Cuando Windy Brees irrumpió en el despacho de Hammer, ésta supo que había problemas.
—¡Por todos los santos! ¿Ha visto lo que el Agente Verdad acaba de publicar en su página web? —le preguntó Windy.
—Sí —respondió Hammer—. Sí, he leído el artículo que colgó esta mañana.
—¡No! ¡Acaba de colgar otro y no va a creer lo que cuenta!
—¿Un artículo nuevo? —Hammer estaba desconcertada, pero no quería que se notara que tenía conocimiento previo del horario de publicación del Agente Verdad—. Qué interesante —comentó—. Pensaba que sólo colgaba uno al día.
—Pues no —dijo Windy—. Sea quien sea, se trata de un escritor muy «proliferante». Me gustaría saber cómo es y cuántos años tiene. Debe de ser muy viejo porque sabe mucho, de historia y todo eso me refiero.
—¿Qué te hace pensar que el Agente Verdad es un hombre? —le preguntó Hammer mientras accedía al sitio web.
—Que sea tan listo.
Hammer empezó a leer el ensayo y ordenó a Windy que saliera de su despacho y cerrase la puerta. Luego llamó a Andy por teléfono.
—¿«Eso es»? —le susurró, indignada.
—Es una expresión muy común en Tangier —le contó Andy. «Eso es» significa que la persona que habla quiere decir, en realidad, que lo que sea «no es asunto tuyo». Por ejemplo, si te pregunto si estás enfadada conmigo porque no te he dicho nada de mi misión secreta o si te enfadarás porque te cuento que anoche alguien dejó algo horrible en mi casa y tú me respondes: «Eso es», quieres decir que…
—Tenemos que vernos ahora mismo en… —lo interrumpió ella, para interrumpirse a su vez al no saber dónde citarlo.
En Richmond no había ningún lugar donde reunirse sin llamar la atención, sobre todo ellos dos juntos.
—En el aparcamiento del supermercado Ukrop, dentro de un cuarto de hora —decidió Hammer, malhumorada.
—¿Qué Ukrop? —preguntó Andy al otro lado del hilo—. Y puedo explicártelo todo.
—Por teléfono, no. El Ukrop de Stonypoint. Hablaremos en el coche.
Major Trader también leyó el ensayo y llegó resoplando a la oficina del gobernador tras el esfuerzo de desplazar a toda prisa su gran envergadura.
—¡Gobernador! —exclamó Trader al irrumpir en el despacho sin llamar—. ¡El Agente Verdad ha estado en Tangier y afirma que un chico de la isla llamado Fonny Boy ha tomado al dentista como rehén! ¡El Agente Verdad es un periodista enmascarado!
—¿Qué? —preguntó con voz débil el gobernador mientras salía de su baño privado y se alisaba el chaleco de tela escocesa, asegurándose de que tenía en el bolsillo el antiguo reloj familiar que había pasado de una generación a otra—. ¿El chico de la isla es periodista? ¿Qué chico de la isla? ¿Qué demonios me está contando? Además, ya sabe que debe llamar antes de entrar.
—Se llama Fonny Boy. Un chico de la isla llamado Fonny Boy, y tenernos su descripción —explicó Trader, excitado. Y no; el Agente Verdad fue quien se disfrazó de periodista, no Fonny Boy.
—¿No se disfraza de Fonny Boy, sino de periodista? —Crimm rescató su lupa de la oficina de entre un montón de papeles—. Se supone que usted es el secretario de prensa, maldita sea, y en cambio no hace otra cosa que masacrar el inglés del rey; sencillamente lo masacra. Sin cesar y a conciencia. Y por el amor de Dios, a ver si lleva los trajes a la tintorería. ¿Su mujer no se queja? —Con el ojo tras la lupa, el gobernador observó al desaliñado y obeso secretario—. Tiene una mancha de salsa en la camisa y la corbata es demasiado corta. Parece usted un parrandero después de una colosal curda. ¡Estoy pensando seriamente en despedirlo!
—¡Gobernador, por favor! —gritó Trader—. No mate al mensajero. No he sido yo quien filtró toda esa información reservada y embarazosa en Internet.
—Eso ya lo sé. —El gobernador se sentó tras su escritorio y, con una seña, indicó a Trader que no chillara y se sentara—. Sea quien sea ese Agente Verdad, por lo menos es un buen escritor.
—Esto me lo tomo como algo personal —dijo Trader—. Ha sido muy desagradable por su parte insultarme de ese modo. Creo que debería pedirme disculpas por herir mi sensibilidad creativa.
—Lo único que tiene usted de creativo es su manipulación de la verdad —le espetó el gobernador—. Si no estuviese ocupado en asuntos más importantes, entre ellos mi salud, desenmascararía más a menudo sus mentiras y tomaría medidas al respecto.
—Por cierto, ¿cómo se encuentra hoy? —preguntó Trader con falsa amabilidad.
—¿Me ha traído este último ensayo?
Trader desdobló la hoja donde lo había impreso, la alisó y la plantó ante los ojos del gobernador. Éste permaneció largo rato en silencio, moviendo la lupa sobre las palabras del Agente Verdad mientras soltaba ocasionales gruñidos y otros sonidos inarticulados de desaprobación, sorpresa e incomodidad constitucional.
—Sólo cabe hacer una cosa —dijo con su más regio tono de voz—. Hay que buscar un operativo especial que descubra quién es ese Agente Verdad y lo lleve ante la justicia.
—¿Ante la justicia? ¿Por qué, gobernador? No creo que haya cometido ningún delito.
—Mire, creo que tal vez haya cometido traición, ¿usted no? Ese Agente Verdad está metiendo las narices en asuntos estatales y dice que mis planes de acción son una estupidez. Además, no me gusta su incansable obsesión por los piratas, cuando nosotros llevamos tanto tiempo trabajando para quitarle importancia. Ahora habla incluso de Barbanegra, y el pirata está en la mente de todos.
—Lo sé, lo sé. —Trader estaba por completo de acuerdo con el gobernador mientras pensaba, regocijado, en el sitio web del capitán Bonny—. Lo que no nos interesa es que el público crea que Barbanegra fue bien recibido en Virginia. No queremos que crea que estuvo allí ni siquiera una vez. Lo que debemos subrayar es que entre Barbanegra y Carolina del Norte había muy buenas relaciones y que fue nuestro propio gobernador Spottswood el que…
—Ya sabe lo que opino de Spottswood —replicó el gobernador al tiempo que su submarino se ponía en estado de alerta—. No quiero que obtenga más fama de la que ya tiene, ¿me oye? Tengo que convivir con sus supuestos descendientes y estoy harto de que me inviten a asados de cerdo y huevos de sábalo en la plantación, y de tener que oír historias apócrifas sobre el gobernador Spottswood que, probablemente, era un fanfarrón y tenía gota y gonorrea. —El gobernador sacó de nuevo su reloj—. Se está haciendo tarde. ¿Por qué no viene a la mansión a cenar para discutir mejor todo esto y trazamos un plan?
Andy ya tenía un plan, pero cuando vio que Hammer salía de su coche y cruzaba el aparcamiento del Ukrop en dirección a él, se dio cuenta de que estaba demasiado enfadada para contárselo.
—Desenchufa ese sitio web de inmediato —dijo ella mientras abría la puerta de su Caprice sin distintivos. «¡Eso es!» Estás absolutamente loco. ¿Tengo que creerme que estuviste en Tangier en misión secreta y no me lo explicaste? ¿Y qué es eso tan horrible que apareció anoche en tu casa?
—Lo siento. Cometí un error al no contarte nada de esa misión, pero temía que me frenaras —dijo Andy con toda tranquilidad—. Y un sitio web no puede desenchufarse, jefa; puedo cerrarlo, pero seguro que no quieres que lo haga. Confía en mí, hay mucho en juego.
—Pues a mí me parece que, ahora mismo, lo único que está en juego es mi carrera, mi buen nombre y la vida de un dentista.
—Un bribón de dentista. Deberías ver el expediente médico que yo vi. ¿Y Popeye, qué? —preguntó Andy.
El dolor volvió a invadir a Hammer y la dejó sin palabras.
—Me parece que en el secuestro de la perra hay mucha premeditación; para mí, lo más probable es que sea obra de alguien que tiene algo personal contra ti —le dijo Andy.
—Medio mundo tiene algo contra mí —replicó ella, desconsolada.
—No lo han hecho por dinero, al menos no directamente. Si fuera por dinero —prosiguió Andy—, ya se habrían puesto en contacto contigo hace tiempo. Creo que hay alguien que tiene un plan realmente malvado. Y he recibido algunas pistas, unos correos electrónicos sospechosos, gracias al Agente Verdad. Creo que si continúo publicando mis ensayos y siguiendo todas las pistas que recibo, llegaremos al fondo de esta cuestión y de algunas otras. Y te juro que si Popeye está viva, te la traeré.
—Me resisto a hacerme demasiadas ilusiones —dijo ella, estoicamente—. ¿De veras crees que está viva?
—No es más que una intuición, pero sí. Por un lado, los terrier de Boston no son un bocado apetecible para los ladrones de perros. Tienen orejas de murciélago, ojos saltones que miran hacia las paredes… y esa pequeña protuberancia en forma de sacacorchos que es la cola no oculta nada importante, ya sabes a qué me refiero. Eso por no hablar de la cara plana que tienen, la tendencia a perder pelo y sobre todo la inteligencia que, casi siempre, supera a la de sus dueños, sin incluirte a ti por supuesto. Yo diría que los ladrones prefieren los labradores, los collie miniatura, los cocker spaniel y quizá los dachshund.
—Entonces habrán secuestrado a Popeye como parte de un plan mucho más amplio que todavía no conocemos —dedujo Hammer.
—Exacto. —Andy asintió. La conversación había empañado los cristales.
—Pero hacerte pasar por periodista e ir a Tangier ha sido muy arriesgado, imprudente y estúpido por tu parte —dijo Hammer.
—Mira —replicó él—, a partir de un mensaje electrónico dirigido al Agente Verdad, antes incluso de ir allí a pintar el control de velocidad supe que la Policía Estatal iba a ser el chivo expiatorio de un error político a fin de desviar la atención del gobernador, a quien se considera cada vez más un potentado que no sirve para nada, un inútil, por culpa de ese imbécil de Major Trader. Ese individuo desaseado y exasperante lo manipula de una forma tan descarada que… Pero el pobre viejo no lo ve sencillamente porque no ve nada. No creerías las historias que oí el año pasado, cuando estuve fisgando por ahí.
—¿Como cuáles? —preguntó Hammer con interés.
—Por ejemplo, que cada vez que Trader le lleva galletas o dulces a Crimm, éste sufre poco después un ataque gastrointestinal que lo deja exhausto. Y permíteme que añada que las golosinas siempre son de chocolate o incluyen chocolate.
—¡No! ¿Crees que…?
—Estoy seguro de que sí, y tengo la intención de demostrarlo cuando el laboratorio acabe de analizar los bombones que supuestamente te mandó el gobernador y los restos de un pastel de chocolate fundido que Trader envió al asador de Ruth Chris.
—¿Los has llevado al laboratorio? —Hammer estaba asombrada.
—Por supuesto que sí. He oído rumores y, además, el gobernador nunca te devuelve las llamadas, así que es muy extraño que te envíe bombones, ya sabes tú a través de quién. Creo que ese hijo de puta de Trader lleva años bañando en laxante los dulces del gobernador. ¿Qué mejor manera de confundir y manipular a una persona que tenerla doblada a retortijones y llena de vergüenza cada vez que hay que tomar una decisión importante, lo cual en el caso del gobernador es cada día?
—¡Eso es un delito! —exclamó Hammer con repugnancia. Recordó que cuando la habían entrevistado para el puesto de superintendente, Trader le había ofrecido un tazón de plata con unos cacahuetes bañados en chocolate y ella los había rechazado, ya que nunca comía dulces ni nada que engordase.
—Ah, pero hay más —dijo Andy en tono ominoso—. He estado investigando a fondo a Trader. Para empezar, el nombre de soltera de su madre es Bonny.
—No le veo la importancia.
—Enseguida la verás. —Andy la miró a los ojos mientras el sol se ponía y los clientes del supermercado iban y venían de sus coches, ajenos a la importante conversación que se mantenía allí. —Los Bonny eran originarios de la isla Tangier. La madre de Trader se casó con un pescador llamado Trader, y Major Trader nació en la isla el once de agosto de 1951. Asistió el parto una comadrona que, al parecer, pasó un mal rato porque el niño venía de pie, o sea al revés, lo cual le va como anillo al dedo, ya que invierte la verdad y pone del revés todo lo moral y honrado.
—¿O sea que sugieres que lo de desarrollar el VASCAR en la isla Tangier fue una maniobra deliberada de Trader? —preguntó Hammer.
—Pues sí. Y una cosa es segura: Trader sabe de qué pie cojean los isleños, de acuerdo, y lo más probable es que aún conozca a alguien en la isla, pero hasta ahora no ha intervenido porque tiene, como mínimo, una buena razón para no hacerlo.
—¿Cuál?
—La familia Bonny desciende de los piratas —replicó Andy—. Y me temo que tengo más malas noticias —añadió, para a continuación explicarle el incidente de la bolsa de basura y el sobre que habían dejado en el porche de su casa la noche anterior.
Hammer escuchó todo el relato sin interrumpir, lo cual ya era poco habitual en ella, pero se la veía sorprendida y preocupada.
—Según algunos soplos que ha recibido el Agente Verdad —prosiguió Andy—, Trish Trash utilizaba unas iniciales como seudónimo, A. V., no sé por qué, y en los últimos tiempos la gente le tomaba el pelo preguntándole si era el Agente Verdad, por lo de las iniciales, claro. A ella le hacía mucha gracia y a menudo comentaba que le habría gustado mucho ser el Agente Verdad porque ella siempre quiso ser periodista y había terminado de funcionaria del Estado, trabajando en una base de datos.
Andy calló, profundamente entristecido al pensar en aquella mujer que nunca había hecho realidad su sueño, que había deseado ser el Agente Verdad y ahora estaba muerta.
—Entonces, ¿crees que conoció al asesino y estuvo hablando con él? —inquirió Hammer—. ¿Y que tal vez le contó esa anécdota divertida de que la gente la confundía con el Agente Verdad y que ella quería ser el Agente Verdad, confiando después lo bastante en el desconocido para irse con él a algún sitio?
—Eso es justo lo que pienso. Pero tengo una duda sobre el sexo del asesino. Otros soplos indican que era muy improbable que esa mujer saliera con un hombre, y del todo imposible que se dejara acompañar por uno a casa, a no ser que fuera un compañero del trabajo. En la oficina tenía que fingir, porque temía represalias del intolerante de su jefe. Vestía con un estilo un tanto duro y los fines de semana frecuentaba bares, en busca de compañía de su mismo sexo. Al parecer, la noche de su muerte llamó a una amiga y le dijo que iría al Tobacco Company, que es un sitio muy agradable y no el tipo de garito donde se junta gente excéntrica. Así, supongo que la persona a la que conoció en ese local no era alguien que llamase la atención o cuyo aspecto inspirase desconfianza. Eso, claro está, suponiendo que allí conociera a alguien. De momento no sabemos dónde conoció al asesino. Por cierto, he enviado, bueno yo no, el Agente Verdad ha enviado toda esta información al detective Slipper, así que espero que esté trabajando en ello.
—Pero nada de esto explica por qué el asesino dejó pruebas en la puerta de tu casa, Andy —dijo Hammer con el rostro tenso de miedo—. ¡Me preocupa tu seguridad, por el amor de Dios! Es un psicópata pervertido y te está acechando.
—A decir verdad —replicó Andy, no estoy convencido de que el asesino sea un hombre o de que actuara solo. Permíteme que te recuerde que a Moses Custer también lo rajaron con un arma parecida a una cuchilla.
—¿Una pirata de la carretera que comete crímenes rituales homófobos y racistas? —preguntó Hammer, dudosa.
—Es un error pensar que las mujeres no son violentas ni capaces de cometer los mismos horrores que los hombres —dijo Andy, pensativo—. El fanatismo es el fanatismo, y pienso que estaría bien que hiciera planes para ocuparme pronto de eso en la página del Agente Verdad.
Mientras se desarrollaba esta intensa conversación, a pocos kilómetros de distancia, al otro lado del río James, Cat urdía sus propios planes. El bandido había tomado prestado el todoterreno que en esos instantes estaba aparcado ante el hangar de la Policía Estatal, encajado con disimulo entre otros dos vehículos privados. Al cabo de varias horas la espera de Cat se vio por fin recompensada con la llegada de Macovich, que apareció en el cielo y posó el 430 con el que volvía de la isla Tangier, a la que había ido a por marisco.
Macovich debía admitir que aquellos isleños eran la gente más rara de la tierra. Aunque habían declarado la guerra a Virginia y ondeaban una bandera que exhibía un cangrejo, en el momento en que advirtieron que Macovich estaba en la isla con el único objetivo de comprar algo habían arriado la bandera del cangrejo para izar la de Virginia. Y luego doblaron el precio del marisco para la cena del gobernador.
—Supongo que no sabe nada de ese dentista al que tienen aquí escondido. —Macovich intentó averiguar algo sobre el secuestro mientras la cajera le devolvía el cambio en centavos.
—¿El dentista? Hace tiempo que no lo veo —respondió la mujer.
Macovich no la creyó y no pudo evitar fijarse en que llevaba las peores fundas dentales que jamás había visto.
—Él les arregla los dientes, ¿verdad? —inquirió Macovich.
—Sí. —Mientras Macovich recogía los noventa y dos centavos, la isleña, llamada Mattie Dize, le dedicó una sonrisa blanca como la nieve.
—¡Vaya! —exclamó Macovich, sacudiendo la cabeza—. Suerte que no es mi dentista. Ahora, escuche. Creo que sería mejor que ustedes se tranquilizaran y dejaran que el dentista volviese a casa con su familia. ¿Qué ganan con tenerlo oculto en algún lugar de la isla? El resto de Virginia no quiere problemas con los vecinos de la isla.
Mattie frunció el ceño y se lamió el labio inferior al tiempo que cerraba de un golpe la caja registradora.
—El gobernador tampoco quiere problemas con ustedes, se lo aseguro —prosiguió Macovich mientras los cangrejos y una trucha alborotaban dentro del cubo de plástico blanco—. Me refiero a que podría empezar a derribar puertas hasta que encontrase al dentista y luego encerrar a todos los vecinos en sus casas. Pero seré bueno y no lo haré. Además, debo regresar con el pescado vivo; a la primera dama no le gusta el pescado muerto.
Mientras cerraba el helicóptero en el hangar, Macovich pensó que como mínimo había tratado de interceder. Entonces vio a un joven de aspecto duro que vestía como un mecánico de la NASCAR y hablaba por un teléfono móvil.
—Está aquí —le decía Cat a Smoke.
—¿Quién? Será mejor que me cuentes algo importante, porque me has despertado en plena noche… —Ese madero, el negro. Acaba de llegar con el helicóptero.
—Mierda, ¿en serio? —Smoke se había despejado del todo—. Pues ve a hablar con él ahora mismo para que te dé esa lección. ¿Por qué no ha ido Possum en tu lugar?
—Está en su habitación, preparando algo —respondió Cat.
—Pues le voy a pegar una patada en el culo —susurró Smoke, de nuevo soñoliento.
Como quien no quiere la cosa, Cat se acercó al helicóptero que Macovich estaba llenando de gasolina con una manguera conectada a un camión de la Exxon que llevaba escrito JET-A con grandes letras. Cat se abotonó su chaqueta de la NASCAR y se caló la gorra oficial sobre los ojos, contento de haber asistido a todas las carreras celebradas en el circuito internacional de Richmond y de haberse hecho con todos los recuerdos de la NASCAR —ropa, mecheros, carteles, bolígrafos, jarras de cerveza y ambientadores para el coche—, mucho antes de que esos objetos fueran importantes para su trabajo.
Macovich contempló al hombre de la NASCAR que se le acercaba y se sintió excitado. ¡Daría cualquier cosa por formar parte de una plantilla de mecánicos de la fórmula NASCAR! Aquel tipo tenía una pinta envidiable: fanfarrón, tosco y fuerte, pero lo bastante pequeño como para caber en un coche de carreras. Fumaba un Winston, llevaba gafas oscuras y seguro que una rubia atractiva y sensual lo esperaba en casa.
—He venido por orden de mi piloto, cuyo nombre todavía no puedes saber —dijo Cat al tiempo que accionaba un encendedor de colores de la Winston Cup, con la firma de Jeff Burton—. Empecemos.
—¿Empezar qué? —Macovich miró el mechero con envidia y se preguntó si el piloto blanco con trenzas que había conocido la noche anterior sería Jeff Burton disfrazado.
—Que empieces a enseñarme a volar. Cat toqueteó el mechero y se tomó su tiempo para encender el cigarrillo que sostenía en la oreja.
Macovich miró a su alrededor para ver si alguien los observaba. Cat abrió la cremallera de uno de los bolsillos de la manga de su chaqueta y sacó un billete de cien dólares. Macovich miró el billete e intentó recordar cuándo fue la última vez que vio uno.
—Escucha una cosa —le dijo a Cat—, deja que primero entregue el marisco. Nos veremos aquí dentro de un par de horas, cuando el sol empiece a ponerse.
—Espera un momento, joder —replicó Cat, alarmado—. ¡No quiero tomar lecciones de noche!
—¿Estás loco, tío? —le dijo Macovich con dureza—. ¿Crees que en un helicóptero tan grande como éste importa que sea de noche? ¡Pero si tiene los mejores instrumentos, piloto automático, un radar para el tráfico más un radar para las tormentas y todo tipo de luces de aterrizaje! ¡Incluso hay un reproductor de DVD para que la primera dama vea películas mientras la llevo de un sitio a otro!
Cat entendió lo del DVD pero nada más. Empezaba a pensar que las cosas estaban yendo demasiado lejos, pero no quería que aquel maldito madero negro se diera cuenta de ello.
—¿Ah, sí? —replicó Cat—. Pues yo he visto helicópteros más grandes y mejores que éste. ¿En qué crees que se desplazan hasta el circuito los pilotos de la NASCAR?
—Pues supongo que en Jet Rangers y tal vez en algún 407 —respondió Macovich, que sabía cómo viajaban los pilotos pues a la primera familia le gustaban mucho esas carreras de coches que se pasaban toda la noche dando vueltas en la pista—. Ahora tengo que entregar este marisco antes de que se muera —añadió Macovich—. Después volveré y sólo te cobraré cien dólares por la primera lección. Será un precio especial de cortesía, pero las lecciones siguientes te costarán más. Este aparato es muy caro.
—¿Cuál es su precio de venta al público? —preguntó Cat, ansioso.
—Unos seis millones —respondió Macovich mientras cerraba las puertas del helicóptero y el compartimento de las maletas.
A Possum no se le permitía tener un cerrojo en la puerta de su habitación, pero pensó que sería mejor que se pusiera uno; le preocupaba que Smoke se enfadara cuando descubriese que se había escabullido de las lecciones de vuelo. En la oscuridad de su rincón tragaba mantequilla de cacahuete y mermelada de uvas mientras, nervioso, hacía esbozos para la bandera pirata al tiempo que veía «Bonanza» y acariciaba a Popeye.
—Me gustaría poder hacer eso —le susurró a Popeye al ver que Hoss, junto al establo, doblaba herraduras con la mano.
El pequeño Joe intentaba convencer a Hoss de que peleara con el infame Bear Cat Sampson del circo Tweedy, que acababa de llegar a la población. Lo único que Hoss tenía que hacer era inmovilizar en cinco minutos al invencible luchador circense, y Hoss y el pequeño Joe ganarían cien dólares. Possum pensó que esa cifra debía de ser un montón de dinero, años atrás; ahora, cien dólares apenas daban para un par de zapatillas deportivas decentes.
Possum garabateó una herradura doblada en su libreta y luego intentó dibujar a Hoss levantando un carro lleno de pesados sacos. A continuación, en la tele, el pequeño Joe pegaba a Hoss con una tabla en el estómago y éste ni siquiera lo notaba. Ninguna de aquellas composiciones quedaba bien sobre papel, por lo que Possum intentó copiar el mapa de La Ponderosa ardiendo y pensó que, como mínimo, iba por buen camino.
La puerta se abrió y apareció Smoke, que lo miraba furioso. Possum entrecerró los ojos ante la luz que llenó de repente la habitación.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó Smoke, enojado.
Parecía dispuesto a echar a Possum y a Popeye de la cama y hacerles daño.
—Nada.
—¿Por qué no has ido al hangar? ¡Cat me ha telefoneado y tú, mientras tanto, aquí holgazaneando ante el televisor! ¡Eras tú y no Cat quien tenía que aprender a volar!
—Cat lo hará mucho mejor que yo —dijo Possum, mansamente—. Estabas dormido, Smoke, y no queríamos molestarte con eso.
—¡Venga, levántate ya, vago! Nos vamos al Wal-Mart a comprar ropa de la NASCAR. De ahora en adelante, ésos serán nuestros colores, y que no te pesque yo llevando una camiseta de Michael Jordan. Vamos a ir a la carrera —prosiguió Smoke—. El sábado por la noche hay una aquí, la de la serie Winston.
—¡Pero si no tenemos entradas! —exclamó Possum—. ¿Cómo vamos a entrar sin entradas? Además, no habrá sitio para aparcar el coche.
—No necesitamos entradas ni sitio para aparcar —dijo Smoke, y acto seguido salió de la habitación y cerró la puerta de golpe.
Hoss entró en el cuadrilátero y recibió unos cuantos golpes antes de hacerle una llave a Bear Cat y romperle algunas costillas.
—¡Suéltalo, suéltalo! —susurró Possum, aunque había visto aquel episodio tantas veces que sabía que Floss no lo soltaría hasta que se hubiera consumido el tiempo, y que Hoss y el pequeño Joe perderían los cien dólares y acabarían viajando con el circo hasta que Bear Cat se curase y pudiera luchar otra vez—. ¡Suéltalo, Hoss!
Ben Cartwright y el pequeño Joe animaban desde las gradas y Possum se puso a dibujar de nuevo. La fórmula NASCAR le había dado una idea. Al igual que los piratas, en la NASCAR se utilizaba todo tipo de banderas para las diversas advertencias y penalizaciones. Possum dibujó una bandera a cuadros negros y blancos y la transformó en una de piratas, pintando en rojo los huesos y la calavera.
—Mierda —murmuró—. Esto tampoco queda bien, Popeye.
Convirtió la bandera a cuadros en un juego de tres en raya y siguió sin quedar satisfecho del resultado. Entonces lo que dibujó fue la bandera negra, que significaba que había llegado el momento de entrar en el foso de los mecánicos, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo hasta las raíces del cabello. Por ahí iba bien. Borró zonas de negro para lograr unos ojos blancos y una boca sonriente que daba la morbosa impresión de pertenecer a una calavera contenta; la cruzó con dos patas de zarigüeya en vez de fémures y le puso a la calavera un cigarrillo entre los dientes, cuyo humo ascendía en remolino. Una calavera fumadora, pensó cada vez más excitado mientras el circo Tweedy se quedaba sin dinero y tenía que pagar a Hoss y a Joe con un elefante que encerraban en el establo de La Ponderosa. Al abrir la puerta y descubrir aquella nueva res, Ben Cartwright se disgustaba.
Entristecido, Possum pensó en el fallecido Dale Earnhardt, que pilotaba el coche número tres de color negro Goodwrench Services Chevy, de la General Motors, y decidió rendir homenaje al héroe de las carreras desaparecido. «Jolly Goodwrench», escribió Possum en negro debajo de la bandera negra de la calavera que fumaba el cigarrillo.
—¡Eh, mira! —dijo, entrando en la habitación de Smoke para mostrarle el bloc de dibujo.
—¡Si entras una vez más sin pedir permiso, te volaré esa polla pequeña que tienes! —gritó Smoke antes de sentarse en la cama y encender un cigarrillo.
—Ya tenemos una bandera pirata, Smoke —le explicó Possum—. Voy a hacer una como ésta y podernos llevarla a las carreras para que la gente piense que es nuestra bandera NASCAR. También podemos llevar a Popeye y asegurarnos de que esos dos polis se presenten, ¿no crees? Nadie sospecha nunca que los mecánicos puedan ir armados. Los atacamos, les volamos los sesos y luego aparece Cat con el helicóptero, nos recoge y nos largamos. Podríamos escapar a la isla Tangier y, como allí ya está todo el mundo alborotado, podemos escondernos con ellos hasta que las cosas se calmen, ¿vale?
Smoke dio una honda calada al cigarrillo y sacudió varias latas de cerveza para ver si quedaba alguna llena, pero todas estaban vacías.
—Tráeme una cerveza, joder —le dijo a Possum—. Asegúrate de tener lista esa bandera para el sábado. Y llama a Cat al móvil y dile que se asegure de que el sábado contamos con ese helicóptero. Dile que le diga a ese negrata asqueroso que el famoso piloto y sus mecánicos necesitarán que los lleve al circuito y luego a una gran fiesta en la isla. Una vez allí, lo mataremos, el helicóptero será nuestro y nos habrá salido todo a pedir de boca.