19

El gobernador Crimm aplicó tiza en la punta del taco de billar. El humo del cigarro formaba un halo brumoso alrededor de su cabeza mientras intentaba distinguir las bolas rayadas sobre la mesa de tapete rojo que Thomas Jefferson trajera consigo de Francia o, al menos, eso había dicho Maude cuando la encontró en una página de subastas en Internet. Cada pocos minutos, un agente entraba en la sala de billar e informaba al gobernador sobre el desarrollo de la operación. Las noticias no eran prometedoras.

Los controles en los peajes de las autovías sólo habían localizado un coche con matrícula de Nueva York y el conductor, que sin duda era hispano, se había dado a la fuga. Hasta el momento no había sido detenido y la opinión general era que el individuo, el horrible asesino en serie, había salido de la ciudad en dirección norte. Entre otras novedades inquietantes cabía destacar el último ensayo del Agente Verdad, en el que acusaba a Major Trader de deslealtad y de ser un pirata egoísta que intentaba envenenar al gobernador. Y por si las cosas no fueran ya lo bastante complicadas, Regina se había instalado en una antigua silla retrete Chippendale y comía helado mezclado con unas galletas caseras que se había agenciado en la cocina. Mascaba con la boca abierta y sin parar de hablar, distrayendo al gobernador, quien observaba las bolas de billar a través de la lupa.

—Buen tiro —dijo Andy cuando una bola blanca con rayas rojas salió despedida de la mesa. Se apresuró a cogerla y la coló en la tronera con disimulo.

—No me estará dejando ganar, ¿verdad? —le preguntó el gobernador mientras daba tiza de nuevo al taco.

—Todos te dejan ganar siempre —le dijo Regina a su padre—, excepto yo. Me niego.

Regina era una brillante jugadora de billar y en los períodos entre legislaturas de su padre como gobernador, cuando tenía libertad para entrar y salir a su antojo, se había hecho famosa en los bares de la zona por sus carambolas y sus ansias de ganar. La única persona que la había derrotado sin hacer trampas era aquel nauseabundo e insolente agente Macovich.

—Toma. —Andy ofreció a Regina su taco de billar—. Esta noche no estoy fino. Sigue tú. —Y mientras Regina preparaba las bolas Andy se dirigió al gobernador—: Si no le importa que se lo pregunte, ¿cómo fue que Trader empezó a trabajar para usted?

—Buena pregunta —respondió el gobernador—. Fue durante mi primer mandato como gobernador. Recuerdo que él era un hombre de baja estofa, pero llegué a conocerlo bien porque solía venir por la mansión y ayudaba en algunos asuntos, como supervisar a los internos, que no es precisamente una tarea agradable.

Pony se presentó en la sala por si alguien quería un poco más de brandy y oyó el comentario que el gobernador hacía sobre los internos. Le dolió. Siempre le dolía que la primera familia diera a entender que porque alguien hubiese sido condenado por un delito, ya no se podía confiar en él nunca más.

—¿Quiere otro cigarro? —preguntó Pony al gobernador Grimm. Regina estaba tirando con el taco por detrás de la espalda; la bola blanca golpeó otras dos que salieron disparadas, se desviaron en ángulos inverosímiles y se colaron en las troneras.

—Debo reconocer que me ha decepcionado mucho saber que tal vez intentó envenenarme —añadió el gobernador. Necesitaremos catadores de comida, como antaño, me temo. Y Trader en realidad tendría que ser uno de ellos.

—Eso si lo encuentra —replicó Andy—. Yo diría que desaparecerá; lo más probable es que ya lo haya hecho. Es una lástima que no tengamos ninguna prueba concluyente en su contra, pues de otro modo podríamos haberlo arrestado antes de que abandonara la mansión.

—Pues a mí me parece que el Agente Verdad tiene abundantes pruebas —comentó Crimm a modo de insinuación—. Y eso me sugiere que ese columnista renegado tal vez sea cómplice de Trader. ¿Dígame cómo iba a saber ese Agente Verdad que intentan envenenarme, si no tuviese algo que ver con ello?

Andy no había previsto aquel giro en los pensamientos del gobernador y eso le preocupó un poco. Si llamaban a la superintendente Hammer a declarar y le preguntaban bajo juramento si conocía la identidad del Agente Verdad, debería contar lo que sabía y Andy se vería metido en un gran problema.

—Tengo que hablar con la superintendente Hammer y preguntarle lo que sabe —soltó Grimm en ese instante como si le leyera el pensamiento.

—Estoy seguro de que se alegrará mucho de hablar con usted, gobernador —comentó Andy—, porque hasta ahora le ha costado mucho hacerle llegar sus mensajes y nunca ha obtenido ninguna respuesta.

—¿Que nunca ha obtenido respuesta? —El gobernador miró a Andy con la lupa—. Le he escrito muchas notas, y no sólo sobre lo de su pobre perrita sino también para invitarla a actos oficiales.

—Pues nunca las ha recibido, señor.

—¡Así que ese maldito Trader se dedica a interferir en todo! —El gobernador estaba cada vez más desengañado.

—En mi opinión, le ha mentido desde el principio —asintió Andy.

—Sí, un cigarro nuevo me sentaría muy bien —dijo el gobernador a Pony, que seguía esperando pacientemente en el umbral de la puerta.

Crimm confundió el plato del helado de Regina con un cenicero y apagó el medio cigarro en él. Mientras, su hija metía una bola tras otra en las troneras sin el mínimo sentido de la deportividad.

—Por eso no me gusta jugar contigo —le dijo—. A veces ni siquiera llego a tirar. No hace falta ni que me presente en la sala. —Se dirigió a Andy: Le diré qué vamos a hacer. Voy a asignarle una investigación secreta. Quiero que descubra lo antes posible quién es el Agente Verdad y vea cuál es su relación con Trader. Y mientras está en ello, liberemos al dentista y asegurémonos de que esos isleños de Tangier no vuelven a hacer de las suyas.

—¿Por qué no nos asignas una misión especial a los dos, a Andy y a mí, y yo lo ayudo a resolver delitos y a limpiar las calles de mala gente? —sugirió Regina mientras la última bola rodaba sobre el fieltro, daba varias veces contra las bandas y se hundía en la tronera—. Tal vez podría enseñarme también a pilotar.

—Quizá la señorita Regina y el señorito Andy podrían ayudar en el caso de ese pescador que se acaba de quemar —sugirió Pony desde el umbral—. Una vieja atropelló el cadáver, una bicicleta y una caja de aparejos. Los agentes hablan de ello. Dicen que un hispano malvado anda suelto y que probablemente matará a otra persona de color de la misma manera.

—¿De qué manera? —inquirió el gobernador.

—Por combustión espontánea.

—Bien, me parece que deberá ser el doctor Sawamatsu quien juzgue este caso —replicó Crimm. El doctor Sawamatsu era el último forense que el mismo gobernador había nombrado, y tenía la máxima confianza en su infalibilidad. Se encontraba en Virginia con el único propósito de estudiar las heridas de bala para luego regresar a Japón con los conocimientos adquiridos. Sin embargo, allí el tráfico era tan terrible y estaba tan harto de vivir en una casa tan llena de gente que no conocía que decidió quedarse en la Commonwealth tras finalizar sus estudios. Entonces el gobernador Crimm, que siempre había querido atraer turismo y negocios japoneses, lo había llamado por teléfono.

—Doctor Sawamatsu —dijo el gobernador, y el médico nunca olvidaría lo que oyó a continuación—, permítame que le dé mi modesta opinión sobre un asunto. Como usted ya sabe, el forense actual es una mujer que no me cae demasiado bien. Todo el personal que tiene a sus órdenes es estadounidense, y me pregunto si no marcaría la diferencia el que yo tuviera en Virginia un forense japonés.

—¿Marcar la diferencia? ¿Para quién?

—Para esas quinientas empresas japonesas de Fortune que siguen trasladándose o que nunca se han instalado aquí, y entre los ciudadanos japoneses en general; todavía tienen que descubrir el Williamsburg colonial, Jamestown, nuestros parques temáticos y las plantaciones, hoteles, etcétera. Siempre y cuando hablen inglés… y todos lo hablan.

El doctor Sawamatsu tuvo que pensar deprisa. Ser médico forense en Estados Unidos era lo que más deseaba en la vida, pero sabía muy bien que sus pacientes no ocupaban puestos de importancia en la industria turística ni en la comunidad financiera, así como que raramente podría ejercer ninguna influencia en ellos, ni antes de ser llevados a la morgue ni después.

—Con casos especialmente sensacionalistas sí que se marcaría la diferencia —apuntó el doctor Sawamatsu—, por la publicidad y el mensaje que transmitiría el hecho de que el forense fuera asiático. En tal caso, creo que mis compatriotas se lo agradecerían instalando aquí sus empresas y trayendo turismo, siempre y cuando usted les ofreciera un incentivo fiscal.

—¿Un incentivo fiscal?

—Uno importante.

—¡Qué idea tan insólita! —exclamó el gobernador. Sin embargo, al colgar el teléfono dijo a su gabinete que había decidido eximir del pago de impuestos a todas las empresas e individuos japoneses. El resultado fue sorprendente. Al cabo de un año el turismo había florecido. Los ferrocarriles y los autobuses tuvieron que doblar el número de empleados y servicios, y empezaban a aparecer tiendas de artículos fotográficos en todas las esquinas. El doctor Sawamatsu fue nombrado ayudante de la forense y recibió una nota de agradecimiento del gobernador, que el joven doctor enmarcó y colgó en su sala al lado de la colección de recuerdos que había recogido de sus pacientes difuntos. Ellos ya no necesitaban aparatos ortopédicos ni las notas amenazadoras o de suicidio, ni tampoco los restos del vehículo siniestrado en el que habían muerto o las armas con las que los habían matado.

—Tenemos que llevarnos este cuerpo de aquí —dijo el doctor Sawamatsu a la policía mientras se agachaba en la oscuridad con los guantes quirúrgicos—. Por favor, no permitan que nadie más lo atropelle.

—¿Dónde está la jefa? —preguntó el detective Slipper, que no compartía la opinión que el gobernador tenía del doctor Sawamatsu—. ¿Por qué no ha venido la doctora Scarpetta? Casi siempre es ella quien acude a las escenas de crímenes complejos y sensacionalistas.

—Fue a Halifax, al juzgado, y no regresará hasta muy tarde —respondió el doctor Sawamatsu un tanto irritado—. Y ahora hay que llevar este cuerpo al depósito enseguida.

—No sé si podremos sacar la litera del río —lamentó comunicar el detective Slipper—. Necesitaríamos a los buceadores.

—No tenemos tiempo. Lo envolveremos en unas sábanas y lo llevaremos a la ambulancia —ordenó el doctor Sawamatsu—. Mañana por la mañana lo examinaré. Aquí no veo nada.

—Me alegro de no ser la única —le espetó Lamonia de mal humor.

Estaba esposada, de pie junto a su abollado Dodge Dart, y no sabía qué había hecho para que todos estuvieran tan irritados. Por supuesto, Trader no estaba en absoluto enojado con Lamonia. Él contemplaba aquella actividad frenética a través del parabrisas roto después de perder una hora en el puente enfocando el río con la linterna para ver si encontraba los mariscos y la trucha. Trader estaba profundamente agradecido a Lamonia por haber destruido casi por completo la escena del crimen. Vio que el forense y los enfermeros cubrían el cadáver del pescador con una sábana y se lo llevaban para meterlo en la ambulancia cuyos faros traseros aparecían astillados. La suerte de Trader había cambiado por completo en un solo día aciago.

La vida y la carrera profesional de Major Trader se desmoronaban, aunque para ser sincero consigo mismo, eso no era ninguna novedad. Se miró al espejo retrovisor y vio reflejado un rostro que podía ser el de su abuelo materno, también llamado Major. En realidad, todos los hombres del linaje de su madre se habían llamado Major desde que Anne Bonny quedase embarazada de un pirata francés y diera luz a un niño al que llamó Major, pues era un rango superior a capitán y ella no había conocido a ningún pirata cuyo rango superase al de capitán.

Todos los Major se parecían. Su constitución era robusta, tenían la cara rojiza, los ojos azul pálido y el cabello ralo. De niño, Trader había pasado por una racha pirómana y nunca lo habían detenido. Hasta aquel día, nadie en la isla sabía que había sido el pequeño Major quien quemó un cobertizo en la bahía que se utilizaba como vivero de cangrejos; murieron abrasados miles de cangrejos, se perdió la producción anual y la economía se hundió. Para empeorar aún más las cosas, no fue posible contener el fuego y éste se extendió por varias caletas, quemando a su paso gran número de barcas antes de extinguirse en la bahía de Chesapeake, que se hallaba alarmantemente cerca de la casa de Hilda Crockett. La mujer era famosa por sus largas mesas familiares, sus pasteles de cangrejo, los buñuelos de almeja, el pan casero, el jamón y mucho más.

El joven Major Trader se aficionó también a sacar la pistola de señales de la familia del bote donde su padre escondía el licor. Al experimentar con gasolina de mechero y bourbon, Major advirtió que podía quemar sitios a distancia sólo con una jarra de leche llena de líquido inflamable; se trataba de disparar una bengala a la jarra cuando nadie mirase y provocar una pequeña explosión, algo parecido a lo que le había hecho al pescador.

De joven, Pony también había vivido al margen de la ley, pero a diferencia de Trader tenía remordimientos y experimentaba una abrumadora sensación de vergüenza y pesar. Después de hartarse de ver al gobernador jugando a billar con su hija Regina y tirando la ceniza del habano en cualquier objeto que le pareciera un cenicero, Andy salió con Pony al jardín. Se sentaron en un banco de granito y se pusieron a charlar.

—¿Quiere que le traiga alguna cosa, señorito Andy?

—No, gracias, es usted muy amable. ¿Por qué no se relaja un poco y me habla de usted? ¿Por qué se llama Pony?

—No lo sé —respondió Pony, y recordó que anhelaba un cigarro—. ¿Le importa que fume? —Sacó un paquete de su chaqueta blanca—. Mi padre me puso Pony porque mi hermana, que es mayor que yo, le decía que quería un poni. Como mi familia no podía permitirse comprarlo, al nacer yo mi padre le dijo a mi hermana: «Mira, éste es tu pony».

Andy intentó establecer si la historia era conmovedora o deprimente y no hizo ningún comentario.

—No es un nombre que me haya ayudado demasiado, si quiere que le diga la verdad —prosiguió Pony—. Los otros internos siempre hacen comentarios hasta que se dan cuenta de que no voy a dejar que me monten en la ducha, ya sabe a qué me refiero. —Sacudió la cabeza, sonrió y sus fundas dentales de oro brillaron en la oscuridad. He tenido algunas refriegas, pero soy más fuerte de lo que parezco. De joven hice un poco de lucha y también sé algo de kárate.

—¿Cuánto tiempo le queda de condena? —preguntó Andy.

—Otros dos años, a menos que el gobernador me conceda la libertad. Y podría hacerlo, pero no lo hará. Ocurre que yo desempeño muy bien mi trabajo y los Crimm no quieren que venga otro a hacerlo; se han acostumbrado a mí. Y si hago mal el trabajo, me mandan de vuelta a la cárcel, así que es como una encerrona. —Sacudió la ceniza del cigarrillo—. Ojalá no hubiese robado ese paquete de tabaco. —Movió en sentido negativo la cabeza y suspiró.

—¿Está en la cárcel por robar un paquete de tabaco? —Andy no daba crédito a lo que oía.

—Sí, porque violé mi libertad condicional. Antes de eso había sido una botella de brandy de albaricoque en una tienda. Así que arruiné mi vida por una tontería, aunque la buena vida no es para mí. Me viene de familia.

—¿Lo de robar?

—Lo de la autodestrucción. ¿Y usted?

Era raro que alguien le preguntase a Andy por su vida, y él siempre había sido muy cuidadoso con lo que revelaba.

—Hábleme de usted, señorito Andy —lo animó Pony—. ¿Alguna chica en su vida? ¿Alguien especial?

Andy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de invierno de su uniforme y encorvó los hombros para protegerse del frío intempestivo mientras los helicópteros batían la noche. Se habían formado nubes y la luna era una astilla que a Pony le recordaba una sonrisa dorada.

—Ahora mismo, no —dijo Andy—. Salí un tiempo con una mujer mayor que yo. La conocí en Charlotte, pero lo dejamos.

—Supongo que ella sigue en Charlotte.

—No sé dónde está. Yo quería que fuéramos amigos, pero ella no lo ve así. No entiendo a las mujeres —confesó Andy—. Siempre dicen que los hombres no saben ser amigos, y cuando uno intenta serlo se comportan de manera extraña.

—Es verdad. —Pony asintió despacio con la cabeza—. Usted lo ha dicho. Las mujeres nunca dicen lo que piensan ni lo que quieren, ni reconocen quererlo a menos que sea algo que no quieran o no quieran que tú pienses que quieren. Así que lo único que hacen es tomarte el pelo, ¿me entiende? Mi esposa es una mujer muy dulce cuando no está demasiado cansada de hacer la colada de la primera familia o enfadada conmigo porque vuelvo a la cárcel los días festivos y durante las vacaciones. Pero si lo miro desde su punto de vista, comprendo que yo tampoco soy siempre sincero con ella.

»A veces tengo que decirle que la quiero, que me gusta mucho su aspecto, o que estoy muy apenado y tengo el corazón lleno de tristeza porque he pasado nuestros mejores años entre rejas y eso no es justo para ella, y repetirle lo mucho que me duele. Supongo, señorito Andy, que lo que me ocurre es que no quiero reconocer ante ella ni ante mí mismo que probablemente he jodido mi vida para siempre, ya sabe a lo que me refiero. —Dio una calada al cigarrillo. Mire, creo que es demasiado tarde y que ya nunca saldré de la cárcel porque el gobernador se olvidará, o lo hará el siguiente gobernador, o el otro.

»Y creo que no tengo suficiente coraje como para causar problemas en la mansión y que me despidan, con el fin de poner una demanda a la Commonwealth por discriminación. Eso me permitiría tener abogados que revisaran mi historial de la prisión, descubriendo que ahí hay algún lío con los ordenadores del Departamento de Castigos, y entonces sería un hombre libre. Pero como no tengo dinero para un abogado… Quiero decir que para que todo se me arreglase, tendría que portarme mal de nuevo.

—Comprendo perfectamente cómo se siente —convino Andy—, pero debe seguir portándose bien. Mire al Agente Verdad. Él ha hecho lo correcto diciendo la verdad sobre Major Trader y ahora el gobernador sospecha que el Agente Verdad ha hecho algo malo.

—Sí, ya lo he oído. Me gustaría ser ese Agente Verdad —dijo Pony con un suspiro. Parece una buena persona y ya era hora de que alguien hiciera sonar la alarma respecto a Trader. Desde siempre he sabido que es una manzana podrida con malas intenciones. Sí, señor, me gustaría conocer al Agente Verdad. Tal vez él podría solucionar mis problemas con el Departamento de Castigos.

—¿Y por qué no llama usted mismo y pide que alguien compruebe esos datos? —preguntó Andy.

—Porque no me permiten hacer llamadas privadas desde la mansión. De todas formas, tampoco hacen caso a los internos; todos los que están metidos en líos dicen que se trata de un error, ¿por qué iba a ser yo distinto?

Regina estaba escondida detrás de un antiguo boj, oyéndolo todo. Había perdido interés en la partida de billar y decidió salir al jardín a escuchar de hurtadillas; deseó haberse puesto un abrigo. Espiar se le daba muy bien y esperaba recoger información que le fuera útil. Pero al escuchar la conversación de Andy y Pony se sintió conmovida y se le olvidó el motivo por el que estaba allí. Ella también experimentaba frustración cada vez que intentaba hacer amigos y a menudo la juzgaban de forma equivocada.

—Yo en su lugar —le decía Andy a Pony—, mandaría un correo electrónico al Agente Verdad y le pediría que averiguara por qué usted sigue encerrado todavía.

—¿Cree que lo haría? —Pony advirtió que el boj se movía y que salía humo de él.

—Por preguntar no se pierde nada.

—Sí, pero tampoco tengo acceso al correo electrónico. —Pony observó cada vez más alarmado el arbusto que se movía y humeaba. Pensó en el pescador y fue presa del pánico—. ¡Creo que ese boj de ahí está a punto de estallar! —exclamó al tiempo que se oía una fuerte y sorda detonación desde detrás de las matas.

Andy se levantó de un salto y corrió hacia la planta humeante y maloliente en el preciso momento en que Regina abandonaba su escondite y se incorporaba, inmensa como una montaña.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Andy.

—Ensayo técnicas de investigación —respondió ella, agarrándose con ambas manos la barriga enorme, temblorosa como un flan.

—¡Oh!, no vuelva a esconderse por ahí y a fingir que está a punto de estallar, señorita Reginia —dijo Pony, flojo de alivio—. ¡Dios!, por un momento me ha tenido en vilo. Pensé que ese chiflado había puesto una bomba en el jardín y todo iba a estallar.

—Es hora de que me vaya —dijo Andy.

—Recójame a primera hora de la mañana y empezaremos a trabajar en el caso —dijo Regina. Incluso no sintiéndose bien, tenía una manera de hacer sugerencias que daba la impresión de estar ordenando un ataque aéreo—. Lo estaré esperando.

—Eso no será posible —respondió Andy—. Primero tengo que ir al depósito para ver qué descubre el forense en el caso del hombre que han matado en el río. Seguro que no querrás ver una cosa así. Es muy desagradable.

—¡Pues claro que quiero verlo! —insistió Regina con un entusiasmo impropio de la situación.

—Es poco recomendable y muy perturbador. —Andy trató de disuadirla—. ¿Has olido alguna vez un animal muerto lleno de moscas? Pues esto es mucho peor. El hedor penetra en lo más hondo de las fosas nasales de forma que, cada vez que tienes comida cerca, el olor despierta y te provoca intensas náuseas. Por no hablar de los sonidos y las imágenes que uno encuentra en un depósito de cadáveres.

—¡Iré! —Regina no aceptaba un no por respuesta.

Andy estaba bastante bajo de ánimo mientras conducía por el centro. Empezaba a desear no haberse encontrado con los Crimm en el restaurante la noche anterior. No había nadie a quien más deseara evitar que a Regina, y ahora parecía que iba a tener que andar con ella constantemente. Por no hablar de que el gobernador acariciaba la idea de que el Agente Verdad era cómplice de Trader y de que, además, algún psicópata había grabado «Agente Verdad» en un cadáver, dejando pruebas del delito en casa de Andy.

—Estoy metido en un buen lío —dijo a Judy Hammer por la radio del coche.

—Andy, ¿tienes idea de la hora que es? —dijo Hammer con voz adormilada cuando el sonido del teléfono la devolvió al mundo con un sobresalto—. Pareces desanimado. ¿Qué ha sucedido?

Una vez más, Andy se encontraba casualmente cerca del barrio de Hammer, Church Hill, y la superintendente le sugirió que pasara por su casa. En aquel preciso momento, Fonny Boy decidió acercarse por el centro médico y ver qué hacía el doctor Sherman Faux. Éste estaba tiritando a ciegas en la silla plegable mientras rezaba:

—Señor, te pido un milagro. No uno de los grandes; un milagro pequeñito, simplemente. Quizá podrías enviarme a un ángel desocupado que me sacara de aquí. Te prometo que me trasladaré enseguida y que no perderé tiempo innecesariamente, porque sé que hay muchas más personas y animales que necesitan tu ayuda mucho más que yo. Pero no puedo hacerle el bien a nadie mientras siga aquí, retenido y atado. Estoy entumecido y dolorido de llevar tanto tiempo sentado en esta silla metálica. Sólo un ángel, eso es lo que te pido. Tal vez un par de horas, sólo; lo que tarde en llevarme de vuelta a tierra firme.

Fonny Boy escuchó con atención sin que el dentista detectara su presencia, porque había aprendido desde la cuna a no hacer movimientos bruscos que alertaran a los peces y cangrejos que se disponía a capturar. Los cangrejos, sobre todo, eran muy hábiles y tenían una visión excelente. Si las jaulas no se mantenían perfectamente limpias, el cangrejo no podría ver con nitidez a través de ellas y sospecharía de un pedazo de pescado podrido que flotara en medio de un revoltijo de algas en forma de caja. Fonny Boy mantenía impecables las jaulas de la familia, y podía ser más silencioso que una mariposa cuando era necesario.

Haría pensar al dentista que Dios intervenía y escuchaba su plegaria, se dijo Fonny Boy, aunque la verdad era que había pensado aceptar la oferta del doctor de un empleo en tierra firme. El muchacho se incorporó y abandonó el centro sin hacer el menor ruido; luego dio media vuelta, entró de nuevo y cerró la puerta con estruendo para que el dentista lo oyera.

—¿Quién anda ahí? —dijo el doctor Faux con voz esperanzada—. ¿Eres tú, Fonny Boy?

—Sí.

—¡Oh, gracias a Dios! Tengo frío y necesito ir a casa, Fonny Boy. ¿Qué tal el diente? ¿Te ha pasado ya el efecto de la lidocaína?

—Sí.

—¿Y ese algodón que te tragaste? ¿Te ha dado problemas?

—¡Sí!! —respondió el chico hablando al revés, para decir que aún no los había tenido. Luego, añadió—: Lo llevaré a la costa. No hay tiempo para cogerle a mi padre el catalejo y la linterna; se ha levantado bastante aire y usted no tiene abrigo, doctor, pero debemos largarnos ahora, antes de que salgan todos los barcos a recoger las cestas con las capturas.

—¡No me importa el abrigo y, sin duda, podemos prescindir de prismáticos o linternas! —exclamó el dentista, animado.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque Fonny Boy no podía verlas debido a la venda pestilente que aún llevaba el rehén en torno a la cabeza. ¡Con la de años que el dentista llevaba cobrando de la seguridad social por los trabajos, reales o ficticios, que había realizado al chico y nunca se le había ocurrido que Fonny Boy fuera un ángel!

—Que Dios te bendiga, muchacho —susurró Faux mientras los dos salían a escondidas del centro médico.

—¡Chist! ¡Silencio! —le avisó Fonny Boy.

Las calles de la isla estaban desiertas y a oscuras, y no quedaba una sola luz encendida en las casas: los isleños dormían profundamente y los cochecitos de golf se recargaban. Pero Fonny Boy sabía que no faltaba mucho para las tres de la madrugada y, a esa hora, los pescadores se dirigirían a sus barcas, de modo que convenía darse prisa. Si lo descubrían tratando de liberar al doctor Faux, tendría problemas. Por supuesto, su madre lo llevaría de inmediato a la iglesia Metodista Unida y se lo contaría al reverendo Crockett. Fonny Boy ya había tenido problemas con el reverendo y estaba harto de tener que memorizar fragmentos de las Escrituras para redimir sus faltas.

La barca de la familia estaba amarrada a escasos bloques de casas de la iglesia y, con cada paso, parecía como si la silueta del campanario observara a Fonny Boy y lo siguiera. Las gentes de Tangier eran temerosas de Dios y no toleraban que se desobedeciera a los padres. Aunque para el doctor Faux fuera un ángel, el muchacho estaba desobedeciendo abiertamente a sus padres al escaparse de casa y dejar huir al dentista. Además, cuando llegara el padre para zarpar hacia la zona de pesca, no tendría manera de hacerlo y se irritaría muchísimo al comprobar la ausencia de su barca.

Mientras bajaban unas escaleras de madera desvencijadas que conducían al amarradero, Fonny Boy expresó su preocupación en voz alta. Estaba pensándoselo mejor y le aterrorizaba bajar el último peldaño que le llevaría irremediablemente a otro mundo del todo nuevo, que lo asustaba. El dentista intentó reconfortarlo diciéndole que su sentimiento era el mismo que experimentaron los hombres y muchachos en diciembre de 1606 mientras descendían por las escaleras de Blackwall, en la isla de los Perros, y abordaban las naves. El pequeño Richard Mutton, de St. Bride, Londres, tenía sólo catorce años, la misma edad que Fonny Boy, y sin duda también estaba aterrado al bajar el último peldaño.

—¿Su familia viajaba con él? —susurró Fonny Boy.

—El pequeño Richard era el único Mutton de la lista de colonos, al menos que sepamos.

—Entonces, ¿por qué lo hizo? —musitó el muchacho. Imaginó a Richard Mutton completamente solo y aterido de frío en la oscuridad, contemplando las tres pequeñas naves que iban a surcar el océano Atlántico hasta un mundo desconocido y peligroso.

—Por el oro —respondió el doctor Faux—. El pequeño Mutton, como la mayoría de los primeros colonos de nuestro país, estaba seguro de que encontrarían oro o, al menos, plata, igual que los españoles en sus Indias Occidentales. Y, por supuesto, de que recibirían grandes extensiones de tierras para empezar a trabajarlas.

—¿Quién le enseñó a usted todo eso? —preguntó Fonny Boy con asombro.

—Una parte de ello estaba en el artículo del Agente Verdad esta mañana, antes del secuestro. Y siempre me ha gustado la historia de Virginia.

Las ventanas de las casitas empezaban a iluminarse en toda la isla. Fonny Boy saltó a la barca de su padre y empezó a imaginar oro y tesoros mientras aceleraba la travesía en una oscuridad completa.

El chico debería haber comprobado cuánto combustible llevaban a bordo y quizás hacerse con un par de bidones auxiliares para la travesía, que duraba hora y media. En cualquier caso, estaban a cinco millas al este de Tangier y dentro de la zona restringida R-6609 cuando el motor fuera borda empezó a hipar y a toser hasta que se detuvo definitivamente.

—¡Oh, no! —exclamó el dentista. Empezó a temer que Dios no hubiera respondido a su plegaria después de todo, sino que lo había puesto en un apuro aún mayor para castigarlo por su vida fraudulenta—. ¿Qué hacemos ahora, Fonny Boy?

Todo pescador guardaba una pistola de señales en su embarcación, pero Fonny Boy no podía recurrir a ella; si fuera rescatado por su propia gente, a continuación debería enfrentarse al castigo inimaginable que le esperaba por escaparse con el dentista. También le preocupaba el encontrarse en alguna de las zonas militares restringidas que rodeaban la isla y no estaba seguro de que fuera buena idea disparar cualquier cosa al aire, por si acaso. ¿Y si los militares respondían al fuego?

—¿Te parece que la corriente nos acabará empujando hacia Reedville? —preguntó Faux mientras el aire gélido empezaba a abrirse paso entre su inadecuada indumentaria.

—No —respondió el muchacho.

Empezó a rebuscar en los diversos compartimentos estancos de la embarcación y apartó de en medio cabos, una navaja oxidada, varias botellas de agua y repelente de mosquitos, que el dentista utilizó a discreción aunque hacía demasiado frío para que los insectos anduvieran al acecho. El compartimento bajo el asiento del piloto estaba cerrado con candado y Fonny Boy probó a dar con la combinación. Todas las cosas de valor, incluida la pistola de señales, debían de estar allí dentro; además, esperaba que su padre también hubiera metido el emisor-receptor de radio y no se lo hubiera llevado a casa.