo estaban a punto de llamar a la puerta cuando, de pronto, se esfumaron con un extraño crepitar de la estática y un destello de intensa luz blanca. Aquello asustó a Smack y sus piratas, que respondieron con una salva de disparos que hizo trizas la puerta, junto con lámparas y botellas de cerveza. Dispararon hasta vaciar los cargadores. Cuando la humareda se disipó, contemplaron con asombro la calle, oscura y vacía.

Wheeling Bone y su tripulación dieron un salto a través de la tercera dimensión, pasaron por el pliegue del tiempo y aterrizaron suavemente en una cañonera llamada Rover, que estaba cargada de antigüedades del siglo joyas y sacos de polvo de oro y de monedas de plata.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó Wheeling Bone mientras oteaba las aguas apacibles de la bahía de Chesapeake y la lejana silueta en sombras de la isla de Tangier—. ¡Joder, no había visto nunca un barco tan antiguo! ¡Ni siquiera tiene motor, ni hay linternas!

—¡Mierda, mira eso! —exclamó uno de sus hombres mientras inspeccionaba un enorme cañón—. ¡No sabes cuánto me gustaría disparar con uno de esos contra un coche de policía!

Wheeling Bone y los demás se rieron al imaginar la escena; luego se pusieron a pensar en cómo podrían utilizar aquellos cañones de manera segura, fabricar granadas caseras y navegar. Con el paso de los días y de las semanas, se dedicaron a abordar naves de forma indiscriminada a celebrarlo en noches de borrachera regadas con madeira y ron, porque se acabó pronto la marihuana y el crack y no encontraron a nadie que hubiera oído siquiera hablar de tales cosas. Wheeling Bone y sus hombres se hicieron expertos en atacar otras embarcaciones piratas, a las que prendían fuego después de saquearlas y pasar a los tripulantes por las armas para despedazarlos y arrojarlos a continuación por la borda, dejando que los cangrejos los devorasen.

Pasaron los años y la guerra de la Independencia terminó, pero con ello Wheeling Bone se hizo aún más importante y codicioso. Aterrorizó la bahía y las costas de Maryland y Virginia, y se hizo aún más temido que Barbanegra en su tiempo, aunque no hay constancia de que Wheeling Bone llevara barba. Su modus operandi, que sin duda había aprendido de los relatos sobre Barbanegra que circulaban entre los piratas, consistía en disparar los cañones contra el costado de un barco indefenso, a lo que seguía el lanzamiento de granadas al estilo Barbanegra; en este caso, eran botellas explosivas llenas de pólvora, perdigones, tuercas, pedazos de plomo y de hierro, muy parecidas a las modernas granadas de mano, salvo que se encendían mediante una corta mecha rápida que los piratas prendían antes de arrojar rápidamente aquellas armas de destrucción masiva contra los barcos enemigos. Acto seguido, Wheeling Bone y sus hombres abordaban la embarcación fuera de combate, pasaban sobre los muertos, remataban a los heridos y saqueaban a placer.

Wheland o Wheeling Bone, como el lector prefiera llamarlo, se desvaneció de la documentación histórica hacia finales del siglo XVIII, y en 1806 la piratería había desaparecido prácticamente de la bahía, aunque las, por lo demás, pacíficas aguas y costas vecinas volvieron a hacerse inseguras apenas seis años después, durante la guerra de 1812. De hecho, la bahía de Chesapeake y el cercano río Patuxent siguen siendo hoy día un centro principal de actividad militar, lo cual explica la existencia de esas zonas restringidas que, como ya mencionaba en un artículo anterior, tanto dificultan el vuelo a la isla Tangier.

El número de pecios fantasmales sumergidos y de arcones de botín que han sembrado el fondo de la bahía desde que John Smith fundara Jamestown sólo puede ser objeto de especulaciones. La ley que regula el tráfico de antigüedades establece claramente que los tesoros piratas encontrados pertenecen al Estado en que se descubran, que en el caso del tesoro Tory es Virginia. Por sur puesto, si puede rastrearse el tesoro y averiguarse cuál era el barco al que pertenecía legítimamente el botín, es muy probable que, injustamente, la localidad desde la que zarpó dicho barco reclame el tesoro, lo que significaría una batalla larga y agotadora en los tribunales. Tengo muchas sospechas de que el botín de Wheland será reclamado por Carolina del Norte. Pero todo esto serán meras disquisiciones si ciertos individuos encuentran el tesoro primero y logran pasarlo rápidamente a algún comprador, a un precio muy alto. Y sólo afirmo lo obvio si digo que nadie en más capaz de localizar pronto el tesoro Tory y de apoderarse de él que los descendientes de los piratas que hoy viven en la isla Tangier y conocen la bahía mejor que nadie.

Mi opinión es que el tesoro pertenece a los pescadores y que debería permitirse que éstos se lo quedaran. La economía de Tangier está muy deprimida. Los pescadores tienen una cuota de extracción de cangrejos azules muy estricta y la población de crustáceos viene menguando desde hace años. Pido a todos, empezando por el gobernador, que se mantengan lejos de esa nasa de pesca de cangrejos que se encuentra a 10,1 millas de la costa occidental de Tangier, marcada con una boya amarilla. Ojalá prevalezca la honradez y desaparezca la codicia ante la constatación de que la mayoría de nosotros no tiene que llevar la vida dura y, a menudo, nada gratificante de los pescadores. A la vista de los sufrimientos que padecieron sus antepasados cuando Joseph Wheland estableció su cuartel de invierno en la isla, sería justo y adecuado que los tangierianos de hoy sacaran un provecho de la malévola crueldad de los piratas. Sería un ejemplo perfecto de justicia poética.

Anne Bonny y Wheland no recibieron nunca el castigo que merecían. Ni siquiera Barbanegra pagó por sus crímenes. Colgarlo hasta la muerte y empalar luego su cabeza cortada en lo alto de una pica fue un castigo leve en comparación con el trato que recibían los piratas en otras partes del mundo. En siglos pasados, antes de que la piratería adquiriera su moderna pátina de romanticismo y éste la redujera, mundanamente, a una suerte de atraco a mano armada, la actividad pirata se tomaba muy en serio. No hay más que repasar las páginas de la edición de 1825, en dos volúmenes, del «Registro del terror, o archivo de crímenes, juicios, providencias y calamidades», para que uno quede conmocionado y deprimido ante lo que ahí se cuenta.

A modo de ejemplo recordaré cuál era el destino típico de los piratas rusos del Volga, que en siglos pasados estaba tan infestado de bandidos que los mercaderes dejaron de transportar cargamentos de valor río abajo a menos que los barcos fueran acompañados por una fuerte escolta armada. Esos piratas rusos, en absoluto tan despiadados como Bonny, Wheland o Barbanegra, eran apresados con vida, y sin duda se alarmaban mucho al observar cómo los soldados construían una balsa y erigían en ella un armazón con enormes ganchos de hierro.

Los piratas capturados eran desnudados y colgados de los ganchos por las costillas, y las balsas se enviaban a la deriva río abajo para que todos vieran aquella imagen espantosa y oyeran los alaridos de dolor. Y si alguien en los pueblos y ciudades de las riberas por los que pasaba la balsa mostraba un hálito de piedad y ofrecía al condenado un trago de agua o de vodka o un piadoso tiro de gracia, el castigo por hacer de buen samaritano era sufrir la misma muerte lenta y terrible que el pirata. La amenaza era suficiente para evitar que nadie interviniera y, de hecho, cuando uno de esos piratas consiguió escapar de los ganchos y, desnudo y temblando a causa del dolor y la pérdida de sangre, se presentó ante un simple pastor, la reacción inmediata de éste fue machacarle la cabeza con una piedra.

Supongo que el pastor se apresuró a enorgullecerse públicamente en el pueblo de la vileza que acababa de cometer, pues de otro modo el relato no habría llegado a los registros históricos. Con esto, sin embargo, no quiero decir que esté a favor de las palizas o de torturar a los presos hasta la muerte. Tampoco debe nadie pensar que apruebo la manera en que los rusos afrontaban la piratería. Sólo señalo que Bonny, Wheland, Barbanegra y sus secuaces sedientos de sangre tuvieron mucha suerte de que no los capturaran en Rusia.

Es muy probable que una pieza de hierro de una de las granadas de Wheland haya conducido al descubrimiento de uno, al menos, de sus barcos hundidos y sólo cabe especular sobre los misterios y tesoros que han descansado durante siglos en el fondo de la bahía, en la zona de esa boya amarilla que antes mencionaba. Sé que los historiadores insistirán en que no hay pruebas de la existencia de ese tesoro Tory, pero debo recordar a mis lectores y al gobernador Crimm que Wheland, Wheeling Bonre, no tenía una lista de todos los barcos y plantaciones que saqueó y no podemos estar seguros de qué barcos se hundieron, incluido su buque insignia, o de la suerte que corrieron.

¡Tengan cuidado ahí afuera!