Mientras doblaba por la calle Nueve, camino del depósito, con Regina haciendo estallar globos de chicle en el asiento del pasajero, Andy tampoco creía que las cosas pudieran ir peor.
—¿Cómo se ponen en marcha las luces y la sirena, en este cacharro? —preguntó ella.
—No vamos a poner en marcha la luz ni la sirena —respondió él—. Y no me hables de usted, porque ahora eres la agente auxiliar.
—Muy bien. ¿Y por qué no las pones? Estás atendiendo un caso de asesinato, ¿no? Me parece que si quisieras ponerlas en marcha, podrías hacerlo.
—No, no podría. No estamos persiguiendo a nadie ni tampoco tenemos prisa —dijo, intentando contener la irritación.
—No estamos de buen humor hoy, ¿verdad? —comentó Regina mientras miraba por la ventanilla a la gente que buscaba aparcamiento en vano o esperaba bajo el frío para cruzar la calle.
No se veía sometida a los inconvenientes habituales y, por primera vez en muchos años, se sentía feliz. No podía creer que por fin había escapado a la guardia de protección de personalidades e iba con Andy dentro de un coche nuevo de la policía estatal, camino del depósito de cadáveres.
—Seré una buena compañera para ti —prosiguió—. Sé muchas cosas que tú probablemente no sabes y, ya puestos, más cosas que esa forense. Apuesto a que no sabrías qué hacer si quedaras atrapado en unas arenas movedizas, ¿verdad?
—No tengo la intención de quedarme nunca atrapado en una duna —replicó Andy—. La evitaría.
—Sí, eso es muy fácil decirlo. Si fuera tan sencillo evitar las arenas movedizas, la gente no se quedaría atrapada en ellas y moriría. Lo que hay que hacer es extender los brazos y las piernas e intentar flotar. —Se lo enseñó—. Después pones el bastón bajo la espalda para no hundirte y sacas las piernas y escapas. Y si quieres derribar una puerta, pegas una patada al cerrojo y la cerradura de un coche puede abrirse con una llave inglesa y una ganzúa. También sé cómo sobrevivir a los ataques de los cocodrilos, las pitones y las abejas asesinas —fanfarroneó—. Además puedo dar a luz en un taxi o salvarme si mi paracaídas no se abre.
—Eso lo dices porque has leído Cómo sobrevivir a la peor situación posible —replicó Andy para sorpresa de la chica—. Pero que hayas leído ese libro sentada confortablemente en la mansión no significa que sepas salvarte si ocurriera lo peor.
—Papá me lo regaló por mi cumpleaños —dijo Regina con presunción—. Y a mis hermanas nunca se lo ha regalado porque son unas cobardes a las que no les interesan las aventuras. No puedo imaginarme a Esperanza intentando aterrizar un avión cuyo piloto hubiese sufrido un infarto, y Constanza se moriría de miedo si se perdiera en el desierto o naufragase en alta mar.
Revolvió en su mochila y sacó el pequeño manual de brillantes tapas amarillas.
—Así pues, ¿qué harías si no se te abriera el paracaídas? —preguntó a Andy mientras alisaba la punta doblada de una página manchada de algo que parecía chocolate.
—Antes de saltar comprobaría que el paracaídas está en buen estado —replicó Andy, cuya paciencia se tensaba como una cuerda de guitarra a punto de romperse.
—¿Y si hubiera una tormenta de relámpagos?
—La evitaría.
—¿Te refugiarías bajo un árbol? —Regina estaba dispuesta a confundirlo para que diera una respuesta incorrecta.
—Pues claro que no.
—¿Y si estuvieras haciendo submarinismo a ochenta metros de profundidad y te quedaras sin aire? —le preguntó Regina con agresividad.
—Eso no me ocurriría.
Regina cerró el manual de una palmada y volvió a guardarlo en la mochila.
—¿Cuándo crees que podré conseguir un uniforme? —preguntó ella, cada vez más enojada.
—Después de que hayas asistido a la academia y te hayas graduado. Casi un año entero, siempre y cuando la academia te acepte.
—Tienen que aceptarme.
—El hecho de que tu padre sea gobernador no significa que todo el mundo tenga que aceptarte —replicó Andy de mal humor—. No tengo intención de decir a nadie quién eres, salvo una auxiliar que me ayuda.
—Pues ya lo diré yo —dijo ella, tras abrir la ventana y tirar el chicle.
—Eso sería muy poco inteligente por tu parte. ¿No crees que ya es hora de que la gente te acepte por cómo eres en vez de por quién eres? Y no tires nada por la ventanilla.
—¿Y si no me aceptan? —preguntó con languidez—. Y tú ya sabes que no me aceptarán. Nadie me ha aceptado nunca aun sabiendo quién es mi padre, ¿cómo van aceptarme sin saber quién es?
—Supongo que ha llegado la hora de que veas lo que ocurre y que aceptes de una vez por todas la realidad —dijo Andy mientras doblaba por Clay Street—. Y si la gente no te acepta, la culpa sólo será tuya.
—¡Y una mierda! No es culpa mía. —La voz de Regina subió de tono y se volvió más estridente—. ¡No puedo evitar haber nacido así!
—En cambio sí puedes evitar ser brusca y egoísta —replicó Andy—. Y todavía no estoy sordo, así que no grites. Quizá por una vez en la vida podrías pensar en los demás en vez de en ti misma. ¿Y esa pobre persona que ha pisado el chicle que acabas de tirar? ¿Te gustaría pisar un chicle cuando vas hacia el trabajo, tienes prisa, no puedes comprarte unos zapatos nuevos y te has dejado un niño enfermo en casa?
Regina nunca había pensado en eso.
—La gente no te acepta porque tú tampoco aceptas a nadie, ésa es la única razón. Son cosas que la gente nota —prosiguió Andy, que aparcaba detrás de un moderno edificio de ladrillo llamado Biotech II que albergaba la oficina y el laboratorio del forense.
—Pues no sé cómo hacerlo —confesó Regina—. Uno no sabe hacer cosas que nadie le ha enseñado. Y durante toda mi vida, todo el mundo me ha tratado de una manera especial porque soy quien soy. Nunca he tenido la oportunidad de pensar en nadie más.
—Pues ahora ya la tienes. —Andy aparcó en un espacio para los visitantes y se apeó—. Porque si me tratas mal, yo te trataré mal. Tal vez sea una buena cosa que hayas venido al depósito; así podrás practicar el ser amable con personas muertas a las que no les importará que no lo consigas.
—¡Qué idea tan estupenda! —Entusiasmada, Regina siguió a Andy por la acera en dirección al vestíbulo—. Pero ¿cómo voy a preocuparme de los sentimientos de alguien que ya no puede sentir?
—Eso se llama simpatía, compasión, unas palabras que sin duda te son desconocidas. —Andy se detuvo en recepción y firmó en el libro de visitas—. Intenta pensar en lo que han sufrido las personas que se encuentran aquí y en lo tristes que están sus familiares. Por una vez, deja de pensar en ti misma. Y si te portas de una manera molesta, eso será el final de tu trabajo como auxiliar porque no lo toleraré y sé que la jefa tampoco, y te echará a la calle de una patada.
—Papá puede despedirla —señaló Regina.
—Y ella se comerá a tu padre para desayunar —replicó Andy.
Mientras las cerraduras electrónicas se abrían y entraban en el despacho de la forense, Andy le tendió un pequeño bloc y un bolígrafo.
—Toma notas —le ordenó—. Apunta todo lo que diga la doctora y mantén la boca cerrada.
Regina no estaba acostumbrada a recibir órdenes, pero tan pronto como vio fotos de autopsias en las mesas del despacho empezó a perder su fanfarronería y su egoísmo habituales. Parecía que las empleadas conocían muy bien a Andy, y se mostraron muy simpáticas y coquetas con él. Regina quedó sorprendida y emocionada cuando Andy la presentó como su auxiliar.
—Menuda suerte la tuya —dijo una de ellas, guiñándole el ojo.
—Y yo, ¿por qué no puedo ser tu auxiliar? —preguntó otra—. Me encantaría que me enseñaras un par o tres de cosas.
—Hemos venido por el caso de ese pescador. —Andy iba directo al grano—. ¿Se está ocupando de él el doctor Sawamatsu?
—No, todavía no ha llegado.
—¿Y la jefa? —Andy se alegró de que el doctor Sawamatsu no estuviera y deseó que no apareciese. En primer lugar, el inglés del doctor Sawamatsu era lamentable y a Andy le costaba mucho esfuerzo entenderlo, sobre todo cuando utilizaba términos técnicos. El doctor Sawamatsu tenía sangre fría y era cínico, y Andy siempre se oponía a las personas que se mostraban insensibles con las víctimas, estuvieran éstas vivas o muertas. Y aún había algo peor: el doctor Sawamatsu había alardeado repetidas veces ante Andy sobre su colección de recuerdos entre los que se contaban articulaciones artificiales, implantes de mama y de pene, un ojo de vidrio, piezas y trozos humanos procedentes de accidentes aéreos y otros desastres. Andy dudaba de que la jefa estuviera al corriente de aquella afición indecorosa de su ayudante, porque la colección estaba en su casa y no en la oficina.
—Tal vez se lo diré —pensó Andy en voz alta mientras recorría el largo pasillo alfombrado que conducía a los despachos de la doctora Scarpetta.
—¿Decirle qué a quién? —Regina miró a su alrededor asombrada, haciendo una pausa para observar las salas interiores, donde había microscopios sobre las mesas y rayos X sujetos ante fuentes de luz.
—No hagas preguntas y, como decimos en las investigaciones criminales, no toques ni muevas nada —le advirtió Andy—. Y no podrás divulgar nada de lo que oigas o veas, ni siquiera a tu familia.
—Lo intentaré —asintió ella—. Pero hasta ahora nunca he guardado un secreto.
Barbie Fogg solía escuchar secretos que le contaba la gente y también tenía algunos propios. Dolida por si Lennie también los tenía, decidió tomar la siguiente salida de la autopista y volver a la cabina de Hooter para contarle que estaba preocupada por la marcha de su matrimonio.
—Lennie sale mucho de la ciudad y el otro día me dijo que quería una amiga. ¿Tú crees que tiene ligues en la carretera porque a mí no me apetece el sexo? —le confió Barbie a Hooter—. Bueno, en realidad Lennie se dedica a vender propiedades, y eso significa que pasa muchos ratos en casa sin demasiado que hacer, por lo que a veces vigila a las gemelas. Que tiene tiempo de sobra para los ligues, vaya. Y para empeorar aún más las cosas, ahora tiene que ir a Charlotte para una reunión importante, lo cual supone que me tendré que quedar en casa y no podré pasar a verte en una semana más o menos.
Tanto Barbie como Hooter se mostraron decepcionadas. Era como si fueran amigas de toda la vida.
—Oh, querida, no había pensado hasta ahora lo mucho que voy a echarte de menos —confesó Barbie.
—¡Oh, Dios mío, si no vienes a verme sufriré una crisis de ansiedad! ¿Con quién hablaré? ¿Por qué tiene que ir la gente a Charlotte? Estoy tan harta de que todos vayan a Carolina del Norte, ¿sabes? Como si fuera la tierra prometida o algo así. Mira, yo nunca he estado en Carolina del Norte. ¿Qué tiene de especial?
—¿Trabajas mañana por la noche? —le preguntó Barbie mientras llegaban más coches y empezaban a tocar la bocina—. ¿Por qué no vienes conmigo a la carrera de la NASCAR? Me encantaría. Podrías ver a todos esos pilotos tan guapos. Pero deberías tomarte la tarde libre, porque me gusta llegar muy temprano y pasear por los boxes mientras los chicos se preparan para pilotar los coches. A veces te permiten que te hagas fotos con ellos. ¡Oh, si supieras cómo es estar allí, abrazada a un piloto guapo, con su ajustado traje ignífugo de colores…!
—Pues no, no lo sé. Jamás he ido a una carrera de la NASCAR y tampoco he visto nunca pilotos afroamericanos. —Hooter no prestaba ninguna atención a la interminable hilera de automovilistas impacientes—. ¡Quizá me tome libre el día entero! No he tenido vacaciones desde que se casó mi hermana y fui a la boda. Fui su dama de honor. —El rostro de Hooter resplandeció al recordar lo bien que se lo había pasado vestida con aquel traje largo de color rosa, con mangas transparentes y lleno de pasamanería y lazos—. Fue un día maravilloso, amiga, te lo aseguro.
—¡Venga! ¿Por qué no te dedicas a conversar con tu amiga en otro momento, joder? ¡Vamos, que esto es un nido de tortilleras! —gritó Bubba Loving desde su camión.
—¿Qué demonios es un nido de tortillas? ¿No era de golondrinas? —preguntó Barbie mientras anotaba su teléfono en un papel—. ¿Y por qué está otra vez aquí ese hombre vulgar gritando sobre cosas de comer?
—Hay que serlo para entender que otro lo es —le gritó Hooter a Bubba.
—Toma, querida —le dijo Barbie a Hooter—, llámame en las próximas horas. Estaré en el Ministerio Baptista del Campus; si me telefoneas y me dices que vendrás a la carrera, no regalaré la entrada a otra persona afortunada. ¡Ven, por favor! ¡Oh, querida, cómo me gusta tener amigas para hablar con ellas!
—Creo que sí que vendré. Sí, seguro que sí. ¡Pues claro que sí, maldita sea! —Hooter estaba cada vez más excitada con la idea—. Cuenta conmigo a menos que no logre encontrar a nadie que me haga la suplencia en la cabina. ¿Qué te parece si vienes a recogerme aquí mismo? ¿A qué hora quedamos?
—A las dos en punto.
—Bien, pues yo iré a casa a cambiarme y luego volveré aquí. Entonces tendremos todo el tiempo del mundo para hablar de tu desgraciada vida sexual.
—Eso será maravilloso. —Contenta, Barbie la saludó con la mano al tiempo que se alejaba y olvidaba pagar los setenta y cinco centavos del peaje, lo cual disparó las alarmas—. ¡Funciona! ¡El arco iris funciona! ¡Magia, esto es magia!
—¿Por qué no hablas con tu amiga cuando no haya nadie esperando? —le gritó Lamonia desde su Dodge Dart.
Lamonia estaba de mal humor, lo cual era comprensible. Primero la habían esposado por culpa de su mala visión nocturna, después se había quedado atrapada en el tráfico porque dos lesbianas de distinta raza flirteaban en la cabina del peaje de la autopista mientras un racista palurdo las insultaba. ¿Qué ocurría en el mundo para que las cosas fueran tan mal? «Oh, Dios mío, ten compasión», pensó Lamonia. Todo el planeta iba camino de la autodestrucción y sólo era cuestión de tiempo que Jesús se hartase y volviera a la tierra, y Lamonia todavía no estaba preparada para el juicio final, no señor. Cada domingo, Lamonia le pedía a Jesús que esperase un poco, porque si aparecía en una nube para llevarse consigo a todos los creyentes, tenía muchos amigos y vecinos que serían condenados al fuego eterno.
—Consagra tu vida al Señor —le dijo Lamonia a Hooter mientras dejaba el billete de un dólar en la mano enguantada.
—Usted lo ha dicho, amiga —replicó Hooter, dejando caer tres cuartos de dólar en la lata y devolviéndole uno de cambio.
—¡Yo no soy amiga tuya ni de nadie! Pide perdón por tus pecados y reza a Jesús. Pídele que se haga cargo de tu vida y le dé sentido, ¿me oyes? Porque Él vendrá pronto, ¿y verdad que no te gustará que te encuentre sentada en esa cabina, entregada a tus perversiones con desconocidos, ni descubrir que la mitad de los coches que pasan por tu carril van vacíos porque ya han sido transportados por Él?
—Tiene toda la razón —animó Hooter a la predicadora—. Toda la razón del mundo.
Lamonia no necesitaba que la animasen.
—Dos hombres trabajan en un campo —prosiguió— y, de repente, uno de ellos desaparece. Dos mujeres hacen la colada en una lavandería pública y, de repente, una de ellas desaparece. Tú estarás cobrando los peajes y, de repente, la mitad de los conductores desaparecerán, y será mejor que no te quedes sentada en la cabina porque eso significará que no subirás con El al cielo.
—¡Yo estoy preparada para el Juicio Final! —aseguró Hooter a Lamonia mientras ambas se intercambiaban sus números de teléfono—. ¡Estoy preparada y lo espero con ganas, siempre lo he esperado! Jesús volverá, siempre lo he sabido. —Hooter miró hacia el techo de la cabina—. Ven, Jesús, ven ahora. Te estoy esperando y no te cobraré el peaje cuando bajes flotando de tu nube.
—¡No! —gritó Lamonia. ¡No le pidas que venga ahora! ¡Todavía hay mucho trabajo por hacer, estúpida! ¡Mira, todos esos son pecadores! Kilómetros y kilómetros de pecadores. ¡Primero reza por ellos, muchacha!
Hooter miró la larga cola de coches que hacían sonar las bocinas.
—Sí, amiga, tiene razón. La mayor parte de ellos no están preparados para la venida del Señor. Oh, mira que son desagradables… —Hooter sacudió la cabeza con tristeza—. Por eso, pedimos a Jesús que espere un poco más, que nos dé algo más de tiempo —rezó en voz alta mientras Lamonia salía del carril del peaje y embestía a otro coche—. Por favor, Dios de los cielos, dame fiesta el sábado por la tarde, ¿comprendes? Necesito unas pequeñas vacaciones —suplicó Hooter—. No te pido nada más, Señor.
—¡Oh, Dios santo! —rezaba el doctor Faux mientras Fonny Boy y él iban en el bote, a la deriva—. Llevamos así toda la noche y media mañana y tengo tal frío y tal hambre que creo que no sobreviviré a las próximas horas. Ayúdanos, Señor, por favor.
Fonny Boy había desistido de entrar en el compartimento cerrado y se dedicaba a tocar amargas notas con su armónica y a probar diversos métodos de técnicas de respiración. Casi deseaba que los capturaran y los devolvieran al almacén; lamentó no haberse preocupado de llevar comida y bebida para la travesía, pero había supuesto que llegarían al continente antes de necesitar las vituallas.
—¡Señor, ten piedad! Me parece que la corriente nos lleva de vuelta a la isla —le dijo al doctor Faux.
—Yo no veo tierra por ninguna parte. Y si estuviéramos cerca de la isla, ya nos habrían localizado y tal vez obligado a pasar la plancha. A mí me parece que nos hemos desviado hacia el santuario y, de ser así, en esa zona no habrá ningún pescador y moriremos.
—No, qué va —replicó Fonny Boy—. La corriente va hacia el otro lado —señaló las ligeras olas que se movían en el agua—. Pero seguro que creen que hemos logrado escapar en el bote y si ahora no nos apresuramos, nos atraparán y tendremos que recitar la Biblia.
—A menos que crean que estamos en el continente, y ya sabes que allí no nos buscarán. ¿Seguro que no puedes recordar la combinación de ese maldito candado? En ese compartimento tal vez haya bengalas o un espejo para hacer señales.
Fonny Boy sabía la combinación y se sentía terriblemente frustrado por no poder recordarla. Había probado todas las fechas de cumpleaños de su familia, el código postal de Tangier y varios números de teléfono, pero todo había sido en vano. Golpeó la armónica contra el costado de la barca para sacarle el exceso de saliva. Luego tocó una melodía en clave de do, como siempre, empezando por el cuarto orificio.
—¡Piensa, Fonny Boy! —lo alentó el doctor Faux—. La gente suele utilizar trucos para recordar cosas, y supongo que tu padre recurría a alguna combinación de números que nunca olvidase. ¿Hay algún otro número que fuera importante para él? ¿Su aniversario de boda?
Fonny Boy tampoco lo recordaba. Sopló en el extremo grave de la armónica e intentó una pequeña improvisación de blues, como hacía su héroe Dan Aykroyd.
—Sé que algunos pescadores utilizan la brújula —seguía hablando el dentista—. ¿No crees que tu padre tiene una para cuando sale a controlar los cangrejos?
La palabra «cangrejo» voló desde aquel barco que apenas se movía y se posó en el agua, para hundirse después hasta el fondo. Allí un gran grupo de callinectes («nadador hermoso», en griego) sapidus («sabroso», en latín) disfrutaban de la tranquilidad y la seguridad que les proporcionaba el santuario de los cangrejos. Los fugitivos del cubo estaban apiñados todos juntos y un cangrejo azul muy hermoso, con unas grandes pinzas, decidió investigar las voces humanas y el débil sonido de la armónica. Nadó entre el lodo, dejando a sus amigos en una nube de cieno, y a unos ocho metros de la superficie espió la quilla de la barca y oyó voces.
—No, qué va. No utiliza brújula. Las brújulas ya no se necesitan —decía una voz de muchacho.
El cangrejo reconoció que era la voz de aquel chico flacucho y rubio de la isla que siempre hablaba de los tesoros de los piratas cuando él salía a desayunar a primera hora de la mañana.
—Vaya, ¿y el número de tu apartado de correos? —preguntó otra voz.
El cangrejo azul no la reconoció, aunque su acento parecía del continente.
Fonny Boy probó aquel número, pero el candado permaneció tal cual.
—¿Un número de la suerte, tal vez? ¿No tiene tu padre un número de la suerte?
El único número de la suerte que se le ocurrió a Fonny Boy fue el trece, pero el candado tampoco se movió. Volvió a concentrarse en la armónica y tocó un ¡Oh Susanna! casi irreconocible.
—¿Y una comida o una bebida que le gusten mucho y que lleven número? —El doctor Faux no iba a rendirse. Como la salsa Heinz 57, el Seven-Up o el chile Dos alarmas…
—A mi padre le gusta el Seven-Up —dijo Fonny Boy con un brillo de esperanza—. Le gusta beberlo con los helados Spanky. No conozco a nadie que beba tanto Seven-Up como él, pero para la combinación se necesitan cuatro números y el Seven-Up sólo tiene uno.
—Bien, «seven» es «siete», pero «up» significa «arriba», no le veo sentido…
Fonny Boy decidió seguir arrancando notas de su armónica.
—¿No hay ningún número que signifique «arriba»? Tiene que haberlo. ¡Vamos, Fonny Boy, piensa!
—La brújula tampoco tiene un «arriba». Sólo Norte, Sur, Este y Oeste —replicó Fonny Boy.
—«Up» podría ser «Norte», hacia arriba —insistió el doctor Faux—. ¿Cómo se marca el Norte en los cuadernos de náutica? Con un cero, ¿verdad? ¡Cero grados! Pero no puede ser el cero… ¡Espera! ¡Ya lo tengo! Prueba con 360. Son tres números y también sería dirección Norte, o sea que tu padre tal vez utilizaba siete y trescientos sesenta como clave de Seven-Up.
El cuerpo fusiforme del cangrejo se propulsó de nuevo hacia abajo, hasta el fondo, donde avisó a sus aterrorizados amigos.
—¡Hay siete de ellos ahí arriba! —exclamó—. Y están desobedeciendo la ley porque pescan en el santuario. ¡Voy a hacer que los arresten!
El cangrejo supuso que los siete pescadores del bote eran una banda armada que buscaba a los cangrejos y la trucha, aunque los cangrejos no la habían visto desde hacía bastante tiempo. O tal vez la banda de los siete, como el cangrejo empezó a llamarlos, eran unos piratas a quienes el gobernador había prometido inmunidad si encontraban los cangrejos y la trucha y los devolvían en un cubo a la mansión. Los cangrejos azules conocían bien a los piratas; ni los impresionaban ni les tenían miedo. Los piratas estaban siempre demasiado enfadados y borrachos como para dedicarse a perseguir cangrejos, y eso había sido así desde hacía cientos de años. La vida de los cangrejos tampoco había mejorado en lo más mínimo por los viejos cañones, monedas y joyas que encontraban en el fondo de la bahía. A decir verdad, a los cangrejos les importaban un pito los tesoros.
Pero a aquel isleño rubio llamado Fonny Boy sí que le importaban, pensó el cangrejo mientras avanzaba entre la nube de lodo hasta llegar a una plataforma en el lecho de la bahía en el que había el pecio de un balandro cubierto por el cieno. El viejo pecio había sido alcanzado por balas de cañón y se había hundido en un bajío, y con el paso de los siglos la corriente lo había arrastrado hasta su presente ubicación. El cangrejo escarbó alrededor de una oxidada ancla y agarró un trozo pequeño de hierro. Se impulsó furiosamente con sus patas nadadoras hasta llegar al bote, se encaramó en el motor fuera borda y lanzó el trozo de hierro al aire. Cayó justo sobre el regazo de Fonny Boy, que ensayaba una cara de pez chupándose las mejillas a fin de conseguir notas más limpias con la armónica.
—¿Qué demonios es esto? —gritó Fonny Boy, sorprendido—. ¡Mira!
Estudió el trozo de hierro y supo que era muy antiguo y que, probablemente, pertenecía a un barco hundido.
—¡Un trozo de tesoro que cae del cielo y nos dice que ahí abajo hay un barco malandrín! —exclamó, presa de una excitación incontrolable al darse cuenta de que por fin, después de una vida tan dura, su sueño se hacía realidad—. ¡Tenemos que marcar este sitio, porque si no lo perderemos!
La única manera de marcar un sitio era tirar al agua una nasa de cangrejos y, unos minutos más tarde, los cangrejos fugitivos vieron descender una nasa metálica que quedaba colgando unos metros por encima del fondo porque la cuerda era demasiado corta.
El cangrejo frunció su curiosa boca en una sonrisa, seguro de lo que ocurriría a continuación; los isleños eran muy previsibles. La codicia haría enloquecer al chico isleño y la banda de los siete pronto caería presa.
El plan de Possum también iba bien. Había cortado camisetas de distintos colores, y había cosido y pegado los trozos dándoles una forma que empezaba a parecer la de una bandera.
—¿Ves lo que hago, niña? —le susurró a Popeye.
Alisó la bandera sobre la cama y la perrita quedó sorprendida al ver una calavera que fumaba un cigarrillo.
—Ya tenemos una bandera para las carreras de la NASCAR. —Possum murmuró orgulloso—. La colgaremos en los boxes, donde fingiremos ser unos mecánicos, y me aseguraré de que alguien busque la bandera y venga a salvarnos. O si eso no funciona, tal vez a Smoke le guste tanto la bandera que se muestre más agradable con nosotros y cuando escapemos a la isla Tangier, encontraré la manera de escabullirme contigo y correremos a la casa del pescador más cercano.
Possum clavaba la aguja en la bandera y volvía a sacarla para coser la calavera pirata.
—Entonces te devolveré a la superintendente Hammer y la policía olvidará mi ataque a Moses Custer. Y tal vez incluso pueda ir a verte de vez en cuando. Quizá la superintendente Hammer me contrate como cuidador tuyo. ¿Qué te parece?
A Popeye le pareció una idea extraordinaria. Possum siguió uniendo los trozos de camiseta con hilo y aguja y pegamento. El resultado no fue el que había esperado, pues advirtió que la bandera sólo tenía un lado y eso lo obligaría a montarla entre dos postes, antenas o palos en vez de hacerla ondear. De todas maneras, estaba satisfecho con el resultado, que no era reconocible como NASCAR o como un Jolly Roger, sino como un híbrido de ambas cosas.
Possum clavó la obra terminada en la pared y se sentó en la cama, imaginando la reacción de Smoke. Le preocupaba ir a la carrera el sábado y se preguntaba qué planes y esperanzas podrían salir mal. Una cosa era segura: no quería más problemas. Cómo le gustaría volver al sótano de sus padres y poder salir por la noche sin miedo de que lo arrestaran… Possum había visto en el noticiario de la televisión que Moses estaba todavía en el hospital y, gracias a Dios, su estado era estable. Al recordar que había apuntado con la pistola a aquel pobre hombre que yacía en el suelo y le había disparado, Possum se echó a temblar.
Aún no comprendía qué le había ocurrido; lo único que sabía era que tenía miedo de Smoke. También sabía que si se comportaba distinto de los otros perros de la carretera, tarde o temprano acabaría con una bala en la cabeza. ¡Oh, cómo lloraría su madre si se enteraba de que lo habían matado y habían abandonado su cuerpo junto con el cadáver de una perrita blanca y negra! Si Ben Cartwright o Joe o Hoss pudieran ayudarlo… Pero en todos los episodios de Bonanza que Possum había visto, jamás aparecía ningún niño negro en La Ponderosa.
—Tal vez no le gusten los negros —pensó Possum en voz alta mientras imaginaba a Ben Cartwright con su chaleco de cuero y su cabello blanco como la nieve—. Los negros eran esclavos, así que, ¿por qué soy tan estúpido de pensar que alguien montado en un caballo vendrá a rescatarme? —Possum miró la bandera que colgaba detrás del televisor—. En La Ponderosa nunca he visto banderas confederadas ni esclavos, sólo a Hop Sing, que es chino y puede entrar y salir a su antojo siempre y cuando limpie la casa y cocine.
Possum se preguntó si podía hacer algo para congraciarse con los Cartwright, que debían de estar muy decepcionados por su reciente conducta delictiva.
—Siento lo de Moses. —Possum le dijo a Hoss.
—Bueno, amiguito, lo que hiciste estuvo muy mal —replicó Hoss.
—Ya lo sé, Hoss, créeme, pero tenía miedo y Smoke me habría matado o pegado o habría ahogado a Popeye si no hubiese apretado el gatillo. Me gustaría volver a ese momento y escapar antes de que fuera demasiado tarde. Pero ahora sí ya es demasiado tarde y aquí estoy.
—Tienes que arreglarlo, amiguito —dijo Hoss desde debajo de su inmenso sombrero blanco—. Lo hecho, hecho está, pero nunca es demasiado tarde para arreglarlo.
—¿Cómo? —le preguntó Possum a Ben.
Ben iba montado en su caballo, dispuesto a marcharse a Carson City. Miró a Possum desde lo alto y esbozó una leve sonrisa.
—Podrías empezar por llamar a Moses y pedirle disculpas —respondió, moviendo las riendas—. Y después tendrías que entregarte el sheriff Coffey —añadió antes de salir al galope.
Possum permaneció en la oscuridad y abrió despacio su teléfono móvil. El corazón le latía con fuerza mientras se aseguraba de que nada se moviera en el remolque. No oyó nada y llamó a información para que le pusieran con el hospital donde sabía que Moses estaba ingresado.
—Con Moses Custer, por favor —dijo Possum en voz baja.
—¿Quién llama? Moses Custer sólo acepta llamadas de personas que están en una lista.
—Soy el número tres de esa lista, señora —replicó Possum, con la intención de engañar a la mujer.
La oyó comprobar sus papeles con la esperanza de que el número de Dale Earnhardt fuera su número de la suerte, y más o menos lo fue.
—Aquí dice el señor Brutus Custer y señora. ¿Quién de ellos es usted?
Possum tenía una voz alta y aguda que podía pasar tranquilamente por la de una mujer. Se sintió algo ofendido, pero supo que no podía fingir que era Brutus.
—Soy la señora Custer. Estoy muy preocupada por mi suegro. Ni como ni duermo. Dígale que si no tiene ganas de ponerse, ya llamaré en otro momento.
Possum le había dado a la recepcionista una excusa para que se lo quitara de encima, y cada vez estaba más nervioso. Entonces Ben Cartwright se volvió en su silla y lo miró con severidad.
—Espere —dijo la recepcionista.
—Hola —dijo una voz de hombre al otro lado del hilo—. ¿Eres Jessie? ¿Cómo estás? ¿Por qué no has venido todavía a verme? Hoy ya me marcho a casa.
—Señor Custer, no soy Jessie pero quiero hablar con usted. Por favor, no cuelgue. —El corazón le latía con tal fuera que Possum pensó que le rompería las costillas.
—¿Quién es? —preguntó Custer, suspicaz.
—No puedo decírselo, pero siento mucho lo que le ocurrió. Estuvo mal, muy mal; yo no quería hacerlo, pero me obligaron.
—¿Quién eres? —preguntó Moses con apremio y preocupación—. ¿Por qué te metes conmigo? Seguro que eres uno de esos piratas.
—Sí —confesó Possum—, pero ya no lo seré más.
—Vaya si no lo serás. Supe enseguida que no eras Jessie, porque tu voz es distinta.
—No puedo hablar mucho tiempo —dijo Possum tras respirar hondo—. Lo único que quería decirle es que siento mucho lo que hice y que si encuentro una forma de poder resarcirlo, se lo prometo que lo haré. Y asegúrese de ir siempre bien escoltado, porque esos perros ya están hablando de salir a buscarlo y terminar con usted. El nombre del líder es Smoke, y su novia, Unique, disparó ayer contra esa pobre mujer del Seven-Eleven. Si ese día en que nos llevamos el camión y las calabazas no le llego a disparar, Smoke me habría matado.
—¡Hijos de puta! ¡Que vengan por mí, si quieren, y sabrán lo que significa meterse en problemas!
—Haré todo lo posible por convencerlos de que no lo hagan.
—¿Tú? ¿Qué demonios…?
Moses se puso a gritar y Possum, presa del pánico, colgó el teléfono.
—¿Qué está pasando aquí, joder? —preguntó Smoke, abriendo de repente la puerta del cuarto de Possum—. ¿Con quién hablas?
Possum escondió el móvil bajo las sábanas justo a tiempo.
—Hablaba con Popeye sobre nuestra bandera nueva —respondió Possum—. ¿Qué te parece, Smoke?
Smoke entró con la cerveza del desayuno en la mano y se miró un buen rato la bandera que colgaba en la pared.
—¿Qué es esta mierda? —preguntó con dureza y mezquindad.
—No tienes bandera y pensé que todos los piratas tienen bandera, al igual que los pilotos de la NASCAR tienen colores. Así que he hecho ésta para ti, Smoke; ya te dije que la haría. He pensado que mañana, cuando vayamos a la carrera, podemos ponerla en el foso. Luego, cuando escapemos a la isla, podrías colgarla allí para que todo el mundo sepa que no debe meterse contigo.
—Si hablas solo, mejor será que bajes la voz. Me has despertado, ¿sabes? —dijo Smoke—. Ahora estaré cansado todo el día.
Smoke se calmó y miró la bandera desde distintos ángulos con aire pensativo. De repente tuvo una idea y la arrancó de la pared.
—Tal vez me cargue a la maldita perra de un disparo y la envuelva con esto. Así tendremos un pequeño regalo para dejarle a Hammer en su puerta —gruñó Smoke con crueldad.
Popeye, que sabía imitar tan bien a Possum como éste a la perra, fingió dormir de nuevo, y Possum fingió que no le importaba lo que pudiera ocurrirle al animal.
—Pero eso no estaría tan bien como pescar a Hammer y a ese agente Brazil —recordó Possum, porque en esa época Smoke solía olvidar muchas cosas—. Y necesitamos a la perra para que se presenten en las carreras y podamos cargárnoslos. Luego Cat nos llevará a la isla en helicóptero y allí viviremos como señores.
—¿Y cómo vas a montar todo eso, joder? —preguntó Smoke al tiempo que tiraba la bandera encima de Popeye, que no se movió.
—Fácil —respondió Possum—. Escribo un correo electrónico al capitán Bonny y le digo que lo haga. Sabemos que tiene contactos, ¿no? Puede contarle el plan a Hammer y hacerle creer que eres un magnífico piloto de la NASCAR; la guapa Unique es tu novia y los demás somos los mecánicos de tu equipo y acabamos de encontrar a Popeye perdida en la carretera. La hemos recogido, pero no vamos a entregarla a nadie que no sea Hammer, y queremos que el agente Brazil atestigüe que es ella de veras. En el momento en que Hammer se ponga a chillar de felicidad por haber recuperado a la perra, sacamos las pipas, matamos a todo el mundo, corremos hacia el helicóptero y nos escapamos volando.
—Pues venga, hazlo —ordenó Smoke tras terminarse la cerveza y tirar la lata al suelo.