26

—Siento náuseas —dijo Fonny Boy a los pilotos por los auriculares; él y el doctor Faux seguían tiritando, mareados, en la cola del Jayhawk—. Estoy igual que aquella vez cuando me caí y terminé sentado sobre mi propio vómito.

La triste historia de infancia de Fonny Boy, de cuando iba a toda velocidad con su triciclo y había volcado, vomitándose encima, no llegó a oídos de los guardacostas. Éstos habían tenido la suficiente sensatez como para llamar por radio a la NCIC y pedir más datos de los rescatados, averiguando así que al dentista al que acababan de sacar se le perseguía por fraude al sistema sanitario, blanqueo de dinero y extorsión; en cuanto al locuaz muchacho tangieriano, había cometido una flagrante violación de la ley marítima y también se le buscaba por secuestro.

Por supuesto, Andy se había encargado de que se emitiesen órdenes de detención contra el doctor y Fonny Boy después de su visita a Tangier con el disfraz de periodista y de inspeccionar el historial dental del muchacho; más tarde comprendió que cuando Fonny Boy había mencionado que el dentista estaba a buen recaudo, hablaba en serio, literalmente. Cuando el piloto supo que la Policía Estatal buscaba a las dos personas que acababan de rescatar, conectó la frecuencia de emergencia y llamó por radio a los helicópteros policiales que estuvieran en el aire.

Casualmente, Macovich, que había dejado a Regina una hora antes, estaba dando una lección de pilotaje a Cat cuando llegó la llamada por la radio.

—Helicóptero cuatro, tres, cero, Sierra Papa —respondió Macovich, tenso mientras Cat, a los mandos, provocaba que el aparato bimotor diera un respingo—. ¡No te he dicho que tocaras ese pedal! ¡Levanta el izquierdo! —exclamó Macovich por los auriculares; pero, en su confusión, pulsó el botón de transmisión y las instrucciones fueron oídas por cientos de pilotos de la zona, incluidos los de la Guardia Costera—. Si levantas el izquierdo, es como si pisaras el derecho. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¿Ves lo que sucede? El aparato vuelve el morro hacia la derecha porque al levantar el pedal izquierdo es como si pisaras el derecho. ¿No recuerdas lo que te he contado del par de torsión?

Cat, sudoroso, no estaba interesado en la aerodinámica en absoluto. Sólo quería aprender lo imprescindible para pilotar el helicóptero sin ayuda. Le importaba un comino la licencia o cumplir las normas de la FAA, porque estaba seguro de que en cuanto él y los perros de la carretera escaparan a Tangier, venderían el Bell 430 a los piratas canadienses y no tendrían que preocuparse de nada nunca más. «Seis millones de dólares», pensó mientras corregía en exceso la maniobra, lo cual hizo que el helicóptero oscilara precariamente sobre el asfalto.

A Macovich le llegó una voz por los auriculares:

—Helicóptero cero, Sierra Papa. Está usted en uno, veinticuatro, punto cinco. —Era la frecuencia de emergencia—. Cambie a uno, veinticinco, cero.

Macovich cambió mientras luchaba con los controles y seguía gritándole a Cat. Pero sin darse cuenta, pulsó de nuevo el botón de transmitir.

—Vuelve a posarte. ¡Con calma, con calma! No busques el suelo, deja que se pose. ¡Por el amor de Dios, no tires de la palanca en el último segundo!

El helicóptero dio un nuevo brinco en el aire y se posó otra vez demasiado deprisa, rebotando sobre las ruedas al tiempo que la cola giraba sin control, a punto de golpear un cochecito eléctrico. Macovich gritó a Cat que apartara pies y manos de los controles.

—¡El aparato es mío! —Macovich pugnó por estabilizar el helicóptero—. ¡Es mío! ¡Suelta los mandos, desgraciado! ¡Te lo juro, no volveré a darte lecciones nunca más! ¡Es inútil!

Cat apretó el mando del rotor hacia delante al tiempo que mantenía apretado el pedal derecho, lo cual provocó que el helicóptero se deslizara por el asfalto en un giro cerrado a la derecha y se dirigiera de frente al hangar con las palas del rotor girando a toda potencia. Macovich no tuvo más remedio que alzar el puño y descargarlo contra la sien de su alumno de la NASCAR, dejándolo fuera de combate. Enseguida presionó ambos pedales y detuvo el helicóptero antes de que se estrellara contra la cola de una avioneta Cessna Citation. Volvió a cortar el gas para pasar a punto muerto y, agitado, soltó un gran suspiro en el que exhaló su pestilente aliento a tabaco.

—¡Joder! —gruñó Cat mientras poco a poco volvía en sí—. ¿Por qué me has arreado, hombre?

—Dile a tu condenado piloto que si necesita ir a alguna parte, el helicóptero lo llevo yo y tú aparcas tu condenado culo en la parte de atrás —replicó Macovich, colérico. A la mañanita de vuelo, casi catastrófica, se sumaba la jaqueca de la resaca y el mal recuerdo de cuando Hooter lo había emborrachado en Freckles y luego, tras llevarlo a la abigarrada casa de su madre, de una sola habitación, se había negado a hacer el amor con él en el sofá.

—Amigo, tenemos que ir a la carrera de mañana por la noche —apuntó Cat mientras se frotaba la cabeza.

—Sí, bueno, el gobernador también tiene que ir —dijo Macovich mientras apagaba los controles, de modo que a vosotros os tendré que llevar por turnos, no hay más remedio. No puedo decirle al gobernador que él tiene que ir en coche.

—¿De qué estás hablando? —replicó Cat, acalorado—. Mira todos esos aparatos. —Volvió la mirada hacia la flota de relucientes helicópteros nuevos que dormían en el hangar—. No nos importa en cuál nos lleves, mientras cueste lo mismo que éste.

Macovich supuso que el equipo de mecánicos de la NASCAR estaba obligado a mantener cierto imagen, y dudó sobre la decisión a tomar. Supuso que podría reclutar a Andy para que llevara a la primera familia en un 407, más pequeño pero igualmente lujoso, lo cual dejaría a Macovich en libertad para trasladar como era debido al piloto de la NASCAR y a su equipo de mecánicos, mucho más anónimos, por una buena cantidad de dólares. Eso le permitiría conseguir su propio apartamento, de modo que las mujeres que ligaba se sintieran más cómodas a la hora de hacer el amor con él. Al gobernador, si llegaba a darse cuenta, le diría que el 430 se hallaba fuera de servicio porque precisaba una revisión de mantenimiento.

—¿Hum? ¿Helicóptero Sierra Papa? ¿Tiene compañía? —probó de nuevo el piloto de la Guardia Costera mientras se dirigía hacia el centro de Richmond a una velocidad de ciento setenta nudos.

—Sierra Papa. ¿Quién intenta establecer contacto? —La voz jadeante volvió a los auriculares y los pilotos se miraron y asintieron; era su manera de indicar que no resultaba nada sorprendente que los pilotos de la Policía Estatal renunciaran al puesto continuamente.

Por el mundillo de la aviación corrían rumores, y la versión más aceptada decía que nadie quería ser piloto de la Policía Estatal porque la primera dama siempre intentaba ligar a sus feas hijas con los pilotos que llevaban a la primera familia a las cenas o de compras. Bueno, tal vez fuera por eso. Lo más probable es que se debiera a que el departamento de la Policía Estatal al completo se había vuelto loco desde que se pusiera al frente la superintendente con la que tenía que conectar la Guardia Costera respecto a los dos fugitivos.

—Estamos en un HH-60 de la Guardia Costera —radió el piloto—. Tenemos a bordo a dos sujetos y necesitamos un contacto con la Policía Estatal. Bien, la situación es muy delicada. ¿Tienen una frecuencia para contactar con la superintendente?

—¡Es como una película! —exclamó Windy Brees cuando, un minuto después, entraba como una exhalación en el despacho de Hammer para informar animadamente, a ella y a Andy, de que un helicóptero de la Guardia Costera acababa de pescar al dentista secuestrado y a su raptor, el chico de la armónica—. Están en un helicóptero y han tenido que rescatarlos en esas cestas, entre el oleaje y bajo un viento atroz, como en esa película, El gran aullido. ¿La han visto? Con Keanu Clooney… ¡Ay, si no fuera tan joven…!

—Está bien, está bien —la interrumpió Hammer—. A ver si podemos sintonizar otra vez con la Guardia Costera y hablar con ellos.

Hammer se volvió en su silla hacia la radio que había sobre la mesa situada detrás del escritorio al tiempo que Andy buscaba el 125.0, una frecuencia bastante genérica que compartía un grupo de pequeños aeropuertos y que no se utilizaba muy a menudo.

—Diles que estamos en uno, veinticinco, cero —dijo Andy a la secretaria.

Al cabo de poco rato, tenían en el aire a los pilotos de la Guardia Costera.

—Aquí la Policía Estatal —dijo Andy por el micrófono. ¿Están en modo «Tripulación sólo»?

—Afirmativo— fue la respuesta.

—Afirmativo —repitió Andy—. ¿Puede explicarme las circunstancias?

—Afirmativo. Hemos descubierto a dos sujetos en un bote y los hemos subido a bordo. Al parecer estaban pescando en la reserva de cangrejos y se quedaron sin carburante. Han lanzado bengalas de socorro ante nuestra presencia y la inspección de la embarcación ha dado como resultado que la embarcación no cumplía las medidas de seguridad. No había extintores de incendios ni chalecos salvavidas.

—Necesitamos a esos dos sujetos aquí. ¿Cuál es su situación actual, piloto? —Era Hammer quien ahora se hallaba al micrófono.

—Estamos a once punto tres millas al este del aeropuerto de Richmond.

Hammer preguntó a la Guardia Costera si podían transportar a los detenidos a la sede central de la policía del Estado para interrogarlos.

En aquel mismo momento, sin darse cuenta de que la radio estaba conectada en modo «Tripulación sólo» y que nadie en la cabina podía oírle, el doctor Faux estaba diciendo por su micrófono que agradecería al piloto que los dejaran, a él y a Fonny Boy, en Reedville.

—No es preciso que regrese a Tangier de momento —decía el doctor mientras el helicóptero surcaba atronadoramente un cielo que cualquier piloto calificaría de absolutamente despejado—. Y quiero asegurarme de que ustedes entienden que Fonny Boy, simplemente, tenía la amabilidad de tocar la armónica para mí mientras me enseñaba la bahía cuando nuestra barca ha tenido problemas de motor. En cuanto a la nasa para cangrejos, no tenemos idea de dónde ha salido.

—¿Es cierto eso? —preguntó el mecánico, que estaba en la parte trasera con ellos y podía oír la transmisión del dentista, pero no lo que se decía en la cabina.

—¡Qué va! —Fonny Boy cometió el error de hablar al revés mientras el helicóptero seguía rumbo al oeste, hacia la sede central de la policía del Estado.

—¡Oh! ¿Dices que no es verdad? —replicó el hombre con aspereza—. Ya me lo parecía. ¿De modo que estabais pescando ilegalmente?

—Llamaré a mi esposa y vendrá a recogernos —continuó farfullando el dentista, nervioso—. Y lamento haber causado tantos problemas. Desde luego, nos han salvado la vida; si alguna vez necesitan un arreglo dental, hagan el favor de visitarme. Los trataré gratis, aquí tienen mi tarjeta.

Sacó una tarjeta de visita, que se le escapó de los dedos debido a la corriente de aire que entraba por la portezuela del helicóptero abierta de par en par. La tarjeta salió volando hacia la tarde luminosa y el rotor de cola la hizo trizas.

—¡Oh, vaya! Era la última que tenía. Y eso de ahí no parece Reedville —añadió Faux con voz alarmada cuando el Jayhawk inició la aproximación a un helipuerto de lo que parecía la ciudad de Richmond.

—Tendréis que explicar muchas cosas —dijo Andy a Fonny Boy y al dentista cuando ambos, esposados, eran conducidos a una sala de interrogatorios.

—Todo es un error —dijo el doctor Faux, decidido a negar que lo hubieran secuestrado y cualquier otra cosa que pudiera empeorar aún más la situación—. Sencillamente, había prolongado mi estancia en la isla y Fonny Boy me devolvía a casa cuando la barca se quedó sin combustible.

La atención de Fonny Boy se desvió hacia el pedazo de hierro que guardaba en el bolsillo. Por encima de todo, tenía que volver a la jaula para cangrejos y seguir la cuerda y bucear hasta el barco hundido, pues ya tenía el pleno convencimiento de que guardaba el tesoro que tanto anhelaba. De lo que no estaba muy seguro era de por qué la boya se había mantenido a medio metro escaso de la popa de la barca mientras ésta iba a la deriva en la corriente, pero supuso que se había desorientado y que la embarcación no se había movido de sitio. No podía afrontar la posibilidad de que hubiera perdido la localización de su destino y lo único que le esperara en la vida era regresar a Tangier o quizá descubrirse tras unos barrotes.

—¿Han tomado algún otro rehén en la isla? —preguntó Andy al dentista mientras Windy tomaba notas.

—No sé nada de ningún rehén —respondió el doctor—. Y es una vergüenza que me detenga aquí, esposado como un delincuente común. ¡Soy un dentista que ayuda a los pobres!

—Sí, los ayuda mucho —replicó Andy con agresividad, en el papel del policía malo—. Los ayuda echando a perder sus dentaduras con arreglos dentales innecesarios, mal hechos o inexistentes, como sustituir coronas y empastes caros por otros de materiales baratos y facturar por falsos «tratamientos de conducta» de pacientes pediátricos, que acaban con más coronas de acero que dientes de leche hay en la boca. Sólo el año pasado, treinta y dos pacientes suyos se sometieron a ciento noventa y dos extracciones dentarias y, al menos en cien casos, facturó por la colaboración de anestesistas cuando, en realidad, usted mismo sedaba a los pacientes.

»Y podría continuar —añadió Andy con severidad mientras dirigía una mirada cortante al doctor Faux, que se sintió al borde del desmayo—. Para que lo sepa, acabo de organizar una investigación conjunta en la que participarán la unidad de la Fiscalía General de Virginia para el Control del Fraude en el Seguro Médico, el FBI y la inspección de Hacienda. Hace dos días que se ha expedido una orden de búsqueda y captura contra usted porque el comisario no ha podido encontrarlo para entregarle la citación en persona, ¿y sabe por qué?

—Ni idea —graznó el doctor Faux mientras Fonny Boy pasaba la lengua por sus mal ajustados aparatos dentales y una banda de goma saltaba despedida sobre la mesa de interrogatorios.

—Porque su única dirección es un apartado de correos, y en su casa y en su consulta sólo responde el contestador automático —le recriminó Andy—. Y como nunca ha permitido que amigos o familiares le tomen fotografías, el comisario no tiene la menor idea de qué aspecto tiene usted. Y porque, en cualquier caso, los tangierianos lo retenían como rehén en la isla y el comisario no tenía intención de ponerse a buscarlo en Tangier, pues sabe que los isleños no son dados a colaborar con nadie que lleve uniforme, sobre todo si éste pretende entregar una citación.

—Ésa es su opinión —respondió Faux, cuya auténtica personalidad empezaba a asomar—. Tendrá que demostrar todo lo que dice y qué razones tiene. Hay mucha gente que utiliza apartados de correos y que se muestra reticente a que les saquen fotografías. A mí no me ha secuestrado nadie y no existen más rehenes.

—Escuche, doctor Faux, necesitamos su colaboración —intervino Hammer, en el papel de policía bueno—. Lo último que quiere nadie es otra guerra civil. Los isleños son tan ciudadanos de la comunidad de Virginia como usted y como yo, e ir contra nosotros es igual que ir contra sí mismos; es como si uno monta en cólera y se pega a sí mismo un tiro en la pierna. Cualquier revuelta civil por parte de los isleños tendrá resultados autodestructivos y, además, la tripulación del helicóptero de la Guardia Costera tiene la sensación de que cuando dispararon esas tres bengalas desde la barca no lo hicieron para señalar su situación apurada, sino con la manifiesta intención de abatir el aparato.

—¡Pero qué dice! —exclamó el dentista.

—¡Yo se lo explicaré! —replicó Hammer, cambiando al papel de policía malo—. Cuando una isla declara la guerra a su propio gobierno y arría la bandera y comete un secuestro, ¿qué se supone que hay que pensar si, de pronto, uno de esos isleños se pone a disparar contra un helicóptero de las fuerzas del orden? No es preciso subrayar que los helicópteros forman parte de lo que ha irritado a dichos isleños, debido al plan VASCAR.

—Esas bengalas las disparó Fonny Boy, no yo. Además, yo no soy tangieriano —se apresuró a puntualizar el dentista—. Le dije que no lo hiciera. Y también fue él quien soltó la nasa para cangrejos en el santuario de cría. Lo hizo para localizar ese barco pirata…

—¿Un barco pirata? —intervino Andy.

Al oír esas palabras, Fonny Boy saltó y lanzó una mirada amenazadora al doctor Faux.

—¡No tiene derecho a decir eso! ¡Deje de hablar de mi barco pirata! —protestó el muchacho—. ¡Ya sabía yo que no era de fiar!

—Soy muy de fiar —replicó el dentista, quisquilloso. Y no has encontrado ningún barco. Lo que sucedió, para ser precisos, es que un pedazo de metal oxidado te encontró a ti.

—¿Qué eres, muchacho, un imán? —preguntó Andy a Fonny Boy con sarcasmo—. Creo que es hora de que alguien cuente alguna verdad aquí. Déjame ver ese pedazo de metal.

—¡Seguro! —Fonny Boy habló una vez más al revés, al tiempo que arrastraba las esposas encima de la mesa y movía las manos hacia uno de los bolsillos en gesto protector.

—¡No me obligues a cachearte! —Hammer ayudó a Andy a apretar las clavijas al muchacho.

—¡Es mío! —protestó Fonny Boy, negándose a colaborar—. Cayó del cielo y aterrizó en mi rodilla mientras tocaba el arpa de boca.

—Déjame ver ese pedazo de metal, por favor —insistió Andy, adoptando el papel de poli bueno al tiempo que se levantaba de su asiento—. Te prometo que no me lo quedaré, a no ser que guarde relación con un delito o con la investigación de un accidente, ¿de acuerdo?

—¡Sí, claro! —Fonny Boy se mantuvo en sus trece y apretó el costado derecho de su cortavientos. Al hacerlo, palpó un bulto duro inesperado junto a la cremallera rota.

Picado por la curiosidad, Andy hurgó en el bolsillo, introdujo los dedos por un agujero y descubrió en el forro la llave del consultorio médico de la isla.

—¡Ah! —exclamó el dentista al verla—. ¡La llave que se llevó el chico cuando me encerró en la consulta después de arrearme un puñetazo en la nariz sin ningún motivo!

—¡Pensaba que había dicho que no le secuestraron! —Hammer lo había pescado en una mentira.

—Soy una víctima inocente —replicó Faux—. Exijo que me dejen en libertad de inmediato. Y estoy decidido a presentar cargos. Esa gente violenta e indigna de confianza me retuvo contra mi voluntad y, probablemente, han sido ellos los que me han denunciado por fraude.

—He visto sus dentaduras —intervino Andy—. Y sólo hay que ver la de Fonny Boy. ¿Cuántos empastes, endodoncias, coronas y extracciones te ha hecho a ti, Fonny Boy?

El muchacho no las recordaba todas y era incapaz de contarlas, por lo numerosas. Apretó un bolsillo de los vaqueros y palpó la pieza de metal. Se dio cuenta de que se hallaba en un grave apuro debido a lo que el dentista había contado de él, y pensó que sería mejor proporcionarle al agente lo que quería. Al fin y al cabo, el pedazo de metal no debía de tener mucho valor y lo único que importaba era salir de allí, regresar donde estaba la jaula para cangrejos y descubrir el barco hundido y el tesoro.

Andy sostuvo en sus manos el pedazo de hierro irregular, viejo y oxidado, y lo estudió con tanto asombro como si fuera una antigüedad única.

—Necesitamos hacer la prueba del carbono a este objeto —dijo a Hammer—. Podría ser muy importante.