La forense, doctora Scarpetta, estaba en su despacho cuando Andy llamó a la puerta abierta.
—¿Doctora Scarpetta? Hola —dijo con cortesía y algo de nerviosismo—. Si no es mal momento, me gustaría hablar con usted del hombre sin identificar que ardió en Canal Street la pasada noche.
—Entre. —La doctora Scarpetta alzó la vista de los certificados de defunción que tenía delante—. ¿Nos conocemos?
—No, señora, pero he trabajado con el doctor Sawamatsu varias veces.
Andy se presentó y luego explicó que Regina era una auxiliar de la Policía Estatal, aunque no se refirió a ella por su nombre.
—¿Y se llama usted…? —quiso saber la doctora.
Regina la miró boquiabierta, incapaz de articular palabra. Nunca había conocido a una mujer tan poderosa, y aquello la pilló absolutamente desprevenida. La doctora Scarpetta era rubia y muy guapa, tendría alrededor de cuarenta y cinco años y llevaba un vistoso traje a rayas. ¿Cómo era posible que alguien que seguramente podía lograr lo que quisiera trabajara con muertos como medio de ganarse la vida? ¿Qué podía decir Regina para explicarse, sin revelar su identidad y causar problemas?
—Me llamo Reggie —farfulló la chica.
—Agente Reggie —asintió la doctora Scarpetta sentada en su gran silla de juez, al otro lado del escritorio. Luego se dirigió a Andy en tono severo—: ¿Y usted la avala? Aquí no suelen entrar auxiliares de la policía.
—Me hago responsable de todo —dijo Andy, lanzando una cortante mirada a Regina.
—Oh, no se preocupe —intervino la chica—. No diré nada de lo que vea u oiga, ni tocaré ni moveré nada.
—Muy buena idea —replicó la doctora Scarpetta. Luego, dirigiéndose a Andy, explicó—: El hombre ha sido identificado por las huellas dactilares. Se llama Caesar Fender, varón negro de cuarenta y un años y natural de Richmond. Y hoy tenemos el depósito lleno, por así decirlo. ¿Ha visto una autopsia alguna vez? —preguntó a Regina.
—No, pero no porque no quisiera. —Regina no sabía qué hacer para impresionar a la legendaria doctora.
—Comprendo.
—Pero en las clases de biología del instituto fui la única de mi grupo a quien no le importó diseccionar una rana —fanfarroneó Regina—. Las vísceras nunca me han impresionado. Creo que no me importaría ver morir a alguien, incluso a un condenado en el corredor de la muerte.
—Pues a mí en el instituto no me gustaba diseccionar animales —replicó la doctora Scarpetta para sorpresa de Regina—. Las ranas me daban mucha pena.
—A mí, también —intervino Andy—. Mi rana estaba viva y no me parecía bien tener que matarla. Es algo que todavía me preocupa.
—A mí sí me importa ver morir a la gente, sean condenados o no. Me parece que no has pasado mucho tiempo en una escena del crimen o en la sala de emergencias de un hospital —prosiguió la doctora Scarpetta y, mientras hojeaba los papeles de su escritorio, pensó que el nombre de Andy le sonaba familiar; claro, Andy Brazil era el agente que había enviado las chocolatinas envenenadas al laboratorio—. Tengo que discutir algo con usted —le dijo—. Tenemos que hablar a solas unos momentos.
Era su manera de pedir cortésmente a Regina que saliera del despacho.
—Sal un minuto, por favor —le dijo Andy—. Enseguida estaremos contigo.
—¿Cómo quieres que sea una auxiliar si siempre me haces salir? —dijo Regina con un deje de su malhumor habitual en la voz.
—No siempre te hago salir —replicó Andy mientras la acompañaba a la puerta y casi la empujaba para que saliera—. Quieta ahí —añadió, como si hablara con Frisky.
Cerró la puerta y volvió al escritorio de la doctora Scarpetta. Retiró una silla y se sentó.
—Acabo de recibir el informe del laboratorio sobre esas chocolatinas —comentó la forense—. Es un asunto tan serio que el doctor Pond ha querido llamarme la atención de inmediato al respecto, porque estoy bastante familiarizada con esos envenenamientos por laxantes. Hace años tuve un caso de una mujer cuyos hijos le daban chocolate con laxante, al parecer para gastarle una broma. La mujer desarrolló lesiones en diversos órganos, edema pulmonar, entró en coma y murió. —Tendió el informe a Andy y siguió explicando—: Los tests se han realizado con cromatografía líquida de alta resolución y los chocolates han dado positivo de fenolftaleína en varias concentraciones. En los laxantes comerciales, la dosis adecuada contiene unos noventa miligramos de fenolftaleína; sin embargo, una sola de las chocolatinas de la caja que usted envió al laboratorio contenía doscientos, que de ser ingeridos provocarán, como mínimo, pérdida de líquidos y electrolitos. Eso es muy peligroso, sobre todo si la víctima es vieja y no goza de buena salud.
—Que es precisamente lo que le ocurre al gobernador —apuntó Andy, cada vez más preocupado—. ¿Y no han encontrado huellas o algo en el envoltorio? Y la nota caligrafiada, ¿estaba realmente escrita por el gobernador?
La doctora Scarpetta buscó entre otros informes.
—Encontraron una latente utilizando Luma-Lite y tinte fluorescente. La pasaron por el sistema automatizado de identificación de huellas y aquí está su número. Usted mismo puede comprobar a quién pertenece en el ordenador de la Policía Estatal. —Se lo anoto—. Por lo que se refiere al examen de documentos, la muestra de la caligrafía del gobernador no coincide con la de la nota que acompañaba las chocolatinas.
—Así que la nota es falsa. —Andy no estaba en absoluto sorprendido.
—No es una prueba concluyente porque necesitamos un ejemplar oficial. La que utilizamos de manera preliminar era de una carta que, supuestamente, el gobernador había enviado al doctor Sawamatsu.
—Comprendo, y no tenemos que dar por sentado que esa carta es auténtica —asintió Andy— o que la haya firmado el gobernador.
—Legalmente, no podemos hacerlo.
—Lo cual me recuerda… —dijo Andy—. Espero no meterme en donde no me llaman, pero verá, doctora Scarpetta, me preocupa la colección de souvenirs del doctor Sawamatsu. Son muy indecorosos, y al menos de eso fanfarronea siempre ante nosotros. ¿Ha ido usted alguna vez a su casa?
—No —respondió ella, con la expresión endurecida.
Si había algo que la doctora no toleraba era la falta de respeto hacia los muertos. A ningún miembro de su equipo le estaba permitido coleccionar recuerdos, dinero, efectos personales, armas, drogas o alcohol tomados de un cadáver o de la escena de un crimen.
—Tal vez debería presentarse allí sin avisar —le sugirió Andy—. Ir a su casa, quiero decir.
—No se preocupe —dijo ella—. Lo haré.
—Me pondré a investigar el caso del chocolate envenenado ahora mismo —prometió Andy—. Y supongo que el grafólogo necesitará también una muestra de la caligrafía del sospechoso.
—No sabía que tuviera un sospechoso —dijo ella—. Pero sí, claro, sería estupendo si pudiera obtener una muestra de su caligrafía. Y le sugiero que consiga también una muestra de la víctima.
—¿De la superintendente Hammer? —Andy estaba intrigado—. ¿Por qué?
—Para descartar el síndrome de Munchausen —respondió la doctora Scarpetta en tono prosaico—. En multitud de ocasiones, el envenenamiento por fenolftaleína ocurre cuando una persona la ingiere de forma continuada con el fin de llamar la atención, de los cuidados del padre, la madre o el cónyuge.
—¿Está diciendo que es posible que la superintendente Hammer quiera que creamos que el gobernador o alguien que se hace pasar por él le manda chocolatinas envenenadas porque quiere llamar la atención? ¡Me resulta imposible de creer! Usted no la conoce —dijo Andy en tono cortés, pero a la defensiva.
—No, no la conozco en absoluto —replicó la doctora Scarpetta—. Pero es nueva en un cargo que exige mucho y, si ha tenido la misma experiencia que yo, seguro que el gobernador nunca ha respondido a sus llamadas ni la ha invitado a las fiestas en la mansión. Por eso tendría que tramar algo para que pareciera que el gobernador intentaba envenenarla. Si el gobernador llegara a ser sospechoso de un intento de homicidio, con eso llamaría la atención.
—¿Puedo preguntarle algo sobre Trish Trash? —Andy cambió de tema de forma inesperada—. Sé que no es mi caso, pero me importa mucho; como tal vez ya sepa usted, el asesino dejó pruebas en la puerta de mi casa, por razones que desconozco.
—¡Oh! Así que era usted… —Scarpetta frunció el ceño y Andy vio que estaba preocupada por ese caso—. Una muerte brutal, terriblemente malvada —añadió—. Pero usted hizo muy bien en llamar al detective Slipper y no entrometerse. Hemos levantado huellas latentes, pero no coinciden con las del sistema de investigación de huellas y el ADN que encontramos en el sobre tampoco aparece en la base de datos. Y por lo que se refiere a pruebas, encontramos varios cabellos negros muy largos adheridos a la sangre de la ropa de la víctima.
—¿Cabellos de mujer?
—No lo sé —respondió Scarpetta—, pero es posible.
—¿Y no han encontrado coincidencias en las huellas ni en el ADN? Interesante —musitó—. Me pregunto si esas huellas no aparecen en la base de datos porque ese individuo es joven, tiene antecedentes por delincuencia juvenil y ese expediente está sellado. Hasta hace bien poco no se nos permitía introducir las huellas o el ADN de menores en las bases de datos, por lo que tal vez nos enfrentemos a un veterano delincuente, joven y que tenga cabello negro y largo; o quizá se trate de una mujer que mata por deporte y que tal vez tiene relación con los piratas de la autopista de Smoke, que posiblemente asaltaron a Moses Custer y anoche mataron a la dependienta del Seven-Eleven.
—No lo sé.
Scarpetta se puso en pie, abrió la puerta y Regina entró a toda prisa en el despacho, cuaderno y bolígrafo en mano.
—No quiero abusar de su tiempo, doctora Scarpetta, pero estamos muy preocupados por el caso del pescador —dijo Andy, centrándose en otro de sus asuntos de interés—. En especial porque se dice que es un crimen racista, y he pensado que sería buena idea acercarme hasta aquí personalmente y darle la información que tenemos por si puede serle útil en la autopsia. Un individuo sospechoso que presenció la muerte afirma que el pescador murió por combustión espontánea, que pudo producirse cuando el plomo y la pólvora ardiendo de una bala prendieron los tejidos sintéticos de la camisa de la víctima; eso explicaría que ardiera en llamas. Y permítame que añada que el principal sospechoso lo es también del otro caso que hemos estado analizando…
—¿Y por qué no le has dicho que intentaron envenenarme? —lo interrumpió Regina. Era obvio que había estado escuchando tras la puerta cerrada y había oído una parte, al menos, de la conversación privada.
—Ahora no vamos a hablar de eso —le advirtió Andy, consciente de que si divulgaba lo que sabía, quedaría claro que ella no era una auxiliar sino la mimada hija pequeña del gobernador.
—¡Fue horrible! —dijo Regina a la doctora Scarpetta—. Comí esas galletas y, de repente, me doblé por la cintura con el peor dolor que jamás haya sentido. Bueno, la verdad es que no fue de repente. No empecé a encontrarme mal hasta que me escondí detrás del boj en el jardín, y allí tuve los primeros retortijones y el ataque de gases.
»Lo siguiente que recuerdo es que un agente de protección me Llevó a toda prisa al hospital, donde se me sometió a todo tipo de oprobios, como tener que mear en un vasito de plástico y ver que una enfermera metía un pequeño bastón en él. También querían que hiciese aguas mayores, pero después de aquel terrible ataque no me quedaba nada dentro. ¡El pis se volvió rosa y me asusté muchísimo! Pensé que orinaba sangre, pero la enfermera me dijo que le habían puesto un reactivo químico y que por eso se había vuelto rosa y eso significaba lo peor: que alguien había puesto laxante en las galletas y había querido matarme a sangre fría.
»O quizá quería envenenar a otra persona, pero yo fui la inocente que comió las galletas —prosiguió, disfrutando de su protagonismo—. La enfermera dijo que el pis normalmente tiene un ph de cuatro o seis y que el laxante hace que se vuelva rosa si el ph es superior a siete. O sea que he tenido suerte, doctora, porque esta mañana yo podría haberme convertido en otro de sus casos —añadió con gran dramatismo.
—Sí, has tenido suerte —convino la doctora Scarpetta—. Todos tenemos suerte de no ser casos para el forense una mañana u otra. Agente Brazil, ya hemos hecho la radiografía al pescador y no hay ninguna bala.
—Entonces, ¿qué otra cosa pudo hacerlo arder?
—Buscaremos aceleradores y otras sustancias, por supuesto —dijo al tiempo que se quitaba la chaqueta del traje y la colgaba detrás de la puerta—. En casos como éste, los exámenes externos nos dicen mucho. —Se puso una bata de laboratorio—. Por ejemplo, el cuerpo está mucho más carbonizado en la parte posterior, lo cual cuadra con el hecho de que, fuera lo que fuese lo que lo incendió, entró en su cuerpo a la altura del pecho; un poco a la izquierda, en la zona del corazón, para ser precisa.
Andy y Regina siguieron a la doctora Scarpetta por el pasillo.
—Entonces no ardió sin motivo, ya que algo entró en su cuerpo —dijo Andy mientras Regina, concentrada, tomaba notas.
—Y no se encontró arma en la escena del crimen, ¿verdad?
—No, doctora.
—¿Cómo se escribe aceleradores…? Regina tenía problemas y la forense todavía no había entrado en cuestiones técnicas.
—El sospechoso que presenció la muerte, ¿comentó de qué color eran las llamas o dijo algo respecto a su intensidad? —preguntó la doctora Scarpetta—. Si eran intensas y blancas, o azules o rojas, por ejemplo…
—¿… con ce o con zeta? —La voz de Regina sonaba tensa y petulante.
—No. Además, no lo considero un testigo creíble —respondió Andy a la forense.
—Con ce —le dijo la doctora a Regina.
—¿Cómo se escribe «carbonizado»?
—Nos ocuparemos de eso más tarde —dijo Andy, sugiriéndole a la chica que no interrumpiera más con sus indiscreciones o preguntas de ortografía.
—Hay que destacar el residuo blanco grisáceo que encontramos en la cavidad torácica, lo cual lleva a pensar que en su cuerpo ardió algún elemento pirotécnico o incendiario. —La doctora Scarpetta se detuvo ante la puerta del vestuario de señoras—. Tendrá que entrar por el vestuario de hombres —le dijo a Andy—. La agente Regina y yo nos encontraremos con usted allí y empezaremos.
—¿Pirotécnico? —Regina cayó presa del pánico, y su reacción al miedo y la inseguridad siempre era desafortunada—. ¿Qué clase de elemento? ¿Qué demonios es un elemento pirotécnico? —Se puso desagradable—. ¡No puedo escribir tan deprisa y esto no es justo! ¿Qué se creen, que en la mansión cada día oigo estas palabras?
—Tal vez no sea el mejor momento para que asistas a tu primera autopsia —decidió la doctora, lanzándole una mirada inquisitiva.
Andy sacó la radio portátil y se puso en contacto con Macovich.
—¿Puedes devolver el paquete a su destino? —preguntó en el código de los agentes de protección de personalidades—. Y quiero que compruebes un número de identificación en la base de datos.
—Entendido —respondió la voz de Macovich con poco entusiasmo.
—Diez-veinticinco en la cámara frigorífica del depósito.
—Entendido. Estaré ahí dentro de quince minutos.
—Lo has estropeado todo —se quejó Andy a Regina unos minutos más tarde mientras esperaban en la cámara frigorífica, sentados en sillas de plástico junto a la máquina de refrescos.
Dos empleados, un hombre y una mujer vestidos con uniforme oscuro, empujaban una camilla con un cadáver dentro de una bolsa y avanzaban despacio y con dificultad por la rampa. Parecían tener problemas para extender las patas de la camilla.
—Yo no he hecho nada —replicó Regina—. ¡No eres bueno conmigo!
—Te había dicho que te callaras y que te ocuparas de lo tuyo, y no lo has hecho —le recriminó Andy.
Los empleados estaban en un apuro. No podían abrir las patas de la camilla; eso significaba que no podían dejar el cadáver, que era muy grande, apoyado en el suelo y no les quedaba ninguna mano libre para abrir la puerta trasera de la furgoneta.
—Mira eso —dijo Regina al tiempo que los señalaba—. ¿Por qué no vas a ayudar a esa pobre gente en vez de regañarme?
—Si te quedas sentada y quieta, lo haré —dijo Andy, que no confiaba en Regina. Se acercó corriendo a la furgoneta y le dijo a la mujer—: Eh, permita que les ayude.
—Muy amable por su parte —dijo ella, ofreciéndole su lado de la camilla.
—Pensaba que lo habías arreglado, Sammy —dijo irritada la mujer a su compañero mientras tiraba de las patas de la camilla.
—Necesitaba aceite, Maybeline.
—Entonces, ¿por qué no funciona? Las patas están rígidas como las de un muerto, y el otro día las ruedas se quedaron trabadas. Apuesto a que tampoco has arreglado eso.
Sammy permaneció en silencio mientras Andy sostenía la camilla con una mano y con la otra abría la furgoneta.
—Siempre ocurre lo mismo, me dices que has arreglado algo y luego no funciona. —Maybeline estaba furiosa—. Me deslomo haciendo este trabajo asqueroso y tú te pasas el día sentado frente al televisor.
—La furgoneta está cerrada con llave —dijo Andy, y la camilla se movió peligrosamente—. Creo que será mejor que se olviden de las patas e intentemos abrir el vehículo.
—¿Qué has hecho con las llaves? —preguntó Maybeline a Sammy mientras tiraba de las patas de la camilla.
—Las tengo en el bolsillo, pero no puedo sacarlas. No me queda ninguna mano libre. —Sammy estaba a punto de perder los nervios—. ¡Deja de tirar de las patas o el cadáver rodará por los suelos, maldita sea!
Regina, que entendió que se trataba de una emergencia, se abrió camino hasta la camilla al tiempo que sonaba el timbre y la puerta de la cámara frigorífica se abría con un chirrido.
—Yo sacaré las llaves —le dijo a Sammy, y se puso a cachearlo como viera hacer a los policías en las series de televisión.
Regina no sabía que Sammy tenía muchas cosquillas. Cuando empezó a hurgar en el bolsillo delantero de sus pantalones, el hombre se retorció y dio un bote en el aire. Lo que Macovich vio al entrar en la cámara fue a un hombre enloquecido con un traje oscuro que reía y gritaba y le pedía a la horrible chica Crimm que se estuviera quieta. A continuación, el tipo se llevó las manos a la cintura y el extremo de la camilla que sujetaba cayó al suelo; la inmensa bolsa negra que contenía el cadáver chocó contra el cemento de forma estrepitosa.
Andy gritaba a Regina y la empleada chillaba de dolor porque la camilla le había pillado la mano y le había golpeado la cara. Le sangraba la nariz y un dedo.
Macovich decidió no moverse de su coche sin distintivos y observar el altercado, cada vez más violento. «A ver cómo termina ese blanquito guapo —pensó con maldad—. Eso te pasa por dedicarte a adiestrar animales y por sacar de paseo a esa horrible hija del gobernador. Ja, ja. Hace tiempo que no veo una buena pelea. Espera a que la doctora Scarpetta sepa lo que está ocurriendo aquí afuera. Te mandará a la luna de una patada y se quejará a la superintendente Hammer».
—¡Eres idiota! —le gritó Andy a Regina.
—¡El idiota eres tú! —replicó ella gritando a pleno pulmón.
—¡Mira lo que has hecho! —le gritó Sammy—. Como la familia de esta señora vea su cuerpo lleno de morados y huesos rotos…
—A los muertos no les salen moratones —señaló Andy. Y dudo que tenga algún hueso roto.
Al ver que Maybeline sangraba, Sammy se encendió y le quitó las llaves a Regina, mandándola contra el vehículo de un empujón. Ella le devolvió el empujón y le dio una patada en el tobillo. Él la agarró por el brazo y Regina intentó meterle los dedos en los ojos y le mordió la mano. Andy intervino para inmovilizar a Sammy pasándole el brazo por el cuello. En aquellos instantes se abrió la puerta que daba al interior del edificio y salió la doctora Scarpetta, con guantes quirúrgicos y bata, para ver qué era aquel tumulto.
—¡Ya basta! —anunció con una voz que transmitía autoridad. ¡Paren ahora mismo!