8

El doctor Faux estaba atado a una silla y tenía los ojos vendados con un trapo que olía a agua salobre. No estaba especialmente asustado, pero sí muy irritado y molesto. Conforme transcurría el tiempo, sus esperanzas de una rápida liberación y de conseguir los cincuenta mil dólares empezaban a difuminarse. Ya no estaba seguro de las intenciones de los isleños, pero éstos no tenían fama de violentos.

De hecho, hasta donde él sabía el mayor delito en la historia de la isla era el robo de una caja fuerte en casa de Sallie London, hacía de eso ya algunos años. Sallie guardaba en ella los ahorros de toda una vida y la isla entera había colaborado para que la mujer no tuviese que depender sólo de las recetas originales que vendía en la cajita que había colgado en un poste telefónico cercano a correos. El delito quedó sin resolver.

Los secuestradores del doctor Faux lo habían sacado de la consulta para llevarlo a un lugar desconocido de la clínica, desde donde oía pasar las bicicletas por una ventana abierta que permitía un flujo constante de aire húmedo cargado de moscas y mosquitos. De nada le hubiera servido pedir auxilio a gritos, pues toda la población participaba de la conspiración y parecía haberse vuelto contra él. Por primera vez en casi medio siglo, el doctor Faux tuvo tiempo para reflexionar sobre su vida. Con un suspiro, recordó las oportunidades perdidas y su negativa a convertirse en misionero en lo que entonces era el Congo. Dios había Llamado a Sherman Faux, pero el joven Shermie prefirió entonces colgar el teléfono al Creador, resistiéndose a contestar nunca más. Era probable que, finalmente, Dios lo estuviera castigando. Y allí se encontraba en aquel momento, encarcelado en una islita remota en mitad de ninguna parte y, a menos que ideara algún hábil plan, sus días de defraudar a la seguridad social estaban más que acabados.

—Lo siento —dijo el doctor Faux a Dios—. Me la veía venir. Es como cuando Jonás decía que no quería ir a Nínive y Tú le dijiste: «Ahora verás», e hiciste que la ballena lo tragara para después vomitarlo frente a Nínive, a pesar de todo. Te pido, Señor, que no me hagas despertar en mitad del Congo; o de Zaire, como lo llaman ahora. Ya es suficiente con tenerme aquí, donde me encuentro en este momento.

Fonny Boy estaba sentado en el suelo, apoyado contra una pared en la sala de suministros médicos. Tenía calor, estaba lleno de picaduras de insectos y ya se sentía harto de montar guardia, pero cuando el dentista se puso a rezar en voz alta, ajeno por completo a su presencia, el muchacho levó poco a poco el ancla para alejarse de su fantasía favorita, ésa en la que izaba una nasa destinada a la captura de cangrejos y encontraba en ella un cofre del tesoro lleno de oro y joyas. Su obsesión por los barcos hundidos era la única razón, probablemente, que lo hacía saltar de la cama cada mañana de verano, de día fiesta o de fin de semana a las dos en punto, cuando su padre lo despertaba y ambos se dirigían a los muelles en el cochecito de golf. Mientras engullía un bocadillo de ostras fritas o de cangrejo para desayunar, Fonny Boy se imaginaba a sí mismo recogiendo una nasa y descubriendo un barco pirata hundido o, quizás, un cangrejo que llevara entre las pinzas una moneda de oro o un diamante.

En muchas de las tiendas de recuerdos había varias autoediciones de las leyendas locales, y Fonny Boy las había leído todas debido a su interés por la historia marítima y por el rescate de pecios. Su relato favorito era el de un incidente sucedido en febrero de 1926, cuando una extraña combinación de vientos y mareas hizo descender el nivel de las aguas de la bahía, dejando a la vista el casco medio putrefacto de una embarcación. Fonny Boy estaba convencido de que se trataba de un barco pirata, porque entre los restos se había encontrado un hacha de guerra junto a piezas de cerámica fina y otros objetos que los barqueros vendieron rápidamente a un anticuario de Nueva York que se hallaba de paso. Por desgracia, las aguas se elevaron de nuevo rápidamente y el pecio no fue localizado nunca más. Si el barco pirata había sobrevivido varios siglos en la bahía, seguro que unas décadas más no cambiaban la situación. Aún seguía allí, en alguna parte, pero por desgracia nadie recordaba el lugar exacto donde se había avistado durante aquel frío invierno de tantos años atrás.

La otra posibilidad que barajaba Fonny Boy era que el barco hundido fuera uno español que en 1611 había anclado en Old Point Comfort, en lo que hoy es Hampton, Virginia. Era posible que la nave hubiese sido enviada por el rey Felipe III de España para espiar a la gente de Jamestown y ver qué hacían. Otros historiadores creían que los españoles, en realidad, buscaban otro de sus barcos, hundido antes. ¿Y por qué iban a molestarse en buscarlo, si no era porque contenía un tesoro?, se preguntaba el muchacho. En esa época, en el asentamiento británico recién establecido apenas sucedía nada, salvo que los pobladores se escondían en el fuerte para evitar a los nativos, los salvajes, quienes —según había leído Fonny Boy— eran muy antojadizos: tan pronto llevaban maíz a los colonos, como los recibían con una lluvia de flechas.

Fonny Boy siempre se ponía del lado de los salvajes. Suponía que para ellos los colonos eran muy parecidos a los actuales forasteros en Tangier: los isleños los toleraban casi siempre, pero no caían bien y no despertaban la menor confianza. ¿Por qué sería que los forasteros siempre miraban con superioridad a los lugareños en cualquier parte? Eran los forasteros quienes debían ser tachados de inferiores; ellos eran quienes necesitaban desplazarse en taxi e ignoraban dónde se comía mejor o cómo se cultivaba el maíz, y además tenían que pagar un cuarto de dólar para echar un vistazo a los pelones. ¡Ni que un cangrejo azul en plena muda fuera una criatura exótica como un panda o una anaconda!

Cuando, a las seis en punto, el sol ya se hundía en la bahía de Chesapeake y los restaurantes y tiendas de recuerdos cerraron las puertas, el doctor Faux se sumió en el silencio. Aunque el dentista no podía ver nada debido a la venda de olor pestilente, en cambio percibió la rápida bajada de temperatura cuando la noche empezó a envolver la isla al compás de la entrada de un frente frío. Faux tenía claro que de momento no iría a ninguna parte. Nadie, ni siquiera los guardacostas, visitaban Tangier después de anochecer, cuando caía la niebla y difuminaba la costa tortuosa y lo que quedaba de aeródromo. Cuando las condiciones no eran buenas, sólo las barcas de los pescadores se desplazaban libremente, pero eso no le servía de nada al doctor Faux. Ya sabía por experiencia propia que los isleños eran tercos, y en absoluto dados a cambiar de idea. Nadie iba a permitir que se largara de allí por las buenas, tal vez nunca más.

El dentista creía haber oído pocos minutos antes un ruido en la estancia.

—Si me mantenéis aquí, atado de esta manera, ¿quién se ocupará de vuestras dentaduras? ¿Estás ahí, Fonny Boy?

—Sí —respondió el muchacho, y añadió unos sonidos de armónica.

—Me gustaría saber qué planes tenéis, si no te importa contármelos— dijo Faux.

Fonny Boy repitió lo que los isleños habían discutido en asamblea después de tomarlo como rehén:

—Depende del gobernador. Si esas rayas siguen en la carretera, no le queda a usted ninguna esperanza. Ya estamos hartos de Virginia y no aguantamos más el trato que recibimos; tampoco queremos ir a la cárcel por exceso de velocidad en los carros de golf ni que la NASCAR construya una pista de carreras para montar grandes espectáculos. Y tenemos pensado darle su merecido por lo que ha hecho con nuestros dientes, fingiendo que se preocupaba por nosotros cuando, en realidad, nos utilizaba vilmente.

—¿La NASCAR? —exclamó el doctor, perplejo—. ¿Has asistido alguna vez a una carrera de la NASCAR, muchacho?

—¡Sí! —replicó Fonny Boy, que arqueó las cejas y encajó la mandíbula, indicando así que hablaba al revés y que quería decir lo contrario.

—Bueno, no sé muy bien qué significa ese sí, pero te aseguro que la NASCAR no tiene la menor intención de venir por aquí. En esta isla no habrá jamás ningún montón de dólares a ganar, sea con las carreras de coches o con ninguna otra cosa.

—Lo dice la policía —replicó el muchacho—. Y si el gobernador no hace lo que debe y no deja de fastidiarnos, vamos a botar todas las barcas y a montar un bloqueo en torno a la isla e izaremos una bandera con un cangrejo en el centro y quemaremos la enseña de Virginia. Y para montón de dólares, el que ha conseguido reunir usted con sus visitas a Tangier, ¿verdad, doctor Faux?

—¿Vais a izar una bandera con un cangrejo y a cometer traición? —El doctor se mostró perplejo e insistió en escurrir el bulto de las acusaciones del chico sobre su honradez profesional. Eso provocaría otra guerra civil, Fonny Boy. ¿Te das cuenta de las graves consecuencias que tendría un acto tan hostil?

—Yo sólo sé que estamos hartos —replicó Fonny Boy, desafiante y con cierta arrogancia en la voz.

—Bien, muchacho, llevo muchos años visitando la isla —confesó el doctor Faux—. Y no es ninguna casualidad que haya decidido no vivir aquí. Lo que quiero decir, Fonny Boy, es que si deseas tener una oportunidad en la vida, tienes que actuar de un modo inteligente, lo cual en este momento significa hacerme caso.

—Escucharle no sirve de nada —replicó el muchacho con unos bufidos de armónica, dispuesto a impedir que su interés se viera desviado por lo que podía resultar, simplemente, un intento de proponerle algo.

—Escucharme puede resultar muy valioso, porque hacer lo más inteligente puede proporcionarte una buena oportunidad en la vida. Quizás ahí afuera te espera algo especial, Fonny Boy. Pero si sigues con esa gente que me ha encerrado, hay muchas posibilidades de que termines metido en problemas y pases el resto de la vida en esta isla pequeña y pelada, vendiendo recuerdos y cangrejos mientras tocas la armónica. Debes ayudarme a salir de aquí y, si lo haces, quizá te lleve a Reedville conmigo para que trabajes en mi oficina y aprendas a conducir un coche de verdad.

—¿Qué hará si me lleva a la costa? ¿Me arrojará unos dólares de plata? —replicó Fonny Boy con sarcasmo al tiempo que atacaba una versión irreconocible de Yankee Doodle.

—¿Sabes qué es un reclutador? —continuó el doctor Faux sin alzar el tono—. Bien, yo te lo diré. Podría darte empleo para que andes por ahí y busques chicos necesitados cuyos dientes requieran una buena intervención odontológica que sus familias no pueden costear. Tú me los traes a mi clínica de Reedville y yo te doy diez dólares por cada chico. Cuando aprendas a conducir, te compraré un coche. No tenemos por qué volver a pisar esta mísera isla en el resto de nuestra vida.

Fonny Boy tenía mucho que pensar y además era la hora de la cena. Salió de la sala de material, cerró de un portazo para asegurarse de que el dentista lo oía marcharse, y se olvidó de informarle de que pronto le llegaría agua y una bandeja con comida.

El muchacho sintió una punzada de culpabilidad mientras montaba en la bicicleta y se alejaba de la clínica pedaleando, sin renunciar a seguir tocando el Yankee Doodle. Quizá debería haber sido un poco más amable con el doctor y haberle dicho lo de la comida. Tal vez debería esforzarse más para comportarse como le habían enseñado en la iglesia, pero estar involucrado en actividades militares y rebeldes excitaba a Fonny Boy. Se sentía un poco picado y dispuesto a cometer una barrabasada. Sopló fuerte la armónica y pedaleó más rápido de lo habitual, acelerando a tope al cruzar las dos líneas que aparecían pintadas en Janders Road. Fonny Boy pedaleó con furia al aire gélido bajo la luz de la luna y casi se echó encima de su tía Ginny, que se dirigía a la clínica en un cochecito de golf.

—¡Eeeh! —gritó ella cuando se cruzaron—. ¡No toques ese instrumento a estas horas! ¡Volverás locos a los vecinos!

Fonny Boy sopló una réplica sonora y rebelde, y de nuevo deseó no haberse tragado el algodón. La otra vez le había fastidiado una semana entera, moviéndose por sus tripas con la lenta determinación de un glaciar hasta que por fin encontró la salida mientras él estaba en la barca con su padre, sin retrete y sin tierra a la vista.

Cuando Ginny entró en la sala de material momentos después, con la bandeja de pastelillos de cangrejo, bollos calientes y margarina, el doctor Faux había vuelto a sus oraciones.

—… amén, Jesús. Volveré contigo más tarde. ¿Eres tú, Fonny Boy? —preguntó el dentista, esperanzado—. Señor misericordioso, estoy helado. ¿De dónde demonios ha salido este tiempo invernal de repente?

—Viene de la bahía. Le traigo la cena y agua.

—Tengo que ir al baño. —Al doctor Faux le avergonzaba tener que decirle aquello a una mujer cuya boca había taladrado y explotado durante años.

Ginny asintió, siempre que Faux prometiera volver a la silla plegable y dejarse atar y taparse los ojos con la venda.

—Si me ata y me pone la venda, no podré comer —dijo el doctor Faux cuando Ginny lo liberó. El dentista entrecerró los ojos, deslumbrado ante la luz mortecina de la estancia.

—Me quedaré aquí por si no vuelves de tus asuntos y, además, no he venido aquí para no decirte nada. —Era el modo que tenía Ginny de decirle que lo dejaría tranquilo mientras se aliviaba, a menos que intentara alguna treta, como escapar. Y que no tenía intención de proporcionarle la menor información.

Mientras el dentista iba al baño, Ginny se sentó en una caja de muestras gratuitas de jabón antibacteriano y rumió acerca de los controles de velocidad, el desembarco de la NASCAR en la isla y lo que el agente había sugerido acerca de la horrible atención dental que recibían los isleños. Ginny se había reunido con otras mujeres en Spanky’s y habían hecho correr la noticia mediante octavillas que insertaron en las vallas metálicas y en todos los restaurantes y tiendas. Incluso las habían repartido a los capitanes de los transbordadores, quienes prometieron añadir la noticia de la NASCAR y avisos sobre el fraude dental en sus viajes turísticos, que llevaban a los visitantes desde Crisfield y Reedville.

Faux volvió a la silla plegable y preguntó a Ginny qué tal le iba la dentadura.

—Igual —respondió ella—. De vez en cuando tengo un poco de sensibilidad donde usted arrancó los últimos dientes la semana pasada. Anteanoche devolví.

—Si sientes náuseas o ganas de vomitar, es que debe de haber algún fallo —la engañó Faux, una vez más—. Y cuando hablas, me suena como si esas piezas nuevas bailaran un poco.

—¡Como dos mozas contentas!

—Pues si necesitas otro tubo de crema adhesiva, puedes coger uno, ya que estás aquí —dijo el dentista mientras devoraba uno de los pastelillos de cangrejo—. Están en el armario del centro, en la sala de exploración.

Ginny lo miró en silencio mientras comía y empezó a luchar contra un profundo resentimiento cada vez más próximo al odio. Era una piadosa mujer de iglesia y sabía que odiar era pecado, pero se sentía incapaz de contenerse mientras contemplaba cómo el codicioso e indiferente dentista engullía el resto de la cena.

—Siempre había pensado que era el mejor dentista que conocía, doctor Faux —masculló al fin—. Pero ahora sé que no debemos confiar en nadie. Ahora sabemos qué nos ha estado haciendo. Y me da mucha rabia y estaba furiosa mientras lavaba los platos, justo antes de traerle la cena. Cuando venía a ayudarnos, le dábamos todo lo que podíamos, sobre todo comida y buenas palabras, ¡y vaya pago a cambio! ¡Nos tomaba el pelo y nos manoseaba la boca para conseguir que el gobierno le pagara más de lo debido!

—Mi querida Ginny, sabe que eso no es cierto en absoluto —respondió Faux en tono lisonjero—. Para empezar, los funcionarios del gobierno inspeccionan a los dentistas continuamente y vigilan cosas así. No podría hacerlo ni aunque se me ocurriese. Y juro por la Biblia y la beso. —Faux utilizó una de las exclamaciones favoritas de los isleños—, que lo que digo es verdad.

—¡Se acabó! —Ginny ya había oído bastante.

La mujer pensó con amargura que mal día sería aquel en que un agente del gobierno tomase el trasbordador y se presentara para investigar la boca de los isleños y observar si los trabajos dentales realizados eran correctos y necesarios. Intentó aplacar la furia que sentía recordándose que, de no ser por el doctor Faux, no tendría las prótesis ni la crema adherente ni muestras gratuitas de lavados de boca. De no ser por él, a buen seguro no tendría más dientes que los suyos, que el dentista no había tenido más remedio que extraer a causa de flemones, fracturas de raíces, mal esmalte, defectos de colocación y ya no recordaba qué más.

Rezó en silencio para sí un «No quiero odiar a nadie», pero la realidad cayó sobre ella como una enorme losa imposible de apartar.

La verdad, por supuesto, era que le había sorprendido mucho enterarse de que tenía tantos problemas dentales graves, pero había confiado en el doctor Faux. La verdad era que hasta hacía pocos años tenía una buena dentadura y todo el mundo comentaba siempre su bella sonrisa. Ginny no había tenido una caries desde la infancia y, de pronto, en muy poco tiempo se había quedado sin un solo diente propio. Cuanto más reflexionaba sobre ello mientras regresaba a casa por la calle a oscuras, tras volver a encerrar al doctor Faux en el centro médico, más eran los pensamientos venenosos que le provocaba el dentista. ¿Cuántas veces le había contado Faux que todos los isleños tenían mala dentadura y la «enfermedad de Tangier» de nacimiento, debido a la «consanguinidad»? ¿Cuántas veces le habían llegado noticias de que a alguien se le había caído un empaste, o se le había infectado una encía o que alguna corona lisa y con el aspecto de una tecla de piano se había partido por la mitad sin motivo aparente?

Ginny continuó pensando en todo ello con creciente agitación y pesar mientras cruzaba las rayas pintadas en Janders Road. Tal vez deberían retener al doctor Faux hasta que también se le cayeran todos los dientes a él. Quizá se merecía llevar una dentadura postiza que no le encajara bien y que le causara dolor de encías y le impidiera comer. Sí, ojalá tuviese que mirar con deseo y nostalgia las mazorcas de maíz que ya no podía comer, o avergonzarse de que sus prótesis repiquetearan como castañuelas al hablar por teléfono.

—¡Querida, pareces una plañidera! ¡Te caen las lágrimas! —exclamó el marido de Ginny cuando ésta entró en casa, sollozando, y cerró de un portazo.

—¡Quiero mis dientes! —exclamó por fin, casi histérica.

—¿No recuerdas dónde los dejaste? —preguntó el hombre, y empezó a revolver en busca del frasco de cristal donde Ginny solía dejar la dentadura postiza—. ¡Pero bueno! —exclamó de repente cuando se puso las gafas—. ¡Que me aspen si no los llevas en la boca, Ginny!

UNA NOTA HISTÓRICA A PIE DE PÁGINA por el Agente Verdad

A primera vista, quizá no parezca muy adecuado llamar nota a pie de página a esta digresión, pues el lector verá que el texto no va precedido de ninguna llamada, ni se encuentra a pie de página.

Sin embargo, el término «nota a pie de página» no tiene por qué aludir a la referencia marcada con números que encontramos en los ensayos, libros de texto y demás. El término también puede indicar algo de menor importancia. Por ejemplo, podría decirse que hasta hace pocos años Jamestown no era más que una nota al pie de la Historia, ya que la mayoría de la gente creía que los Estados Unidos tenían su origen en Plymouth, y por eso se celebra el día de Acción de Gracias. Aunque los libros de texto aún dedican escasa atención a Jamestown, por lo menos ya consta en los libros escolares —y no queda relegado a una mera nota a pie de página— el hecho de que ahí estuvo la primera colonia inglesa permanente.

Me satisface informar de que en el libro de texto de secundaria, La nación americana, se cita Jamestown en las páginas 85 y 86. En cambio, lamentablemente la edición de 1997 de mi Enciclopedia Británica sólo ofrece un octavo de página sobre Jamestown, y uno saca la impresión de que no queda nada del emplazamiento, salvo réplicas de las naves con las que llegaron los colonos desde la isla de los Perros. Estas réplicas se hallan en realidad a un kilómetro y medio al oeste del fuerte original y forman parte de lo que se denomina «asentamiento de Jamestown», que también es una réplica, lamento decirlo; sin embargo merece una visita siempre que uno tenga en cuenta que los primeros pobladores no construyeron los edificios del siglo XX, los retretes, las tiendas de comestibles, los puestos de recuerdos, los aparcamientos y el transbordador, del mismo modo que tampoco surcaron el océano con las naves que se exhiben amarradas en el río.

Me parece vergonzoso que cuando uno visita Jamestown encuentre numerosas señales que lo dirigen hacia el asentamiento, y sólo un par de rótulos que indican la dirección del emplazamiento original. Así pues, se puede escoger entre visitar el Jamestown reconstruido o el auténtico, y muchos turistas seguramente prefieren el primero debido a las instalaciones complementarias. Cabe decir que cuando se levantó la reproducción, se consideraba que el emplazamiento original se había perdido en el río, por la erosión; ello explica por qué Virginia creyó estar haciendo un servicio público al emprender las obras.

La cuestión —comenté a mi sabio confidente— es que la gente acepta como verdadero lo que sólo son fabulaciones o, cuando menos, no puede demostrarse. A continuación le puse como ejemplo el supuesto origen del nombre de isla Tangier.

Según se cuenta, cuando John Smith descubrió la isla deshabitada que hoy llamamos Tangier, pero que bien pudiera ser Limbo, le recordó vivamente Tánger, la ciudad marroquí, lo cual le inspiró el nombre que daría a la isla: «Isla Tánger del Nuevo Mundo». Todo esto, sin embargo, siempre me ha parecido un cuento apócrifo.

«Tangier no se parece en nada a Tánger —dije a mi sabio confidente—, y eso me hace pensar si Smith no estaría hablando ya al revés… si es que alguna vez dijo tal nombre, para empezar».

Añadí que Smith, mientras exploraba la zona en la barcaza quizá comentó: «¿Veis esa isla de ahí? Es muy agradable y evoca Tánger». Y tal vez lo dijo en son de broma, con una perceptible inflexión en la voz y una expresión en el rostro que decían todo lo contrario.

Según otras teorías, la isla Tangier recibió su nombre de la ciudad norteafricana, en efecto, pero como consecuencia de que ciertos soldados británicos destinados en Tánger habían zarpado rumbo a América y se habían establecido en una isla de la bahía de Chesapeake, que bien podía ser la actual Tangier, una vez que el ejército inglés retirara su guarnición de la ciudad marroquí, en 1684. Sin embargo, años después ciertas gentes que se hacían llamar «moros» los que vivían en el condado de Sussex, Virginia, negaron que sus antepasados africanos hubieran tenido ninguna relación con la isla Tangier.

¿Quién sabe cuál es la verdad? Ve hecho, nadie parece estar muy seguro de cuándo empezó a habitarse, pero ya hay documentos de propiedad de tierras extendidos en 1670, y una tradición isleña muy discutible sostiene que en 1686 John Crockett se estableció en un altozano, cultivó patatas, nabos, peras e higos y crió ganado y ocho hilos. La isla empezó a prosperar y llamó la atención de las facciones enfrentadas en la guerra de la Independencia, cuando los británicos exigieron suministros a Tangier y el resto de Virginia respondió con un bloqueo de la isla y una serie de advertencias amenazadoras por parte del gobernador de Virginia, Thomas Jefferson.

Mientras tanto, los piratas se apropiaban de lo que les venía en gana; en sus correrías quemaron la casa de un isleño llamado George Pruitt y aterrorizaron a una gente desarmada, demasiado escasa en número para defenderse. Y por si todo ello no bastara, un muchacho llamado Joe Parles II fue detenido y reclutado a la fuerza por los británicos, y todos los jóvenes de Tangier se vieron obligados a ocultarse. Los isleños no tuvieron más remedio que decidirse a comerciar abiertamente con el enemigo si no querían que les confiscasen sus cosechas, propiedades y seres queridos, y empezaron a vender suministros a los británicos, a los otros americanos y a los piratas. Sencillamente, izaron la bandera más conveniente según quien anduviera por la zona. Esta técnica de supervivencia se ha mantenido a lo largo de los siglos y, para mí, explica por qué la gente de Tangier padece a los turistas que hoy visitan la isla y acosa a los visitantes con ofertas de pastel de cangrejo, baratijas, camisetas, servicio de taxi en los cochecitos de golf… e información falsa.

Querido lector, le solicito que colabore conmigo en el cumplimiento de la Regla de Oro. ¡Por favor!, si usted ha sufrido algún trabajo dental deficiente o sospechoso por parte de un tal doctor Sherman Faux, de Reedville, envíeme un mensaje electrónico lo antes posible. Si alguien conoce el paradero de una perrita Boston terrier llamada Popeye, hágamelo saber de inmediato. Al igual que el dentista, la perrita ha desaparecido y cabe la posibilidad de que la retengan como rehén en alguna parte. A diferencia del dentista, la perrita Popeye nunca ha hecho mal ni se ha aprovechado de nadie, y no se merece lo que le ha sucedido. Si tiene información sobre estos delitos o cualquier otro —sobre todo acerca del vil asesinato de Trish Trash—, facilítemela.

¡Tengan cuidado ahí afuera!