18

Los enfermeros de la ambulancia no intentaron reanimar a Caesar Fender, todavía sin identificar. El cuerpo aún humeaba, tendido en el suelo junto a la caja de aparejos destrozada. Estaba quemado de una manera muy rara; sólo se había chamuscado el pecho y no había indicios de incendio alguno en las cercanías que pudiera explicar aquella muerte insólita.

—Es como si se le hubiera incendiado el corazón —dijo el detective Slipper—. O los pulmones, quizá. ¿Podría ser consecuencia de fumar?

—¿Hablas de estar fumando y que, de pronto, se te enciendan los pulmones? —preguntó Treata Bibb, que llevaba quince años al volante de una ambulancia y jamás había visto nada parecido. Luego reflexionó y respondió su propia pregunta—: No. Imposible. No creo que el tabaco tenga nada que ver con lo que ha matado a este pobre hombre. —Se agachó para observar el cuerpo más de cerca—. Es como si se le hubiera abierto un cráter de extremo a extremo, desde el pecho hasta la espalda. Mira, puede verse el pavimento a través del agujero. ¿Lo ves? —Treata tocó la carne ennegrecida con la mano enguantada—. Incluso los huesos están quemados en el pecho, pero el resto del cuerpo se halla intacto. —Desconcertada y asombrada, se preguntaba quién habría hecho aquello, cómo y por qué.

Los coches se detenían en la calle y la gente formó un cordón en ambas aceras, como si esperara el paso de un desfile. La policía tenía dificultades para controlar a la multitud de mirones y periodistas después de que corriera la noticia de que un pescador había estallado en llamas junto a Canal Street, muy cerca de donde se localizara el cuerpo mutilado de Trish Trash, en la isla Belle.

—¿Qué sucede? —preguntó un ama de casa llamada Barbie Fogg por la ventanilla abierta de su mini furgoneta.

—Tendrá que leerlo en los periódicos —respondió un agente, que le hizo señales con la linterna para que continuara la marcha.

—Nunca los compro.

La mujer se protegió los ojos del haz de luz de la linterna y se preguntó por qué estarían allí aquellos grandes helicópteros que volaban sobre la ciudad y los condados vecinos escrutando el suelo con sus grandes focos.

—Debe de haber algún asesino en serie que ha escapado de la cárcel, o algo así —decidió, horrorizada, y un escalofrío le erizó hasta las raíces de los cabellos—. ¡Quizá sea el mismo que asesinó a esa pobre mujer el otro día! ¡Y ahora no podré proteger a mi familia porque no recibo el periódico y usted no quiere darme el menor detalle! Luego se preguntan por qué la policía no cae bien a la gente…

La mujer aceleró y acto seguido se detuvo otro coche. Al volante iba una anciana cuya vista ya no era la misma de otros tiempos.

—Discúlpeme, busco la autovía que lleva al centro —dijo la anciana, que se llamaba Lamonia, al agente de la linterna—. Llego tarde al ensayo del coro. ¿Qué es todo este alboroto? —Volvió la cabeza en dirección a unos helicópteros Blackhawk que no alcanzaba a ver; en cambio, el oído lo conservaba en perfecto estado—. Parece que estemos en guerra.

—Hay un pequeño lío, pero ya nos ocupamos de todo, señora —respondió el agente—. A la autovía se va por ahí. —Señaló la dirección con la linterna—. Tome a la izquierda por la Octava y llegará directamente.

—Ya la he encontrado otras veces —dijo Lamonia con un leve tono dolido y humillado en la voz—. El año pasado me di contra el guardarraíl. A decir verdad, agente, probablemente no debería conducir de noche; apenas veo nada cuando oscurece. Pero si sigo faltando al ensayo, me echarán del coro y eso es lo único que me queda en esta vida. Hace dos años que enviudé, ¿sabe?, y luego se me murió el gato cuando di marcha atrás y, sin darme cuenta, lo aplasté bajo el coche.

—Tal vez sería mejor que dejara de conducir…

Lamonia miró a izquierda y a derecha y creyó detectar un punto de luz que le recordó las pruebas de visión que consistían en poner la cara ante una máquina y pulsar un botón cada vez que aparecía una lucecita en su visión periférica. La semana anterior había pulsado el botón al azar y repetidas veces, con la esperanza de engañar otra vez al oftalmólogo.

—Sé perfectamente lo que está haciendo —le había dicho el médico mientras echaba unas gotas en las pupilas de Lamonia—. No crea que es la primera que lo intenta —añadió.

—¿Y si probamos otra vez la cirugía con láser?

Según el oftalmólogo, la mala visión nocturna de Lamonia no tenía remedio. Si se las había arreglado sola hasta entonces era sólo porque tenía una buena memoria y sabía cuántos pasos había hasta el porche y dónde se encontraba exactamente cada mueble. Sabía al tacto qué falda o vestido se ponía en la oscuridad, pero conducir de noche era otro asunto. Las calles de la ciudad no habían cambiado, pero la memoria no la podía ayudar cuando los coches cambiaban de carril o se detenían delante de ella o los peatones decidían cruzar al otro lado. Todo esto le explicó Lamonia al agente, que ya se había marchado a otra parte.

—Así que, si hace el favor de indicarme con la linterna, me guiaré por ella y aparcaré —continuó la anciana mientras otro helicóptero pasaba a baja altura con un ruido atronador, iluminando la escena del crimen con su foco.

Lamonia detectó la zona iluminada, se dirigió hacia allí, tocó el bordillo y advirtió que algo crujía bajo la llanta.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró al tiempo que golpeaba una camilla y la mandaba directamente al río antes de chocar por detrás con la ambulancia.

—¡Alto! ¡Stop! —gritaron varias voces en torno a su Dodge Dart.

Lamonia piso a fondo el freno, aunque ya se había detenido. Confusa y asustada, puso marcha atrás y retrocedió, llevándose unos metros de cinta policial que protegía la escena del crimen, hasta que notó otro bulto bajo la rueda trasera izquierda.

—¡Alto! —Los gritos se hicieron más apremiantes—. ¡Altoooo!

Hooter Shock advirtió que había alguna urgencia cuando el agente Macovich se presentó con una furgoneta cargada de conos y luces de tráfico.

—Eh, ¿qué hace cerrando al paso todos esos carriles? —preguntó mientras el agente colocaba los conos de color naranja fluorescente que siempre le recordaban los gorritos que se repartían en las fiestas cuando era niña.

—Instalo un control —informó Macovich al tiempo que colocaba unas bengalas encendidas a lo largo de la autopista 150 Norte, una concurrida vía de cuatro carriles de entrada y salida de la ciudad.

Hooter observó con interés y con cierta inquietud cómo Macovich cerraba cada carril con un muro de plástico naranja y fuego y sólo dejaba abierto el de «importe exacto», obligando a todos los vehículos que iban en dirección norte a pasar ante su cabina, donde los conductores tenían que darle el importe en mano. La mujer era una veterana cobradora de peaje de las autovías de la ciudad y recordaba los viejos tiempos en que tenía que llevar guantes quirúrgicos, que siempre se rompían por efecto de sus uñas artificiales. En la actualidad, los cobradores sólo parecían preocupados por no entrar en contacto con los dedos de los conductores cuando, en realidad, los billetes y las monedas estaban mucho más sucios que las manos de los desconocidos.

La mujer sabía que el dinero pasaba por millones de manos. Con frecuencia era recogido del suelo y las monedas se frotaban unas con otras dentro de las carteras y los monederos; las piezas tintineaban en los bolsillos de unos pantalones que no habían pasado por la lavandería en mucho tiempo; los billetes eran de un papel poroso que absorbía bacterias como una esponja y, en los locales de topless de la ciudad los hombres los introducían en las minúsculas ropas de las camareras, y así entraban en contacto directo con partes del cuerpo enfermas.

Hooter podía pasarse semanas hablando de los lugares que frecuentaba un billete y de cómo se ensuciaba éste. Así pues, se había alegrado mucho cuando, por fin, se había dado cuenta de que al Ayuntamiento no le importaba si cambiaba los guantes quirúrgicos por otros de algodón, que no se le rompían con las uñas. En cambio, cada vez que tenía que sacar la mano enguantada por la ventanilla se sentía fatal, como si el conductor tuviera alguna enfermedad contagiosa. Cada turno hería miles de sentimientos, y nunca tenía ocasión de explicar al automovilista que el guante no tenía nada que ver con él o con ella misma, sino con la situación insalubre de la economía.

—Gérmenes —murmuró Macovich mientras fumaba un cigarrillo, apoyado en el exterior de la cabina de Hooter, y charlaba con ella desde el otro lado de la ventanilla a la espera del siguiente coche—. Todo está lleno de gérmenes. ¡Uf…! Recuerdo cuando hice las prácticas del cursillo de primeros auxilios con esos muñecos de goma de tamaño natural; allí tenías suerte si alguien limpiaba la boca del muñeco de goma antes de que te tocara a ti taparle la nariz con los dedos y aplicar tus labios sobre sus labios de goma y soplar. También es un asco cuando llegas al lugar de un accidente y encuentras a alguien inconsciente y desangrándose y tienes que ponerte guantes dobles y cubrirle el rostro con una máscara de plástico con un agujero en el centro, parecida a esas fundas de papel higiénico desechables que uno encuentra en los lavabos de los aviones. En esa situación, uno sólo espera que el accidentado no le estornude o le vomite encima, o que empiece a moverse, y reza para que no tenga el sida.

—Pero una puede contagiarse de sida tocando dinero —replicó Hooter, y acompañó su aseveración con un gesto de cabeza—. ¿Y cómo sabes que un «homosensual» no se encuentra con otro «homosensual» y hacen el amor en el parque y luego, sin haberse lavado las manos, se compra un bocadillo y lo paga con un billete de cinco dólares? Y, a continuación, ese billete se guarda en una cajita de caudales junto a otros cientos de billetes igualmente antihigiénicos y termina en el banco, y allí se lo dan a otro hombre que tiene sida avanzado cuando éste acude a hacer efectivo un cheque. Y, más tarde, el billete de cinco dólares termina en la barra de un bar de mala muerte donde el camarero se lo echa al sucio bolsillo y decide bajar al centro de la ciudad y pasa por mi cabina.

—Eso será lo siguiente —pensó Macovich en voz alta. La conversación le hacía sentirse incómodo y lo llevaba a dudar de que volviese a tocar dinero en su vida—. Para pagar cualquier cosa, tendremos que llevar guantes mañana, tarde y noche. Gracias a Dios que cuando ponemos multas no hemos de tocar dinero…

—Sí, los policías sois afortunados en este aspecto.

Macovich se colocó en mitad del carril y apuntó la linterna al Pontiac Grand Prix que se acercaba. Era un modelo antiguo, con abolladuras, y al agente se le aceleró el pulso al reconocer la matrícula de Nueva York y un sello de inspección caducado. Se acercó a la portezuela del conductor con la mano convenientemente posada sobre el cierre de la pistolera.

—Permiso de conducir y documentos del coche —dijo cuando se abrió la ventanilla. Iluminó con la linterna el rostro asustado de un chico mexicano que no parecía tener la edad reglamentaria para conducir y que, sin duda, era un inmigrante ilegal—. ¿Hablas inglés?

—Sí —respondió el muchacho en español, sin hacer el ademán de mostrar los papeles.

—¿Por qué no le preguntas mejor si lo entiende? —sugirió Hooter en voz alta desde su cabina, donde no tenía nada más que un taburete, un extintor de incendios y su libro de bolsillo.

Macovich repitió lo que sugería Hooter mientras el mexicano se cubría la vista del cegador haz de luz de la linterna.

—No —respondió el muchacho, cada vez más asustado.

—¿No? —Macovich frunció el entrecejo—. ¡Vaya! Pues si no entiendes inglés, ya me dirás cómo has entendido lo suficiente para saber que estaba preguntándote si entendías.

—Creo que no —dijo el mexicano al azar, en su idioma.

—¿Qué dice? —Macovich se volvió hacia Hooter, que se había incorporado en el taburete.

—Supongo que puedo salir; el carril está bloqueado de todos modos —dijo Hooter al agente. Abrió la puerta y abandonó la cabina.

—¿Qué ha dicho el chico? —Macovich estaba desconcertado—. ¿Ha dicho que va a salir del coche? Porque no me parece que tenga intención de hacerlo ni de colaborar en absoluto.

Hooter sólo captó fragmentos de lo que Macovich decía mientras ella se abrochaba la chaqueta y sacaba del bolsillo una barra de labios. Luego anduvo contoneándose por el asfalto con sus botas de piel sintética de tacones de veinte centímetros. Una de las características del empleo de cobradora era estar constantemente cara al público. Hooter era muy exigente en cuanto a la ropa y al maquillaje y se aseguró de que cada trenza estuviera en su sitio, rematada con la correspondiente cuenta de brillantes colores.

—Eso de no cooperar no está bien, cielo. —Hooter se asomó a la ventanilla abierta del mexicano—. Será mejor que colabores con ese agente grandullón. Nadie quiere problemas, porque ahora mismo están buscando a un sospechoso que bien podrías ser tú. Así que es mejor que colabores, si no quieres empeorar las cosas.

—Hooter, no le cuentes todo eso —le susurró Macovich al oído. El perfume de la cobradora penetró en sus fosas nasales y le envolvió el cerebro—. ¿Qué aroma es ése?

—Poison. —A Hooter le encantó que se hubiera dado cuenta—. Lo compré en Target.

—¿Cómo sabes que buscamos a un sospechoso? —cuchicheó él, sin apartarse del perfume.

—¿Por qué, si no, ibais a cerrar todos los carriles menos el de cambio exacto? —respondió ella—. ¿Acaso crees que me chupo el dedo? Pues ya he corrido mucho, para que te enteres, y soy la cobradora más veterana de este peaje.

—Vale, no lo he dicho con ninguna intención, doña Veterana. —Macovich se burló de ella.

—¡No me vengas con ironías!

—No soy irónico con nadie y menos con una mujer bonita como tú. ¿Qué te parece si quedamos para tomar algo cuando acabemos el turno? —Macovich pensó en el crujiente billete de cien dólares que Cat le había dado tras su breve lección de vuelo.

El mexicanito permanecía rígido en su asiento, con los ojos como platos y una mano por visera. Temblaba y se agarraba al volante con tal fuerza que tenía blancos los nudillos.

—¡Por favor! No buena armonía —dijo y miró a Macovich y a Hooter.

Cruz Morales entendía vagamente el inglés y se había acostumbrado a usar las sencillas frases en español que la mayoría de neoyorquinos entendía de inmediato. Sin embargo había un mar de incomprensión entre él y el policía y la mujer de la cabina, y Cruz no podía permitirse más investigaciones. Tenía doce años, un carné falso y había viajado a Richmond a recoger un paquete para sus hermanos mayores. Aunque no sabía qué contenía el paquete envuelto a conciencia que llevaba oculto en el hueco de la rueda de recambio, por el peso podía imaginar que, probablemente, transportaba armas otra vez.

—Me parece que dice que necesita un favor y no sé qué de una armónica —tradujo Hooter—. El chico es demasiado joven y menudo como para hacer daño a nadie. —El instinto maternal se difundió en una nube de aroma—. Quizá necesita un refresco o un café. Todos los mexicanos empiezan a beber café desde que son bien pequeños.

En aquel momento el diente delantero de oro de la mujer parecía el único punto brillante en la existencia de Cruz Morales. Cruzó la mirada con ella y sonrió un poco, con un castañeteo de dientes.

—¿Ves? —Hooter dio un ligero codazo a Macovich y topó con su pistola—. Ya está relajándose. Ahora empezaremos a entendernos con él.

Echó una ojeada a la larga hilera de vehículos que estaban detenidos en su carril. La fila de faros impacientes era interminable, y celebró en su interior que todos acudieran a verla. Por un momento se sintió como una estrella de cine y le abrumó la compasión por el mexicanito, a quien se veía muy asustado y lejos de casa; además, era probable que tuviera frío y estuviera cansado y hambriento.

Hooter se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, buscó entre barras de labios y sacó el pañuelo que le regalara un apuesto agente blanco el año anterior, cuando aquel tipo con la bolsa de papel en la cabeza intentó robar en el peaje y se acabó estrellando contra él. Hooter sacó un bolígrafo, quitó el capuchón y anotó el número de teléfono de su casa en el pañuelo, entregándoselo luego al muchacho del coche.

—Cielo, puedes llamarme siempre que necesites algo —declaró magnánima—. Sé muy bien lo que supone pertenecer a una minoría y que la gente siempre piense lo peor cuando no has hecho otra cosa que coger su dinero lleno de gérmenes o conducir a alguna parte sin reparar, probablemente, en que se te ha pasado la fecha de la revisión.

—¡Fuera del coche! —ordenó Macovich de repente al inmigrante ilegal—. ¡Sal despacio y con las manos siempre a la vista!

Cruz Morales apretó el acelerador a fondo y salió quemando llanta, lanzado a través del paso de peaje, al tiempo que se disparaban las luces y la alarma porque no le dio tiempo a echar las tres monedas de cuarto de dólar en la cesta.

—¡Mierda! —exclamó Macovich y a continuación se palpó el cinturón en busca de las llaves, corrió a su coche sin distintivo y saltó al asiento.

Conectó las luces y las sirenas y salió a toda velocidad. A Hooter le dio la impresión de un árbol de Navidad iluminado y vocinglero, volvió a su cabina de aluminio, hecha a medida del cliente con su cesta para las monedas de acero inoxidable y resistente a vandalismos, y cerró la puerta. El río interminable de faros empezó a avanzar perezosamente hacia ella y la cobradora pensó que ojalá los conductores no estuvieran muy gruñones, después del retraso.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó el primero desde el asiento elevado de su camión remolque—. Si me quedo aquí sentado un minuto más, me convertiré en un esqueleto.

—Entonces, a esa amiguita apetitosa que estoy segura anda esperándote no le quedará gran cosa de ti para darle placer —replicó Hooter, irónica, con un destello de sonrisa—. Oye, me encanta ese adhesivo del arco iris que llevas ahí. —Con un gesto de cabeza, señaló el parabrisas—. Últimamente los veo cada vez más a menudo, ¿sabes?, como si la gente quisiera ver el lado bueno de las cosas y sentirse esperanzada. Me gustaría tener uno de esos para pegarlo en la cabina.

El conductor se inclinó hacia delante y abrió la guantera.

—Toma —le ofreció un puñado de adhesivos—. Sírvete, colega.

—¿Lo ve? —comentó Hooter al siguiente conductor, que era una mujer, cuando el camión del arco iris continuó la marcha—. Si una es agradable con la gente, el buen rollo se contagia como los gérmenes. Sólo que ser agradable no te pone enferma. —Alargó la mano enguantada y cogió el billete de un dólar que le tendía Barbie Fogg.

—Yo sé por qué están parados todos esos coches —declaró Barbie—. ¿Ha oído usted lo de ese hombre que han matado ahí, junto al río? Lo cuentan por la radio.

—¡Oh, vaya! —Hooter le devolvió un cuarto de dólar y depositó los setenta y cinco centavos en la cesta del peaje—. Aquí no tengo radio porque no hay tiempo de escucharla. ¿Qué dice que ha pasado, cielo?

Los coches empezaron a accionar las bocinas y convirtieron la interestatal en una bandada inacabable de gansos canadienses en plena emigración.

—La policía no ha querido decírmelo. Pero mañana vendrá todo en el periódico —respondió Barbie—. El problema es que a mí no me llega, de modo que no me enteraré de mucho más.

—Pase por aquí mañana —le dijo Hooter, dándose importancia—. Yo siempre leo el periódico antes de entrar al trabajo. Se lo contaré todo. ¿Cómo se llama, encanto?

Se intercambiaron los nombres y Hooter le dio uno de los adhesivos.

—Póngalo en su vehículo y llevará sonrisas y esperanza a todo el que se cruce con usted —le prometió.

—¡Vaya, gracias! —Barbie se mostró emocionada y encantada—. ¡Lo haré tan pronto como llegue a casa!