Cruz Morales también necesitaba que lo rescataran y empezaba a desesperar. Tal vez debería entregarse a las autoridades. Por lo menos, podría refugiarse de la mañana helada y tomar una comida caliente. Estaba agotado de dar vueltas a pie por el West End de Richmond; cautamente, había decidido ocultar el coche porque parecía que toda la policía de Virginia y los militares lo buscaban. Lo único que tenía que hacer era encontrar a alguien, una mujer —y mejor si no tenía un aspecto atlético o un aire decidido— a la que amenazar para robarle dinero y las llaves del coche. Entonces escaparía, dejaría el coche lo antes posible y robaría otro para regresar con él a Nueva York. 0, mejor aún, pensó mientras se aproximaba a un edificio bajo de ladrillo en una zona arbolada junto a un lago, en el corazón del bosque: podía abandonar el coche en la estación del Amtrack y volver a casa en tren.
En un rótulo del edificio de ladrillo decía: «Ministerio Baptista del Campus». Cruz se sorprendió de encontrar allí una iglesia y se le ocurrió que tal vez alguno de los feligreses hablaría español. Se atusó el cabello y se frotó los dientes con la manga de la chaqueta en un intento de ofrecer un aspecto más presentable; se le aceleró el corazón. Abrió la puerta del local en el preciso instante en que Barbie Fogg conducía a una estudiante a la sala de espera, donde había una mesilla auxiliar con un montón de revistas y profusión de plantas artificiales que Barbie había comprado por una nimiedad en la liquidación de mobiliario de una casa del vecindario.
—Puedo imaginármelo. —Barbie se condolía con la estudiante, que tenía acné—. Siempre he tenido la piel seca, de forma que no he sufrido tu problema, pero claro que puedo comprender cómo te sientes… Dale una oportunidad a mi médico; sé que te ayudará.
—Espero que sí, señora Fogg. Como le he dicho, no pienso en otra cosa y me siento fatal.
Ninguna de las dos prestó atención a Cruz. Éste se apresuró a tomar asiento en un sofá y se quedó absorto en una revista que no era capaz de comprender, pues su nivel de lectura apenas pasaba de ser mediocre.
—Mi madre siempre decía que el jabón es la clave. Te frotas con jabón Ivory las zonas problemáticas y contribuye a secarlas —continuó Barbie al tiempo que propinaba unas palmaditas reconfortantes en el hombro de la alumna—. Yo no lo he probado nunca, porque no sería útil en mi caso. Quizá te convenga una exfoliación.
—¿Una exfoliación?
—Mi doctor hace exfoliaciones químicas. Pregúntale al respecto.
—Desde luego que lo haré. Muchísimas gracias, señora Fogg. Sólo el hecho de hablar con alguien ya es… reconfortante, ¿sabe?
—Soy la mayor creyente en las bondades de una charla entre amigas —asintió Barbie con afecto. Y no te preocupes si los chicos del campus no quieren salir contigo. Un día de estos encontrarás a tu príncipe y vivirás feliz por siempre jamás. ¡Con una piel hermosa!
Barbie notó que la envolvía una sensación de abatimiento mientras pronunciaba unas palabras que sonaban huecas en su alma. La muchacha jamás lograría una piel hermosa. Ya tenía marcas y señales de un rojo y púrpura subidos, que sin duda precisarían un tratamiento de cirugía mediante láser con la esperanza de reparar el daño de años. Respecto a lo de vivir feliz por siempre jamás, Barbie no sabía de nadie capaz de afirmar tal cosa con sinceridad. La vida junto a Lennie era plana e insulsa, y esa mañana Barbie estaba impaciente por encontrar un momento de calma para escribir otra carta a su amante de la NASCAR.
—Te veré pronto —le prometió en un susurro.
—Sí, vendré a verla pronto —respondió la estudiante afligida por el acné, y salió por la puerta.
Fue entonces cuando Barbie advirtió la presencia del muchacho mexicano de aspecto zarrapastroso que estaba sentado en el sofá. Frunció ligeramente el ceño y notó una punzada de inquietud. Desde luego no tenía aspecto de ser uno de sus alumnos, pero los chicos podían ser tan desaliñados en estos tiempos. También parecía un poco joven para estar en la universidad, aunque cuanto mayor se hacía Barbie, más jóvenes le parecían los alumnos.
—¿Puedo ayudarte? —dijo en un tono profesional que había adquirido con el tiempo, y que aparcaba nada más entrar en casa porque molestaba a Lennie.
—Sí —respondió él en español con timidez, sin apenas levantar los ojos de la revista.
—Lo siento, sólo hablo inglés —reconoció Barbie—. Pero tú también lo hablas, ¿no?
La inquietud de la mujer aumentó. ¿Cómo era posible que el muchacho estudiara en la universidad de Richmond, si no hablaba inglés? Y si no era estudiante, ¿qué estaba haciendo allí, en el Ministerio Baptista del campus? Barbie deseó contar con la presencia del reverendo Justice, pero aquella mañana no había llamado para decir dónde estaba ni cuándo llegaría, y la secretaria se encontraba de baja a causa de un resfriado. De modo que Barbie estaba sola en el pequeño edificio.
—Sí —respondió Cruz—, hablo un poco de inglés, pero no muy bien.
—¿Tenías cita?
—No, no tengo cita. Pero necesito ayuda urgente.
Barbie tomó asiento al otro extremo del sofá, guardando la distancia, al tiempo que se decía que no sería buena idea llevar a aquel mexicanito mal vestido a su despacho y cerrar la puerta.
—Háblame de ti. —Barbie utilizó la frase con la que siempre empezaba las sesiones mientras deseaba otra vez que el reverendo entrara por la puerta en aquel mismo instante.
Sin embargo, recordó que el reverendo Justice había acudido al hospital a visitar a aquel pobre camionero apaleado y tenía pendientes muchas peticiones para que acudiera a dar conferencias e intervenir en programas locales de radio y de televisión. Por tanto, no debía ser tan egoísta como para desear que el reverendo se apartara de la gente verdaderamente necesitada sólo porque ella se sintiera un poco incómoda.
—No tengo dinero —expuso Cruz al tiempo que sus intenciones criminales empezaban a tambalearse—. No soy de aquí y no tengo dinero para volver a casa. Yo sólo había venido por un trabajo, ¿sabe? Y luego sucedieron todas esas cosas… Me asusté.
—Bueno, en la capilla del campus no tienes que temer nada —dijo Barbie con convencimiento y un punto de orgullo—. Estamos aquí para ayudar a la gente, y no podrías hallarte en lugar más seguro.
—Sí, está bien. No me sentía seguro y tengo mucha hambre. —Cruz contuvo unas lágrimas con un parpadeo.
También necesitaba afeitarse la pelusa negra del bigote y precisaba un buen corte de pelo. Barbie se fijó además en que llevaba las uñas muy sucias y exhibía un tatuaje en el revés de la mano derecha. Aquel muchacho había llevado una vida difícil, el pobre…
—¿Cómo has dado con nosotros? —se preguntó en voz alta.
—He visto el cartel y he pensado que quizás era usted familia de Gustavo, de Sabina o tal vez de Carla.
Barbie no supo a qué se refería el muchacho.
—Así pues —continuó Cruz—, he entrado. ¿Sabe usted cómo podría hacer para volver a casa?
—Eso depende de cómo hayas llegado aquí, para empezar —respondió Barbie, confusa—. ¿Y dónde está tu casa?
Cruz no era muy listo, pero se dio cuenta de que el coche tenía matrícula de Nueva York y que los policías buscaban a un hispano neoyorquino. Quizás era mejor no mencionar la ciudad, de momento.
—Apuesto a que vienes de Florida —apuntó Barbie—. Allí viven muchos hispanos. Mi marido me llevó a los Everglades en nuestro segundo aniversario. Él siempre había querido montar en una de esas lanchas movidas por ventilador y luego pasamos dos noches en Miami Beach en uno de los pocos hoteles que no estaban completos en esos días, porque a mí me encanta esa serie de televisión que transcurre allí, ¿sabes cuál digo?
Cruz frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
—Bueno —continuó ella—, quizá podrías tomar el autobús a Florida. El Ministerio Baptista del campus tiene un pequeño fondo discrecional al que es posible recurrir si un alumno necesita llegar a su casa y no puede pagarse el viaje.
Cruz se hundió en una depresión. En Florida no conocía a nadie.
—Podría ir a Nueva York a buscar un empleo —dijo entonces con la esperanza de que ella no pensara que era neoyorquino, y por tanto no lo relacionara con el asesino en serie hispano que andaba por ahí cometiendo crímenes racistas.
—Nueva York es enorme —apuntó Barbie—, y allí es muy difícil encontrar empleo. Pero te diré lo que voy a hacer. ¿Qué te parece si te doy dinero para que compres un billete de autobús y algo para comer?
Algo le susurró a la mujer que quizá no era aconsejable hablar de dinero o mencionar la existencia de unos fondos discrecionales en el edificio, pero siempre era un poco impulsiva en lo que hacía por la gente que se encontraba en dificultades; aunque aquel muchacho tenía una piel perfecta, se le veía desgraciado y miserable. Así pues, tal vez Dios le estaba diciendo que hiciera ese pequeño milagro por el chico, y Barbie pensó en su arco iris y la embargó un sentimiento de felicidad.
—¡Oh, gracias, gracias! —dijo el chico en español, con inmenso alivio—. Dios la bendiga. Es usted una buena mujer. Me salva la vida y no lo olvidaré nunca.
Barbie se sintió reconfortada ante esas palabras de gratitud y pensó mejor las cosas. Se levantó del sofá.
—Pero antes tengo que hablarlo con el reverendo Justice, si logro encontrarlo —añadió. Quizás has oído hablar de él. Se ha hecho muy famoso últimamente. Intentaré ponerme en contacto con él, aunque es como si se hubiera esfumado de la faz de la tierra. Espera aquí.
—Aquí estaré —prometió Cruz.
Barbie regresó al despacho y cerró la puerta. Llamó a la secretaria, que no parecía muy resfriada cuando contestó al teléfono.
—¿Tienes idea de dónde está el reverendo? —preguntó Barbie mientras en su interior, con o sin arco iris, empezaban a resurgir los temores. ¿Cómo podía estar segura de que el hispano era un buen chico? ¿Y si no lo era?
—¿Has probado en su casa? —apuntó la secretaria con tono seco, como si Barbie fuera una molestia.
—No contesta nadie —respondió Barbie en tono de frustración al tiempo que alguien llamaba a la puerta.
Deseó hablar con Hooter para pedirle su opinión sobre lo de dar dinero al chico hispano pero, por lo que Barbie sabía, las cabinas de peaje no disponían de teléfono.
—¿Hay alguien ahí? —exclamó una voz femenina al tiempo que volvían a llamar a la puerta.
Barbie se apresuró a ver quién era.
—Lo siento —gritó nerviosa desde el otro lado de la puerta—. ¿Quién es usted? ¿Tiene cita?
—¿Acepta visitas no concertadas? Tengo que hablar con alguien o me lanzaré al lago. No soy baptista, pero eso no importará si me quito la vida y la gente, sobre todo ésa que detesta a los baptistas, se entera de que no quiso hablar conmigo —replicó la intrusa entre lágrimas.
A Regina Crimm su camino la había conducido hasta Barbie Fogg y Cruz Morales de la manera más extraordinaria, y el momento no podía ser más oportuno.
El agente Macovich cruzaba el centro en coche para devolver a la frustrada «agente» Regina a la mansión, cuando oyó por la radio que se había descubierto un Grand Prix viejo con matrícula de Nueva York en el aparcamiento del Country Club de Virginia. Al parecer alguien había abandonado allí el vehículo hacía muy poco, ya que un coche desvencijado con una matrícula ajena a Virginia habría de llamar de inmediato la atención en el club, tal como era el caso: una mujer que se disponía a jugar al tenis en la pista cubierta vio el Grand Prix mientras aparcaba su Volvo e hizo una llamada al teléfono de avisos de la policía.
—Lo siento —dijo Macovich a Regina al tiempo que conectaba la sirena y las luces—. Tenemos que comprobar una cosa. Tal vez se trate de ese hispano a quien busca todo el mundo.
—Está bien. Prometo que no diré nada —asintió Regina, regocijada con los destellos luminosos y el aullido de la sirena; se sentía excitada porque sabía que responder a una llamada de emergencia mientras se protegía a la primera familia iba contra las normas del servicio.
—Por lo que a mí respecta, en este momento sigues siendo una agente en activo —declaró el agente al tiempo que aceleraba la marcha por Broad Street, zigzagueando entre el tráfico—. Y si se te ocurre delatarme como ya hiciste cuando te gané limpiamente al billar, lo negaré todo y diré que eras tú quien conducía.
—Fue papá quien se puso furioso contigo —replicó Regina.
—¡Hum! ¡Se puso así porque tú eres una mala perdedora y me indispusiste con él! —rugió Macovich mientras aceleraba ante un semáforo en ámbar.
Los conductores se echaban a la cuneta, convencidos de que los iban a multar por algo. El tráfico había reducido la velocidad al mínimo mientras algunos conductores se encogían de miedo y pedían al cielo no haber pisado una línea continua o que ningún helicóptero hubiera medido su velocidad y ahora los persiguiese el coche patrulla.
—El gobernador no me vio ganarte —continuó Macovich con irritación mientras hacía lo posible para sortear los vehículos, que apenas avanzaban—. Por eso me acusaste, y ahora debo preocuparme de que no me recuerde.
—No se acordará, tranquilo —le aseguró Regina—. Dice que todos parecéis iguales, pero no te lo tomes en el mal sentido. Lo que sucede es que papá no distingue bien a la gente y a veces llama Esperanza a Constancia y a la inversa, sobre todo si no van maquilladas y todavía llevan la bata de cama.
—¡Queréis salir de en medio! —gritó Macovich a los coches que intentaba adelantar.
Al cabo de unos minutos, dejó Three Chopt Road y tomó un largo camino que conducía al exclusivo club de campo, con su elegante edificio social, las pistas de tenis y de paddle y el extenso campo de golf. El CCV, como se conocía al Club de Campo de Virginia, estaba en un barrio muy rico, muchas de cuyas casas eran tan espaciosas como la mansión del gobernador. Macovich rompió a sudar mientras pasaba despacio sobre un obstáculo destinado a moderar la velocidad. En aquel barrio la gente pensaba que también todos los negros se parecían, y la mala vista no tenía nada que ver con ello.
—Te aseguro que no hay nada que deteste más que venir por aquí —murmuró.
—¿Por qué? Papá es miembro desde la primera vez que fue gobernador. Yo he crecido en el club, prácticamente. —Regina buscó el Grand Prix con la mirada, esperando ser la primera en verlo.
—Sí, eres miembro porque entra toda la familia. Pero cuando tu padre ya no sea gobernador y quieras entrar por tu cuenta, ya veremos qué sucede —replicó Macovich al tiempo que divisaba el coche cerca de la pista cubierta—. Gente como tú y como yo no es aceptada en lugares como éste, por si aún no te has dado cuenta. Y la mayoría de los demás gobernadores declinan ser miembros, aunque sea gratis, porque significa ir contra su conciencia.
Esto era nuevo para Regina.
—¿Por qué no iba a entrar yo, por mi cuenta? Soy blanca y procedo de una antigua familia de Virginia.
—Sigues perteneciendo a una minoría.
Macovich comunicó por radio que había encontrado el Grand Prix y pidió refuerzos antes de encender un cigarrillo. Se apeó e inspeccionó el coche, vio que la llave estaba todavía en el contacto y, al poner en marcha el motor, observó que el indicador de gasolina marcaba un depósito vacío. No escapó a su atención el hecho de que no hubiera efectos personales en el interior del vehículo ni en el portaequipajes. Tomó de nuevo a la radio.
—El vehículo parece estar abandonado —informó a otro patrullero que se hallaba a unos minutos de distancia—. Voy a inspeccionar la zona. Ustedes ocúpense de enviar el coche al aparcamiento de la grúa municipal.
—Recibido.
—¿A qué viene eso de «una minoría»? —Regina continuó la disputa con Macovich—. ¿Cómo te atreves a insultarme así?
—¡Oh, vaya! —Macovich se enfureció entre su nube de humo—. Para mí, pertenecer a una minoría no es ningún insulto; en cambio ya veo que para ti sí lo es. Pues deja que te diga una cosa, señorita Mayoría: es bien sabido que cuando papá no está en el despacho y no tienes a los agentes de seguridad especial rondándote, te largas a Babe’s a jugar a billar.
—No siempre. Sólo un par de veces, hace poco. Antes era demasiado joven. ¿Y qué?
—¿Cuándo fue la última vez que viste un tío en ese garito, eh? Todos sabemos a qué vas allí. Quizá sales con un guapo jugador de hockey hierba de cabeza rapada y botas duras, o tal vez montas en una Harley con algún otro encanto con el que te encuentras en el bar. O tal vez prefieres a alguna doctora o abogada que vive en el armario hasta la hora del cóctel para refugiarse entonces en un reservado de algún lugar tranquilo y oscuro donde intimar con otras mayorías. ¡Vaya que sí! Y llevas una vida protegida, sí, fingiendo que eres la última en saberlo.
Regina se quedó estupefacta. Siempre había dado por supuesto que cuando su padre no estaba en el despacho ni aparecía en las noticias, podía llevar la vida que quisiera. Las veces que había frecuentado el bar de mujeres del centro comercial de Carytown, nunca se le había pasado por la cabeza que hubiese gente que observara y chismorreara. La mención del jugador de hockey, en particular, le evocó recuerdos terriblemente dolorosos y descorazonadores de un nuevo romance fracasado. También había estado desesperadamente enamorada de D. D., un percusionista de la Orquesta Sinfónica Municipal que esperó al cumpleaños de Regina para anunciarle que tenía una relación con el violoncelista y que no deseaba volver a verla ni a hablar con ella.
Macovich entró en los terrenos de la cercana Universidad de Richmond para hablar con la policía del campus y comprobar si habían visto a alguien cuya presencia no fuera habitual en la zona.
—Detesto mi vida —declaró Regina. Macovich no la había visto nunca tan enfadada—. ¡Eres malvado! ¡Todo el mundo me trata mal! ¡Nadie es capaz de soportar tanta crueldad y tanta humillación!
Macovich entró en un pequeño aparcamiento que había junto al lago para hacer un cambio de sentido.
—¡Soy tan desgraciada que voy a estallar! ¡Un día de estos sólo encontrarán de mí una pequeña mancha en el suelo quemado! —amenazó al tiempo que distinguía una furgoneta blanca que mostraba el adhesivo de un arco iris en el parachoques; estaba aparcada delante de un pequeño edificio de ladrillo cuyo rótulo decía: «Ministerio Baptista del Campus»—. ¡Para aquí! —ordenó—. ¡Para o dejaré de respirar hasta que me muera, y tendrás que dar muchas explicaciones! No podrán descubrir la causa de mi muerte y te acusarán de ella.
Macovich frenó en seco y aparcó junto a la furgoneta mientras Regina imaginaba su cuerpo desmayado dentro de una bolsa en el depósito de cadáveres. La doctora Scarpetta pasaría muchísimas horas estudiándolo, para reconocer al fin que no había ninguna causa aparente de la muerte.
—Quizá muriera de desazón —diría la famosa forense a sus importantes padres.
O, mejor aún, Regina encontraría el modo de arder por generación espontánea, como el pescador, y Andy tendría que pasar el resto de su vida investigando la trágica, misteriosa y prematura muerte. El joven perdería el sueño, frustrado y cargado de sentimiento de culpa, tratando de determinar qué le había sucedido exactamente a ella. No podría quitársela de la cabeza y desearía haber sido más agradable con ella y no haberla echado con malos modos del mismo depósito de cadáveres donde habría de visitarla cuando ya fuese demasiado tarde.
Regina dejó atrás la furgoneta que lucía el adhesivo del arco iris en el parachoques y se acercó al edificio; imaginó que estaría especializado en dar consejo a gays baptistas. «¡Qué injusto, nacer gay baptista!», pensó y le sorprendió que en la Universidad de Richmond hubiera tantos como para tener unas dependencias propias. Subió los peldaños hasta la puerta y entró en el vestíbulo, en cuyo sofá estaba sentado el muchacho, al que tomó por un gay baptista mexicano. Cohibida, ocultó su rostro hinchado y lleno de lágrimas de los ojos curiosos del chico, se sonó la nariz otra vez y una nueva oleada de pesadumbre recorrió su robusto cuerpo. Andy lo iba a lamentar, sin duda; estaría destrozado cuando entrara corriendo en el depósito y suplicara que le dejaran decir adiós a su ex auxiliar, la agente Reggie.
«Por favor, déjeme un momento a solas con ella en la sala de examen —pediría a la doctora Scarpetta—. Todo es culpa mía. ¡Temía demostrarle lo mucho que me importaba y que la necesitaba, y ahora la encuentro así! ¡La tensión a la que estaba sometida su vida y mi desconsideración hacia ella han sido demasiado y ha estallado en llamas!»
Quizá fue un asomo de clarividencia por parte de Regina, pero en el instante en que fantaseaba acerca de la combustión humana espontánea Andy se apresuraba a volver a la sede central para colgar en la Red un artículo del Agente Verdad sobre aquel mismo tema.
LA VERDAD SOBRE LA COMBUSTIÓN HUMANA ESPONTÁNEA por el Agente Verdad
Aunque no hay pruebas de que la gente arda en llamas, textualmente, sin ayuda mecánica o química de alguna clase, está demostrado que los seres humanos vivos pueden quemarse en ausencia de un fuego exterior. Hago está distinción porque alguno de ustedes, mis lectores, quizá cree erróneamente que quemar es lo mismo que arder en llamas, cuando no es así. Bien, tal vez debería usar el verbo «combustionar», ya que de combustión vamos a hablar.
Durante siglos se ha escrito, aunque no siempre de forma convincente, sobre la combustión humana espontánea (CHE). Novelistas como Melville y Dickens, por ejemplo, la emplean para demostrar que la que se hace se paga y que si eres malo e injusto con los demás, existe la justicia poética por la que un día, mientras andas ocupado en tus mezquinos asuntos en tu castillo o casa, arderás en llamas de repente.
Lo que sorprenderá al lector, tal vez, es que existe una explicación científica de la CHE. Unos experimentos con cuerpos humanos y partes del cuerpo de difuntos donados a la Granja de Cuerpos de Knoxville, Tennessee, han demostrado que bajo ciertas condiciones es posible que si se incendia el cuerpo, éste siga quemándose hasta quedar casi completamente incinerado. Por lo general un cuerpo tarda entre una y tres horas y media en reducirse a fragmentos de hueso y cenizas, y ello sólo ocurre en un incendio en el que se produzcan temperaturas muy elevadas o en un horno crematorio.
Así pues, debo reconocer que cuando el antropólogo forense, doctor Bill Bass, me comentó que uno de sus estudiantes graduados había escrito su tesis doctoral sobre la CHE, creí que estaba de broma.
La gente no arde sola —protesté mientras tornábamos una barbacoa en Calhouns, en Knoxville—. No doy crédito a lo que oigo.
—No, arder en llamas, literalmente, no —rectificó el doctor y tomó un vaso de té helado de una jarra mientras el sol poniente se reflejaba en el río Tennessee—. Pero se quema durante períodos de tiempo considerablemente largos.
Esta extraña conversación ante unas costillitas de cerdo a la barbacoa sucedió la primavera pasada, cuando me dejé caer por la Granja de Cuerpos para ver si los expertos ya habían hecho algún progreso en el experimento de la momificación. Yo acababa de regresar de Argentina y todavía estaba muy interesado en las momias, y esperaba que el doctor Bass se decidiera a intentar un embalsamamiento al viejo estilo egipcio con uno de los cuerpos donados a la granja. Él no veía ningún propósito razonable en ello y explicaba que resultaría muy difícil dar con un farmacéutico que preparase lo que necesitábamos; además, probablemente, sobrepasaría el presupuesto.
Con todo, el doctor Bass, un hombre sencillo y amable, no quiso que me marchara decepcionado y de vacío. Me dijo que si seguía interesado en el tema, la Granja de Cuerpos estaba realizando una investigación bastante inusual sobre la combustión humana espontánea. Respondí que, en efecto, me interesaba, y en el transcurso de unas semanas visité con asiduidad la Granja. No es un lugar agradable y ofrezco aquí una breve descripción para aquellos lectores que no estén familiarizados con el sitio. El Servicio para la Investigación de la Descomposición de la Universidad de Tennessee, o Granja de Cuerpos, como lo denominan la mayoría de quienes lo conocen, consta de varias hectáreas arboladas que rodea una valla alta de madera rematada con alambre de espinos. Durante unos veinticinco años, antropólogos y expertos forenses se han dedicado a estudiar la descomposición, por razones que deberían ser bastante evidentes. Sin saber cómo cambia el cuerpo humano en diferentes condiciones y en ciertos períodos de tiempo, no dispondríamos de datos que nos ayudaran a establecer la hora de la muerte.
La Granja de Cuerpos es el único servicio que conozco que facilita a los investigadores y científicos llevar a cabo importantes experimentos que no se permiten en depósitos forenses, funerarias o escuelas médicas. Pero cuando se donan cuerpos a la Granja queda sabido y aprobado que los restos se utilizarán para investigación, que en este caso consistirá en prender fuego a una pierna amputada para ver si podría experimentar una combustión casi completa en ausencia de combustible externo.
Puedo resumir el brillante trabajo de la doctora Angi Christensen diciendo que se prendió fuego al tejido mediante una mecha de algodón y que la muestra continuó quemándose durante cuarenta y cinco minutos; se empleó como combustible grasa fundida que era absorbida por la mecha («efecto pábilo»). Otros experimentos con huesos demostraron que los osteoporósicos y los menos densos se quemaban de forma más fácil y uniforme que los huesos densos y sanos. Tras meticulosas pruebas y cálculos matemáticos, Christensen llegó a la conclusión de que en algunos casos el cuerpo humano puede quemarse a temperaturas muy bajas si se ayuda de ropas de algodón que sirvan de mecha.
Las mujeres mayores, obesas y de huesos delicados que visten ropa casera de algodón son las víctimas más probables de este fenómeno, infrecuente pero espeluznante. Le ofrezco aquí, lector, el triste caso de Ivy, cuyo apellido me reservo por respeto a su intimidad.
Ivy era una mujer blanca de setenta y cuatro años que, con metro cincuenta de estatura, pesaba casi noventa kilos, según su permiso de conducir y la descripción que los vecinos daban de ella. Hasta dos años antes de su extraña y terrible muerte, trabajó de cuidadora de niños en Miami para complementar sus modestos ingresos de la pensión de la Seguridad Social y la pequeña cantidad de dinero que su esposo, Wally, le dejó a su repentina muerte. Ivy no trabajó nunca para la misma familia más de seis meses, ya que los padres terminaban inevitablemente por desconfiar de ella después de asistir a una sucesión de circunstancias sospechosas hasta que por último despedían a aquella peculiar mujer aun en el caso de no poder demostrar que hubiera hecho realmente nada malo.
Ivy mostraba unas ansias desmesuradas de sentirse necesaria y, desde su punto de vista, no había nadie más necesitado que un niño enfermo o asustado. Procuraba no aceptar nunca una oferta de empleo si los niños ya tenían edad para hacerse entender de forma inteligente y creíble; de este modo, los padres no podían oír de ellos la verdad de sus fechorías aunque, desde luego, se preocuparan cuando volvían de una salida y descubrían a su pequeño o a su niña con retortijones, diarrea, magulladuras o quemaduras inusuales, o presos de un ataque de histeria.
Varios ex clientes, escamados, apuntaban a que la mujer alteraba la comida de los niños con laxantes y otros medicamentos y la cargaba de especias en exceso. Una pareja estaba segura de que Ivy había quemado a su hijo con un cigarrillo de forma intencionada, aunque ella aseguraba que el pequeño había cogido el cigarrillo del cenicero y lo había pisoteado; eso explicaba las ocho quemaduras que presentaba en la planta de sus piececitos. Escándalos y comentarios se arremolinaron en torno a ella y, finalmente, Ivy decidió que era mejor retirarse. Fue entonces cuando empezaron sus verdaderos problemas.
A solas en su casita de estuco la mayor parte del tiempo, Ivy pasaba los días bebiendo oporto barato, fumando y engullendo aperitivos delante de la tele. Estaba muy encorvada debido a la osteoporosis, y la artritis la torturaba cada vez más a menudo. Ya nadie la Llamaba ni la necesitaba para nada. Llegó un momento en que odiaba su vida y a todos los que se habían cruzado en ella; nunca imaginó que se hallaba en camino de convertirse en un caso de combustión humana espontánea para estudio.
Quiso el destino, pues, que Ivy estuviera de especial malhumor el día de Navidad de 1987, cuando se puso el vestido de algodón con manga larga porque el tiempo estaba un poco fresco. Se preparó un combinado y abrió la gran caja de bombones Whitman, regalo de su hijo, que vivía no muy lejos de allí pero nunca iba a verla y rara vez llamaba. Se instaló en el sofá de vinilo frente al televisor y dejó pasar la mañana bebiendo y fumando. Fue en ese mismo sofá donde, dos días más tarde, su cuerpo terriblemente quemado fue descubierto por la mujer cubana que vivía en la casa contigua, la cual se había preocupado al ver que Ivy no recogía sus periódicos.
Quizás a usted, lector, le interese saber que llevó el caso la doctora Kay Scarpetta, forense jefe del estado de Virginia. Ésta empezaba entonces su carrera como patóloga forense residente de la oficina del forense de Dade County, y fue quien acudió a la desconcertante escena. Los investigadores de incendios y la policía no habían visto nunca algo semejante, lo cual no es de extrañar ya que sólo hay informes de un par de centenares de casos de combustión humana espontánea desde el siglo XVII. El torso de Ivy estaba incinerado casi por completo, incluidos los huesos, y sin embargo no había rastro de fuego en ningún otro rincón de la casa. Aunque en el momento de la muerte de la mujer no se sabía gran cosa de la CHE, la reconstrucción de los hechos resulta bastante sencilla a posteriori.
Ivy se quedó dormida de la borrachera y se le cayó de los labios un cigarrillo encendido, que prendió en su ropa de algodón. Cuando su cuerpo empezó a quemarse, la grasa fundida saturó el algodón y la tela actuó de mecha. Ivy sufrió una combustión lenta durante muchas horas hasta que el fuego se extinguió, mucho después de que la mujer muriese. Es una suerte que yo investigara ese raro fenómeno, porque ahora sé lo suficiente para apreciar dos cosas respecto a la muerte misteriosa del pescador Caesar Fender, cuyo cuerpo quemado se encontró recientemente en Canal Street.
La CHE no es un suceso paranormal y la muerte de Caesar no cumplía en absoluto las premisas de dicho fenómeno.
En primer lugar, el residuo blanco grisáceo de la cavidad torácica apunta claramente a una fuente externa de combustión. Además, Caesar no era muy mayor, ni tampoco obeso, y es improbable que tuviera los huesos delicados. Más significativo aún es que no llevara ninguna prenda de algodón, y no podía haberse producido aquel “efecto pábilo”. Tampoco había ninguna prueba de que estuviera fumando en el instante de su muerte, aunque uno de los testigos, que ahora es el principal sospechoso, dijera que Caesar llevaba un encendedor Bic en el bolsillo; ni el citado encendedor ni fragmentos del mismo se recuperaron en la escena del crimen ni en el depósito de cadáveres.
Esto me lleva a sospechar que se utilizó una pistola de señales para cometer lo que es claramente un asesinato, y tengo la impresión de que la doctora Scarpetta coincide conmigo. Todo ello hace de la muerte de Caesar algo muy diferente de la que tuvo Ivy, a quien tanto gustaba recibir la atención a expensas de otros. El trastorno de ésta se denomina síndrome de Munchausen por sustitución, lo cual significa simplemente que alguien hace daño a otra persona que no puede defenderse ni explicar después qué ha sucedido. Las víctimas suelen ser niños pequeños y enfermos. La motivación del agresor es obtener simpatía o atención, o sentirse necesario mientras lleva a su víctima al médico o al hospital.
—¡Oh!, no sé qué le pasa a mi pequeño —le solloza el agresor al doctor—, pero vuelve a tener unas diarreas terribles y está deshidratado y tan débil que no es capaz de levantarse de la cama. Estoy tan preocupado que no sé qué hacer. Quiero muchísimo a mi pequeño y ya he perdido dos bebés, y si vuelve a suceder perderé el deseo de vivir…
Otra reacción común, cuando el presunto cuidador ha hecho daño a alguien cuya custodia tiene encomendada, es tomar a la víctima en brazos y arrullarla y llorar.
«Pobrecito —exclama el agresor, mentiroso y despiadado—, pobrecito mío. ¿Cómo te has quemado esos piececitos? No te preocupes, yo cuidaré de ti. No llores, por favor, no llores y no la tomes conmigo. Yo no te he hecho nada, mi amor».
El bebé llora, chilla y se agarra lleno de pánico y dolor a mamá o a papá, o bien al cuello del cuidador, mientras lo llevan al servicio médico de urgencias, donde el progenitor o el cuidador consiguen la atención y la comprensión deseadas.
Me parece perfectamente posible que Major Trader, además de su proclividad hacia los piratas, padezca de este síndrome de Munchausen por sustitución: incita a los demás a manipular y sentirse necesitados. Si alguno de ustedes, mis lectores, se encuentra con él o sabe dónde está, llame a la policía de inmediato. La última vez que lo vieron estaba desayunando un bocadillo y salía de su garaje en coche, y ahora ha evitado su detención y se le considera un fugitivo peligroso. Si lo ven, hagan el favor de no acercarse: es violento e incapaz de sentir remordimientos. Tampoco deben aceptar comida de él; sobre todo, los dulces.
¡Tengan cuidado ahí afuera!
—Eso es lo que estoy estudiando —la voz de la doctora Scarpetta resonó en el intercomunicador del despacho de Hammer poco después de que el último artículo del Agente Verdad surcara el ciberespacio—. Pero habría preferido que no apareciera en Internet ninguna in-formación sobre la bengala de señales o cualquier otro detalle del caso.
—Nadie tiene el menor control sobre lo que escribe el Agente Verdad —replicó Hammer el tiempo que lanzaba una mirada de desaprobación a Andy—. Mantiene un anonimato total.
—¿Cómo habrá sabido de ese caso de Miami? —se preguntó la doctora Scarpetta.
—Quizás haciendo una búsqueda en Internet sobre la combustión humana espontánea… —Esta vez fue Andy quien respondió—. Supongo que la prensa se ocupó ampliamente de un caso tan excepcional, ¿no?
—Sí como de costumbre.
—¿Qué viene ahora? —inquirió Hammer mientras deambulaba, inquieta.
—He enviado el residuo grisáceo al laboratorio de estudio de pruebas y veremos si encontramos óxido de estroncio, perclorato potásico, fosfórico y elementos químicos parecidos —les informó la doctora por el intercomunicador—. Entretanto, tenemos una muerte debida a quemaduras en el cuarenta por ciento del cuerpo; todo lo demás queda pendiente de confirmación, pero creo que deberían considerar el asunto un caso de homicidio, a menos que descubramos que el hombre llevaba encima una bengala de alguna clase que se encendió por accidente.
—Trader mintió. ¡Vaya sorpresa! —comentó Andy a Hammer cuando ésta colgó el teléfono—. Mejor para ese hispano con matrícula de Nueva York.
Por desgracia, Macovich no tenía modo de saber lo que Hammer y Andy estaban hablando. Mientras el agente esperaba en el coche a que Regina terminara su visita a Barbie en el edificio, Cruz Morales salió al exterior a fumar y advirtió la presencia del Caprice sin distintivo. El corazón le dio un vuelco y empezó a latirle de forma acelerada. ¡La maldita consejera había hablado con la policía! Soltó el cigarrillo y echó a correr, lo cual llamó de inmediato la atención de Macovich, que lo reconoció como el mexicano que se había detenido en la taquilla de peaje de Hooter. Macovich también soltó el pitillo y saltó del coche en su persecución.
—¡Alto o disparo! —gritó al tiempo que sacaba la pistola.
—Sí, he pensado en pegarme un tiro. —Regina le abrió su corazón a Barbie Fogg; ninguna de las dos se había percatado de la persecución a pie que se desarrollaba en el aparcamiento—. Pero no tengo pistola.
—¡No sabes cuánto me alegro de ello! —exclamó Barbie con alivio.
—No entiendo qué me sucede —continuó Regina entre lágrimas tras la puerta cerrada del despacho de Barbie, que estaba amueblado con un escritorio azul lacado, un sofá rosa y profusión de adornos de seda en relajantes tonos pastel—. Es como si fuera de otro planeta. Creo que estoy diciendo lo correcto, y a todo el mundo le parece un fastidio. No tengo un solo amigo y, aunque tuviera alguno… —Consultó el reloj—. Bueno, hace tres horas creía que tenía uno, pero ya no. Me parece que nunca he hablado con nadie tanto tiempo seguido como ahora con usted. Y, desde luego, nunca me habían prestado tanta atención —añadió en tono lastimero.
—¿Quién era ese amigo que creías tener hace tres horas? —Barbie la escuchaba muy atenta desde una silla de color lavanda.
—Andy. Me dejaba ser su auxiliar y, de repente, se ha vuelto odioso.
—¿Su auxiliar? ¿Es tu novio, o lo ha sido algún tiempo? —Barbie estaba algo sorprendida.
Si alguna vez había conocido una mujer que no resultara atractiva a los hombres, era esa pobre chica. Necesitaba con urgencia un cambio radical de imagen. Si le encargaban a ella la tarea casi imposible, empezaría por realzar los colores de Regina, que resultaban difíciles de determinar. Las facciones pálidas y anónimas y el cabello oscuro resaltarían más, sin duda, con colores atrevidos como el carbón o el rojo, pero Barbie pensaba que sólo las mujeres más femeninas soportaban bien un aspecto que insinuase firmeza y carácter.
Lo que menos necesitaba Regina era reforzar un aire agresivo. Tal vez si perdía cuarenta kilos, se maquillaba, se hacía un bonito peinado y empezaba a ponerse cremas con regularidad, su aspecto se suavizaría, pensó Barbie.
—No es mi novio —decía Regina con una indignación que dejaba entrever lo dolida que estaba y la horrible opinión que tenía de sí misma.
—¿Tienes dolores de cabeza? —preguntó Barbie. Regina se sonó la nariz de forma ruidosa.
—Por supuesto. ¿Cómo no habría de tenerlos cada día, alguien en mi situación?
Barbie pensó que debería trabajar todos los aspectos de la pobre muchacha; incluso enseñarle a sollozar por lo bajo, en lugar de sonarse la nariz de aquella forma.
—Frunces demasiado el entrecejo y se te marcan mucho los músculos del ceño —señaló—. Creo que un buen sitio para empezar sería Botox. Puedo ponerte en contacto con mi doctor. Pero antes hablemos de ese novio tuyo y de lo que ha sucedido.
—¡Andy no es mi novio! —exclamó Regina aún más fuerte, con el rostro hinchado y encendido—. Esta mañana me ha dejado ser su auxiliar y hemos ido al depósito de cadáveres, pero luego se ha puesto irritable.
—¿Andy trabaja en el depósito de cadáveres? —Barbie se horrorizó.
Aquello iba de mal en peor. Una morgue era el último lugar que convenía visitar a alguien como Regina, y la idea de proponerle un maquillaje de tonos invernales se hizo aún más inapropiada y de mal gusto; nadie que rondara por el depósito de cadáveres debería ir de rojo subido y negro.
—Es agente de policía —explicó Regina con creciente impaciencia—. Pero tampoco le he caído bien a la mujer que dirige el depósito y no me ha dejado ver una autopsia sólo por no saber deletrear.
Barbie la escuchó con muda perplejidad.
—Ya sabe —continuó Regina—, la forense jefe.
—¡Ah, sí! He leído cosas sobre ella y la he visto en televisión —dijo Barbie—. Con esa melena rubia y esa figura esbelta, a ella sí que le sientan bien los tonos intensos. Pero empiezo a ver que contigo deberíamos probar algo diferente. Quizá colores claritos y luminosos. ¿Has llevado falda alguna vez?
—¿Tonos intensos? ¿Falda? ¿Qué es esto, una escuela de moda? —Regina se sintió insultada y rechazada—. ¡He venido aquí para hablar de mis problemas, no para que usted me haga de madre!
—De tu madre ya hablaremos otro día —indicó Barbie a su cliente—. Paso a paso. Necesitaremos muchas sesiones, encanto. Pero ahora creo que deberíamos centrarnos en ese Andy, porque es evidente que ha herido tus sentimientos.
—Nunca había conseguido que alguien como él me prestara atención, y entonces voy y soy tan estúpida que me quedo colgada de él. —Las lágrimas aparecieron de nuevo. Me dijo que no tengo amigos porque soy una egoísta sin pizca de consideración hacia los sentimientos de los demás, me exilió al aparcamiento y luego, mientras yo buscaba las llaves, me lanzó un grito y un cuerpo cayó en el asfalto.
—¡Oh!
Aquello era más de lo que Barbie podía digerir y las imágenes que destellaban en su cabeza eran más de lo que podía soportar. Sin duda, iban a perturbar su tan necesario reposo aquella noche.
—He echado a perder mi oportunidad —sollozó Regina. Me doy cuenta de ello y no sé qué hacer. Quiero que él me respete y me admire por algo, pero no sé qué.
—Todas las mujeres tenemos que esforzarnos mucho para obtener reconocimiento y admiración. —Por fin Barbie entendía algo—. Oh, sí, esto es muy importante. Por lo tanto, lo que necesitas es un pequeño proyecto. ¿Qué pequeño proyecto podrías iniciar que te pusiera en el buen camino? ¿Algo que hagas tú sola, que impresione a los demás y mejore la impresión que tienen de ti?
Regina reflexionó unos instantes, al tiempo que se sonaba la nariz.
—¿Y si empezamos por las cremas y un cuidado completo de la piel? —apuntó Barbie—. Después podemos hablar de dietas y yoga.
Cabía esperar que, por una vez, Regina se pusiera a prueba.
—Papá necesita un caballo lazarillo— apuntó ésta con un atisbo de esperanza. —Tal vez yo podría encargarme de supervisar el asunto. Alguien tendrá que darle de comer, cepillarlo y adiestrarlo.
—¿Tu padre tiene algún caballo que se ha quedado ciego? —Barbie frunció el entrecejo sin cambiar de expresión; los músculos de su frente, paralizados, aparecían laxos e inexpresivos.
—No. Es él quien no ve y quiere un mini caballo porque ya tenemos a Frisky.
—¡Ah! Bien, una idea encantadora. —Barbie intentó mostrarse animada—. ¿Por qué no empiezas por eso, entonces? Estudiemos lo de supervisar el asunto del caballito para tu padre.
—Puede que él lo lleve a la carrera de mañana por la noche; me aseguraré de que todo el mundo vea que me ocupo de él —apuntó Regina, ya con el ánimo un poco más alegre—. ¡Eso impresionará a todos, incluso a Andy!
—¡Qué coincidencia! —se admiró Barbie al tiempo que pensaba en su arco iris mágico y en cómo éste establecía relaciones en su existencia, por lo demás vacía—. Resulta que yo también voy a la carrera, ¿sabes? ¿Quieres que antes te ponga bien guapa? Quizá conozcas a algún piloto apuesto y valiente…
—¡Oh, por favor, siéntese con nosotros en el palco! —Regina se excitó e incluso mostró un poco de aprecio—. Sería perfecto. Pero no quiero falda. Me niego a ponérmela a menos que usted esté segura de que así voy a impresionar a la gente. El caballito y yo podríamos ir en su furgoneta; esos animales no son mayores que Frisky.
—¿Por qué no? —dijo Barbie tras una reflexión, suponiendo que Frisky sería un gato y que, por tanto, un mini caballo cabría fácilmente en una caja para transporte de mascotas en la trasera de la furgoneta—. Ahora, dime dónde quedamos.
—Nos encontraremos en la mansión, mañana al mediodía —dijo Regina, satisfecha—. Y dejaré que me ponga guapa.
Unique, sentada en el deprimente apartamento que pagaba su padre, un médico rico e importante del cual aceptaba ayuda pero al que odiaba, también pensaba en ponerse guapa. Estaba desnuda sobre la sábana negra de su cama y revolvía unas fotos polaroid de diversas personas a las que había asesinado salvajemente a lo largo de los años. Pero esta vez se sentía un poco inquieta y no obtenía la excitación sexual que solía experimentar al revivir sus crímenes.
La noche anterior, cuando ella y Smoke escapaban del 7-Eleven se fijaron en un muchacho mexicano que conducía un Gran Prix desvencijado. Unique ordenó a Smoke que lo persiguiera. La chica no se había molestado en reordenar sus moléculas para entrar en la tienda porque era muy tarde y, aunque había visto el Grand Prix, no advirtió que el conductor andaba cerca, puesto que la luz de la cabina telefónica no funcionaba. Así pues, no era invisible cuando le había volado los sesos a la empleada para luego salir de la tienda a la carrera, en el mismo instante en que el mexicano abandonaba la cabina, saltaba al coche y desaparecía a toda velocidad.
Smoke no había conseguido alcanzar el Grand Prix y Unique, en aquel momento, debía tener presente la posibilidad de que alguien pudiera dar una descripción de ella a la policía. Contempló la foto sangrienta de T. T y se vio a horcajadas sobre el cuerpo, rajándolo con el cúter mientras la carne y la sangre calientes de la mujer eran consumadas en su Propósito y se convertían en parte de su insaciable Oscuridad. Todas las víctimas de Unique se convertían en parte de su ser. El nazi que llevaba dentro la había aleccionado hacía mucho tiempo respecto a que esta transustanciación violenta y sexual, ese Objetivo, era fundamental para que el nazi viviera. Si el nazi moría, ella moriría con él.
Los ojos aterradores de Unique recorrieron el dormitorio y reconocieron el mobiliario negro barato, las velas negras y el incienso, así como los recuerdos nazis que empezara a adquirir por Internet al tornar la decisión de destruir y consumir, conforme a su objetivo, a aquellos que no merecían la existencia humana. Tomó otra polaroid y fantaseó con el rubio policía de paisano cuya identidad aún desconocía. Pero su Propósito lo uniría a ella muy pronto y, aunque la primera vez que lo había visto en la tienda y lo había seguido hasta su casa era invisible, no podía arriesgarse a que él pudiera reconocerla de alguna manera. ¿Y si el chico mexicano le daba una descripción?
Unique se levantó de la cama y se miró en el espejo de cuerpo entero. Su piel desnuda brillaba tenuemente y se sacudió la larga melena de color ala de cuervo antes de empezar a cortársela con un cúter. El pelo cayó alrededor de sus pies desnudos y el nazi le ordenó que se tiñera en un tono rubio claro, casi blanco, y cambiara sus planes de negarse a ir con Smoke a la carrera nocturna del día siguiente. Unique había planeado consumar su Propósito con el policía rubio mientras los perros de la carretera fingían ser un equipo de asistencia, pero ahora las cosas habían cambiado. Ojalá pudiera encontrar al mexicano y silenciarlo para siempre a cuchilladas, pero tal vez fuera demasiado tarde. Quizás el chico ya había dado su descripción a la policía.
—Enséñame —susurró a su Oscuridad—. Enséñame el Objetivo.
—Encontrarás tu Objetivo —se respondió a sí misma con otra voz que sonó profunda y sobrenatural.
—Sí. —Sonrió al espejo, y el deseo se hizo intenso. Luego visualizó al policía rubio—. Pronto, pronto. Muy pronto tendrás una experiencia única.