12

Andy volvió a su casa malhumorado y cuando subía los peldaños, descubrió con sorpresa y recelo una bolsa de basura colocada sobre el felpudo y un sobre adherido a la puerta con una chincheta. En el sobre blanco, uno de esos corrientes, no había nada escrito; la bolsa de plástico negra contenía algo, no había duda. El instinto policial de Andy disparó de inmediato la alarma; no tocó nada y sacó el teléfono móvil.

—Detective Slipper —respondió una voz después de que el teléfono sonara largo rato en el despacho de la Escuadra A de la policía de Richmond, la división que se encargaba de los delitos con violencia.

—Joe, soy yo, Andy Brazil.

—¡Eh! ¿Qué tal te va? Todavía echamos en falta tu fea cara por aquí. ¿Qué tal las cosas en la Policía Estatal?

—Escucha —respondió Andy en tono brusco—, ¿puedes acercarte por mi casa? Alguien ha dejado algo extraño en mi porche y no quiero tocarlo.

—¡Mierda! ¿Quieres que llame al equipo de explosivos?

—Todavía no. ¿Por qué no te acercas tú primero y echamos un vistazo?

Andy se sentó en los peldaños, a oscuras puesto que la luz del porche no era automática y todas las lámparas estaban apagadas para ahorrar en la factura de la electricidad. La sede central de la policía de Richmond estaba en el centro, pero no lejos de Fan District, donde Andy ocupaba una casita adosada de alquiler. El detective Joe Slipper se presentó al cabo de un cuarto de hora y Andy se dio cuenta de cuánto echaba de menos a algunos de los viejos amigos de su anterior trabajo en la Policía Metropolitana.

—Me alegro muchísimo de verte —dijo a Slipper, un hombre bajo y rechoncho que siempre apestaba a colonia y tenía buen gusto para escoger elegantes trajes de diseño, que conseguía tirados de precio en una tienda de saldos de la ciudad.

—¡Mierda! —masculló el detective mientras inspeccionaba la bolsa y el sobre con una linterna—. Realmente extraño.

—¿Has traído unos guantes? —preguntó Andy.

—Claro. —Slipper sacó de un bolsillo un par de guantes quirúrgicos.

Andy se los puso y arrancó el sobre de la puerta. Estaba cerrado y lo abrió con una navaja de bolsillo. Dentro había una foto Polaroid. El y Slipper se quedaron boquiabiertos cuando la luz de la linterna iluminó una imagen sobrecogedora del cuerpo desnudo y ensangrentado de Trish Trash en la isla Belle. Slipper tanteó la bolsa de basura con la puntera del zapato.

—¡Mierda! —soltó—. Aquí parece como si hubiera ropa…

Abrió la bolsa y extrajo con cuidado una chaqueta negra de cuero de motorista, unos vaqueros, unas bragas, un sujetador y una camiseta de manga corta con el logotipo de lo que debía de ser un club femenino de softball de Richmond. Las ropas parecían haber sido rajadas con una navaja de afeitar y estaban tiesas debido a la sangre seca.

—¡Señor! —murmuró Andy y lo bañó un sudor frío al pensar en lo que el autor había marcado en el cuerpo de la mujer asesinada—. No tengo idea de qué es todo esto, Joe.

Callado y sombrío, Slipper volvió a su coche y cogió unas bolsas para pruebas y cinta adhesiva. Lo guardó todo en bolsas herméticamente cerradas y le dijo a Andy que tenían que hablar.

Ninguno de los dos tenía la más remota idea de que Unique estaba oculta en las sombras, al otro lado de la calle, contemplando la escena.

—¿Qué te parece si hablamos en tu coche? —sugirió Andy, pues no quería que Slipper entrara en su abigarrado comedor-despacho, donde tenía expuesto su material de investigación sobre Jamestown, la isla de los Perros, los piratas, las momias, las fotografías de Popeye y todo lo demás.

—Claro —asintió el detective, algo sorprendido—. ¿Qué sucede? ¿Tienes una mujer escondida ahí dentro?

—Ojalá —respondió Andy—, pero no. La casa está manga por hombro y preferiría no distraerme en este momento. Pero si prefieres que entremos, no tengo inconveniente. Incluso puedes registrarlo todo, si quieres.

—Claro que no, Andy —dijo Slipper—. ¡Mierda!, no tengo ninguna razón para registrar tu casa, incluso si me das permiso. Vamos al coche, sentémonos en ese trasto viejo que me proporciona el Ayuntamiento para desplazarme.

—No sé qué carajo sucede, Joe —continuó Andy.

—Pues yo, sí —replicó Slipper mientras subían al viejo Ford LTD sin distintivos y cerraban las portezuelas—. Parece que nuestro asesino ha dejado ahí esa mierda y nos está provocando. Mira, yo estuve en la escena del crimen y tengo muy claro que la foto se tomó antes de que llegáramos nosotros. Por no hablar de las ropas: Cuando respondimos a la denuncia, no encontramos el menor rastro de las ropas… y eso que buscamos por toda la isla.

Andy estaba muy inquieto. ¿Acaso sabía el asesino que él era el Agente Verdad? ¿Cómo podía saberlo? ¿Tal vez por eso había grabado el nombre en el cuerpo y ahora aparecían pruebas delante de su casa? Pero ¿cómo podía nadie, salvo Hammer, conocer la verdadera identidad del Agente Verdad? Resultaba inexplicable y Andy temió que si discutía abiertamente la situación con Slipper, el detective se lo diría a otros compañeros, su carrera literaria terminaría y el gobernador despediría a Hammer. Peor aún, Andy se convertiría en el primer sospechoso.

—¡Dios santo! —exclamó con un bufido de frustración—. Joe, deja que te diga, para empezar, que no tengo nada que ver con este caso. No sabía nada de la víctima hasta que tú llamaste a Hammer hace unas horas. Nunca había visto a la víctima y por supuesto no la maté, ni a ella ni a nadie, si es eso lo que estás pensando; creo que debemos ser absolutamente sinceros el uno con el otro, Joe.

—Desde luego que vamos a ser sinceros —replicó Slipper, mirando fijamente la calle oscura y vacía tras el parabrisas. Ante la negativa del detective a mirarlo a los ojos, Andy llegó a la conclusión de que Slipper no sabía qué pensar y, en realidad, sospechaba de él.

—¿Sabes algo del Agente Verdad? —preguntó el detective.

—Sé que su nombre estaba marcado sobre el cuerpo de la víctima; tú se lo contaste a Hammer y ella, a mí —respondió Andy—. Desde luego, conozco el sitio web de ese Agente Verdad, como todo el mundo.

—¿Has leído esa basura?

—Sí. Y no veo que en el contexto de esos artículos haya nada que guarde relación con la víctima. ¿Y tú?

—En eso tengo que darte la razón —confesó Slipper—. O sea, no veo ninguna relación entre Jamestown, las momias y todo lo demás, y lo que parece un claro asesinato sexual contra unas lesbianas. Y debo reconocer, Andy —añadió, volviéndose por fin hacia él—, que la mitad de la Policía Metropolitana siempre pensó que eras homosexual y que tú nunca has dado la impresión de que los gays te molestaran o que estuvieras obsesionado por ellos.

—Es cierto —replicó Andy con sinceridad—. No me obsesiona nadie salvo la mala gente.

—Sí, ésta ha sido siempre mi impresión. —Slipper sacudió la cabeza, perplejo—. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué habría de dejar el asesino toda esa ropa y el sobre en tu casa? Me pregunto si no podría tratarse de alguien a quien hayas detenido alguna vez o con quien, quizás, hayas tenido contacto, tal vez cuando trabajabas para la Policía Municipal. ¿Tu dirección aparece en el listín telefónico?

—No, Joe, claro que no. ¿Te importa si te hago una pregunta?

—Claro que no.

—¿Has pensado que quizás el vínculo con el Agente Verdad no sea que el asesino lea sus artículos directamente, sino que la víctima los leía y que el asesino se enteró de ello de algún modo?

—Verás, me avergüenza un poco confesar que no había pensado en eso —dijo Slipper con interés y con una chispa de esperanza—. Muy buena idea, Brazil. Seguiré esa línea; volveré sobre mis pasos y hablaré un poco más con los compañeros de trabajo de la muerta.

—Y tal vez con la gente que jugaba en el equipo de softball que consta en la camiseta —sugirió Andy—. Pero tendrás que evitar las preguntas directas acerca del Agente Verdad, porque será mejor que nadie sepa el detalle de lo que el asesino escribió en el cuerpo, ¿no crees?

—Desde luego. Eso sólo lo sabemos el asesino, nosotros y el forense. Y debemos guardarlo en secreto por si encontramos algún sospechoso y lo confiesa, ¿no es eso?

—Exacto, Joe.

—¿Y cómo piensas que podría averiguar algo sobre el Agente Verdad sin mencionarlo directamente?

—¿Qué te parece esta idea? —apuntó Andy—. Verás, el Agente Verdad tiene un correo electrónico…

—¿Sí?

—Sí, Joe. Ahí, en la página web, encontrarás cómo ponerte en contacto con él, quienquiera que sea. ¿Por qué no le envías un mensaje y le pides ayuda? Él podría colgar algo en la página para ver si responde alguien que conociera a Trish.

—¿Y qué le digo? —Slipper se frotó la barbilla ¿Qué queremos que ponga en su página?

Andy se quedó pensativo:

—Verás —dijo al fin—, prueba esto: «La policía busca a alguien que conociera a Trish Trash y supiera cuáles eran sus pasatiempos, sus pasiones, lo que leía y si últimamente había alguien o algo de lo que hablara más de lo habitual».

Slipper tomaba notas y pidió a Andy que repitiera las últimas palabras.

—Y yo añadiría —sugirió Andy que los informadores no tienen que identificarse; de lo contrario, hay gente que no se sentiría cómoda presentándose. También ofrecería una recompensa por cualquier pista que conduzca a una detención.

Slipper puso en marcha el coche y encendió los faros al tiempo que Unique se agachaba tras un árbol en la oscuridad, invisible después de reorganizar sus moléculas y febril por cumplir su Objetivo, imaginando que una noche aparecía ante la puerta del policía rubio.

—Se me ha estropeado el coche —le dictó el guión el nazi que llevaba dentro. ¿Puedo utilizar el teléfono?

El policía la dejaba entrar y, cuando se volvía de espaldas apenas un segundo, Unique se hacía invisible y se deslizaba detrás de él. Entonces le rajaba el cuello de lado a lado para impedirle gritar y así ahogarlo en su propia sangre. Luego, continuó el nazi desde su negro espacio, Unique le cortaría aquella cara guapa, le arrancaría los ojos y la lengua, lo castraría, grabaría una esvástica en su vientre y fotografiaría, como siempre, los frutos de su Objetivo. Finalmente, recogería sus ropas y las enviaría a quienquiera que el nazi le indicara.

—Sé que ya habrás pensado en ello —continuó sugiriendo Andy en tono diplomático—, pero yo llevaría el sobre al laboratorio de ADN para que lo analizaran, por si el asesino cerró el sobre con su saliva; después se puede pasar la muestra por la base de datos de ADN para ver si tenemos suerte y damos con algo. Y haría falta buscar muestras de ADN de la sangre de la ropa; a veces el asesino se corta durante la agresión. También llamaría a Vander para que haga su trabajo con los instrumentos de recogida de huellas por si hay alguna latente en la bolsa, en el sobre y en la foto Polaroid que pudiera investigarse. Por supuesto, hay que buscar rastros, fibras, cabellos y todo lo que haya en las ropas y en la bolsa; pero antes de hacer todo eso, no te olvides de dejar que la doctora Scarpetta lo vea todo.

—Sí, sí —dijo Slipper en tono algo desdeñoso, pues estaba entrenado a la antigua y entendía la moderna ciencia forense casi tanto como su VCR, que aún no sabía cómo funcionaba—. Ya iba a hacer todo eso.

El agente Macovich había llevado a la primera familia al helipuerto del centro de la ciudad. Después había regresado al hangar de la Policía Estatal, donde se subió a una escalera para limpiar el parabrisas a prueba de pájaros de aquel 430 y, a la luz de unas farolas de la pista, quitarle los insectos incrustados en él.

Sí ser piloto de helicóptero tenía glamour, de acuerdo, pensó Macovich con amargura. Nada más excitante que rondar cerca del gobernador, que veía menos que un topo, y de aquella familia suya, cuyos miembros se comportaban como si perteneciesen a la realeza. Los Crimm nunca le habían dado las gracias ni lo habían elogiado, y tampoco le habían subido el sueldo desde hacía bastante tiempo. No era justo que Andy Brazil hubiera estado suspendido de empleo durante un año y luego volviera alegremente al trabajo, como si nada.

Macovich esperó que a Andy le ocurriera lo que estaba pasándole a él, y que a los demás también. Macovich anhelaba que algún conjuro mágico lo liberara de las deudas y de su implacable y agotador deseo sexual. Las mujeres y la mayor parte de los hombres no sabían qué era tener un semental entre las piernas que no paraba de patear, soltar bufidos y encorvarse para salir del establo, aunque su «jinete», como Macovich lo llamaba, estuviese dormido. Su naturaleza lasciva había entrado al trote en su vida a muy temprana edad y su padre se reía, orgulloso, y lo llamaba Thorlo Purasangre, sin advertir que el pequeño Thorlo estaba desarrollando un gran problema que acabaría por dominar su cuerpo y su vida. Necesitaba mujeres y eso era caro. Necesitaba mujeres que fueran sexualmente insaciables y lo bastante experimentadas para mantenerse en la silla de montar por más dura que fuera la cabalgada, y era difícil encontrar compañía femenina de ese tipo.

Macovich dejó de frotar el cristal unos instantes al ver que un todoterreno se detenía con descaro frente al hangar de la policía. Se apeó un chico rubio de aire duro, con rastas, y caminó hacia el helicóptero como si tuviese el derecho de hacer en este mundo lo que le viniera en gana.

—¡Eh! —le gritó Macovich con severidad—. Esto es una zona restringida.

—Y yo estoy absolutamente perdido, joder —replicó el chico—. ¿Podrías decirme dónde está el aeropuerto de vuelos regulares? Debo tomar el avión a Petersburg dentro de un cuarto de hora y si no me doy prisa, lo perderé.

—A Petersburg no hay vuelos —explicó Macovich mientras frotaba con el trapo una salpicadura resistente—. Petersburg está a menos de cincuenta kilómetros de aquí, o sea que no entiendo por qué necesitas un avión. Si vas en coche, llegarás igual de rápido.

Los otros perros tenían las ventanillas bajadas y escuchaban con atención, preguntándose, nerviosos, qué haría a continuación Smoke. Cat, preocupado, pensó que si Smoke secuestraba el helicóptero, sería del todo imposible que sus perros lo hicieran volar. Desde su asiento en la parte trasera del todoterreno, veía que la cabina parecía una nave espacial, llena de interruptores e instrumentos que le eran por completo desconocidos. Dio un codazo a Cuda.

—¿Qué vamos a hacer si pega un tiro al poli y quiere llevarse el helicóptero? —le preguntó Cat.

—Quizá robar un camión Peterbilt y meterlo en el remolque frigorífico.

—No cabría en ninguno de los remolques que conozco.

—Sí, tendríamos que quitar el techo del remolque con un soplete para que cupiera la hélice. Es la hélice más grande que jamás he visto.

—Se llaman palas —lo corrigió Possum—. Los barcos y los aviones tienen hélices, pero los helicópteros no.

—Lo que sea, pero sigue sin caber —dijo Cat, molesto.

Mientras tanto, Macovich explicaba a Smoke cómo llegar a Petersburg.

—Toma la interestatal hacia el norte y lo encontrarás.

—¿Y si te pago para que nos lleves en ese cacharro? —preguntó Smoke, señalando el gran helicóptero—. ¿Cuánto tardaríamos?

—Unos diez minutos, siempre que no tuviéramos viento fuerte en contra. Pero no puedo llevarte. Este helicóptero sólo lo utiliza el gobernador y su familia.

—¿Sí? Pero no tendría por qué enterarse. —Smoke se mostraba cada vez más agresivo y se acercó a la escalera preguntándose si debía darle una patada y derribar al policía.

—En la cabina hay una especie de tacómetro que, cada vez que pongo en marcha el helicóptero, lo registra —explicó Macovich—. Mañana, cuando lleve a la primera dama a algún sitio, el tacómetro dirá que he pilotado el helicóptero diez minutos, que he aterrizado y he despegado otra vez para volver a aterrizar aquí, en el hangar, después de haberlos recogido en el asador para llevarlos a casa. ¿Cómo quieres que explique que utilicé el helicóptero para ir a Petersburg, a menos que el gobernador piense que, después de cenar, lo llevé allí?

—Tal vez no se acuerde.

Era una posibilidad cierta, habida cuenta la cantidad de vodka que había bebido aquella noche el gobernador, y Macovich se sintió tentado a llevar al chico. Había tenido una semana muy mala y aquella noche resultó ser muy tensa. Además, sabía que aquel mes no podría pagar los gastos que le cargaran a la Visa.

—Quizá podrías darnos una vuelta rápida en ese trasto —le sugirió el chico de las trenzas—. En realidad, ya no tenemos que ir a Petersburg, se ha hecho tarde.

—No. —Macovich bajó de la escalera y dio una sacudida al trapo, del que cayeron cientos de insectos—. No os llevaré.

Smoke palpó la dura pistola que ocultaba en la parte trasera del pantalón. Era lo bastante listo como para advertir que el secuestro de un helicóptero resultaba mucho más complicado que hacerse con un camión, por lo que tal vez sería mejor mostrar paciencia y preparase mejor el plan. Si mataba al policía, probablemente no fuera capaz de hacer despegar el helicóptero antes de que llegara alguien y se lo encontrara, junto a sus perros de la carretera, frente al hangar de la policía, leyendo manuales de vuelo y mirando debajo de las múltiples cubiertas.

—¿Das lecciones? —Smoke intentó otra aproximación.

—Sí, soy instructor de vuelo. —Macovich abrió el compartimento de los equipajes y echó dentro el sucio trapo.

—Te diré algo: Si das lecciones a uno de mis chicos, te recompensaré generosamente. Siempre y cuando nadie, y digo nadie, se entere de ello.

Smoke ya había decidido que sería Possum quien recibiera las lecciones. Si Possum era detenido, Smoke contrataría a alguien más y seguiría con sus planes como si nada hubiese ocurrido. Possum era el perro de la carretera que Smoke menos apreciaba; le importaba un pito la suerte que corriera y a veces lamentaba haberlo secuestrado en el cajero automático. Smoke dio al policía el número de su busca y le dijo que lo llamase si le interesaba hacer de instructor, aunque sería mejor que lo hiciera deprisa porque Smoke era un hombre muy ocupado. Además, dijo Smoke, si el agente estaba harto de su trabajo sin importancia y mal pagado, podría contratarlo para su plantilla de mecánicos.

—¿Tienes una plantilla de mecánicos?

—Claro que sí, joder. De Fórmula A.

—¡Vaya! ¿Del NASCAR?

—Soy piloto —dijo Smoke con impaciencia y pensando a toda velocidad—. Precisamente por eso debemos andarnos con tanto secreto. Sólo con mencionar mi nombre, me acosan más aficionados que insectos chocan contra tu parabrisas. Ser tan famoso como yo es como estar encarcelado.

—¡Vaya! ¿Y cuál es el número de tu coche? —Macovich no conocía a ningún piloto de la NASCAR que llevara el cabello recogido en trenzas, pero comprendía que el joven fuera disfrazado para evitar a sus locos seguidores.

—No puedo decírtelo, gilipollas —lo intimidó Smoke—. Pero si quieres formar parte de mi plantilla de mecánicos —añadió, mientras se alejaba—, dame un toque por teléfono, joder. Y hazlo pronto.

Mientras Macovich reflexionaba sobre aquella oportunidad que se le había presentado de forma tan inesperada, Andy tomaba una cerveza sentado en su diminuta casa adosada, que estaba al final de Fan District, donde gentes marginales vivían en un permanente rechazo de su entorno.

Dijeran lo que dijeran los vecinos cuando al final del largo y duro día se balanceaban en las mecedoras de sus porches, Andy sabía que el único valor histórico de aquel barrio era su antigüedad. Aparte de eso, la zona estaba muy degradada, no había sitio donde aparcar y a veces los que acudían a los sanatorios y centros de reinserción del barrio decidían introducirse en las vidas de los vecinos sin previa invitación. Andy vivía en una casa de arenisca que disponía de una sola habitación, sin aire acondicionado ni calefacción y en la que las frecuentes subidas y bajadas de la tensión ponían en peligro el buen funcionamiento de su ordenador.

En aquel momento no le importaba en absoluto que la luz se fuera del todo. Un asesino trastornado había dejado unas pruebas en su porche y Andy esperaba que Slipper se apresurara a escribir al Agente Verdad. Se puso en pie, arrastró una silla hasta el otro lado de la sala, sacó otra cerveza del frigorífico de la cocina y, enojado, se sentó de nuevo ante el ordenador.

Escribió un conciso artículo, con palabras que fluyeron sin dificultad de sus dedos, y lo colgó en su sitio web. Slipper había enviado un mensaje al Agente Verdad y Andy lo respondió; después se quedó dormido al teclado. Cuando el teléfono lo despertó, tenía la cabeza apoyada en la mesa del comedor.

Refunfuñó y miró a su alrededor, aturdido y rígido, mientras el teléfono seguía sonando.

—¿Hola? —respondió, esperando que fuera Hammer y que ya hubiese leído su artículo y le hubiera gustado.

—¿Hay ahí un hombre llamado Andy Brazil? —preguntó una voz femenina que le sonó vagamente familiar.

—¿Quién lo pregunta?

—Soy la primera dama, Maude Crimm.

—¡Sí, primera dama! —exclamó Andy, asombrado—. Qué placer tan inesperado…

—Preséntese en la mansión a las seis para tomar unas copas y una cena ligera. Esta noche a las seis.

—¿Hoy jueves? —preguntó Andy, que no sabía qué día era.

—Claro, hoy es jueves, por supuesto; las semanas pasan volando. Estamos en la gran casa amarilla del centro de Capitol Square, junto a la calle Nueve, justo antes de llegar a Broadway. Sé que usted es relativamente nuevo en la ciudad y que ha estado suspendido de servicio por un año, así que tal vez no conozca el camino.

La primera dama colgó, devolvió el teléfono a Pony y sonrió con satisfacción a sus hijas, quienes la miraban sentadas a una mesa de desayuno de antes de la guerra de la Independencia.

—Sigo pensando que deberías haber hablado antes de esto con papá. —Gracia le hizo una seña a Pony para que añadiera más mantequilla a su sémola.

Entraba un frío viento del norte y empezaba a llover con fuerza.

—A papá le cayó bien ese joven, estoy segura de ello —replicó la señora Crimm—. Tu padre sabe muy bien lo que se hace. ¡Dios mío! Hace un momento brillaba el sol y ahora está lloviendo.

—Papá sabe más de lo que tú crees. Y si de repente empieza a ir en helicóptero con un joven rubio que antes era policía municipal y ahora es agente estatal y que antes estuvo suspendido, tal vez recuerde que no ha tenido nada que ver con eso —dijo Esperanza mientras la lluvia golpeaba el viejo tejado de pizarra.

—¿Nada que ver con qué? —preguntó la primera dama.

—Con que de repente nos haga de piloto.

—Tonterías. Necesitamos más pilotos. No entiendo qué les ha sucedido a todos los nuestros, como no sea que anden ocupados con los controles de velocidad y no tengan tiempo para nosotros. Y ya oíste lo que dijo el joven. Tiene algo importante de que hablar con papá y yo, por mi parte, quiero saber de qué se trata.

Pony buscaba la base del teléfono portátil. En la mansión nunca encontraba nada, y en los días especialmente duros no estaba seguro de que los oficiales de la prisión le hubieran hecho un favor asignándolo al servicio doméstico del gobernador. Otros internos que trabajaban para la primera familia hacían reparaciones fuera de la casa, rastrillaban hojas o abrillantaban los coches oficiales.

—No quiero molestar —dijo Pony, sin mirar a nadie a los ojos—, pero no logro encontrar la base del teléfono.

Constancia, Gracia, Esperanza y la primera dama se distrajeron unos instantes, como les ocurría siempre que alguien buscaba algo. Regina era el único miembro de la primera familia que prefería comer sin que la sirvieran. Cuando Pony lo hacía, tardaba más. Regina se sirvió ella misma tostadas, sémola, huevos al nido, otro plátano y miel de oxidendro, que el gobernador de Carolina del Norte había mandado las Navidades pasadas para recordar maliciosamente a los Crimm que el estado del Tar Heel era muy superior a la Commonwealth de Virginia.

—Estaba aquí hace un minuto. —Esperanza se sentía frustrada y mostraba su cara de caballo muy pálida, porque todavía no se había maquillado.

La primera familia había aprendido el arte de buscar objetos por toda la casa sin moverse siquiera de la silla. Pony nunca había comprendido cómo lo conseguían, pero si él fuera tan listo y especial no llevaría la chaquetilla blanca ni se pasaría mañana, tarde y noche sirviendo a los Crimm.

—Perdone, señorita Esperanza, pero ¿dónde es aquí? —preguntó Pony con cortesía—. Dónde lo vio por última vez, quiero decir.

—Sólo tienes que llamar al número correspondiente —dijo Regina con la boca llena—. Cuando suene el aparato, sabrás dónde está.

—Eso sólo funciona cuando pierdes el teléfono, pero no el soporte —le espetó Constancia, enfadada porque los teléfonos, los soportes y otras cosas no se quedaban en su sitio.

—Pues el soporte también suena, como usted comentó acertadamente ayer —dijo Pony a la primera dama, aunque ésta nunca le había comentado nada directamente en todo el tiempo que llevaba trabajando para la familia Crimm.

Tenía una solución al alcance de la mano, pero el problema persistía. A los internos no se les permitía tener el número de teléfono privado de la primera familia, de modo que si había que encontrar el soporte, un miembro de la primera familia tendría que marcar el número, y aquello iba contra el protocolo. Ése era un trabajo reservado a los ayudantes personales o administrativos o de grado seis y, a aquella hora de la mañana, los grado seis todavía no estaban en sus puestos.

La mesa del desayuno se convirtió en un retablo de mujeres de la primera familia inmovilizadas por la indecisión, excepto Regina, que seguía sirviéndose comida en el plato sin hacer caso de ningún protocolo.

—Dame —dijo al tiempo que alargaba la mano—. Pásame el teléfono, Pony.

Él se acercó por detrás y puso el teléfono junto al plato, dejando un espacio libre como si acabara de servirle un postre flambeado. Regina marcó el número secreto con los dedos pringados de miel y, al momento, el soporte empezó a sonar bajo su bata acolchada sobre el aparador de caoba.

—¿Hola? —dijo Regina para asegurarse de que ella era quien llamaba—. ¿Hola? —repitió al tiempo que cruzaba las piernas, enfundadas en el pantalón de pijama, algo que siempre hacía pensar a Pony en dos troncos de árbol cubiertos de franela y calzados con unas sucias y peludas zapatillas—. Tal vez debería apuntarme a Protección de Personalidades. —Devolvió el teléfono a Pony. Estoy harta y asqueada de las obligaciones oficiales.

—Pero no te asignarían a nosotros. —La primera dama se oponía a la idea e intentaba desanimar a su hija—. A menos que te asignaran otro agente que te protegiera a ti mientras tú protegías a papá, a tus hermanas y a mí.

—Enséñame eso en el código de Virginia —arguyó Regina—. Apuesto lo que sea a que no está.

—Si me permiten… —dijo Pony al tiempo que limpiaba el teléfono y lo devolvía al soporte—. No está. No consta en ninguna sección de ese código el que la primera familia necesite protegerse a sí misma y ser protegida al mismo tiempo.

—Tal vez podrías discutir eso con aquel agente tan guapo, Brazil. Dejaré que sea él quien te convenza de no hacerlo —dijo la primera dama a Regina—. Ser agente es muy peligroso y poco gratificante. Y, hablando de ellos, ¿alguna de vosotras ha leído al Agente Verdad esta mañana?

—Pero si acabamos de levantarnos —le recordó Constancia a su madre.

—Bueno, pues cuenta una historia muy emocionante y misteriosa sobre quién mató a J. R.

—¿Y eso? ¿Ahora escribe sobre «Dallas»? —preguntó Esperanza, asombrada—. Pero si hace ya mucho que no emiten esa serie.

—Es otro J. R. —explicó la primera dama a sus hijas—, pero es una pena que ya no pongan «Dallas». Vuestro padre nunca ha olvidado esa serie y se enfadó mucho con la cadena de televisión cuando dejaron de emitirla. En la tele ya no dan nada que valga la pena, a excepción del canal de compras.