7

Andy medía la impaciencia de Hammer por el ritmo del tamborileo de sus dedos sobre el escritorio. En aquel momento interpretaba un fuerte staccato encima del secante mientras escuchaba al joven, que le informaba sobre Tangier y le explicaba que la revuelta guardaba relación con el pasado del lugar, ya que en ese instante el agente no tenía motivos para saber que sus comentarios sobre las malas prácticas dentales habían enfurecido a los isleños tanto como los controles de velocidad.

—Pero si mucha de esa gente ni siquiera conoce su pasado y tampoco ha oído hablar de John Smith —replicó Hammer al otro lado del escritorio, desde donde tenía una excelente vista de la calzada circular que rodeaba los edificios oficiales y de las banderas que ondeaban en mástiles altos.

—Yo no los infravaloraría, jefa. Lo único que hago es ponerte en antecedentes —dijo Andy, con el uniforme empapado de sudor y temeroso de lo que Hammer iba a decirle acerca de su último artículo como el Agente Verdad—. En mi opinión, los isleños están programados para pensar que los de afuera son malandrines que llegan para robarles la isla y todo lo que hay en ella; más o menos, lo que debían sentir los nativos norteamericanos cuando los ingleses desembarcaron en Jamestown y empezaron a construir el fuerte.

—¿Malandrines? —Hammer frunció el ceño.

—Es la palabra que usan los isleños para designar a los piratas.

—¡Jesús! —gruñó ella.

Windy Brees apareció de repente en la oficina de Hammer con una expresión excitada en su rostro maquillado y un paquete de UPS clavado en sus uñas pintadas de rojo brillante.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Windy—. Nunca adivinaría lo que ha pasado.

—Dímelo tú —dijo Hammer con impaciencia. No soportaba las adivinanzas de su secretaria.

—¡Tenemos problemas como para parar un camión! —dijo Windy, jadeante—. Ha desaparecido un dentista que trabaja con esos isleños: Ayer fue a la isla, como solía hacer, y su mujer ha denunciado su ausencia a la policía de Reedville. Les dijo que su marido no había regresado en el ferry, y cuando llamaron a la clínica dental un chico que hablaba muy raro dijo que el dentista había sido tomado como rehén hasta que el gobernador reconociera la independencia de la isla, o algo así.

—Sí, ya estaba al corriente de eso. Al parecer, los isleños han capturado al dentista y lo tienen secuestrado en el consultorio.

—¿En el consultorio? —preguntó Andy, presa de una desagradable sensación.

—Eso es lo que me dijo el dentista. Los secuestradores le han permitido hacer una llamada —explicó Hammer—. Pero no sé su nombre, me dijo que no podía dármelo.

—Sherman Fa… —intervino Windy—. Se escribe muy raro. —Miró su bloc de notas y deletreó—: F-A-U-X.

—No importa cómo se escriba —la interrumpió Hammer—. Andy, ¿no viste por casualidad a ese dentista mientras pintabas el control de velocidad?

—No —respondió, sin mencionar que tampoco lo había visto cuando regresó disfrazado a la isla, pero que probablemente estuviera a diez metros de él porque uno de los lugares que había visitado era la clínica dental.

Tenía que hablarle a Hammer de su misión secreta, pero pensó que sería mejor hacerlo cuando ella estuviera de mejor humor.

—Había un grupo de barqueros manifestándose en Janders Road —añadió—, lo cual no me sorprende en absoluto; los isleños tienen una larga historia de rencor y aislamiento. Por mucho que yo admire a Thomas Jefferson, debo reconocer que no contribuyó a que las cosas se arreglasen cuando, durante la guerra de la Independencia, ordenó requisar todos los barcos de la isla y bloquear la llegada de suministros. Consideró que Tangier era un país enemigo, como si la isla no formara parte de la mismísima Commonwealth que él gobernaba y…

—Bueno, pero me temo que en este momento no podemos recurrir al señor Jefferson para que nos ayude —lo interrumpió Hammer con frialdad al tiempo que se ponía en pie.

—Según cómo mejor que no se pueda, si tenía esa postura respecto a la isla —comentó Andy, que a duras penas había logrado escapar en el helicóptero Bell 407 tras ser perseguido por los barqueros en Janders Road, cruzar varios puentes peatonales e innumerables marjales y llegar por fin a la diminuta pista donde el agente Macovich lo aguardaba con el motor en marcha.

—¡Tenemos que volver aquí más tarde! —había gritado Andy a Macovich mientras éste, frenético, despegaba y se elevaba en el aire para alejarse a toda prisa.

—¡Estás loco de atar, tío! —La voz de Macovich resonó con fuerza en los auriculares de Andy justo en el momento en que una piedra impactaba contra el patín—. ¡No volveremos! ¡Esa gentuza nos está tirando cosas! ¡Confiemos en que no toquen las palas de la hélice!

Eso no ocurrió, porque el 407 era muy potente y enseguida estuvo fuera del alcance de los isleños.

—Mira, lo que pasa es que no he terminado —intentó explicar Andy mientras observaba cómo la furiosa multitud empequeñecía hasta parecer una comitiva de hormigas.

—¿No has terminado de pintar las rayas, tío? Mierda. Pues es una lástima —dijo Macovich—, porque yo no pienso volver si no es a comprar cangrejos para el gran hombre. Y si tú no piensas comprar nada, mejor será que no vuelvas o acabarás de carnaza para los cangrejos.

—Bueno —lo tranquilizó Andy—. Creo que ahí abajo hay un caso grave de fraude dental, pero yo me ocuparé de eso.

Andy no había terminado por servir de carnaza para los cangrejos ni tampoco había sido lo bastante estúpido como para volver a la isla con el mismo helicóptero, en el que claramente se leía: «Policía Estatal». Había sido astuto, pidiendo a un compañero suyo de la empresa de fletado de aviones Heloir que le prestara un Long Ranger sin distintivos.

—¡Andy! —Hammer dejó de deambular por la oficina y le lanzó una mirada acusadora—. ¿Estás todavía aquí o te has marchado sin avisar?

—Lo siento —se disculpó él—. Pensaba en los isleños y en cómo aflora en ellos lo que sienten hacia nosotros cuando no les compramos marisco o cualquier souvenir. Cuando despegamos, incluso lanzaron piedras contra el helicóptero.

—¡Qué horror! —exclamó Windy con ampulosa emoción—. Podían haberle matado. Quiero decir que tirar piedras contra un helicóptero es algo un poco más serio que una travesura infantil, ¿verdad? —A Windy le habría gustado que Andy fuese más mayor y la invitase a salir algún día—. Nunca se me ocurriría visitar una isla donde te tiran piedras y hablan del revés.

—Veo que has leído al Agente Verdad esta mañana —comentó Hammer en tono irónico mientras Andy fingía ignorancia.

—No me lo perdería por nada del cielo —suspiró Windy—. Me gustaría que pusiera una foto suya en la página; me muero por saber qué aspecto tiene.

—Lo más probable es que parezca una rata de biblioteca. —Andy fingió una actitud crítica con el Agente Verdad, no exenta de envidia—. Ya sabes cómo son todos esos locos de la informática. Además, estoy harto de oír que si el Agente Verdad esto y que si el Agente Verdad lo otro. Cualquiera diría, ni que fuera Elvis Presley.

—Yo no digo que sea Elvis y, después de lo que he leído esta mañana, ya no pienso que sea el gobernador bajo un seudónimo —anunció Windy—. Si el gobernador fuera el Agente Verdad no criticaría al gobernador, porque eso equivaldría a criticarse a sí mismo y…

—¿Qué más sabemos del dentista secuestrado? —la interrumpió Hammer, que empezó a deambular de nuevo por la estancia alfombrada al tiempo que pensaba lo mucho que le habría gustado atarle la lengua a Windy.

—Nació en Reedville y trabaja como voluntario en la isla Tangier desde hace más de diez años, pero no le gusta que nadie lo sepa. Al menos eso es lo que dice la policía que afirma su esposa —respondió la secretaria—. Profesionalmente, no le ayudaría en nada que sus pacientes de Reedville supieran que ha adquirido toda su experiencia con los habitantes de Tangier. Pero, al menos, ese hombre entiende lo que dicen y piensa como ellos.

—¿Cómo sabes lo que entiende o lo que piensa? —Hammer era contraria a las suposiciones y se encontraba rodeada de ellas muy a menudo.

—Ya sabe el refrán, dime con quién te juntas… —le recordó Windy—. En esa isla todo el mundo piensa igual y, para arreglarles los dientes, él tiene que pensar igual que ellos. Además, la policía de Reedville dijo que ese doctor Faux no tiene dirección, sólo un apartado de correos, y su mujer afirma que no existen fotos de él porque él no permite que se las tomen. Y también que… —Windy consultó sus notas— que en su permiso de conducir no consta el número de la tarjeta de la seguridad social y que tiene contestador automático en todos los teléfonos y que cuando se va de vacaciones con la familia a algún lugar exótico nunca le dice a nadie adónde va.

—Creo que deberíamos hacer algunas comprobaciones sobre ese hombre —sugirió Andy, como si la idea acabara de ocurrírsele—. Me huelo que oculta algo. ¿Y su estilo de vida? ¿Tiene dinero?

—A mares —dijo Windy—. La policía me dijo que posee una casa enorme, muchos coches y una escuela privada.

—¿Y cómo sabe la policía que es una casa enorme, si no se le conoce un domicilio fijo? —preguntó Andy.

—Oh, Reedville es un sito muy pequeño y todo el mundo sabe dónde vive cada cual. Además, una casa enorme siempre llama la atención.

—A mí me pareció algo sospechoso cuando me dijo que los isleños pedían cincuenta mil dólares en efectivo, que debían enviarse a un apartado de correos de Reedville. —Hammer no paraba de recorrer el despacho—. También dijo que pedían que se levantaran todas las restricciones.

—Comprendo —dijo Andy—. O sea que quieren que levantemos la congelación de concesión de licencias para la pesca de cangrejos.

Hammer se acercó al escritorio y cogió unos cuantos papeles. Los hojeó esperando encontrar la respuesta del gobernador a sus llamadas, pero no fue así. No había ni un solo mensaje que indicara que había intentado ponerse en contacto con ella o que admitiese siquiera haber recibido las llamadas de la superintendente.

—Y estoy seguro de que esperan que quitemos los controles de velocidad e impidamos que llegue la NASCAR. Creen que vamos a convertir la isla en una pista de carreras. —Andy explicó a Hammer.

—Ya veo. ¿Y cómo es posible que piensen eso? —preguntó Hammer elevando la voz—. Esa isla no puede acoger a ciento cincuenta mil aficionados. No hay sitio para los coches ni modo de trasladarlos hasta allí con pilotos y mecánicos incluidos. Eso por no hablar de los patrocinadores: ningún fabricante de cerveza o cigarrillos querrán que gente como Dale Earnhardt Jr. o Rusty Wallace corran en un lugar donde beber y fumar se considera pecado. Y Tangier apenas está sobre el nivel del mar, con lo cual la pista se inundaría. ¿Por qué demonios les dijiste que vamos a llevar la NASCAR, Andy?

—Yo no lo dije. Yo hablé del VASCAR, no de la NASCAR, pero una isleña confundió los términos, como le ocurre a tanta otra gente.

—Pues estoy segura de que también nos exigirán que acabemos con el santuario de los cangrejos. —Hammer continuaba obsesionada por cómo la evitaba el gobernador—. Nunca nos han perdonado ni nos perdonarán la decisión de que la bahía de Chesapeake quede fuera de los límites permitidos a los pescadores. —Una parte de ella hablaba mientras la otra estaba cada vez más enojada con el gobernador. Era indudable que si ella hubiese sido más joven o fuera un hombre, el gobernador no habría dudado en atenderla. Tendremos que devolverles el santuario, o retirar la ley o bien pasar por los procesos legales pertinentes.

—¿Superintendente Hammer? —la voz de Windy se coló en la discusión como una desagradable ventolera. Esta mañana lo primero que he hecho al llegar ha sido llamar al gobernador, y me han dicho que está reunido y que no puede hablar con nadie.

—Mentira —dijo Hammer, mirando el pequeño paquete envuelto en papel marrón que sostenía la secretaria. ¿Eso es para mí? ¿Quién me lo envía?

—Sí. El remitente es Major Trader. ¿Quiere que lo abra?

—¿Ha pasado por rayos X? —preguntó Hammer.

—Por supuesto. Ya sabe que no juzgamos una caja por su envoltorio. —Windy arrancó el papel—. ¡Oh, mire! Bombones caseros y una nota que dice… Sacó una tarjeta y leyó: —«Con los mejores deseos, el gobernador Crimm».

—Qué extraño —comentó Andy, sabedor de que Crimm nunca tenía en cuenta a Hammer, y mucho menos le hacía regalos—. Creo que será mejor que me lleve esto.

—¿Por qué? —Preguntó Hammer, perpleja.

—Porque es muy sospechoso y quiero examinarlo —respondió Andy.

—Nada más por ahora, Windy —decidió Hammer al tiempo que le indicaba con un gesto que se retirase—. Llama a la oficina del gobernador, y a ver si puede ponerse al teléfono de una maldita vez.

Windy se sintió decepcionada e infeliz al ver que su jefa proscribía su presencia. Ojalá Hammer no hubiese perdido su pobre perrita. Ya nunca estaba de buen humor. Mientras salía, Andy le guiñó un ojo para animarla.

—A los isleños, el santuario les importa bien poco —dijo Andy mientras se guardaba los bombones en el bolsillo—. Sería una estupidez que se preocupasen por el santuario, ya que ellos no pescan en esa zona de la bahía.

En realidad, Hammer sabía muy poco de la pesca y de las leyes que regulaban esa actividad. La industria pesquera quedaba fuera de la jurisdicción de la policía estatal; el asunto correspondía a la guardia costera. A menos que los pescadores cometieran delitos graves en carreteras o autopistas, que era justo lo que había sucedido con la manifestación de Janders Road, el secuestro del dentista y la amenaza de traición. Reprimió la parte de ella que seguía enojada con el gobernador.

—Háblame de ese santuario —dijo al tiempo que volvía a sentarse al escritorio. Y cuéntame todo lo que sepas de por qué los isleños odian Virginia.

Andy le contó que Tangier se había vuelto cada vez más hostil hacia el resto de la Commonwealth desde que una reciente asamblea general aprobara una serie de leyes que apoyaban totalmente la causa de los cangrejos y no la de los isleños que los pescaban. Era cierto, sin embargo, que los cangrejos escaseaban cada vez más.

—En enero un pescador tuvo que testificar ante los legisladores, y reconoció que el número de nasas necesarias para capturar cien cangrejos azules había pasado de diez a cincuenta —explicó Andy—. Y el año pasado las capturas de cangrejo de cáscara dura descendieron por debajo de las siete mil toneladas, y la tendencia a la baja continúa. Palabras tan duras como «explotación intensiva», «sobreexplotación» y «exceso de capitalización» se pronunciaron en Buren Stringle, sede de la asociación de pescadores, y en la única comisaría de policía de la isla. Los legisladores establecieron un límite en el número de nasas que un pescador podía calar en las aguas del Estado. A continuación, se creó una Comisión Consultiva del Cangrejo Azul, que endureció aún más las restricciones al declarar que todas las nasas se etiquetarían para que a la patrulla de vigilancia le resultara más fácil contarlas y saber quién pretendía engañarles. El santuario se amplió ciento setenta kilómetros cuadrados de mar de unos treinta metros de profundidad, desde la línea de Maryland hasta la desembocadura de la bahía de Chesapeake, cerca de la playa de Virginia; una hábil maniobra política destinada a permitir que un millón más de cangrejos cargados de huevas llegaran sanos y salvos a la zona de desove. En realidad, el santuario no hace ningún bien —resumió Andy. La zona de la bahía que se considera fuera de límites es muy honda y se necesitaría muchísima cuerda para cada nasa. Los pescadores han mantenido en secreto esta información y nadie en la costa, salvo yo, sabe que la isla Tangier no tiene ningún interés en el santuario ni se opone a él. Mientras, en la época de desove los cangrejos siguen desplazándose a su zona habitual, indiferentes a esa nueva protección y sin percatarse de ella.

—Muy bien, pues olvida lo del santuario —dijo Hammer, decepcionada—. Pero no veo qué influencia podemos tener, Andy. De la forma que lo has descrito, a Virginia no le interesa la situación de los pescadores y a los pescadores tampoco les interesan los problemas de Virginia.

—Ésta es la madre de todos los problemas —comentó Andy—: El desinterés.

—No nos pongamos demasiado cínicos.

—Lo que necesitamos es una buena legislación comunitaria al viejo estilo —dijo—. Y eso yo puedo lograrlo a través del Agente Verdad.

—Oh, no —le advirtió ella—. No más…

—¡Sí! —la contradijo Andy—. Probémoslo, al menos. El Agente Verdad puede pedir a sus lectores que nos ayuden en nuestros casos.

—¡Incluida Popeye! —La voz de Windy sonó de repente en el umbral de la puerta—. Oh, ¿no sería maravilloso que el Agente Verdad nos ayudara a encontrar a Popeye?

—¿Qué? —preguntó Andy, asombrado—. ¿Qué quieres decir con eso de encontrar a Popeye?

Los ojos de Hammer se llenaron de tristeza.

—No se enfade conmigo —le dijo Windy—. Ya sé que piensa que acabo de divulgar un secreto, pero tal vez así podamos encontrar a Popeye. Quizá no sea demasiado tarde; aunque desapareciera hace meses, después de que la dejara salir a hacer pipí.

—Ya basta, Windy —dijo Hammer de nuevo—. Márchate, por favor, y cierra la puerta.

—Sí, de acuerdo, pero ahora mismo enviaré un correo electrónico al Agente Verdad y le contaré lo de Popeye.

Windy salió y cerró la puerta. Hammer suspiró.

—¿Cómo has podido? —le susurró Andy, enojado y profundamente entristecido por la noticia que Hammer nunca le había contado. ¿Por qué no me llamaste cuando Popeye desapareció?

—Estabas fuera, en uno de tus viajes de investigación, Andy —respondió Hammer, frustrada—. Y no sé por qué… Bueno, sí, es que no he querido hablar con nadie del asunto porque no puede hacerse nada al respecto. Espera —alzó la mano—. ¿Qué quieres ahora, Windy? —preguntó a su secretaria, que acababa de abrir la puerta.

—El detective Slipper, de Richmond, está al teléfono —anunció Windy.

—Gracias. —Esperó que Windy cerrara de nuevo la puerta y, al coger el teléfono, lanzó una mirada ominosa a Andy y dijo—: Aquí Hammer.

Escuchó y tomó notas en una libreta durante un buen rato y, por su expresión, Andy vio que le estaban diciendo algo muy serio y desagradable. De hecho, Hammer parecía sentirse desconcertada.

—Como le dije ayer —explicó finalmente, nadie sabe quién es ese hombre. Pero yo no sacaría conclusiones precipitadas sólo porque se haga llamar Agente Verdad… Si, de acuerdo. Por supuesto que tiene que seguir todas las pistas y por supuesto que le tendré informado. Y por favor, manténgame al corriente—. Colgó y miró a Andy con expresión preocupada y ansiosa: —Era el detective que investiga el asesinato… La mujer que encontraron en la isla Belle. Acaban de identificarla.

—¿Quién era? —preguntó Andy.

—Se llamaba Trish Trash. Una mujer blanca de veintidós años. Al parecer, era funcionaria del Estado; una lesbiana en el armario que ligaba con mujeres en bares de la zona, utilizando seudónimos.

—¿Y qué más sabemos de ella? —preguntó Andy con impaciencia y sorpresa.

Hammer explicó que la policía de la ciudad creía que se trataba de un crimen homofóbico, cometido por un hombre, posiblemente por el Agente Verdad, quienquiera que éste fuera.

—¡Pero eso es una locura! —gritó Andy—. Yo estaba… Es imposible que yo la…

—¡Pues claro que no has sido tú! —replicó Hammer al tiempo que se levantaba y empezaba a deambular de nuevo por la habitación—. ¡Dios mío! Ya sabía yo que no era una buena idea… Y se acabó lo de esos malditos artículos.

—¡No! No puedes castigarme por lo que haya hecho un gilipollas. —Andy se puso en pie de un salto y la tomó por el brazo, sin brusquedad pero con firmeza—. Escucha —bajó la voz—. Por favor, haré lo posible por arreglar todo esto y veré en qué puedo ayudar. Nunca he oído hablar de esa Trish Trash, y no comprendo por qué la relacionan conmigo o con el Agente Verdad. Bueno, lo único que espero es que la policía de Richmond no cometa la estupidez de divulgar ese detalle del Agente Verdad a los medios.

Andy se hallaba fuera de sí. En caso de verse obligado a revelar la auténtica identidad del Agente Verdad no sólo echaría por la borda un año de trabajo, sino que Hammer debería afrontar serios problemas con el gobernador por permitir a uno de sus agentes que publicara sin su previa supervisión y, sobre todo, sin la del propio gobernador.

—Tal vez pueda convencer al gobernador de que el Agente Verdad no es un asesino trastornado. —Andy expresaba sus pensamientos en voz alta—. Y tal vez consiga implicar a mis lectores en la resolución de problemas y en que colaboren para que se haga justicia en el caso de Trish Trash y otros.

—Lo que tenemos que hacer es informar al gobernador de que hay un asunto urgente en Tangier —replicó Hammer, frustrada—, y no hablarle de un asesinato que ni siquiera pertenece a nuestra jurisdicción.

—Tal vez yo pueda localizártelo —sugirió Andy al tiempo que Macovich entraba en el despacho y oía el final de la conversación.

—Los miércoles por la noche siempre cena en el asador de Ruth Chris —comunicó Macovich.

—Vosotros dos lo localizaréis —ordenó Hammer. Luego, dirigiéndose a Macovich, añadió—, tal vez no te recuerde y haya olvidado el incidente del billar. Por el amor de Dios, pase lo que pase, no se te ocurra volver a jugar al billar.

—No —dijo Macovich con un movimiento de cabeza. No se preocupe. No jugaré nunca más con esa chica.

—No volverás a jugar con nadie de la mansión. —Hammer quería que Macovich la entendiera bien.

—¿Y si el gobernador me lo ordena? —preguntó el agente, frunciendo las cejas tras sus gafas oscuras.

—Pues déjale ganar.

—Oh, eso no será fácil. El gobernador no ve nada, superintendente Hammer. La mitad de las veces ni siquiera le pega a la blanca. Vislumbra un reflejo de color blanco y va tras él con el taco. La última vez que estuve allí dejé una taza junto a la mesa e hizo volar mi café hasta el otro lado de la sala de billar.

—Para empezar, no deberías dejar una taza de café sobre los muebles de la mansión —le advirtió Hammer.

—Pensé que no se daría cuenta —dijo Macovich.