9

El miércoles, Major Trader se encontraba encorvado sobre su teclado cuando a las siete y tres minutos de la mañana el Agente Verdad publicó su último ensayo en Internet.

—¿Qué es esta absurdidad? —exclamó Trader en voz alta aunque estaba solo. Esto es muy desagradable, Agente Verdad, pero que muy desagradable. Ya nos ocuparemos de que no vuelvas a ensuciar la venerada historia de la Commonwealth de Virginia ni a pedir al público que te dé soplos.

Trader mordió el bollo de crema y se secó los gruesos dedos en el pijama mientras su mujer trajinaba en la cocina y movía cacerolas y cacharros en un atestado armario en busca de una sartén.

—¿Tienes que hacer tanto ruido? —le gritó Trader desde su despacho, que se encontraba al otro lado de aquella casa de coste barato que pronto venderían, logrando unos apetitosos beneficios.

Trader siempre había sido muy sagaz con sus inversiones y en los últimos años se había convertido en un potentado. Su modus operandi era sencillo. Compraba un solar en un barrio exclusivo que no permitiera la construcción de casas para la especulación, construía una, vivía un año en ella y la vendía, aduciendo que su cargo junto al gobernador requería intimidad y seguridad y que ambas cosas resultaban en cierto modo violadas, por lo cual se veía obligado a mudarse otra vez. Aunque sus vecinos se olían el chanchullo, ninguno de ellos pudo demostrar que estaba construyendo la casa con materiales baratos, aun cuando las diez anteriores que había edificado y vendido fuesen todas idénticas y más bien genéricas. Las cartas de queja de las asociaciones de vecinos habían sido ineficaces y completamente desoídas, y el proceder de Trader se había convertido en una adicción.

Le encantaba mudarse. Tal vez era lo que aportaba espectacularidad a una vida de otro modo artificial y falsa. Trader dedicaba varios meses cada año a dar órdenes a su mujer y a supervisar las tareas de embalaje que realizaba ésta, mientras presionaba al mareado constructor para que terminase la casa antes del plazo fijado al grito de: «¡Deprisa, deprisa!, ¡tenemos que mudarnos dentro de dos semanas y será mejor que la casa esté lista! ¡No me fastidies los planes!».

—Pero si todavía no hemos puesto los cables eléctricos —se le había quejado el constructor hacía una semana—. Y eso, ¿cuánto tardará? —había replicado Trader.

—Y aún no ha elegido la pintura…

—¡No seas idiota! ¡La misma pintura mate que has utilizado en las otras diez casas! —gritó Trader por teléfono—. ¡Y la misma moqueta Burbur color crema, imbécil! ¡Y los mismos apliques Williamsburg y de cobre, papanatas! ¡Y los mismos tiradores del Home Depot, subnormal!

Era de vital importancia que Trader desempeñara el papel de soberano cuando estaba en sus dominios. El resto del tiempo tenía que obedecer al gobernador y posiblemente nadie comprendía, a menos que lo experimentase en carne propia, lo mucho que afectaba eso al ego de quien obedecía.

«Haz esto, haz lo otro». «Utiliza una palabra distinta». «Vuelve a redactar ese párrafo». «Oh, he cambiado de idea, digámosle esto a la prensa». «Donde está mi lupa». «Sal de mi despacho ahora mismo, no me siento bien».

Al menos, el exigente y desagradecido cargo de Trader le había enseñado el valor de la manipulación, la venganza y el acaparamiento. Gracias a Internet y si su último plan de inversiones salía bien, se convertiría en millonario por méritos propios.

—¿Major? No me has dicho qué quieres para desayunar. ¿Salchicha o tocino? ¿Tostada de pasas o bollos? ¿Sémola con o sin queso? —le gritó su mujer desde la cocina en medio del ruido de cacerolas.

—¿Qué estás haciendo? ¿Practicando la percusión para una maldita sinfonía? —Trader le gritó a su vez—. ¡Quiero de todo!

Por suerte, sus hijos estaban internos en un colegio y Trader se ahorraba oír sus pasos imparables y ruidosos y sus voces agudas. Su mujer ya lo molestaba bastante y estaba realmente excitada con la nueva casa, igual que lo había estado con las otras diez. Pronto Trader cumpliría cincuenta años y podría retirarse y concentrarse en los delitos informáticos. Frunció el ceño, sumido en sus pensamientos, y leyó de nuevo el último ensayo del Agente Verdad. Luego redactó un mensaje electrónico, provocador y anónimo.

Querido Agente Verdad,

Soy el tataranieto de un espía de la Confederación, o sea que tal vez lleve en el ADN (ja, ja) la incapacidad de divulgar información reservada. Digo «ja, ja» porque sé que agradecerá mi aguda referencia al ADN, puesto que ya ha escrito sobre esa cuestión. Resulta que tengo razones para pensar que el gobernador no quiere detener a los que excedan el límite de velocidad en Tangier. Eso no le importa en absoluto. Sus verdaderos motivos para lanzar el VASCAR fueron crear el caos y cargar a otro las culpas. Estoy seguro de que le gustará mencionarlo en su próximo artículo. Por cierto, me ha entristecido mucho enterarme de lo de Popeye. ¿No se le ha ocurrido pensar que alguien, por algún motivo, podría haber robado esa indefensa perrita? Y si alguien tiene información sobre el doctor Faux o alguien más, ¿hay recompensa?

Cordialmente,

EsPíA

Mientras esperaba que el Agente Verdad respondiera, la casa se llenó del olor grasiento a carne frita.

—¡El desayuno está listo! —le gritó su mujer desde la cocina en el mismo momento en que el ordenador le anunciaba que tenía correo.

Querido señor Espía:

Los ciudadanos han de estar dispuestos a decir la verdad sin cobrar a cambio. ¡Y si sabe algo sobre la desaparición de Popeye, será mejor que me lo diga ahora mismo!

AGENTE VERDAD

—Bien, bien —susurró Trader con una jubilosa sonrisa—. Creo que le he tocado la fibra sensible.

—¿Dices algo, Major? —gritó su mujer entre el ruido que armaban los cacharros en la barata pileta de aluminio.

—¡A ti, no! —vociferó Trader al tiempo que empezaba a redactar otro correo.

Querido Agente Verdad:

Me han llegado rumores sobre quién era la dueña de la perra. ¿Será una coincidencia? Esa mujer no cae bien a todo el mundo y, para empezar, no tendría que desempeñar ese cargo. Ése es un mundo de hombres, ¿no cree? Y, por cierto, ¿tiene esa mujer una dirección no registrada? Me pregunto cómo encontraron su casa los secuestradores de la perra. Y sí, los ciudadanos deberían recibir una generosa recompensa por ayudar a la policía.

Cordialmente,

ESPíA

Furibundo, Andy tecleó un mensaje de respuesta a Espía.

Querido señor Espía:

No es en absoluto un mundo de hombres y si Popeye es víctima de alguna intriga política, le sugiero que me diga ahora mismo lo que sabe. Espero no tener que advertírselo otra vez. Y dónde viva la dueña del perro no es asunto suyo. Me pondré de nuevo en contacto con usted por el tema de la recompensa.

AGENTE VERDAD

Andy envió el correo y esperó que el señor Espía respondiera pero el alud de comunicaciones que llenó su ciberbuzón era de otros lectores. Andy descubrió con creciente furia que el señor Espía había desconectado, pero continuaba obsesionándole.

No podía dejar de pensar en las ocasiones en que había jugado con Popeye y ésta le había lamido las manos. Casi veía el brillo de su abriguito de tela satinada, sentía la suavidad de bebé de su rosada tripita y oía el ruido tranquilizador que producían sus uñas contra el duro suelo de la casa de Hammer en la época en que él la visitaba con frecuencia.

Andy cogió el álbum de fotos, que estaba sobre los libros de texto. Iba a encontrar a esa perra aunque fuese lo último que hiciera en su vida. También le preocupaba la seguridad de Hammer, aunque lo cierto era que tenía una dirección no registrada y que extremaba sus cuidados para que su vida privada fuese secreta. Sólo la policía, sus compañeros de trabajo y unos pocos vecinos sabían dónde vivía. Nunca había hablado de Popeye ni había permitido que los medios de comunicación le hicieran fotos. ¿Cómo había encontrado el secuestrador a Popeye si, como sugería el señor Espía, no era alguien que perteneciera al círculo íntimo de Hammer?

—Espero que estés viva, Popeye —murmuró Andy al dar con su foto favorita de la perra, una en la que lucía un abrigo de invierno rojo—. No te olvides de la superintendente Hammer y de mí, por favor. ¡Te encontraremos, te lo prometo! ¡Y ya verás lo que le hago al hijo de puta que te ha secuestrado!

Escaneó la foto y la imagen de Popeye llenó la pantalla del ordenador. Abrió el gestor de páginas web y tecleó el siguiente pie de foto: «Desaparecida. ¿Ha visto a Popeye? ¡Se ofrece gran recompensa!». Si la gente era tan insensible que necesitaba dinero para hacer lo correcto, Andy le seguiría el juego. Cambió el pie de foto y ofreció una «INMENSA RECOMPENSA» y, como era de esperar, enseguida llegaron las primeras respuestas falsas. La gente afirmaba haber visto a Popeye en el arcén de la carretera que iba al centro o en un callejón, o gimiendo en el asiento trasero de un coche sospechoso. Otros decían que, si la recompensa era buena, le darían pistas acerca de dónde estaba la perra y por qué.

Asimismo llegaron muchas muestras de solidaridad. Cientos de lectores narraron historias de animales domésticos que habían perdido durante la infancia. Casi todos los mensajes recibidos eran de ese estilo y Andy pasó el día entero ante la mesa del comedor intentando responderlos, a la espera de que alguien le dijera: «Yo me llevé a la perra porque mis hijos querían una y no podía comprársela, así que nos podemos encontrar en un lugar secreto y le daré la perra a cambio de un precio». O que alguien escribiera: «Mire, estaba todo planeado. Alguien que odiaba a la superintendente Hammer me dio la dirección y una pequeña cantidad de dinero. Ahora me doy cuenta de la maldad de esta acción y devolveré encantado a Popeye, siempre que eso no signifique meterme en problemas y sea recompensado».

Por desgracia no llegó ningún mensaje sobre el asesinato de Trish Trash, a excepción de un correo firmado con las iniciales P. J., cuyo remitente afirmaba haber jugado a softball con Trish Trash y saber a ciencia cierta que la mujer no habría ido a la isla Belle con un hombre si no era por la fuerza.

A las seis de la tarde, Hammer llamó a Andy por teléfono y le dijo:

—¿Has perdido la chaveta? Pensaba que sólo ibas a escribir artículos para combatir la delincuencia. ¡Ya es bastante triste que divagues sobre momias y piratas como para que ahora pretendas constituirte en la Sociedad para la Prevención de la Violencia contra los Animales!

—¿Quieres que retire la foto de Popeye de la web? —preguntó para sondearla—. Puedo hacerlo, pero he pensado que divulgar su desaparición no perjudicará a nadie. Tal vez incluso se animen a devolverla para cobrar la recompensa.

—Es que no sé si podré soportar verla con ese abriguito rojo cada vez que accedo a tu página —confesó Hammer con tristeza.

—Cuando las personas evitan ver fotos es porque todavía no se han curado. Precisamente por eso nunca rompo fotos de mis ex novias. Si puedo mirarlas, es que ya estoy bien. Si no, es que todavía estoy mal —explicó Andy.

—Bien, pues deja la foto en la página —asintió Hammer—. Tendré que acostumbrarme a ello. Y tienes razón, Andy, si hay alguna posibilidad de recuperar a Popeye, haremos todo lo que esté en nuestra mano. Pensaba que esta noche acorralarías al gobernador. —Ya había recuperado el tono de voz acelerado, propio de su trabajo—. Y me parece acertado que el Agente Verdad lo criticara de nuevo en su ensayo. Por cierto, ¿quién es tu «sabio confidente», a quien te has vuelto a referir?

—Que mi confidente sea sabio me da licencia para el diálogo y para las conversaciones explicativas —replicó Andy.

—Bueno, no sé de quién demonios se trata, pero nadie tiene que saber que tú eres el Agente Verdad, sobre todo después de este terrible asesinato —le dijo Hammer con brusquedad—. Así que espero que no revelaras tu identidad a esa mujer, tu «sabio confidente», y si lo hiciste tengo derecho a saberlo, aunque tu vida privada no me importe en absoluto. Dime que no es Windy.

—¿Windy? —Andy se ofendió y se cambió el teléfono de oreja—. Deberías saber que tengo bastante mejor gusto.

Hammer concluyó aquella conversación que había llegado demasiado lejos y se prolongaba en exceso, y colgó sin decir adiós. Andy mandó un último correo electrónico, aunque en esta ocasión utilizó su nombre de usuario.

Querido doctor Pond:

Me gustaría saber si ya tiene el resultado de esos análisis toxicológicos. Recuerde que éste es un caso extremadamente delicado y agradeceré que guarde absoluto secreto sobre todos los detalles. Y no, no puedo arreglarle lo de su última multa por conducción temeraria. Me permito sugerirle que lo más conveniente para usted es que vaya a la academia de conducir el sábado y se le restarán los puntos del expediente.

Gracias y buena suerte,

AGENTE BRAZIL

Desconectó y se puso el uniforme, y al cabo de una ahora aparcó ante el asador de Ruth Chris, en el lado sur de la ciudad. Allí se encontró con el agente Macovich, que había llevado a cenar en helicóptero a la primera familia del Estado. Los dos se sentaron en el coche de Andy y vigilaron la puerta delantera del restaurante, a la espera de que saliera el gobernador.

—¿Qué tal se vuela en ellos? —preguntó Andy, que contemplaba el brillante Bell 430 pintado a rayas de color gris metálico y azul marino en los laterales, y con el emblema de la Commonwealth en las puertas.

—Buf, puedo decirte que no es tan bueno como lo pintan —respondió Macovich—. Suerte que el gobernador no me ha reconocido cuando lo traía. Estaba seguro de que esa hija tan fea que tiene iba a decir algo sobre el billar y que entonces se descubriría el pastel, pero estuvo todo el viaje muy ocupada cogiendo tentempiés de debajo del asiento trasero. Sólo espero que durante el regreso tampoco diga nada. —Macovich encendió un Salem light y miró a Andy a través de sus gafas oscuras—. Ahora que estamos sentados aquí solos, podrías decirme, de hombre a hombre, por qué Hammer te suspendió de servicio durante un año.

—¿Quién dice que me suspendió? —preguntó Andy, algo a la defensiva.

—Todo el mundo. Según los rumores, te metiste en algún lío gordo o te peleaste con ella.

—Me estaba sacando el carné de piloto y algunas asignaturas más.

—Sé que para aprender a volar no necesitaste cuarenta horas semanales durante todo un año. ¿Y cuánto dedicaste a las asignaturas? ¿Dos, tres semanas por cada una? ¿Y qué hacías el resto del tiempo? ¿Perseguir mujeres y ver la televisión?

—Tal vez.

—¿No vas a decirme por qué se te suspendió? —insistió Macovich.

—No —respondió Andy, malhumorado, pensando que lo mejor sería dejar que el rumor persistiera. Nadie, Macovich incluido, podía enterarse de quién era en realidad el Agente Verdad.

—Pues nadie diría que tienes una vida complicada. Cualquiera que te vea pensará que eres el hijo de puta más feliz de la ciudad —añadió Macovich, celoso.

—Necesitamos pilotos nuevos —dijo Andy para cambiar de tema—. Ahora mismo, tú y yo somos los únicos que quedamos.

Macovich siguió la mirada de Andy hasta el helicóptero y empezó a albergar una sospecha.

—Apuesto a que quieres llevar al gobernador en helicóptero —lo acusó Macovich tras una nube de humo.

—¿Y por qué no? Me parece que podrías echarme una mano —replicó Andy alegremente en el mismo instante que decidía abordar al gobernador sobre ese asunto—. En realidad la primera familia debería tener más de un piloto. Por cierto, ¿qué demonios haces cuando las condiciones meteorológicas no son lo bastante buenas para realizar un vuelo manual y hay que volar con instrumentos?

—Buscar alguna excusa de por qué el helicóptero no puede llevarlo a donde quiere —respondió Macovich—. Casi siempre le digo que el aparato está pasando una revisión o que el radar no funciona.

—¿Tienes un cuatro treinta y sólo puedes volar cuando hace buen tiempo? —preguntó Andy, incrédulo—. Ese cacharro está hecho para volar entre las nubes. ¿Por qué crees que tiene piloto automático, sistema de información integrada en pantalla, etcétera? Por no hablar de ese motor suave como la seda. Podrías pilotar ese pájaro como si fuera un F-16. No es que lo recomiende. —Andy se apresuró a decir, ya que era ilegal hacer acrobacias con un helicóptero—, pero debo admitir que yo lo hice en Fort Worth, en un simulador, cuando estuve en la escuela de vuelo Bell. Reduje la velocidad a unos cincuenta nudos, dirigí el morro hacia abajo, moví el cíclico hacia la derecha, hasta el fondo, y empecé a dar vueltas.

A Macovich le sentó mal la idea de estar boca abajo en un helicóptero e inhaló todo el humo que le fue posible para calmar sus nervios.

—Estás loco —dijo—. No me extraña que te suspendieran de servicio, a menos que… —Macovich había tenido una idea—. A menos que no lo hubieran hecho y anduvieras detrás de algo, en alguna misión secreta. ¡Vaya!

—Hablando de secretos —dijo Andy, esquivando con destreza las insinuaciones de Macovich—, me pregunto quién debe de ser el Agente Verdad.

—Sí, y no eres el único que se lo pregunta —comentó Macovich—. El gobernador se muere de ganas por saberlo y me ha dicho que lo averigüe. Así que si tienes alguna idea, te agradeceré que me la comuniques.

Andy no respondió.

—Yo también siento curiosidad —prosiguió Macovich—. ¿Cómo sabe lo de Tangier y lo que estuvimos haciendo allí? Lo he leído todo en esa columna que firma en Internet. Es como si hubiera estado allí y lo hubiera visto todo.

Andy no dijo nada porque no quería mentir. Macovich volvió hacia él sus gafas oscuras, y sus pensamientos fueron asaltados por otra sospecha.

—¿No serás tú el Agente Verdad? —lo presionó Macovich—. Porque si lo eres, prometo guardarte el secreto. Aunque tienes que entender que debo decírselo al gobernador.

—Escucha, ¿qué te hace pensar que si supiera quién es el Agente Verdad no se lo diría yo mismo al gobernador? Andy sorteó la pregunta con otra pregunta.

—Sí supongo que tienes razón. Si lo supieras, se lo dirías y todo el mérito sería tuyo —precisó Macovich.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿quién crees que es? Se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que fuera Major Trader.

—Difícilmente —replicó Andy—. Trader no puede decir la verdad, o sea que no puede ser el Agente Verdad, ¿acierto?

—Probablemente tengas razón. —Macovich exhaló una bocanada de humo—. Y también tienes razón en que andamos escasos de pilotos.

—¿Por qué todos lo dejan? —inquirió Andy.

Macovich decidió que ya había hablado bastante. Tenía suficientes problemas con la primera familia y no era cuestión de empeorar las cosas. Le preocupaba que Andy pudiera convertirse en una amenaza para él. Ese blanquito era muy listo, mucho más listo que él. Andy ni siquiera tenía que pensar mucho tiempo antes de hablar y a veces utilizaba palabras cuyo significado Macovich desconocía.

—Apuesto a que cuando ibas a la escuela eras uno de esos empollones —dijo Macovich con envidia y dispuesto a encontrar la manera de humillarlo—. Apuesto a que vivías en la biblioteca y no hacías más que estudiar.

—Qué va, nunca estudié —replicó Andy, sin añadir que había pasado tres años en la escuela superior y que le había gustado tanto aprender que nunca lo consideró un deber impuesto—. Lo único que me apetecía era salir y sacar adelante las cosas.

—Sí, seguro. —La nube de humo asintió.

Macovich pasó un año en una escuela técnica, y decidió oponerse a la ambición que tenía su padre de que el hijo mayor llegara un día a tener un trabajo respetable en la Ethyl, fabricando disolventes. Se marchó de casa durante su primer año de estudios para alistarse en el ejército, donde aprendió a pilotar helicópteros, y luego ingresó en la escuela de policía. Con la intención de molestar un poco a su padre, hacía dos meses que le había regalado una foto de la primera familia; la señora Crimm había escrito en ella una dedicatoria personal con la rúbrica de: «Primera dama, Maude Crimm».

Una colilla de cigarrillo voló trazando un arco perfecto y cayó al asfalto, donde brilló como un ojo furioso.

—Lo único que tengo que hacer es decirle al gobernador que me harás de copiloto, y él cuidará de ti —fanfarroneó Macovich sin la menor intención de buscarle a Andy un helicóptero ni ninguna otra cosa salvo, tal vez, algún problema—. Eso suponiendo que no me reconozca. Si ese tiburón de hija que tiene decide montar una bronca, será mejor que se lo diga otro día. Y ahora, será mejor que fume otro cigarrillo antes de que salgan.

Durante un breve instante, el humo se aclaró lo suficiente para que Andy recordase que Thorlo Macovich era el negro más grande que había visto en su vida.

—No es que al gobernador le moleste que fume. —Macovich encendió otro cigarrillo mentolado—, pero a la primera dama, buf… ¿Recuerdas esa entrevista suya en el periódico de hace dos domingos sobre el «humo terciario»? —La nube de humo se volvía cada vez más espesa—. ¿Sabes cómo? Yo inhalo, te paso el humo a ti, a tu boca, y después tú sales corriendo y se lo echas a otra persona en la boca.

—Pues creo que será mejor que lo eches en otro sitio —dijo Andy, urdiendo un plan—. Ahí llegan.