La negra puerta frontal del asador Ruth Chris se abrió despacio y el gobernador Crimm y la primera dama salieron de la que antaño fuera la casa de la plantación, escoltados por todos lados por unos circunspectos agentes de la Protección de Personalidades que vestían unos pulcros trajes. Las cuatro hijas de los Grimm, todas solteras y con más de treinta años, caminaban tras sus importantes padres y quedaban aisladas del resto de los comunes mortales por otro muro de policías en la retaguardia de la marcha.
Macovich se apresuró a tirar el cigarrillo y se desplegó como si fuera una tumbona al apearse del coche mientras Andy se alisaba el uniforme, asegurándose de que todo, la corbata, las esposas, el spray de pimienta, la porra eléctrica, la munición extra y el silbato estuvieran en su sitio. Advirtió que tal vez no fuera buena idea sacar a relucir el asunto de Tangier o hablar de Hammer ante tantos ojos y oídos. Hammer quedaría muy mal si sus agentes se enteraban de que el gobernador no le devolvía las llamadas ni se entrevistaba con ella. Y, viendo cómo caminaba el gobernador, Andy no sabía si estaba o no totalmente sobrio.
—Mira, es imposible que el gobernador se acuerde de ti o que la hija a la que molestaste diga algo —lo tranquilizó Andy, alcanzándolo mientras el distinguido grupo se acercaba—. Creo que será mejor que hable con él a solas. Me parece que está un poco borracho.
Macovich no tenía intención alguna de ayudar a Andy a conseguir una audiencia privada con el gobernador, sobre todo si éste estaba algo bebido o se mostraba más contento y generoso de lo habitual. Lo único que le faltaba a Macovich era que Andy terminase siendo el perro faldero del gobernador, además de serlo de Hammer. Macovich llevaba años intentando ganar reconocimiento social e incluso afecto por parte del gobernador, y todo había sido en vano. Además, el incidente del billar no contribuía a arreglar las cosas.
—¡Bah!, yo ni lo intentaría. —Macovich trató de desanimar a Andy—. Sobre todo si está borracho. Cuando está borracho es especialmente mezquino.
Macovich se sintió algo culpable por mentir a Andy y entrometerse en sus cosas, pero no podía evitarlo. Temía que su escalada al éxito profesional se viera truncada y que, si no se conducía con astucia, terminase de guardia jurado en un centro comercial o de piloto de empresarios racistas en una agencia de flete de helicópteros. Pero para su sorpresa y preocupación, Andy no le hizo ningún caso y se acercó al gobernador y le estrechó la mano.
Así que ahora me protege el Ejército. —El gobernador parecía encantado al vislumbrar que la sombra que tenía delante era un hombre alto y con uniforme, por lo que debía de pertenecer al Ejército o la Guardia Nacional—. Esto me gusta.
Las tres hijas mayores de Grimm rodearon a Andy como sanguijuelas en una sangría mientras la cuarta, que evidentemente no había superado la adolescencia, mascaba chicle. El gobernador Crimm sonrió y se dio unas palmaditas en los bolsillos en busca de la lupa, que había enganchado a su reloj de bolsillo con el fin de que su amado instrumento óptico no volviera a acabar en la bombonera. Al otro lado de la lupa apareció un inmenso ojo que escrutaba quién podía estar presenciando sus generosas proposiciones a un joven soldado.
—Yo siempre digo que, cuanta más protección, mejor —comentó el gobernador. ¿Cómo te llamas, soldado?
—Andy Brazil. Me gustaría ser su piloto, gobernador, si a usted le parece bien. Cuando tenga un momento, podríamos hablar de ello.
—Apuesto a que también quieres incorporarte al cuerpo de Protección de Personalidades…
No era la primera vez que el gobernador oía aquello. Todos los policías estatales a los que había conocido querían ser agentes de Protección de Personalidades, del mismo modo que muchos agentes federales deseaban entrar en el servicio secreto. Era una cuestión de poder. Se trataba de estar lo más cerca posible del trono. Estudió a Andy y distinguió con dificultad que se trataba de un joven atractivo, de buena constitución pero sin ser un armario de músculos como esos otros hombres y mujeres que protegían a la primera familia. El de Andy era un cuerpo eficaz que podía danzar alrededor de un problema en vez de lanzarse de cabeza contra él. El gobernador vio en el joven al yerno perfecto, casado con alguna de sus hijas. Luego su mente sobrecargada y embriagada advirtió que no estaba muy seguro de poder confiar en su esposa cuando aquel joven tan atractivo y encantador rondase cerca.
Pese a jurar que decía la verdad con la mano izquierda sobre la Biblia de la familia Crimm, la primera dama no había convencido a su marido de no tener escondidos a sus amantes en los armarios de la mansión. El día anterior, Crimm había vuelto a casa sin previo anuncio a la hora del almuerzo y descubrió a Pony arrodillado en el suelo, frotando con un trapo el interior de un armario.
—¿Qué haces? —le preguntó el gobernador, buscando la lupa que colgaba de la cadena de su reloj.
—Aplico un poco de pulimento para muebles sobre la madera —respondió Pony, nervioso, mientras pasaba el paño por las rayas que los trébedes habían dejado en la madera de pino. Tenía que haberlo hecho hace tiempo, pero no he encontrado el momento hasta hoy. Hay una estupenda sopa de guisantes al fuego, si le apetece…
—¿Lleva jamón? —Con la ayuda de la lupa, el gobernador examinó las melladuras que se apreciaban en la vieja madera—. ¿Cómo ha podido rayarse esta madera? Es como si alguien con botas de tachuelas se hubiera escondido dentro del armario, o tal vez alguien con zapatos de baile.
—Quizá sea del aspirador —sugirió Pony mientras cubría las rayas lo más deprisa posible—. Siempre digo a las asistentas que no guarden los aspiradores en los armarios de la ropa. Me temo que la sopa sí lleva jamón. No sabía que viniera a comer, señor, o me habría asegurado de que no le pusieran jamón ni hueso de jamón.
Mientras Pony le contaba todo aquello, el gobernador detectó un sonido metálico, como si alguien bajara las escaleras corriendo. Crimm también corrió y, aunque no alcanzó a ver el origen de aquel extraño ruido, sospechó que se trataba de un hombre con espuelas o armadura. Sus temores acerca de la infidelidad de su esposa empezaron a graznar dentro de su psique. ¿Su mujer ligaba con hombres a través de Internet y luego se enzarzaban en juegos sexuales de fantasía y disfraces? La imaginó en poses eróticas junto a unos jóvenes y viriles amantes que por toda vestimenta llevaban espuelas o un casco con una pluma, o tal vez las dos cosas. Maude y sus lascivos acompañantes practicaban un sexo ruidoso y metálico, y tal vez utilizaban imanes para aumentar su pervertido placer antes de que ella, de repente, se fijase en las telarañas del techo y empezara a negar sus favores a aquellos ciberhombres del mismo modo que se los había negado al gobernador durante tantos años. Seguro que Andy Brazil también andaba metido en el lío. ¿Cómo tener la certeza de que Andy no había conocido antes a Maude en Internet y que quería ser piloto de la primera familia para estar cerca de ella?
—Para entrar en Protección Ejecutiva primero tienes que ser agente de la Policía Estatal —le dijo a Andy en tono autoritario y antipático.
—Ya lo soy, gobernador. Y andamos escasos de pilotos —añadió Andy, dirigiéndose a la primera dama. Él no era sexista y no trataba a las esposas de los demás como si fueran apéndices.
—Pues últimamente tenemos siempre el mismo piloto —dijo ella, irritada por el comentario y mirando a Macovich con el ceño fruncido.
¿Qué había sido de todos sus pilotos? Por lo que ella recordaba, a principios de año tenían muchos y supuso que el problema debía de ser la nueva superintendente de la Policía Estatal, aquella mujer exigente y mandona con los hombres. Trader tenía muchas cosas desagradables que decir sobre ella. Tal vez había llegado el momento de escribirle una nota y pedirle más pilotos. La señora Crimm recurrió a su dicho más querido y lo expresó en voz alta.
—En la variedad está el gusto y es la salsa de la vida —dijo.
—¿Perdone? —Andy estaba desconcertado.
—Querría saber si está de acuerdo en eso.
—En la mayoría de casos —replicó Andy, que captó que lo estaban poniendo a prueba—. Pero no siempre. Por ejemplo, para ir a trabajar no utilizo más ropa que el uniforme. Me gusta mucho el uniforme de la Policía Estatal y lo llevo a gusto cada día, por lo que eso de la falta de variedad no representa para mí un problema.
—¿Qué? —El gobernador descifró el código secreto de su mujer y se quedó pasmado de que resultara tan flagrante. La imaginó practicando el sexo con aquel tipo, Andy, que probablemente no llevaba encima nada más que el cinturón del uniforme—. En la variedad no está el gusto ni ninguna otra cosa. La salsa de la vida no es la variedad, sino la lealtad y el servicio. ¿Qué es para ti la salsa? —preguntó Crimm a gritos mientras observaba con la lupa a su infiel esposa.
—Cálmate, querido —dijo la primera dama, recordando de repente que había escondido trébedes en el armario de las salsas y las especias y pensando que tal vez sería mejor no aludir a ellas de nuevo—. Te dije que no comieras tanta crema amarga ni tanta mantequilla. Ya sabes lo mal que le sienta a tu submarino. —La mujer confiaba en que aquello distraería su atención—. Toda esa grasa animal y esos productos lácteos son combustible para tu submarino y la salsa no es el problema, porque en la cena no has tomado salsas. Ya sabes que en casa siempre evitamos las salsas, y con buena razón. Y no las mencionemos más, no vaya a ser que hagas asociaciones que irriten a tu submarino y lo impulsen hacia una turbulencia que podría terminar en arandelas sueltas, fugas de líquido y lodo alzándose desde el fondo de tus intestinos. Y bien, agente Brazil… Qué nombre tan exótico. ¿Es usted suramericano? Éstas son Constancia, Gracia y Esperanza, ¿las conoce?
La primera dama se detuvo antes de pronunciar el nombre de su cuarta hija, la mujer más joven y la menos atractiva de todas las que había en el aparcamiento.
—¿Y tú? —preguntó Andy a la chica, suponiendo que se llamaría Gula o Pereza debido a su apariencia y a su conducta.
—¿A ti qué te importa? —La muchacha reventó de un mordisco el globo que había hecho con el chicle y Andy quedó sorprendido por su contundencia y falta de encanto—. Ah, y te vi marcharte en un coche sin distintivos. ¿De qué sirve ir en un coche sin distintivos si se lleva uniforme? —lo regañó—. Es de retrasado mental.
—Tu acento no es de aquí. —Andy pasó por alto los malos modales e intentó ubicar aquel marcado acento nasal. Tampoco quería contarle que Hammer insistía en que condujera un coche sin distintivos, ya que era un periodista clandestino y prefería que llamara la atención lo menos posible.
—Nací en Grundy, en las minas de carbón —dijo la insolente hija del gobernador.
—No es cierto. —La primera dama se había quedado pasmada—. Yo estaba embarazada de ella cuando, durante una campaña electoral, hicimos una rápida visita a la zona de minas de carbón de la frontera oeste de Virginia —le contó a Andy mientras el gobernador seguía mirando con la lupa en busca del helicóptero y los agentes de Protección se arracimaban en torno a la familia, a la espera de órdenes—. Pero nació en el hospital, como el resto de mis hijas —añadió, indignada, la señora Crimm, y lanzó una mirada de reproche a la chica, que seguía sin tener nombre.
—Supongo que siempre podría utilizarse otro piloto —dijo el gobernador Crimm en tono abatido, deseando no haber comido tanto y humillado por el hecho de que su mujer hubiese hablado en público del submarino.
Había veces en que Bedford Crimm se lamentaba de la vida. En Virginia los gobernadores no podían sucederse en el cargo, por lo que siempre había tenido que esperar cuatro años antes de volverse a presentar a las elecciones. Durante veinte años se había reciclado mediante aquel arcano, anticuado y ridículo sistema de gobierno: comandante en jefe durante una legislación para volver al sector privado durante la siguiente, y luego de vuelta a la mansión. En esos momentos la Casa Blanca era un objetivo más pequeño y distante. El gobernador Crimm tenía casi setenta años, el vodka le subía directo a la cabeza y su mal equipado submarino casi nunca seguía el rumbo previsto.
Los agentes de Protección estaban cada vez más nerviosos. Alrededor de ellos se congregaba una multitud. Andy no era estúpido y sabía que ser piloto del gobernador llevaba un premio añadido: cuanto más cerca de él estuviese, más información podría recabar para los artículos del Agente Verdad.
—Gobernador —dijo Andy—, permítame decirle que será para mí un gran honor llevarle a usted y a su familia en un helicóptero nuevo y, aunque yo no sea un agente de Protección, conmigo también estarán protegidos. ¿Podríamos hablar de esto un momento en privado? No, supongo que no…
Macovich ardía de indignación, pero nadie lo notaba porque a los agentes se les enseñaba a no demostrar sus sentimientos. Su único consuelo al ver cómo Andy lo eclipsaba en aquella fría noche de septiembre era que él sí sabía el nombre de aquella horrible hija pequeña de Crimm. Vaya si lo sabía. Nunca había hablado con ella, ni siquiera cuando la ganó al billar, pero no la perdía nunca de vista tras la máscara oscura de sus gafas de sol.
Se llamaba Regina, pronunciado a la manera británica, y eso era parte de lo que fallaba en ella, además de su desafortunada obesidad y el ancho y feo rostro. Entre los agentes de Protección era bien sabido que Regina tenía unas inclinaciones que no coincidían con los implacables intentos de la primera dama de casar a sus indeseables hijas.
—El agente Brazil no es un gran piloto —susurró Macovich a la primera dama tras decidir que la mejor manera de proteger su territorio era traicionar a Andy—, pero está soltero y últimamente ha estado muy deprimido. Creo que está muy solo.
—¡Qué triste! —dijo la primera dama—. Pues lo invitaré a la mansión, claro que sí.
—Oh, eso estaría muy bien, señora —replicó Macovich, como si fuese el ofrecimiento más generoso que nunca hubiese escuchado.
Macovich pensó, con un punto de satisfacción vengativa, que Andy Brazil no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo. Al blanquito guapo le iban a sacar las entrañas igual que al hombre de paja que se llevaban los monos voladores siguiendo las órdenes de su supervisora, la malvada bruja del oeste, o de donde demonios fuese.
—Bueno, creo que deberíamos irnos —dijo el gobernador al notar que su submarino se precipitaba en la oscura bilis que expulsaba su vesícula—. No me siento bien. No debería haber comido ese pastel con chocolate belga fundido que Trader hizo servir en el restaurante. Es cierto, Maude, tengo que prescindir de los dulces —añadió, dirigiéndose a Andy, que lo escuchaba con atención.
Macovich y los otros agentes se llevaron de allí a la primera familia y escoltaron a sus miembros hasta el helicóptero envueltos en una oscuridad protectora. Andy sacó el teléfono móvil, decidido a llamar al asador para decirles que metieran los restos del pastel en una bolsa de plástico, pero recordó que había prometido a Hammer que hablaría al gobernador de la situación en Tangier. Mientras corría hacia el helicóptero, el motor se puso en marcha y las palas empezaron a girar.
—¡Gobernador! —gritó Andy—. ¡La superintendente Hammer tiene noticias urgentes y necesita hablar con usted! —El ruido de la hélice se tragó sus palabras.
—¡Huelo a tabaco! —La primera dama se disparó como una alarma detectora de humo y se protegió el peinado rígido de una repentina corriente de aire.
—No he sido yo —dijeron a una todos los agentes.
Smoke y sus perros de la carretera contemplaban la escena desde el otro lado del cristal ahumado de su todoterreno Toyota de color negro, que había sido robado en Nueva York y, después de algunas transacciones, había terminado en sus manos, con placas nuevas de matrícula y el número de identificación del vehículo borrado. Los piratas estaban circulando por el centro comercial de Bellgrade, donde se encontraba el asador Ruth Chris, tras unos viejos árboles, cuando el inmenso helicóptero detenido frente al restaurante llamó su atención.
Ninguno de los piratas de las autopistas había visto jamás una cosa así, y cuando el piloto pisó a fondo el acelerador Smoke y su cuadrilla contemplaron boquiabiertos la velocidad de las palas y el destello de las luces de aterrizaje mientras los árboles eran sacudidos por una ráfaga huracanada.
—¡Joder! —exclamó Smoke, sorprendido. Era raro que demostrase emociones que no fueran la ira y el odio—. ¿Habéis visto eso?
Pasmados, Cuda, Possum y Cat permanecieron sentados en silencio. El ruido de la hélice retumbaba en sus oídos y les excitaba de forma lasciva la sangre.
—Me pregunto si será muy difícil pilotar uno de esos cacharros —dijo Smoke—. ¿Imagináis lo que podríamos hacer con un trasto de ésos? ¡A tomar por culo los camiones! Nunca nos cogerían y podríamos entregar nosotros mismos la mercancía en Canadá; necesitaríamos la mitad de tiempo y podríamos prescindir del intermediario.
El helicóptero se elevó e inundó de luz cegadora la hierba que se agitaba arremolinada. Al otro lado de una gran ventana lateral, Smoke distinguió a una de las hijas del gobernador que abría una bolsa de comida basura, patatas fritas probablemente. Luego se fijó en algo más. Andy Brazil volvía corriendo a su coche sin distintivos. Ver de nuevo a aquel hijo de puta encendió a Smoke. En la época en que Andy era policía municipal, Hammer y él lo habían arrestado y encarcelado. Mientras estaba en la celda, Smoke no había pasado un solo día sin acariciar fantasías sádicas sobre lo que les iba a hacer a aquel par de policías.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Smoke cuando el helicóptero se elevó sobre los árboles y retumbó en el cielo, mirad quién está ahí. Tal vez debería volarle ahora mismo la tapa de los sesos, joder.
—¿Qué sesos? —Cat apartó los ojos de la brillante luz que rasgaba la noche y siguió la mirada vengativa de Smoke, que estaba clavada en un agente rubio que montaba en un coche sin marcas.
—¿Por qué quieres volarle los sesos ahora mismo? —protestó Possum mientras Smoke ponía en marcha el todoterreno. No irás a hacer algo así con toda esa policía por aquí, ¿verdad? ¿Estás loco o qué? Si quieres hacerlo, yo me bajo del coche.
Possum iba sentado delante y cuando agarró la manija de la puerta Smoke le pegó en la cara con el revés de la mano. Cuda y Cat se encogieron en sus asientos, en silencio. Despreciaban a Smoke, pero no tenían donde ir y en aquellos momentos andaban metidos en tantos problemas que lo más conveniente era conservar aquel empleo. Tanto Cuda como Cat habían debutado en bandas callejeras de esas que ahora estaban tan desprestigiadas. Ser un pirata era como ser de la mafia, se dijo Cat para tranquilizarse, y permaneció quieto, sin parpadear, en el asiento del todoterreno. Nadie se metía con Smoke y sus perros de la carretera; ellos perseguían premios más importantes que asaltar a la gente, robar en cajeros automáticos y disparar desde el coche sólo por diversión. Hacía pocos días, Smoke los había llevado a una galería comercial y les había comprado zapatillas Nike y toda la pizza y las patatas fritas que pudieran comer.
O sea que no era tan malo, intentaba consolarse Possum, aunque estaba harto de que Smoke le pegara y de temer que se ensañase o matara seres indefensos como la pobre Popeye. Cuando Possum era pequeño, su padre también le pegaba y hacía cosas horribles en la mesa, como clavar el cuchillo en la madera de la mesa y arrojar la comida al otro lado de la habitación. A su padre le gustaba cazar conejos y mandaba a los perros a por ellos para contemplar cómo despedazaban a aquellas pequeñas criaturas que gritaban. Possum empezó a faltar a clase y se quedaba a oscuras en el sótano, viendo televisión. Con el paso de los años, dejó de crecer y sólo salía del sótano muy tarde por la noche para saquear la nevera y el mueble bar cuando sus padres habían terminado de pelear y se habían acostado.
Possum nunca causó ningún daño hasta que fue capaz de ver en la oscuridad y hasta que la luz del sol le dolía en los ojos. Entonces empezó a salir del sótano después de la medianoche y a recorrer el lado norte de Chamberlayne Avenue para contemplar los coches que circulaban y la gente que caminaba, una gente que podía ir y venir a su aire sin tener que pasarse la vida en un sótano escuchando los destrozos que su padre hacía en la casa, las palizas que daba a su madre y las torturas que infligía a los animales.
Una noche, hacia las dos de la madrugada, Possum se encontraba rondando por el aparcamiento del centro comercial Azalea y vigilaba el cajero automático con la esperanza de que alguien hubiese olvidado sacar dinero de la ranura, cuando apareció un Toyota todoterreno y se detuvo. Possum empezó a correr, pero Smoke era demasiado rápido para él y, cuando quiso darse cuenta, se descubrió inmovilizado en el suelo; un chico blanco que llevaba el cabello a lo rasta le clavó una pistola en la sien mientras le ordenaba montar en el todoterreno. Desde entonces, Possum había sido un perro de la carretera y a veces echaba de menos el sótano y pensaba en su madre. Una vez, sólo una, la había llamado desde un teléfono público.
—Trabajo en el turno de noche —le explicó a su madre—, pero no puedo decirte dónde, mamá, porque papá vendría a buscarme, ya sabes. ¿Cómo van las cosas?
—Oh, cariño, a veces no van mal —respondió ella en aquel tono vencido que Possum conocía tan bien—. Por favor, Jerry, vuelve a casa —añadió la mujer, porque el nombre auténtico de Possum era Jeremy Little—. Te echo de menos, pequeño.
—No te preocupes de nada. —Dentro de la cabina telefónica llena de pintadas, Possum sintió una punzada en el pecho—. Ganaré dinero suficiente para sacarte de ahí y llevarte a vivir a un buen motel donde él no pueda encontrarnos jamás.
Possum ya había visto que la dificultad de aquel plan radicaba en que Smoke siempre se quedaba los premios en dinero y daba algo de pasta a sus perros conforme la necesitaban, pero no les permitía acumularla. Possum comía, bebía y fumaba toda la hierba que quería; llevaba bonitas zapatillas deportivas y unos vaqueros inmensos que siempre se le caían: iba equipado con un busca, un teléfono móvil, un Sistema de Ubicación Global GPS portátil, una pistola y disponía de una habitación para él solo en el remolque. Sin embargo no tenía ahorros y era poco probable que alguna vez los tuviera. Pensó en ello y la cara le escoció y el labio le sangró. Echaba de manos a su madre y advirtió que Smoke era peor incluso que su padre.
—No puedes matarlo ahora mismo. —Possum intentó que Smoke entrara en razón—. Será mejor que esperemos y hagamos la gran movida. Entonces podremos librarnos de todos a la vez, incluida Popeye.
—No te preocupes —dijo Smoke mientras regresaba a Huguenot Road y aceleraba—. No voy a cargarme a Brazil esta noche, delante de toda esa gente. Pero cuando llegue el momento oportuno se enterará, lo mismo que esa puta de Hammer. ¡Ja! Tal vez utilice a Popeye para dar de comer a un pit bull y luego deje el esqueleto en su patio.
—Si haces eso, ya no conseguirás nada más —dijo Possum con fingida despreocupación—. Esa perra es tu mejor premio, Smoke. Ya sabes que esa policía hará cualquier cosa por recuperar el animal, así que será mejor que juegues bien tus cartas y tengas paciencia. Tal vez podrías utilizar a Popeye para pillarlos a los dos a la vez. ¿Qué te apuestas a que Brazil conocía a la perrita y no le ha gustado nada que desapareciera?
—Sí, los pillaré a los dos, claro que sí, joder. ¡Los dos a la vez! —Smoke intentó seguir el helicóptero que se perdía a toda prisa en el horizonte iluminado de la ciudad—. Entonces los llevaremos a la casa-club —como llamaba al remolque vivienda—, y tendré todo el tiempo del mundo para hacerles daño de verdad antes de volarles el cerebro y echar sus malditos cuerpos al río.
Los perros de la carretera sabían que, de niño, la especialidad de Smoke había sido enterrar vivos conejos y ardillas, aplastar ranas, atrapar pájaros y tirarlos por la ventana, y hacer otras cosas atroces a pobres criaturas indefensas. A Possum no le había pasado por alto el hecho de que Smoke pusiera nombre de animales a sus bandidos, como para dar a entender lo que les haría si se pasaban de la raya.
—Sí tiéndeles una trampa. —Possum se esforzó en parecer mezquino y duro—. Y tal vez podamos matar también a otra gente —añadió—. Quizá podríamos decirle al capitán Bonny que no vamos a pagarle nada y que si se mete con nosotros le pegaremos un tiro y lo arrojaremos al río.
—Calla. —Smoke le dio un bofetón—. Tenemos que averiguar dónde aparcan ese helicóptero y nos lo llevamos. Tal vez tengamos que hacerle un puente.
—No será necesario —se atrevió a comentar Possum, que sentía punzadas de dolor en la oreja—. He visto un reportaje sobre esos cacharros en el Discovery Channel. Lo único que hay que hacer para que se pongan en marcha es pulsar un botón. Luego, le das a un pequeño manubrio y lo pilotas con una palanca.
—Conducir un helicóptero no es lo mismo que conducir un coche —intervino Cat—. No sé si conseguiremos que despegue.
—Averiguad dónde está el aeropuerto de la Policía Estatal. —Smoke ordenó a sus perros de la carretera—. Buscadlo en el GPS.
Unique no necesitaba un Sistema de Ubicación Global para encontrar su camino, ni disponía del aparato. Smoke no le suministraba armas y equipamiento especial, aunque si lo necesitaba, podía conseguir lo que quisiera de él. Unique tenía sus propias técnicas especiales que irradiaban de la oscuridad en la que moraba el nazi que había en ella. Mientras conducía el Miata por Strawberry Street, se sintió ingrávida y volátil. Surcaba la noche, dejando una estela a su paso con su larga melena y con el viento frío en su rostro bonito y delicado. Aparcó a una manzana de distancia de la casa del policía rubio sin saber que se trataba de Andy Brazil, el mismo poli del que Smoke acababa de hablar.
Cuando Hammer y Andy detuvieron a Smoke, Unique aún no conocía a éste, por lo que nunca había visto a ninguno de ambos. Si Unique no hubiese estado poseída por el demonio, habría sido una coincidencia importante el estar acechando no sólo al enemigo de Smoke, sino también al Agente Verdad, y todo sin ella saberlo. Pero en realidad nada de lo que había ocurrido en la vida de Unique se debía a la casualidad o la coincidencia. Su Objetivo la había dirigido, guiándola a dejar la bolsa de basura en el porche del policía y a pegar un sobre con cinta adhesiva en su puerta.
En la cima de una de las siete colinas de Richmond, dominando la ciudad, había una casa antigua, histórica, que Judy Hammer había dedicado mucho esfuerzo a restaurar y amueblar de modo impecable. Aún estaba pagando los plazos de un escritorio de anticuario ante el cual, al otro lado de la ventana, se extendía la ciudad en un reconfortante circuito de luces que le recordaba que tenía una tremenda responsabilidad ante los virginianos y que se había convertido en un modelo para muchas mujeres a lo largo y ancho del país.
En cualquier caso, no era fácil encontrar hombres adecuados cuando una se acercaba poco a poco a los sesenta y llevaba un arma en su bolso de Ferragamo. Hammer se sentía sola y desanimada, y se había llevado una conmoción terrible al ver la foto de Popeye en la página web. Para las noticias tampoco había sido un buen día: una mujer presentaba una demanda contra McDonald’s porque, al parecer, se había quemado con un pepinillo de una hamburguesa mal montada; más tarde, un hombre oficialmente declarado ciego y su hermano que intentaban robar en un apartamento cometieron el error táctico de decidir que el ciego vigilaría; por no hablar de la gente que sufría coágulos de sangre a causa de las sirenas de ambulancias, o de la policía local que volvía a dragar el río James en busca de armas, ya que muchos sospechosos declaraban haber arrojado las suyas desde algún puente tras cometer sus delitos.
Hammer estaba un poco sorprendida de no tener aún noticias de Andy. Le preocupaba que el silencio indicara, tal vez, la imposibilidad de conectar con el gobernador. Quizás Andy y Macovich no hubieran establecido contacto o, en caso afirmativo, que los resultados no fueran de utilidad. Mientras le daba vueltas en la cabeza a tales ideas, sonó el teléfono.
—¿Sí? —respondió secamente, como si detestase ser molestada.
—¿Superintendente Hammer? —le llegó la voz de Brazil al otro extremo de la línea.
—¿Qué sucede? —inquirió.
Andy estaba en su coche y se dirigía al este por Broad Street, entre jóvenes hoscos que se reunían en las esquinas o frente a edificios tapiados y miraban con recelo y odio el coche sin distintivos, con todas las antenas y las luces azules ocultas.
—No estoy lejos de Church Hill —informó Andy mientras observaba a aquella gente de aspecto poco recomendable—. Si no te importa —siguió adelante con valentía—, me gustaría pasar por ahí a contarte lo que sucede.
—Bien —respondió Hammer y colgó sin despedirse.
Hammer no tenía en su código genético tolerancia a las pérdidas de tiempo y, conforme se hacía mayor, su odio a la comunicación a distancia iba en aumento. No soportaba el estrépito del teléfono cuando alguien invadía su espacio auditivo; detestaba el buzón de voz y lo hacía correr deprisa antes de borrarlo definitivamente de su vida, casi siempre mucho antes de que el mensaje terminara; los transmisores-receptores eran una molestia, igual que el correo electrónico (sobre todo los mensajes instantáneos de «colegas» indeseados que invadían su ciberespacio sin previa invitación). Hammer quería sólo silencio. A aquellas alturas de su vida, empezaba a cansarle la gente y se daba cuenta de las escasas ocasiones en que la comunicación producía un resultado relevante.
—Dime qué sucede —dijo Hammer antes, casi, de que Andy cruzara la puerta. ¿Has comentado al gobernador que la isla Tangier ha tomado al dentista como rehén y que ha declarado la guerra a Virginia por culpa de esos condenados controles de velocidad, lo de la NASCAR y lo del posible fraude dental?
—No he tenido oportunidad —reconoció Andy a regañadientes y se sentó en el sofá—. Creo que su vista ya no reconoce a nadie. Pensaba que yo era un militar y no tenía idea de quién era Macovich. Me pregunto si no será ésta la raíz del problema, jefa. Quizá tiene una ceguera declarada y no te ha visto desde tu nombramiento porque ni entonces te llegó a ver.
Hammer nunca había contemplado tal posibilidad.
—Eso es una ridiculez —decidió.
—Con el debido respeto…
Ella levantó la mano para hacerlo callar. Sabía muy bien que cuando alguien soltaba lo de «con el debido respeto…», estaba mintiendo y pronto la fastidiaría o la irritaría.
—Di lo que sea y déjate de respetos… —replicó.
—Alguien debería decirle que tiene que hacer algo con la vista —señaló Andy—. Quizá tú, jefa.
—Si alguna vez llego a hablar con él, le diré eso y más —replicó Hammer con impaciencia.
Andy la hacía sentirse vieja. La mera presencia de Andy la envejecía; Hammer había empezado a reaccionar con rechazo y ya no se mostraba especialmente cálida con él. Toda su vida había sido una mujer de belleza deslumbrante hasta que cumplió los cincuenta y cinco; entonces en un instante dio la impresión de acumular grasas y arrugas. El labio superior empezó a desaparecerle de la noche a la mañana y los pechos menguaron en cuestión de días. Andy, por el contrario, cada vez que lo veía estaba más guapo.
No era justo, se dijo.
—¿Te encuentras bien, jefa? —preguntó Andy—. De repente pareces irritada y bastante picajosa.
—Es que la mera mención del gobernador me saca de mis casillas.
Qué jodida injusticia, se lamentó en silencio. Hombres de su edad salían con mujeres de la edad de Andy, mujeres que consideraban una especie de atractivo añadido las calvas, las pieles arrugadas, las gafas gruesas, la musculatura flácida, los aparatos especiales y las píldoras para contribuir a mantener el nivel de intimidad y los ronquidos. Hammer se enfureció en silencio. ¡Menudo lavado de cerebro habían sufrido las mujeres! Las jóvenes se vanagloriaban, entre ellas, de la edad madura de sus amantes.
Hacía unos días, Windy Brees estaba fumando un cigarrillo en la puerta del aparcamiento de la oficina central cuando Hammer la oyó hacer comentarios con una amiga sobre el señor Click. Hammer pasó deprisa junto a Windy y su amiga, la mirada fija en el suelo y cargada con su cartera y varios expedientes, fingiendo que no prestaba atención a la conversación. Pero Windy tenía una voz escandalosa y todo el departamento de policía se enteraba de lo que decía.
—¿Qué edad tiene el señor Click? —ya había preguntado su amiga.
—Noventa y uno —replicó Windy con orgullo—. Me tiene embelesada. Me paso el día esperando que me llame. —Mostró el teléfono móvil, impaciente por oírlo sonar.
—Pero si lo tienes desconectado —observó la amiga—. Tienes que pulsar ese botón y ponerlo en marcha; de lo contrario, no sonará si te llama.
La amiga sacó del bolso su propio móvil y le hizo una demostración.
—¡Oh, vaya! —exclamó entonces Windy con renovada esperanza. Me pregunto si él sabrá conectar el suyo, porque cada vez que le llamo sale una voz que dice que no está accesible. Eso me deprime, porque me preocupa que no esté accesible en general y por eso no he tenido noticias suyas desde anoche.
—Creo que me encargaré personalmente de todo esto —decidió Hammer—. No puedo esperar a que el gobernador me reciba mientras un dentista permanece retenido como rehén en una isla que ha declarado la guerra a Virginia. Nada bueno puede salir de todo esto, Andy. Debemos intervenir de inmediato.
—Con el debido respeto —empezó a decir Andy, pero se contuvo—. Jefa… —intentó de nuevo—, el gobernador Crimm es un hombre orgulloso y un adicto al poder. Si actúas sin su conocimiento, no te lo perdonará ni lo olvidará. Quizá no lo reconozca, pero se ofenderá profundamente si tú te llevas todo el mérito.
—Entonces, ¿qué demonios vamos a hacer?
—Dame cuarenta y ocho horas —se arriesgó a prometerle Andy—. No sé cómo pero conseguiré una audiencia con él y le informaré de todo. —Hizo una pausa y pensó en Popeye y en lo vacía que parecía la casa de Hammer sin la perrita—. Encontraremos a Popeye, ya verás. No voy a darme por vencido en este asunto —afirmó Andy.
A Hammer se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que reprimirlas con un rápido pestañeo.
—Sé cuánto la echas en falta —continuó Andy, conmovido ante su tristeza y dispuesto a hacer que Hammer le hablara de sus sentimientos—. Y sé cuánto te irrita que haga las cosas sin tu permiso, pero ya no soy ningún novato. Tengo iniciativa y tengo una idea bastante clara de lo que hago. Tú siempre pareces estar irritada conmigo y no aprecias nada de lo que hago.
Hammer no quiso mirarlo ni responder.
—Para ser sincero —continuó Andy—, últimamente siempre pareces sentirte abatida y furiosa con el mundo.
Hammer seguía callada y Andy empezó a levantarse de su asiento.
—Bueno, no quiero invadir tu intimidad —murmuró, percibiendo que lo último que deseaba la jefa era que se marchase—. Será mejor que me marche y no te moleste más.
—Buena idea —dijo Hammer y se puso en pie bruscamente—. Se hace tarde.
Acompañó a Andy hasta la puerta como si estuviera impaciente por verlo marchar. Andy consultó el reloj, al tiempo que murmuraba:
—Tienes razón. Me marcho ya. Debo terminar el próximo artículo, ya sabes.
—No sé si atreverme a sacar el tema… —comentó Hammer mientras lo acompañaba hasta el porche delantero, donde una acerba brisa de otoño hacía susurrar las hojas de los árboles, que empezaban a mostrar sus primeros tonos rojizos y amarillentos—. ¿Habrá más comentarios sobresalientes de tu sabio confidente?
—No tengo ningún sabio confidente —respondió Andy con sorprendente rotundidad mientras bajaba los peldaños y pasaba entre el suave resplandor de las farolas de gas—. Ojalá lo tuviera —añadió al tiempo que abría la puerta del coche—, pero me falta encontrar a alguien que encaje en la descripción.