6

A. V. nunca se había enterado de nada a tiempo, y Unique estaba segura de que la noche anterior la había dejado más que muerta antes de cruzar de nuevo el puente y alejarse en su Miata. Aun así, Unique sentía un fuerte impulso que la llevaba a constatar los hechos. Sus recuerdos de lo que había ocurrido después de que A. V. y ella llegaran a la isla eran parciales y confusos, pero si se basaba en la cantidad de sangre que había visto en su ropa cuando por fin llegó a su destartalado apartamento del centro de la ciudad, podía hacerse una buena idea de lo que le había hecho a aquella mujer fea y presuntuosa que tuvo el atrevimiento de pensar que Unique estaba interesada en ella o que la consideraba su tipo.

Aparcó cerca de la isla Belle y se puso en marcha equipada con zapatillas de tenis y una Polaroid en la mano con el fin de parecer una turista que daba un paseo matinal por la naturaleza. A la luz del día la isla tenía un aspecto muy diferente, y Unique tardó veinte minutos largos en encontrar las ruinas de ladrillo hasta las que, al parecer, había arrastrado el cuerpo desnudo de la mujer, aunque Unique no recordara haber hecho nada después de cortarle el cuello de oreja a oreja. Al entrar en el recinto medio derruido, el pulso de Unique se aceleró y sintió una oleada de poder, arrebato y excitación sexual cuando vio el cuerpo mutilado y ensangrentado que yacía boca arriba en el barro.

A. V. tenía los ojos semiabiertos y empañados, y el cabello estaba empapado de lodo y sangre. A Unique le asqueó pensar que la había besado y tocado. Se agachó y tomó fotografías desde cada ángulo para así acordarse después de aquel suceso sin tener que llevar el carrete a revelar. Cuando se acercó para tomar unos primeros planos, le sorprendió captar un ligero aroma de la colonia de A. V. Eso le trajo recuerdos de los gritos y gorgoteos que A. V. había proferido al agarrarse el cuello mientras ella le pateaba la cabeza antes de rebanarle los pechos y marcarle el nombre «Agente Verdad» en el abdomen. A Unique le impresionó haber sido lo bastante lista como para añadir ese detalle sobre el Agente Verdad. A. V. había formulado el deseo de ser el Agente Verdad, y ya lo era.

—Ya tienes lo que querías —dijo Unique al frío y ensangrentado cuerpo antes de volver hacia el puente.

Hacía ya rato que se había marchado en su coche cuando desde la oficina de A. V. empezaron a llamar a casa de ésta para averiguar por qué no se había presentado en el trabajo esa mañana. Unique pasaba por delante de la casa del policía rubio de paisano en el mismo momento en que dos mujeres que paseaban con los cochecitos de sus bebés descubrían el macabro espectáculo entre las ruinas de ladrillos; justo en el instante en que Pony pretendía hallar la lupa perdida del gobernador.

Pony sabía lo alterado que se ponía el gobernador cuando no encontraba uno de sus extravagantes aparatos ópticos y, aunque la primera dama había dado al mayordomo instrucciones estrictas de que no le facilitara las cosas a su marido para que éste pudiera ver mientras ella se encontraba en casa, a causa de los trébedes, Pony decidió que tenía que hacer algo al respecto. Hundió la mano en un bolsillo de su almidonada chaqueta blanca, sacó la lupa de plata y la dejó, sin hacer ruido, en una bombonera de peltre.

—¡Vive Dios! —exclamó—. Mire lo que he encontrado, señor. Aquí tiene su lupa. ¿Por qué la ha metido en la bombonera?

Maude Grimm lanzó a Pony la furibunda mirada que se merecía por contravenir sus órdenes y después sus ojos se encontraron con el ojo derecho del gobernador, que miraba a todas partes desde detrás de la lupa.

—¿Dónde diantre están las chicas? —preguntó al advertir que sus hijas no se hallaban sentadas a la mesa.

—Oh, les dije que esta mañana podían dormir un rato más —replicó su mujer—. Se quedaron viendo la televisión hasta muy tarde y están cansadas. Mira por dónde, tu lupa estaba en la bombonera. Bedford, deberías procurar no extraviarla.

—De ahora en adelante, no me dejará —amenazó a su mujer, que se puso tensa—. De ahora en adelante, me voy a enterar de todo lo que ocurre bajo mi propio techo, ¿entiendes? No nací ayer, oh no. Nací en 1929 y no soy ningún idiota. —Señaló a la mujer con un grueso dedo—. Tú me ocultas algo, Maude.

—Te aseguro que no —mintió ella al tiempo que recordaba el trébede que había encontrado aquella mañana en Internet.

El gobernador Crimm echó su silla hacia atrás y se puso en pie con la servilleta todavía alrededor del cuello como una esclavina mal colocada. Por primera vez en su vida empezaba a sopesar la posibilidad de que su mujer tuviera un amante. En aquel momento era perfectamente factible que hubiese otro hombre en la casa, y por eso ella le había escondido la lupa en la bombonera. Allí afuera había muchos hombres dispuestos a aprovechar la primera oportunidad que tuvieran de acostarse con una primera dama, pensó, sobre todo con la suya; el submarino del gobernador se contrajo de forma violenta.

—¿Conque de eso se trata? —profirió desde el arco de la puerta mientras en las escaleras sonaban los pies grandes y cansados de sus hijas.

Lo había adivinado. Sabía lo que hacía su mujer, por supuesto, y la imaginó conquistando a otros hombres con su atractivo húmedo y sus abundantes pechos. Mientras Grimm se acongojaba con unas imágenes eróticas e indecentes, la primera dama pensaba en el creciente cargamento de trébedes que ocultaba en el armario de las sábanas, y fue presa del pánico. Su marido sabía algo de aquello. Entretanto, Pony decidió que había llegado el momento de preparar más café y desapareció en silencio. Los ojos de la señora Crimm se llenaron de lágrimas y los pasos lentos y fuertes de sus hijas sonaron más cerca.

—Oh, Bedford, ¿podrás perdonarme algún día? —suplicó la señora Crimm entre sollozos.

Gracias a la lupa el gobernador advirtió que todavía llevaba puesta la servilleta y tiró de ella, para después arrojarla al suelo. Sus peores temores se confirmaban.

—Dime sólo una cosa —murmuró él, con un gran retortijón en el submarino. ¿De dónde los sacas? ¿De la guía telefónica? ¿De los banquetes?

—No, de los banquetes jamás. —A Maude le sorprendió que su marido pensara que podía ir a un banquete y robar un trébede—. Yo no haría algo tan bajo —añadió, indignada. —Si quieres saberlo te diré que los he encontrado en Internet. En estos tiempos, en Internet se encuentra cualquier cosa y la tentación ha sido abrumadora. Oh, Bedford, no puedo evitarlo. Por más avergonzada que me sienta, sé que volverá a ocurrir, aunque supongo que podría tener defectos peores.

—¡No hay defecto peor que ése! Y seguro que Pony también está en el ajo —dijo el gobernador jadeante mientras el submarino exploraba la oscura e intrincada superficie de su bienestar, con el periscopio alzado y espiando al enemigo, en este caso una esposa infiel—. Ese bribón de Pony tenía que saber lo que te traes entre manos, ya que se pasa el día entero aquí, sirviéndote como si fueras una reina. Y me pregunto si no se habrán colado a hurtadillas en la mansión por las noches. ¡No me digas que sí, por favor! Porque si han entrado por la noche, mientras yo estoy dormido en la misma cama, ésa es la degradación más infame que existe. ¡Subid ahora mismo a vuestro cuarto! —ordenó a sus hijas. ¡Nos estamos peleando y ya sabéis que nunca nos peleamos en vuestra presencia!

—No, por la noche nunca —juró la señora Crimm mientras los pesados pasos de sus hijas daban media vuelta y volvían a subir perezosamente las escaleras—. Una vez encargados, llegan a la mañana siguiente, dulce esposo mío, y yo los he ido escondiendo en el armario de la ropa de cama.

—Pues ten por seguro que, a partir de hoy, cada día, cuando llegue a casa, registraré todos los armarios —bramó el gobernador. Y lo habría hecho en aquel preciso momento de no ser porque tenía el submarino en peligro, a punto de colisionar con una mina—. Y como los encuentre ahí, aunque sólo sea uno de ellos, va verás. ¡Y lo digo muy en serio!

—No, no lo harás —dijo ella, secándose los ojos al tiempo que calculaba dónde metería los trébedes cuando los sacara del armario tan pronto como él se marchara—. Lo prometo por mi vida. Puedes registrar los armarios siempre que quieras, querido, y dentro sólo habrá ropa. Todas tus hermosas sábanas, perfectamente planchadas, dobladas y guardadas.

Cuando la primera explosión retumbó en sus órganos huecos en una terrible y fétida oleada y se abrió paso hacia el orificio con impulso creciente, el gobernador quedó empapado en un sudor frío y denso. El submarino de Bedford Crimm IV armó sus torpedos y cerró de golpe la escotilla de su esfínter al tiempo que huía con gran conmoción hacia el lavabo de señoras más cercano.

Una vez a la semana el doctor Faux tomaba el transbordador que llevaba a la isla Tangier, donde dedicaba su tiempo y pericia a unas personas que no tenían médicos, dentistas ni veterinarios. Su misión en la vida, solía decir, era ayudar a los barqueros menos privilegiados y a sus familias, los cuales desconocían sus insólitas prácticas de facturación y sus trabajos creativos, un fraude constante al programa de seguridad social.

Los dentistas, pensaba el doctor Faux, no tenían más remedio que complementar sus ingresos a expensas del gobierno; así, el hombre estaba sinceramente convencido de que, dado el gran sacrificio que representaba para él visitar a los isleños, el someterlos a trabajos odontológicos innecesarios era absolutamente justo. Al fin y al cabo, ¿quién se ocuparía de aquella isla olvidada, si no lo hacía él?

—Parece que hay mucho revuelo ahí afuera —comentó al tiempo que decidía que el diente que acababa de empastar necesitaría otra endodoncia—. Bien, Fonny Boy, insisto en aconsejarte que no tomes tantos refrescos. ¿Cuántos tomas cada día? Sé sincero.

Fonny Boy mostró cinco dedos mientras el doctor Faux se asomaba a la ventana para observar al puñado de mujeres y críos que restregaban y lavaban una misteriosa raya blanca pintada en la calle.

—Son demasiados —reprendió el dentista a Fonny Boy, un muchacho de catorce años, alto y desgarbado, de cabellos revueltos y blanqueados por el sol, que siempre andaba desaseado, husmeando en todas partes y vagando por ahí con un palo o una red en busca no de cangrejos, sino de tesoros—. Está claro que eres más propenso a las caries que la mayoría de la gente. —El doctor Faux hizo el mismo comentario que repetía a todos sus pacientes de la isla—. Por eso creo que, por lo menos, deberías pasarte a las bebidas sin azúcar o, mejor aún, al agua.

Fonny Boy había pasado la mayor parte de su vida en el agua o sobre ella, y para él beberla era como decirle a un granjero que comiera estiércol.

—No, no puedo beber agua —declaró, y notó los labios entumecidos y la lengua diez veces mayor de lo normal. Estoy tan hinchado que me voy a asfixiar.

—¿Y el agua embotellada? Hoy en día hay marcas muy buenas, con sabores a frutas y mucho gas. —El dentista seguía mirando por la ventana—. ¿Por qué da vueltas ahí arriba esa avioneta? ¿Y quién es ese agente empapado con un bote de pintura y una botella de agua y por qué todo el mundo anda persiguiéndolo calle abajo? En fin, ahora que te tengo anestesiado, aprovecharé para ajustarte los aparatos correctores.

El doctor Faux hizo una pausa para escribir unos códigos y anotaciones en la extensa ficha dental del muchacho.

—¡No! —protestó Fonny Boy—. Me hacen daño. Los aparatos están bien, menos esas pequeñas bandas de goma que se salen a la menor ocasión.

El muchacho nunca había querido llevar aparatos correctores. También se había mostrado reacio cuando, aquel mismo año, el doctor Faux insistiera en quitarle cuatro dientes perfectamente sanos. Fonny Boy detestaba ir al dentista y solía quejarse a sus padres de que el hombre era un malandrín, como llamaban en la isla a los piratas.

—Un día me enseñó una foto de su coche —había comentado el muchacho pocos días antes. Tiene un Mercedes negro enorme, y su mujer, otro, pero de diferente color. ¿Cómo es posible que tengan coches tan caros si a nosotros nos atiende siempre gratis?

Era una buena pregunta pero, como de costumbre, nadie tomaba a Fonny Boy en serio. Sus vecinos y maestros lo encontraban divertido y peculiar, y comentaban entre risas su incontrolable pasión por hacer música y cómo siempre andaba a lo largo de la orilla llena de restos y basuras en busca de tesoros.

—Dios santo —había oído comentar a su tía, Ginny Crockett, a la salida de una reciente celebración dominical en la iglesia—. Tiene metido en la cabeza que rastreando la playa acabará por encontrar un barril de dólares de plata. ¡Señor! Su pobre madre no para de reñirle, y no puedo decir que sea culpa de ella. Ha hecho lo imposible por ese chico. Y, por último, ojalá dejara de una vez de tocar esa maldita armónica.

—¡Dios te oiga! Lleva el trasto a todas partes y siempre toca esa melodía… —La amiga de Ginny dijo lo opuesto de lo que pretendía expresar, pues era opinión unánime que cuando Fonny Boy tocaba la armónica, es decir, a todas horas, no conseguía más que unos ruidos discordantes.

—Su padre debería ponerlo firme, pero siempre anda ufanándose del muchacho —respondió Ginny, quien en este caso quería decir exactamente lo que había dicho, porque el padre de Fonny Boy creía a pies juntillas que su hijo único era la envidia de la isla.

—Tan pronto te quite estos aparatos —dijo el doctor Faux mientras se ponía un par de guantes quirúrgicos que facturaría por el triple de su valor—, voy a recomendarte coronas en ocho de los dientes delanteros. ¿Estás preparado para una pequeña extracción de sangre, esta mañana? —añadió, porque Faux había descubierto que existía un buen mercado de venta de sangre a oscuros investigadores médicos que hacían estudios genéticos de poblaciones cerradas.

—¡No! —Fonny Boy saltó en el sillón y se agarró a los brazos de éste hasta que los nudillos le quedaron blancos.

—No te preocupes por las coronas, Fonny Boy. ¡Usaré aleaciones de metales preciosos y tendrás una sonrisa de un millón de dólares!

En aquel instante el viejo teléfono negro sonó en el interior de la clínica. El artilugio era de los tiempos en que los cables estaban recubiertos de aislante de paño y, como de costumbre, había muchas interferencias.

—Clínica —respondió el doctor.

—Necesito hablar con Fonny Boy —dijo una voz masculina entre las crepitaciones de la línea—. ¿Está ahí?

—¿Eres tú, Huracán? —preguntó el dentista al padre de Fonny Boy, al que apodaban «huracán» debido a su fuerte temperamento—. Tienes cita para una revisión y limpieza y extracción de sangre.

—¡Deje que hable con el chico antes de que me lleven los demonios!

—Es para ti —comunicó Faux a su paciente.

Fonny Boy se levantó del sillón y tomó el auricular mientras ahuyentaba una mosca letárgica.

—¿Sí?

—Atiende. ¡Cierra la consulta como un culo apretado! ¡Cierra con llave y no dejes salir de ahí al doctor! —exclamó el padre—. De vez en cuando tenemos que hacer cosas abominables, hijo. No sabemos qué más hacer en una situación así. ¿El dentista ha vuelto a manosearte la boca?

—¡Sí! ¡No quería hacerme nada, papá! —dijo Fonny Boy, que hablaba «al revés», como decían en la isla, o sea, diciendo lo contrario de lo que se pretende. Se refería, claro, a que el dentista pretendía destrozarle la boca de mala manera.

—Vamos, muchacho —el padre lo animó a no desanimarse—. Vamos a darle una dosis de su propia medicina y un castigo ejemplar. Y haremos que la policía deje de andar tras nosotros continuamente. Tenemos la misma sangre, muchacho. Ahora, quédate quieto que voy enseguida.

—¡Dios bendito! —exclamó Fonny Boy, y de un salto llegó a la puerta y la cerró con una llave que estaba colgada detrás de un cuadro de Cristo apacentando a sus ovejas.

El muchacho no estaba demasiado seguro de por qué tenía que encerrar al doctor Faux en la clínica, pero el condenado dentista merecía lo que se le venía encima y resultaba emocionante saber que se estaba cociendo algo. Tangier era muy aburrida para los jóvenes, y Fonny Boy tenía sueños de encontrar un tesoro y un buen día largarse de allí. Miró por la ventana y observó una multitud de barqueros que avanzaba por la calle en formación militar; algunos de ellos blandían remos y pinzas de coger ostras.

—¡Siéntese en el sillón y cuidado con el escalón! —ordenó al dentista.

—Tengo que sacarte el algodón de la boca —recordó Faux al joven paciente—. Siéntate ahí para que te lo quite; después, si eso es lo que quieres, me sentaré yo.

El doctor supuso que la lidocaína había provocado la excitación del muchacho, precipitando un trastorno nervioso transitorio en el paciente.

Ni el dentista más experimentado podía estar seguro de qué efectos podían tener ciertos fármacos en algunos pacientes, y el doctor siempre preguntaba a los suyos si padecían alguna alergia o reacción adversa a los medicamentos. Sin embargo, era tan infrecuente que los isleños fueran sedados o sometidos a la más ligera anestesia o a otras sustancias modificadoras del estado de ánimo, salvo el alcohol que no se les permitía beber, que los pacientes del doctor Faux eran casi vírgenes en este aspecto. Por ello resultaban idóneos para experimentos con placebos y otras fórmulas que diversas empresas farmacéuticas querían probar con objeto de que la FDA los aprobara, y que donaban a gente como el dentista con ese fin. El dentista introdujo los dedos enguantados en la boca del muchacho, buscando la torunda.

—No te la habrás tragado otra vez, ¿verdad? —preguntó, preocupado.

—Sí —respondió Fonny Boy.

—Pues vas a tener el vientre revuelto un par de días. ¿Por qué has cerrado la puerta? ¿Y dónde has puesto la llave?

Fonny Boy se palpó los bolsillos para asegurarse de que la llave estaba a salvo y bien guardada. Pero no. ¿Qué había hecho de ella? Su mirada recorrió la consulta mientras unas pisadas fuertes y unas voces airadas resonaban en la calle. Excitado, Fonny Boy golpeó al dentista en las narices sin malicia, pero sí con la fuerza suficiente para que sangrara.

—¡Ay! —exclamó Faux con sorpresa y dolor—. ¿Por qué has hecho eso? —preguntó mientras los pescadores gritaban al muchacho que abriese la puerta.

—¡No puedo! —les respondió a gritos—. ¡No sé dónde he puesto la llave! ¡No recuerdo qué he hecho con ella!

—¿Por qué me has dado ese golpe? —El doctor Faux se limpió la sangre de la nariz con un pañuelo, desconcertado e irritado.

Fonny Boy no estaba seguro, pero le había parecido importante probarse a sí mismo a través de la violencia. Le gustaba muchísimo la idea de que los pescadores vieran que había empleado la fuerza para someter al dentista. Sin duda, su padre estaría satisfecho, aunque al muchacho le hubiese gustado recordar qué había hecho de la llave mientras crecía el tumulto en el exterior.

—¡Eho! ¡Tendréis que echar la puerta abajo! —gritó a la multitud agitada.

Los pescadores le hicieron caso, e irrumpieron por la fuerza agitando los remos y las tenazas.

—¡Abajo Virginia! ¡Abajo Virginia! —era el furioso grito de guerra—. ¡Quítese de la cabeza la idea de volver al continente, doctor Faux! ¿Entendido? ¡Dése preso!

—¡Démosle lo que se merece!

—¡Eso, eso!

—¿Oye eso, doctor? ¿Qué se siente, siendo usted quien ocupa el sillón?

—¡Démosle una buena somanta!

—¡Ya lo he hecho yo! —exclamó Fonny Boy, ufano—. ¡Le he arreado en la nariz y se ha caído de culo! —se vanaglorió.

—¡Deberíamos arrancarle los dientes uno a uno! ¡Recordad cómo le gusta a él sacarnos los nuestros uno detrás de otro!

—¡Una buena paliza, se merece! ¡Y atarlo bien y echarlo a los cangrejos para que se lo coman!

—¡Y no vas a salir de aquí, te lo juro!

¡Maldita sea si no te lo estabas buscando! ¿Oyes bien, doctor?

—¡Un momento! —protestó Faux con voz lo bastante audible como para silenciar por un momento a los isleños, al tiempo que se acurrucaba en el sillón y se frotaba la nariz—. ¡Claro que oigo! ¡Y lo que oigo es, primero, que estáis furiosos con Virginia, pero luego, de pronto, os volvéis contra mí! ¡Aclaraos de una vez!

—¡Estamos furiosos con todos vosotros, los de tierra firme! —decidió una voz—. No hay nadie de tierra firme que no se aproveche de nosotros.

—Bien, pero si estáis completamente decididos a secuestrarme —se apresuró a reflexionar el doctor con equívoca intención—, vuestro plan sólo funcionará si mandáis aviso al gobernador. De lo contrario nadie sabrá que estoy aquí y, entonces, ¿de qué os serviría tenerme encerrado? Y respecto a vuestras acusaciones, injustas y desagradecidas, sobre cómo me he ocupado de vuestras necesidades dentales, debo recordaros que llevo muchos años viniendo aquí con mi corazón lleno de bondad y que, sin mí, no tendríais dentista alguno.

—¡Mejor ninguno que tú!

—Mi mujer aún tendría todos sus dientes. Y a mí me duele la muela cada vez que le llega una corriente de aire. ¡Una muela que tú me arreglaste!

Uno de los barqueros albergaba ciertas dudas sobre lo que estaban haciendo y dejó el remo en la pared.

—Bueno, quizá deberíamos tratar esto de otra manera. Tampoco queremos problemas…

—Exacto —asintió Faux—. Lo que hacéis conmigo se llama «proyectar». Estáis furiosos con el gobernador, y no diré que os falta razón. Es evidente que se os está persiguiendo y discriminando como de costumbre, y no estoy seguro de para qué son esas rayas que han pintado, pero sin duda no auguran nada bueno para vosotros.

—No, seguro que no será para ningún asunto que nos beneficie.

—¡No escuchéis lo que dice! —Fonny Boy tomó la iniciativa—. Viene de la costa y ¿no os resulta extraño que los agentes y él llegaran al mismo tiempo? ¡Está espiándonos, eso es lo que hace!

—¡Joder! ¿Qué te lleva a pensar que nos está espiando, muchacho? —preguntó el padre de Fonny Boy con furia y resentimiento crecientes.

—Espía la caza ilegal y los ingresos no declarados, y luego va por ahí contando mentiras sobre los sementales, las hembras y las ostras. Dentro de nada sacarán una ley que nos prohíba sacar nada más del mar —continuó Fonny Boy, sin aportar la menor prueba de lo que decía.

—¿Te lo ha contado este cabronazo? —preguntó el padre del muchacho al tiempo que volvía la cara hacia el dentista.

—¡Sí! ¡Que me muera si no lo ha dicho!

—¿Qué palabras te dijo, exactamente?

Fonny Boy se encogió de hombros y su increíble declaración quedó en nada, pero la semilla ya estaba plantada.

—No podemos correr riesgos —dijo otra voz.

—¡No!

—¡No, claro que no!

—El gobernador ya nos ha recortado la pesca de cangrejos y, ahora que se acerca la campaña de la ostra, ¿qué pasará si nos imponen otra veda? Entonces sí que nos quedaremos con los bolsillos vacíos. No sacaremos ni un centavo.

—¡No es justo!

—¡No, desde luego que no lo es!

—Yo digo que le dejemos hacer una llamada para que cuente nuestras intenciones —sugirió el padre de Fonny Boy con voz airada.

—¿Y a quién va a llamar?

—Que hable con la policía y ya está. Han sido ellos los que han pintado esas rayas en la calle. Y quizás el dentista nos espíe para la policía por cuenta del gobernador.

Pusieron el viejo teléfono negro en manos de Faux y, después de llamar al servicio de información y pasar por varios filtros, el dentista consiguió hablar con la superintendente Hammer y rezó para que a ésta no se le ocurriera repasar sus antecedentes.

—¿Quién es? —preguntó Hammer, y escuchó un murmullo airado al otro lado de la línea.

—Soy un dentista de tierra firme —respondió la voz de Faux—. Me ocupo de la isla Tangier y ahora me encuentro aquí, metido en un buen problema porque ese agente suyo ha pintado unas rayas en Janders Road y el gobernador quiere quedarse la isla para convertirla en una pista de carreras.

—¿De qué demonios está hablando? —inquirió Hammer, dispuesta a colgar el auricular de inmediato; el presunto dentista era sin duda un chiflado, pero ella se contuvo y decidió que tal vez debiera escucharlo—. Las líneas son un control de velocidad y forman parte del nuevo programa VASCAR que ha puesto en marcha el gobernador.

—Si no eliminan esas rayas ya mismo y no firman un acuerdo que prohíba que los agentes del Estado, los guardacostas y demás personal sigan molestando a los residentes de la isla, van a retenerme aquí, prisionero contra mi voluntad.

—¿Quién es usted? —preguntó Hammer, que tomaba notas en su mesa.

—No me dejan que le diga mi nombre —respondió la voz.

—¡Abajo Virginia! —gritó en segundo término alguien con un extraño acento.

—Aquí nadie votó por el gobernador, que yo recuerde.

—No hacemos más que pescar con nuestras barcas y llevamos una vida honrada, ¿y qué sacamos con eso? ¡Rayas en las calles y a ese sacamuelas que nos deja a todos sin dientes!

—¡Yo no os he sacado todos los dientes! —protestó el dentista con la mano sobre el micrófono, aunque Hammer lo oyó a él y a todos los demás.

—Muy bien —dijo la superintendente con voz autoritaria—. ¿Y qué quiere de nosotros, exactamente? Estoy desconcertada.

Al otro extremo de la línea, un largo silencio siguió a la pregunta.

—¡Hola! —insistió.

—Estamos hartos de que se entrometan en nuestras vidas —oyó que decía alguien—. ¡Habla con ella y que le diga al gobernador que estábamos muy bien hasta ahora y lo que queremos es la independencia de Virginia!

—¡Eso es!

—¡Sí, eso! ¡Que no vuelvan por la isla la policía ni los recaudadores! ¡Queremos la independencia!

—¡Basta de impuestos! ¡Ni un centavo!

—¡Y basta de decirnos que reduzcamos las capturas!

—¡Sí!

—Bueno, ya los ha oído —dijo el dentista a Hammer—. No más restricciones a la pesca ni impuestos estatales ni intervenciones ni interferencias. La isla Tangier quiere independizarse de Virginia. Y… —añadió bajando la voz en tono conspiratorio—, y el rescate por mi liberación es de cincuenta mil dólares en billetes sin marcar, que enviarán por correo urgente al apartado tres, dieciséis de Reedville. Por favor, cumplan las exigencias inmediatamente. Estas gentes me retienen en la consulta médica y ya me han golpeado; estoy sangrando y mi vida corre peligro…

Antes de que Hammer pudiera responder a lo que interpretaba como un ejemplo de locura o de evidente extorsión, el dentista colgó. La superintendente intentó dar con Andy, sin éxito, y le dejó un mensaje en el contestador explicando lo que había sucedido.

—Tu ensayo sobre las momias ha causado un daño considerable —añadió al término del mensaje grabado—, aunque no puedo asegurar que nadie de la isla lo haya leído. Pero, desde luego, has preparado la escena de tal modo que la gente piensa que Tangier es objeto de persecución por parte de Virginia. Será mejor que hagas algo para arreglar las cosas, Andy. Llámame.

Andy no encontró el mensaje hasta entrada la noche. Después de que Macovich y él volaran de regreso a Richmond, se había apresurado a organizar una misión secreta para la que necesitó un disfraz y un helicóptero civil, que le prestaron. Había pasado el resto del día en la isla, recogiendo información, y cuando por fin llegó a casa era casi medianoche. Repasó el buzón de voz y devolvió la llamada a Hammer, a quien despertó.

—Dios mío —murmuró enseguida—. ¡No tenía ni idea! De haberlo sabido…

—¿Dónde diablos has estado? —le respondió la voz adormilada de Hammer desde el otro extremo de la línea.

—No puedo decírtelo —dijo Andy—. En este momento, no puedo. Sé que debo parecerte insolente e injusto, pero estuve investigando un asunto que en este momento no tengo tiempo de explicarte. Te bastará con saber que cuando esbocé los ensayos que tenía previsto escribir en la página web, mi temario no incluía la isla Tangier ni el fraude dental, de forma que he estado ocupado, y mucho, intentando averiguar todo lo posible sobre los isleños y he tenido que desconectar el teléfono y ponerme a escribir…

—¡Andy! —Hammer ya estaba muy despierta y ofendida—. ¡No puedes ocultarme secretos! ¿Dónde estuviste metido todo el día? ¿Has oído la noticia? Por lo visto no —añadió con emoción—. Una mujer fue asesinada brutalmente en la isla Belle y el asesino escribió tu nombre en el cuerpo de la víctima.

—¿Mi nombre? ¿A qué diablos te refieres con lo de mi nombre?

—Me refiero al de Agente Verdad.

—¿Que alguien ha grabado «Agente Verdad» en el cuerpo de la muerta? —Andy se quedó atónito—. ¿Qué…? ¿Qué…?

—No sé nada más. Pero, maldita sea, creo que sería una excelente idea que olvidaras ahora mismo toda esa mierda del Agente Verdad y volvieras a las tareas normales de policía antes de que se produzcan males mayores.

—No me eches la culpa de lo que ha hecho un asesino perturbado. Por mucho que lo sienta por la víctima, no tengo nada que ver con su muerte y prometo colaborar en todo. Escucha, llegamos a un acuerdo y me diste tu palabra —le recordó Andy—. Y no olvides lo que te dije hace un año cuando hablamos de todo esto. Si dices la verdad, las fuerzas del mal se disgustan y suceden cosas malas, pero al final la verdad triunfa.

—¡Andy, por el amor de Dios! —replicó Hammer en tono de impaciencia—. Por favor, no me vengas con otra de tus lecciones de filosofía barata.

—Eso duele —señaló Andy, herido y molesto aunque más decidido que nunca—. Lee al Agente Verdad por la mañana y quizás hablemos después.

BREVE HISTORIA DE LA ISLA TANGIER por el Agente Verdad

Aunque en este momento pueda desear lo contrario, la isla Tangier forma parte del territorio de Virginia y viene perteneciendo a éste desde 1608, cuando John Smith y siete soldados, tres caballeros y un doctor exploraron la bahía de Chesapeake en una gabarra abierta de tres toneladas.

En su búsqueda de buenos puertos y asentamientos se encontraron en medio de numerosas islas, a las que denominaron islas Russell. Y cuando cruzaron la bahía hasta la costa oriental, vieron frente a ellos a dos ceñudos y recios nativos, o «salvajes», como los llamó Smith, que llevaban largas pértigas con punta de hueso.

«¿Quiénes sois y que os proponéis?», preguntaron valientemente los nativos en la lengua de Powhatan, llamada así porque era la que hablaba el gran jefe, padre de Pocahontas.

Smith les respondió en su propio idioma, lo cual impresionó considerablemente a los salvajes.

Y aquí hago una pausa para referirme un momento a la importancia de la comunicación, un tema que me parece muy oportuno en vista de lo que sucedió ayer en esa misma isla (Tangier) que Smith descubrió. Ningún gobierno, incluido el de Virginia, debería hacer leyes y tomar iniciativas que afecten a una gente que dice lo contrario de lo que quiere decir. Si un isleño dice, por ejemplo: «¡Vaya, muy bonito!» o «No llueve nada», tal vez esté afirmando que cae un diluvio, como bien explica el tangierano David L. Shores en su obra definitiva, Isla Tangier: el lugar; la gente y el habla.

Pues bien, en los viejos tiempos cuando un isleño quería decir lo contrario de lo que decía, lo indicaba añadiendo un «al revés», con lo cual se entendía el sentido. Al decir: «No llueve nada, al revés», venía a afirmar que estaba lloviendo a cántaros. Ahora ya no. Sólo quien conoce a fondo el uso de la inflexión en el tono y de la expresión facial de los isleños puede detectar qué dice en realidad uno de esos pescadores si declara: «No tengo interés en ir» o «Eso es una miserable ostra».

Un amigo mío, conocido de los isleños y a quien en adelante me referiré como «mi sabio confidente», me comentaba:

Supongo que te plantearás si ya que la reacción de la gente ante los controles de velocidad del VASCAR fue un: «¡Vaya, muy gracioso!», quizás en realidad estuvieran expresando que los controles de velocidad no tienen nada de gracioso y que están furiosos contra ellos. Por lo que me has contado, es evidente que esa isleña, Ginny Crockett, estaba muy molesta, aunque a ese policía le dijera exactamente lo contrario.

—Ni más ni menos —asentí—. El gobernador no debería hacer nada por o en esa isla sin entender muy bien la cuestión del «habla al revés». Y para mí está muy claro que la Administración del gobernador está muy habituada a decir lo contrario de lo que piensa, pero no de esta manera. Y acaba de tomar una decisión brillante.

—Pero —señaló mi sabio confidente— advierto una inflexión forzada en tu voz y un tono exageradamente agudo, y has prolongado las palabras levantando la barbilla mientras arqueabas las cejas al decir «acaba de tomar una decisión brillante». ¿Significa eso que querías decir lo contrario?

—¡Ah! Estaba probándote para ver si captabas la idea —repliqué—. No se trata de lo que dices, sino de cómo lo dices.

—Me pregunto si John Smith ya tendría una dificultad parecida al tratar con los salvajes —musitó mi interlocutor—. Quizás esos salvajes también hablaban al revés.

—Bueno, seguro que muchas veces era más importante cómo decían las cosas que lo que contaban —respondí.

Tras una visita amistosa a los salvajes, Smith zarpó de nuevo siguiendo otras caletas de la costa, cuando de pronto «se produjo un tremendo temporal de viento, lluvia, truenos y relámpagos; y sólo con gran peligro escapamos de la furia inmisericorde de aquellas aguas agitadas como un océano», en palabras del propio Smith. Para salvar la vida, los expedicionarios buscaron refugio en una de las muchas islas que Smith denominaba Russell.

Cuando zarparon otra vez, se abatió sobre la barcaza una segunda tormenta que arrancó el mástil y la vela y estuvieron a punto de hundirse mientras achicaban agua frenéticamente. Durante dos días esperaron a que pasara la tempestad y buscaron agua potable en un lugar deshabitado que Smith bautizó como isla del Limbo. Finalmente repararon las velas con sus propias camisas y emprendieron el regreso a Jamestown.

Al parecer, muchos eruditos consideran que Tangier era una de las islas Russell. Sin embargo, yo me pregunto, después de estudiar diferentes mapas antiguos y una carta de vuelo moderna, si no es posible que Tangier sea, en realidad, esa isla Limbo, lo cual explicaría la tendencia de los isleños a decir lo contrario de lo que pretenden dar a entender. Y, si bien no me es posible ofrecer demasiadas pruebas que lo demuestren, no creo que los historiadores puedan descartar por completo tal posibilidad. Si uno toma una carta de navegación aérea oficial de esa zona, se observa que Tangier y Limbo están a unos pocos minutos de vuelo en helicóptero.

Para investigar mejor, decidí ir en helicóptero a Jamestown y, desde allí, registrar las coordenadas exactas de la travesía de Smith si éste había de viajar de Jamestown a Tangier, regresar al punto de partida y, luego, navegar a Limbo. Observe usted, lector, las coordenadas geográficas correspondientes a Jamestown, Tangier y Limbo que me facilitó el sistema GPS cuando sobrevolé cada punto. Tras exponer la tabla, procederé a explicar su significado:

Isla

Jamestown
Isla

Tangier
Isla

Limbo
Latitud 37*12' 47" 37*49' 51" 37*55' 75"
Longitud 76*46' 66" 75*59' 87" 76*01' 58"

Queda claro que Tangier y Limbo no están muy lejos la una de la otra. Así, la hipótesis que le propongo, lector, es que imaginen a Smith y a sus hombres en la barcaza abierta, con vientos terribles, truenos, visibilidad nula… ¿Cómo podía estar Smith tan seguro de que, cuando decidió buscar refugio en lo que llamó Tangier, no se hallaba en realidad en la isla Limbo? Tengo una razonable certeza de que, si yo hubiese volado en el helicóptero con un par de tragos de whisky, habría podido terminar tanto en Limbo como en cualquier otra parte.

Nunca sabremos si Tangier es en realidad esa isla Limbo. Dudo que el propio Smith, si viviera hoy, pudiera decírnoslo. Pero no tengo duda de que si visitara Tangier en la actualidad, se sentiría en cualquier caso como si estuviera en el limbo.

Si Tangier es en efecto esa isla Limbo, me gustaría que hubiera mantenido su viejo nombre. Creo que la isla Limbo habría desarrollado un mercado turístico sólido y especializado, atrayendo a visitantes que hoy no están en un sitio ni en el otro y a los que les gustaría perderse en medio de ninguna parte para dedicarse a la buena vida durante un tiempo. Y también creo que el gobernador de Virginia no se habría puesto a pintar rayas de control de velocidad en un lugar llamado Limbo y que la gente de Limbo no se habría molestado como ha sucedido.

¡Tengan cuidado ahí afuera!