Cuando Andy se acercó a la mansión del gobernador, las verjas negras de hierro forjado se abrieron con un chirrido, y un severo y majestuoso agente de policía lo inspeccionó desde el otro lado de la ventana acristalada de la garita.
—¿Dónde aparco? —preguntó Andy, a la vista de que el camino circular empedrado estaba ocupado por la flota de Suburban utilitarios y limusinas del gobernador.
—Déjelo sobre la hierba —indicó el agente.
—No puedo hacer eso —protestó Andy, y contempló el césped recién cortado y los setos en forma de esculturas.
—No hay problema —aseguró el agente—. Los internos se ocuparán mañana. Les sienta bien estar ocupados.
Pony observaba todo aquello a través del cristal centenario de la ventana. El mayordomo no estaba de buen humor. Durante la última hora el ayudante de cocina de la mansión le había protestado de forma repetida porque las hijas de Crimm, y en especial Regina, se habían quejado de la sugerencia de una cena ligera; eso significaba por lo general trucha o cangrejo azul recién traído de Tangier. Regina tenía la fea costumbre de entrar a hurtadillas en la cocina y mirar bajo las tapas de los pucheros, y al descubrir una trucha y varias decenas de cangrejos azules en estado agónico en el fregadero tuvo un arranque de furia.
—¡Detesto el pescado! —declaró iracunda—. ¡Todo el mundo sabe que detesto el pescado!
—Su mamá nos ha indicado el menú —le dijo el chef Figgie—. No hacemos más que seguir sus instrucciones, señorita Reginia.
—¡No me llamo Reginia!
El chef Figgie resistió el impulso de decirle que mejor le iría si su nombre fuera Reginia, y no el otro. Observó la trucha del fregadero y deseó que se muriese deprisa. El pez tenía un anzuelo en la boca y el chef no lograba entender cómo era posible que el animal aún diera coletazos después de tanto rato. Los cangrejos seguían tratando de escapar y golpeaban sus caparazones contra el fregadero de acero inoxidable, montando un gran estrépito, y dirigían sus ojos periscópicos hacia él con una mirada de resentimiento y temor.
El chef Figgie se resistía a matar bichos y se oponía, de forma religiosa, a arrebatar la vida de los animales inferiores y menos inteligentes que él antes de cocinarlos. Prefería que la comida ya estuviera muerta y envasada cuando llegaba a sus manos. Y, sobre todo, estaba radicalmente en contra de la cría de cerdos, mientras que Regina tenía pasión por sus productos.
—¿Y qué ha sido del jamón? —preguntó la chica con su voz sonora y ruda—. ¿Por qué no nos pones canapés de jamón? Sabes muy bien que esto va a ser una cena ligera, Figgie. Haces todo esto porque no te caigo bien. Observa cómo me miran esos cangrejos. ¿Por qué no les abrimos la puerta de atrás y dejamos que se larguen a otra parte?
—Si los soltamos, la primera dama no estará muy contenta —murmuró Figgie.
—¿Y a quién carajo le importa?
Los cangrejos, tras escuchar la conversación, se encaramaron unos sobre otros para que el de encima alcanzara el grifo con una de las pinzas, pero se quedaron inmóviles, fingiéndose muertos, cuando Major Trader entró en la cocina. En la estancia, amueblada en un estilo funcional y situada en la planta inferior, los arqueólogos habían descubierto durante la última restauración del edificio miles de objetos, entre ellos espinas de pescado y toscos anzuelos, junto con numerosas puntas de flecha y perdigones de mosquete.
Trader observó el fregadero.
—¿Por qué están amontonados así esos cangrejos? Dan la impresión de estar muertos y la primera dama no soporta el marisco fresco muerto, Fig. —Trader siempre llamaba así al cocinero, para abreviar—. Le gusta que chapoteen y golpeen el lateral de la olla cuando se echan a hervir, bien vivos, para que no pierdan propiedades al servirlos. Ten esto. —Depositó sobre la mesa una cajita de latón—. Mi esposa ha preparado unas galletas para el gobernador. Que no las toque nadie más.
El chef Figgie sintió náuseas sólo de pensar en poner a hervir un ser vivo.
Los cangrejos contuvieron la respiración con sus ojos como antenas muy tiesas, paralizados de terror y vueltos hacia Trader. Con los siglos, los cangrejos habían desarrollado una visión muy sofisticada para localizar y eludir a sus enemigos naturales, entre los que se contaban los pescadores de Tangier. Los isleños eran gente horrible que pasaba el día en la bahía, en sus pequeñas barcas repletas de trampas para cangrejos que cebaban con pescado podrido y echaban al agua, sabedores de que al cangrejo azul le encanta el pescado podrido y no tiene nada más que comer si escasea éste u otros restos en descomposición.
Esto es lo que sucedía: un inocente cangrejo se escurre entre el cieno del fondo, sin meterse con nadie, cuando la gran caja de alambre desciende como un ascensor y se posa en el fondo entre una nube de fango. El cangrejo huele el pescado podrido y observa pedazos de éste que flotan en el interior de la nasa. Entonces llama a algunos amigos o miembros de la familia y les dice:
—Bueno, yo me atrevo. ¿Qué os parece?
—Traman algo —apunta uno de los otros—. Cuidado con lo que haces.
—¡Dios santo, pero tengo un hambre…! —protesta el cangrejo.
—¡Quédate quieto! ¿No te he advertido contra esas cosas? ¡Acabarás prendido en una de ellas!
—Escucha —dijo Trader en voz alta—, los cangrejos ya están muertos y a la primera dama no le hará ninguna gracia si se entera cuando ya los tiene en el plato. Te despedirá y todos tus negritos se quedarán sin papá otra vez.
A Trader, odioso racista donde los hubiera, le pareció una gran idea y lanzó una risotada: diecisiete niños negros más en la calle, sin una figura paterna. Todos serían de mayores traficantes de drogas esperando en largas colas ante las clínicas de metadona, y terminarían en la cárcel igual que su papá. Y, un día, trabajarían en la cocina de la mansión con la duda de si los cangrejos estaban vivos o muertos, o de si la primera dama se desharía de ellos; de los negritos, no de los cangrejos, matizó Trader para sí mientras todo aquello inundaba su mente como unas aguas negras.
Andy ya había tocado el timbre tres veces mientras Pony observaba desde la puerta por la mirilla de antiguo vidrio ondulado. Era fundamental que un mayordomo diera la impresión de estar muy ocupado y de que la mansión era muy grande y se requería mucho tiempo atravesar sus hermosas estancias y pasar bajo gráciles arcos camino de la puerta principal.
—¡Ya voy! —dijo con las manos ahuecadas sobre la boca para que su voz sonara lejana.
Andy llamó otra vez, golpeando enérgicamente la piña tropical de pesado metal que era el símbolo de la hospitalidad en Virginia. Pony marcó el paso sin moverse de sitio durante un minuto, hasta ponerse un poco sudoroso y jadeante.
—¡Ya voy! —repitió, esta vez sin obstáculos ante la boca para que sonara más próximo.
Contó hasta diez y abrió.
—Vengo a ver a los señores Grimm —dijo Andy y, para gran sorpresa de Pony, le estrechó la mano.
—¡Oh! —exclamó el mayordomo, y por un momento se le quedó la mente en blanco. El joven era educado y agradable; intentaba mirarlo a la cara y Pony no estaba acostumbrado a ello, simplemente. Cuando logró dominarse, volvió a su papel—: ¿Y a quién debo anunciar?
Andy se lo dijo y enseguida sintió lástima de Pony. El pobre hombre andaba de cabeza en su trabajo y nadie lo apreciaba.
—Me gusta esa chaqueta —añadió Andy—. Debe de plancharla continuamente, ¿no? Da la impresión de que podría sostenerse sola, sin usted dentro —dijo a modo de cumplido.
—Mi mujer trabaja en la lavandería, en el piso de abajo, cerca de la cocina. Ella me la plancha y se le va un poco la mano con el almidón —respondió Pony, orgulloso—. No nos vemos nunca, salvo cuando estoy trabajando, porque el resto del tiempo me tienen encerrado.
—Debe de ser muy duro eso.
—No es justo —reconoció Pony—. Los seis últimos gobernadores, incluido el señor Crimm en tres de las legislaciones, siempre me han prometido que me conmutarían la condena, pero luego andan muy ocupados y no se acuerdan más de lo dicho. Es el problema de la limitación de mandato, en mi opinión. Lo único que hace la gente es preocuparse de lo más inmediato.
Andy entró en el vestíbulo y Pony cerró la puerta.
—Exacto— asintió Andy. —Tan pronto son elegidos, ya están pensando en lo que harán a continuación. Sólo disponen de cuatro años y la mitad de ellos deben pasarlos haciendo campaña o yendo a entrevistas de empleo.
Pony asintió, satisfecho de que alguien, por fin, comprendiese lo que suponía estar destinado en la mansión.
—¿Ha venido a ver a las chicas Crimm? Debo decirle que no parece usted de su tipo.
—Que yo sepa, no —respondió Andy, dudando por un instante del verdadero motivo de la primera dama para invitarlo a la mansión.
Regina también tenía dudas:
—¡Esos cangrejos no están muertos! —chilló—. Uno de ellos acaba de mirarme. ¡Le he visto mover los ojos! ¿Cómo puedo comerme un bicho con unos ojos como ésos que le sobresalen de la cabeza? ¡Me duelen los míos sólo de verlo! Se diría que no para de escrutarlo todo, por el modo en que le sobresalen y porque no tiene párpados…
—Es para poder enterrarse en la arena y seguir mirando —le explicó Trader—. Son como el periscopio de un submarino.
Aludió de forma intencionada al submarino para burlarse con disimulo de las tripas del gobernador. Trader sólo era respetuoso con su distinguido jefe cuando no había más remedio, y tenía por costumbre maltratar al personal de la casa y decir lo que le venía en gana cuando Crimm no estaba presente o no se enteraba.
—Llévatelos al río y suéltalos —ordenó Regina al chef Figgie—. El pescado, también. Ese pescado también está mirándome. Y quítale ese maldito anzuelo de la boca, primero. Si lo sueltas con el anzuelo donde lo tiene, el pobrecillo se enganchará en algo y se ahogará. Para cenar quiero galletas saladas con jamón, mantequilla y jalea de menta, ¿me oyes? ¿Qué ha sido del resto del pastel que no terminamos, el de manteca de cacahuete? —Abrió el grifo sobre los cangrejos y el pescado, lo cual los despertó un poco, mientras daba órdenes a gritos—. En ese rincón hay un cubo. Saca el mocho y pon los bichos ahí enseguida. No vuelvas a traer otro cangrejo o pescado a la mansión; y también estoy harta de carne de ciervo. ¿Cómo sabemos que los indios no envenenan el venado como venganza por el pasado? Vienen arrastrando los animales muertos y creen que somos muy afortunados al recibir sus regalos.
—No debería llamarlos indios, señorita Reginia. Son nativos americanos, y son muy considerados al traernos esos ciervos. —El chef Figgie estaba ofendido y no parecía intimidado en absoluto por la muchacha.
—Nativos americanos, ¿eh? —Regina enrojeció de ira—. ¡Oh, vaya, es lo mismo que cuando nosotros os llamamos «nativos»!
—Ni mucho menos. —Figgie miró directamente a los ojos de Regina, pequeños y duros, que le recordaban las pasas incrustadas en la masa del pan de pasas—. Y si vuelve a llamar nativo a algún miembro del personal de la mansión, la denunciaré a la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color. No me importa que sea la hija del gobernador, señorita.
—¡Saque los cangrejos de ahí ahora mismo! —gritó Regina—. ¡O se morirán y apestarán!
Cuando Figgie los levantó con suavidad del profundo fregadero y los depositó en el cubo de fregar, los cangrejos chasquearon las pinzas para celebrar sus palabras. Con unas tijeras de alambre, cortó el anzuelo y lo extrajo de la boca dolorida de la trucha.
Pony no tendría tanta suerte. Nadie le había quitado nunca el anzuelo por ninguna razón. Cuánto le gustaría a él que el chef Figgie lo metiera en un cubo para soltarlo en el río James. Pony observó cómo el cocinero cruzaba el comedor y se dirigía a una puerta lateral con un chapoteo del agua del cubo, donde cangrejos y pescado hablaban entre ellos, y se explicaban sus planes. Regina le siguió los pasos de cerca y se detuvo en seco cuando vio a Andy.
—Definitivamente, no va a haber cena ligera —le dijo.
—Da igual —respondió Andy con cortesía—. Creo que debería ayudarme a pescar a su padre lo antes posible.
—¿Hace este juego de palabras sin gracia por lo de ese pescado? —replicó ella, ceñuda.
Andy no la conocía lo suficiente para hacer bromas, y Regina no tuvo ninguna duda de que aquel tío guapo no iba a ser simpático con ella. Ninguno de ellos lo era ni lo sería jamás.
El visitante contempló los bichos que nadaban en el abarrotado cubo y advirtió que entre ellos había una trucha.
—¡Oh! Lo siento, no había visto la trucha hasta este momento. De lo contrario, nunca habría hablado de pesca en su presencia. No pretendía faltarle al respeto, señorita Crimm. Es sólo que, sinceramente, espero con impaciencia tener la oportunidad de hablar con el gobernador esta noche.
—Puede llamarme Regina y tratarme de tú.
No, Andy no podía. Era incapaz de decir el nombre o de tratarla de tú sin sentirse muy incómodo.
—¿Se la conoce por algún otro nombre? —preguntó—. ¿Reggie, tal vez?
—Nadie me ha llamado así nunca.
El amable interés de Andy perturbó a la chica, quien tuvo que asirse al pasamanos de caoba bruñida que se curvaba hasta desaparecer de la vista y conducía a las habitaciones privadas de los Crimm, en el piso superior. Allí, en aquel momento Maude Crimm se acondicionaba los cabellos ante el espejo, insatisfecha del reflejo que adquirían con la laca.
En otros tiempos había sido muy guapa. La primera vez que Maude y Bedford se habían visto, en el baile de Fabergé, ella era voluptuosa, pequeña pero bien proporcionada, con una boca roja bien formada y unos expresivos ojos de color violeta. Maude se hallaba contemplando la caja con un huevo de perlas y metales preciosos que había conducido a la revolución bolchevique y al misterio de Anastasia, cuando Bedford Crimm IV un senador del Estado recién elegido, se aproximó a ella con galantería e inspeccionó a través de una lupa sus encantadoras curvas, apenas cubiertas por el vestido de pronunciado escote.
—¡Vaya! ¿Será posible? —comentó él—. Siempre me he preguntado por qué un huevo. ¿Por qué no otra cosa, si uno quiere hacer objetos con metales preciosos y joyas de valor incalculable?
—¿Qué habrías escogido tú como tema? —inquirió ella, tímida y coqueta.
Entonces Maude se había rendido enseguida a Grimm y a su mente inquisitiva, y se le ocurrió que ella siempre se había tomado a la ligera la colección Fabergé. Tantos años y nunca se había preguntado por qué.
—Desde luego, yo no habría escogido un huevo —replicó Crimm con una voz rotunda e importante que revelaba un leve acento sureño—. Algún objeto de la guerra de la Independencia, tal vez —añadió tras pensarlo—. Unos cañones de oro rosa o unas banderas confederadas de platino con rubíes, diamantes y zafiros, las mismas piedras y metales que deberías llevar alrededor de tu delicioso y esbelto cuello blanquísimo… —Recorrió la garganta de la joven con el índice corto y rechoncho—. Un collar largo con un diamante enorme que desapareciera en tu escote —le enseñó dónde—. Y que quedara oculto a la vista y te hiciera cosquillas cuando menos lo esperaras.
—Siempre he deseado un diamante grande —murmuró Maude al tiempo que miraba alrededor con nerviosismo, esperando que nadie en la abarrotada sala les prestara atención—. Tú sí que parece que llevas un buen diamante encima —añadió, y le miró directamente la bragueta del esmoquin.
—El diamante del deseo —soltó él con una risilla.
—Sí, porque siempre estás deseando, ya veo —respondió ella—. ¿Sabes, senador Crimm?, yo también soy toda una coleccionista.
—¿No me digas?
—¡Oh, sí! Precisamente sé mucho de lupas —añadió para impresionarlo—. Se remontan a las cuevas de Creta y una vez hubo un emperador chino que usaba un topacio para observar las estrellas. Eso fue miles de años antes de que naciera el niño Jesús, ¿te imaginas? Y apuesto a que no sabes que el propio Nerón solía mirar a través de una esmeralda cuando contemplaba a los gladiadores en combate; supongo que para que el sol no le dañara los ojos. Por eso creo que es muy adecuado que tú también tengas instrumentos ópticos muy especiales, ya que eres un hombre tan importante y poderoso.
—¿Por qué no nos colamos en el lavabo de caballeros para presentarnos el uno al otro? —propuso Crimm.
—¡Nunca haría eso! —El no de Maude era un sí, pero Crimm descubriría poco después de casarse que incluso un sí era un no si a ella le preocupaban las molduras o las telarañas de los rincones.
—¡En el de señoras, entonces! —probó él de nuevo.
Las mujeres hermosas nunca le habían hecho caso hasta que se había metido en política. Ahora le resultaba sorprendentemente fácil y sentía que se le había concedido una segunda oportunidad. Que fuera bajito y cegato, además de terriblemente feo de nacimiento, ya no tenía importancia. Ni siquiera el tamaño de su diamante la tenía. No era como en los viejos tiempos del Commonwealth Club, donde todos los machos prometedores se sentaban alrededor de la piscina, desnudos, a tomar decisiones políticas y a discutir adquisiciones hostiles de empresas.
—Ni medio quilate —recordó Crimm que cuchicheaba uno de ellos. Por supuesto, las voces llegaban al otro lado del agua y Crimm, sentado en el trampolín de saltos, alcanzó a oír el desagradable comentario.
—Lo que vale es la calidad, no el tamaño —replicó—. Y la dureza.
—Todos los diamantes son duros —dijo otro de los presentes, que dirigía una empresa de las quinientas más importantes según la publicación Fortune, que más adelante cambió su sede a Charlotte.
Crimm descubrió en el lavabo de señoras que no todos los diamantes son duros. La marca de nacimiento de Maude había causado un mal efecto; su trasero daba la impresión de haberse posado en un charco de tinta. La mancha era espantosa y Crimm no se atrevió a tocarla.
—¿Qué te pasó? —preguntó mientras se apartaba y volvía a esconder su diamante en los pantalones.
—No me pasó nada —dijo Maude, colocada todavía contra la fría pared de azulejos del lavabo—. Con la luz apagada, ni se ve. Y hay gente que lo encuentra atractivo.
Maude apagó la luz y lo besó con voracidad mientras buscaba el diamante, hasta que lo encontró de nuevo.
—Dime cosas guarras —le susurró en el lavabo a oscuras—. Nadie me las ha dicho nunca y siempre he querido oír las obscenidades que haría conmigo la gente, sobre todo los hombres. Y ten cuidado cuando me aplastes contra la pared, porque es muy dura. No, no me eches al suelo; también está duro y además muy sucio. Quizá no deberíamos hacerlo aquí. Terminaré llena de morados.
—Podemos meternos en uno de los retretes. —Crimm apenas podía hablar—. Si entra gente, no nos verá. Y si hacemos ruido, disimularemos tirando de la cadena repetidamente.
Aquellos días de fogosidad amorosa se acabaron tras la boda. La vista de Bedford había empeorado progresivamente y no había vuelto a poner un dedo sobre su esposa desde que concibieran a Regina, a pesar de los incansables esfuerzos de la primera dama por tener un aspecto deseable. A ello se dedicaba con el único propósito de camuflar su burlona y frustrante intención de decir no al final.
Maude no había fantaseado con la idea de decirle sí desde hacía mucho tiempo y, mientras pensaba en Andy Brazil, se le ocurrió que quizá debería probar otra vez un sí, y decirlo en serio. Al fin y al cabo, su marido estaba siendo muy injusto con el asunto de los trébedes, y eso la obligaba a pasarse todo el tiempo cambiándolos de escondite por toda la mansión.
Quizá debería darle a su marido algo importante de qué preocuparse y conservar a su lado al atractivo Brazil, pensó para sí, resentida. Al carajo con sus hijas. Tal vez si seducía a Andy, Maude se sentiría mejor consigo misma y estaría lo bastante distraída como para aplacar su obsesión por las compras. Se aplicó otra gruesa capa de rímel negro para realzar el violeta intenso de sus ojos, utilizó un pintalabios de un tono rojo subido, se dio un retoque más de maquillaje y frunció el entrecejo para comprobar que todo se mantuviera en su sitio.
—¡Ay, querida! —murmuró ante el espejo al detectar un leve movimiento en su frente.
El colágeno estaba desapareciendo también y Maude temió verse obligada a hacer otro viaje al cirujano plástico maxilofacial. Había llegado un momento en que, simplemente, ya no soportaba otro pinchazo más sin una buena dosis de Demerol, y total ¿para qué? A nadie le importaba. Nadie la apreciaba ya. Se desabrochó el sujetador y se desembarazó de él sin quitarse la blusa, un truco aprendido en el Sweet Briar College en sus tiempos de estudiante.
—Tanto esfuerzo para nada —murmuró para sí con impaciencia mientras sus pechos emigraban hacia su cintura.
Con un suspiro, se puso de nuevo el sostén y cambió la blusa por un atractivo suéter de cachemira fina que ya le iba varias tallas pequeño cuando Maude estaba mucho más delgada.
—Así —anunció al perro de la familia, Frisky, que dormía en la cama de la suite principal de la casa—. Debes reconocer que tengo bastante buen aspecto, para haber cumplido los setenta…
Frisky ni se movió. Era un perro labrador ya muy viejo y estaba harto de que la primera dama le hablara sin cesar. Así llevaban nueve años, y Frisky opinaba que la primera dama ya estaba bastante avejentada desde el primer día. En los últimos tiempos tenía un aspecto especialmente ajado, con el rostro helado y los labios hinchados, y el perro no tenía la menor intención de abrir los ojos o de interrumpir su sueño favorito, en el que era recogepelotas en Wimbledon. En silencio, rezó para que la primera dama por una vez no lo obligara a despertarse.
—¡Ven, Frisky! —llamó su ama al perro dormido, tras probar sin éxito a chasquear los dedos. Maude Crimm olía demasiado a loción corporal y tenía las manos pringosas. Los dedos resbalaban, en lugar de saltar con un chasquido—. ¡Vamos! Bajemos a recibir a nuestro invitado.
La suerte de los cangrejos azules y de la trucha estaba a punto de cambiar de nuevo.
Major Trader se había ofrecido a tirar el cubo de la fregona él mismo porque tenía una agenda propia, secreta y egoísta. Pensó que encontraría a alguien pescando y que podría vender el pescado fresco fácilmente y por una buena cifra, al tiempo que buscaba un lugar adecuado para esconder la maleta herméticamente cerrada llena de dinero que pronto esperaba obtener de los piratas.
En aquellos instantes Trader conducía su coche oficial y el cubo se derramaba en el portaequipajes. Los cangrejos y la trucha no veían nada en la oscuridad e intuían que aquel viaje con Trader, que aceleraba, derrapaba en las curvas y daba frenazos en los semáforos, no presagiaba nada bueno.
—Jimmy Crimini seguro que no lleva GPS —dijo un cangrejo, chocando contra otro en el fondo del cubo—. Se ha perdido. Lo sé.
—¿Qué? —preguntó la trucha que flotaba por encima de los cangrejos mientras éstos se daban de porrazos a cada curva, a cada acelerón y a cada frenazo—. Me parece que tiene problemas de motor.
—¿Habías ido en coche antes?
—No, no podría decir que he ido —respondió la trucha—, pero los he visto parados en el muelle, desde una distancia prudencial, cuando los pescadores salen de pesca. Todos sus camiones y coches de golf saltan y derrapan como éste.
Los cangrejos cayeron hacia un lado y chocaron entre sí.
—¡Oh! ¡Qué daño! —se quejó uno de ellos—. No me metas la pinza en los ojos o recibirás.
—¡Tengo gazuza!
—Pues no habrá pescado podrido hasta que lleguemos de nuevo al agua. ¡Aguanta!
Trader subió al bordillo y aparcó encima de la acera, donde Caesar Fender estaba pescando sin capturar nada.
—¡Eh, hijo de puta! ¡Acabas de aplastar mi caja de aparejos con el coche! —gritó Caesar al vehículo oficial—. ¿Quién te crees que eres? Yo no estoy haciendo nada. Ni siquiera tengo coche, así que no tienes ningún derecho a arremeter contra mí con los faros encendidos y atropellar mi caja de aparejos, como si yo fuera un conductor temerario o algo…
—Tengo pescado fresco del que come el gobernador —anunció Trader—. Te lo vendo por cincuenta dólares. Apuesto a que en casa tienes una colección de enanitos hambrientos y seguro que nunca han comido cangrejos azules y trucha fresca.
A Caesar Fender lo asombró el modo de farfullar de aquel blanco obeso, pero respondió:
—Que haya negros bajitos no significa que sean enanos. Y me debes dos dólares por la caja y otros setenta y cinco centavos por los anzuelos y las boyas que has roto. ¡Y si te acercas un palmo más, tirarás la lata de gusanos al agua y te pegaré una patada!
—¡Si me pones una mano encima haré que te arresten y acabes en la cárcel! —lo amenazó Trader.
—¡Págame todo lo que me has destrozado!
—¡Cuidado con lo que dices! ¡Estás hablando con un importante funcionario del Gobierno! —le gritó Trader.
—¡Me importa un pimiento quién coño seas!
Mientras los dos hombres discutían y se insultaban, los cangrejos y la trucha se apresuraron a ultimar un plan para salvarse.
—Hagámonos los muertos —propuso un cangrejo.
Trader abrió el maletero y Caesar miró en su interior, enfadado pero curioso. La trucha estaba panza arriba con los ojos cerrados y los cangrejos, inmóviles, también tenían los ojos cerrados.
—¡Me estás engañando, hijo de puta! —le gritó Caesar a Trader—. ¡Este pescado está más muerto que muerto! ¿Cuánto hace que lo llevas en el portaequipajes? ¿Un mes? ¡Joooder! —Movió la mano ante el rostro de Trader y sacó el cubo—. ¡Eres un mentiroso, blanco asqueroso! Mira lo que hago con tu maldito marisco fresco.
De repente los cangrejos y la trucha salieron despedidos del cubo como si huyeran de un incendio. Volaron por el aire y se precipitaron al río James, donde se hundieron hasta el fondo. Allí se sentaron y los asombrados cangrejos miraron a su alrededor mientras la trucha nadaba en perezosos círculos sobre su cabeza.
—¡Mira! ¡He visto la trucha nadando ahí en medio! —Trader señaló la sombra del pez bajo la brillante superficie—. ¡No están muertos! ¡Has tirado mi marisco fresco! ¡Me debes cincuenta dólares! —exigió.
—¡Ni hablar! —dijo Caesar mientras recogía sus aparejos triturados.
El código genético pirata de Trader se encendió, y dio un puñetazo a Caesar en el ojo. Caesar convirtió su caña de pescar en un látigo y pegó a Trader en la mejilla con hilo de pesca del treinta y unos cuantos plomos que había enganchado con los dientes horas antes, poco después de su llegada al muelle en bicicleta. Los dos hombres sostuvieron una lucha feroz y rodaron por el suelo mientras se gritaban obscenidades y se pegaban. Furioso y ensangrentado, Trader corrió hacia su coche, al que Caesar empezó a pegar patadas antes de romper el parabrisas delantero con los restos de la caja metálica de los aparejos.
Jadeante y frenético, Trader se hundió en el asiento del conductor y buscó la pistola de señales que siempre llevaba escondida debajo de éste. Puso una bengala del calibre doce en el grueso cañón de la pistola de señales, que había pertenecido a su familia pirata desde 1870, y se cortó los dedos con añicos de cristal del parabrisas. Salió del coche rodando por el suelo y apuntó a Caesar mientras el enloquecido pescador le lanzaba plomos. Uno de ellos dio a Trader en la nariz y, por un movimiento reflejo, el dedo que tenía en el gatillo lo apretó.
La bengala encendida surcó el aire como un pequeño misil, alcanzó a Caesar y le estalló en el pecho. Los cangrejos y la trucha contemplaron horrorizados cómo el pescador en llamas corría unos pasos antes de desplomarse. Trader huyó en su malogrado coche oficial con el maletero aún abierto y el parabrisas convertido en una telaraña de fragmentos de cristal. Un poco más tarde, cuando entró renqueante en la mansión del gobernador estaba pálido y mostraba restos de sangre; el traje y la corbata se hallaban hechos jirones. Trader estaba agitado, paranoico y confundido.