A mediodía, Fonny Boy había deducido cuántas vueltas a la izquierda y a la derecha abrirían el candado si utilizaba la combinación 7-360, una indicación náutica, supuso.
Como esperaba, el compartimento secreto contenía una pinta de vodka Bowman, un paquete de cigarrillos y, gracias a Dios, una pistola de plástico de señales Orion, que tenía un alcance de veintiuna millas. Había tres cartuchos, cada uno de ellos con una bengala de quince mil candelas, y Fonny Boy los disparó todos apuntando a lo alto. El doctor Faux y él contuvieron el aliento, aún a la deriva en el bote. Todavía se hallaban perdidos en mitad de ninguna parte, y la jaula para cangrejos se obstinaba en seguirlos.
No deberías haberlas disparado todas a la vez —rezongó el doctor, desanimado—. ¿Por qué lo has hecho, Fonny Boy? Habría sido más sensato disparar uno y esperar un rato, luego probar el segundo y por fin el último. Ahora volvemos a estar como al principio, perdidos en el mar sin agua ni comida. Y deja ese vodka donde estaba, no conseguirás otra cosa que atontarte y deshidratarte aún más.
Lo que ninguno de los dos tenía forma de saber era que en ese instante tres pilotos de la Guardia Costera y un mecánico hacían maniobras de rutina en un helicóptero Jayhawk de color anaranjado brillante. Volaban a una altitud de quinientos pies cuando vieron pasar tres pequeños cohetes ante el parabrisas del aparato y se sobresaltaron considerablemente.
—¡Dios santo! ¿Qué ha sido eso? —exclamó el piloto que se hallaba al mando por el micrófono.
—¡Nos disparan! —exclamó el mecánico de vuelo desde su asiento, en la parte posterior.
—No, no, creo que son señales de socorro. Bengalas. —El copiloto calmó a sus compañeros. ¿Os habéis fijado en su brillo, como si fueran fosforescentes?
—No estamos en una zona restringida, ¿verdad?
—No, no.
—Entonces deben de ser bengalas.
Las fosforescencias se apagaron rápidamente, pero dejaron unas estelas blancas en el aire que no tardaron en difuminarse, aunque permitían seguirlas hasta el punto de origen si uno se daba cierta prisa. El enorme helicóptero viró al este y en unos minutos divisó un bote con dos personas, que empezaron a agitar los brazos frenéticamente. Los tripulantes y el mecánico de la Guardia Costera también observaron una boya que, con toda probabilidad, iba unida a una jaula para cangrejos.
—¡Joder! ¡Tangierianos! —dijo el copiloto.
—Sí. ¿Y sabéis una cosa? Están en el santuario de cangrejos —replicó el mecánico—. Mirad esa boya amarilla. Una nasa de pesca.
En el momento en que ellos divisaban la boya, Fonny Boy y el dentista escucharon el sonido inconfundible de las palas del helicóptero. Fonny Boy estaba condicionado a responder mal ante la presencia de la Guardia Costera; para él no hacía otra cosa que acosar a los pescadores. Sin embargo, esta vez se sentía optimista como nunca gracias al pedazo de metal oxidado que llevaba en el bolsillo, ¿no decía siempre su madre que había una razón para las cosas? Si no hubiera ayudado al dentista a escapar, se hubiera quedado sin carburante y hubiese sido rescatado por la Guardia Costera, jamás habría descubierto un barco hundido que estaba claramente marcado con una jaula de cangrejos. Ésta, sin que Fonny Boy y el doctor Faux lo advirtieran, también era arrastrada por la corriente porque la cuerda era demasiado corta.
—Gracias a Dios —dijo el dentista con la vista puesta en el Jayhawk que se acercaba con rapidez—. ¡Nos han encontrado! Magnífico, porque me parece que no nos hemos movido nada; la trampa para cangrejos sigue ahí, al costado mismo del bote, y ya estaría lejos si nos moviéramos.
—Es increíble la desfachatez con que están pescando en la reserva —comentó el mecánico al tiempo que sacudía la cabeza.
El piloto inmovilizó el helicóptero a baja altura, en una maniobra que levantó un torbellino de agua en torno a la embarcación. Los dos marineros al pairo bajaron la cabeza y se taparon los ojos. Sus ropas se agitaron como un espantapájaros bajo un huracán mientras descendía la cestilla de rescate.