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Hammer cerró el expediente del Agente Verdad con frustración y perplejidad. ¿Qué pasaba con Andy? ¿Qué creía que estaba haciendo? ¿Qué tenían que ver las momias y Jamestown con los problemas actuales de Virginia y el crimen?

Todo aquello resultaba del todo inadecuado y estaba destinado a causar tan sólo problemas, se dijo mientras cerraba un cajón enérgicamente y mascullaba que ojalá hubiera alguien en la oficina que supiese preparar un buen café. ¿Cómo se suponía que debía sentirse tras leer el escrito sobre la momia?

Pasaban unos minutos de las ocho en punto y, al parecer, todo el mundo en la central leía al Agente Verdad; los comentarios formaban un audible murmullo en los despachos a lo largo de los pasillos. Mientras acudía al trabajo en su coche, Hammer se había quedado desconcertada y sorprendida al oír a Billy Bob hablando del escrito sobre la momia en su programa matinal.

».—¡Eh! ¿Sabéis qué haremos ahora? ¡Vamos a iniciar un concurso aquí, en “Billy Bob por la mañana”! Esperamos llamadas de los oyentes para que nos digan quién creen que es, en realidad, el Agente Verdad. Quien acierte se llevará un premio especial que anunciaremos más adelante. Viva, ya tenemos una llamada en centralita. ¿Hola? Aquí “Billy Bob por la mañana”, en directo. ¿Con quién hablamos?

»Con Windy.

Hammer, incrédula, reconoció la voz aguda de su secretaria en los altavoces de la radio del coche. La comunicación no era muy buena y Hammer supuso que Windy llamaba desde su teléfono móvil; probablemente, desde el coche en el que también ella se dirigía al trabajo.

»Bien, Wendy, dinos, ¿quién es el Agente Verdad?». Creo que es el gobernador, aunque probablemente tiene un negro.

Hammer continuó revolviendo papeles en el escritorio con el oído atento a algún signo de actividad en el despacho de Windy, que era contiguo al suyo. Tan pronto como la secretaria abrió la puerta y dejó el bolso sobre la mesa, Hammer saltó de su silla y se le acercó.

—¿Cómo has cometido esa estupidez? —le preguntó de malos modos—. ¿Y qué carajo es eso de un negro?

—¡Oh! —Windy estaba sorprendida y también un poco atemorizada ante la cólera que mostraba la jefa—. Debe de haberme oído por la radio, ¿no? No se preocupe, sólo he dicho que me llamaba Windy, pero no he dado el apellido ni he revelado dónde trabajo. ¿Lo del negro? ¡Ah, sí! Ya sabe, alguien que contrata a otra persona para que escriba para él en secreto, probablemente porque no es buen escritor.

—Me parece que confundes «negro» con «seudónimo» —replicó Hammer con ira controlada mientras se paseaba ante la mesa de Windy. Al fin, decidió cerrar la puerta que daba al pasillo—. Ya tengo suficientes problemas con el gobernador para que ahora llames por tu cuenta a una maldita emisora de radio y lo acuses de ser el Agente Verdad.

—¿Y cómo sabe que no lo es? —Windy cogió entre los dedos su barra de labios.

—No hablamos de lo que yo sepa o deje de saber. Estamos hablando de indiscreción y de falta de sensatez, Windy.

—Apuesto a que usted sí sabe quién es —insistió Windy en tono afectado, mientras le dedicaba una breve caída de ojos con sus pestañas pintadísimas—. Vamos, dígamelo. Estoy completamente segura de que lo sabe. ¿Es guapo? ¿Qué edad tiene? ¿Está soltero?

Hasta ese momento Hammer apenas había pensado en qué sucedería si la gente empezaba a preguntarle si sabía quién era el Agente Verdad. No era propio de ella mentir, a menos que lo requiriese una detención o una confesión, o cuando tenía que salir de viaje y escondía la maleta y le aseguraba a Popeye que volvería enseguida. La propia Hammer se sorprendió de que le viniera a la cabeza en aquel instante su querido Popeye, pero la imagen del boston terrier que le habían robado aquel verano le llegó muy dentro y la obligó a retirarse a su despacho privado. Cerró la puerta e hizo varias inspiraciones profundas. Estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas.

—Hammer —dijo con tono brusco cuando sonó su teléfono.

—Soy Andy.

Apenas le oía. Se sorbió la nariz de forma ruidosa y se tranquilizó un poco.

—Te oigo fatal —dijo. ¿Estás en la isla?

—Sí. Sólo te informo de que hemos aterrizado a las ocho en punto… Estoy en Janders Road. He pensado que podía ser una buena carret… no tan concurrida como… y… estúpida… quién le importa…?

—Te recibo entrecortado, Andy. Y tenemos que hablar de lo que se ha publicado esta mañana. No puedo creerlo. Esto no puede continuar. ¿Hola? ¿Hola? ¿Estás ahí?

La línea se había cortado.

—¡Maldita sea! —exclamó Hammer.

Tangier no tenía antenas para móviles y pocos residentes utilizaban tales teléfonos, ni tampoco Internet, y les importaba un pimiento el Agente Verdad. Pero lo que no había pasado inadvertido para ningún isleño era el helicóptero de la Policía Estatal que virando en la bahía había aterrizado en el aeródromo hacía apenas una hora. Ginny Crockett, por ejemplo, estaba asomada a la ventana desde entonces; finalmente, dedicó unos instantes a dar de comer a su gata, Sookie, y cuando volvió al salón de su pulcra casa, pintada de rosa, vio a un agente de policía, con su uniforme gris y su gran sombrero, pintando una línea blanca ancha y brillante de lado a lado del pavimento resquebrajado de Janders Road. La línea, inexplicable y de mal agüero, empezaba justo delante del local de The What Not Shop, cruzaba el asfalto agrietado por el que asomaban los hierbajos y se extendía hasta el cementerio familiar del patio delantero de la casa de Ginny.

El agua fría corría por los tres tanques de acero del criadero de cangrejos, delante mismo del porche de la casa, bajo la sombra de unos manzanos silvestres. Los pelones —como se denominaba a los cangrejos azules durante la época de muda del caparazón— ya estaban en veda y no volverían a mirar a los turistas con sus ojos telescópicos cargados de resentimiento durante el resto del año. Sin embargo, esto no impedía que Ginny tuviera puesto el rótulo y que cobrara un cuarto de dólar a los turistas por echar un vistazo al gran semental, el cangrejo macho, que conservaba en uno de los acuarios. La mujer había bautizado al animal con el nombre de Jimmy y éste, hasta aquel momento, le había proporcionado a su dueña unos ingresos de veinte dólares y cincuenta centavos.

La mujer pensó que el agente sólo fingía pintar la raya para así espiarla. Las autoridades siempre andaban husmeando, por lo visto para averiguar si personas como ella pagaban impuestos por todos los beneficios que les proporcionaban sus actividades empresariales.

Los isleños habían aprendido con los años que los turistas lo compraban todo. Bastaba con montar una cajita de madera, abrirle una rendija en la parte superior y colocarla en alguna parte con una nota explicativa sobre lo que uno vendía y el precio. Los objetos más populares eran las recetas y los planos callejeros, escritas y trazados a mano y fotocopiados en papeles de colores.

Ginny salió hasta la valla metálica del jardín para ver desde más cerca al agente que avanzaba por la calle con una brocha y un bote de pintura especial que, según alcanzaba a ver por la etiqueta, se prometía impermeable, de secado rápido y reflectante. Era un hombre joven y atractivo que se movía tan despacio como los cangrejos y, para ser justos con él, no parecía disfrutar mucho con lo que hacía.

—¡No tiene derecho a hacer eso! —exclamó Ginny, indignada porque el desconocido se hubiera puesto a pintar en la calzada—. ¡No es correcto! —añadió casi a gritos con el acento raro y musical propio de las gentes de Tangier desde que emigraran de Inglaterra siglos atrás para formar una comunidad ferozmente cerrada en su minúscula isla.

Andy fijó la mirada en ella con sus gafas oscuras y vio al instante que la mujer tenía la peor dentadura que había contemplado nunca. Un rato antes, al acercarse a The What Not Shop a comprar agua mineral había visto a otras dos isleñas con dentaduras también horribles.

—¿No hay dentista en la isla? —preguntó Andy a la vieja que lo observaba, suspicaz, desde el otro lado de la valla.

—Viene de la costa cada lunes —contestó ella con recelo, pues el del dentista era un tema doloroso y todos los vecinos tendían a eludirlo negando la evidencia.

—¿Y lleva mucho tiempo viniendo? —Preguntó Andy desde su posición, acuclillado sobre el asfalto. Había dejado de pintar por un instante.

—Sí, siempre ha venido el mismo desde hace tanto tiempo que ni me acuerdo —dijo Ginny, más tímida que arisca esta vez, con los labios arrugados como papel rizado en torno a los dientes falsos, grandes y contrahechos.

—El mundo está lleno de dentistas malos —comentó Andy con diplomacia—. Toda la gente de aquí que he visto hasta ahora tiene un montón increíble de arreglos dentales y, aunque no es asunto mío, señora, quizá deberían pensar en cambiar de dentista o, al menos, hacer investigar a fondo al que tienen ahora.

El comentario y la dentadura brillante, perfecta y natural de Andy dejaron a Ginny sin aire, que era la expresión que empleaban en Tangier cuando algo llegaba hondo y causaba un dolor insoportable. No era que los isleños no se quejaran del dentista en privado, en sus charlas. Pero si no era aquél, no tendrían ninguno.

—Supongo que usted no lee al Agente Verdad —dijo Andy al tiempo que volvía a su trabajo, pero ese tipo tiene algunas cosas interesantes que decir respecto a afrontar la verdad y, de hecho, a exigirla. La única manera de conseguir la verdad, señora, es mirar de frente lo que uno teme, sea una momia o un dentista astuto y dañino.

Ginny, desconcertada, no supo qué pensar de aquel joven agente de modales correctos que no parecía encajar con su uniforme amedrentador y con el hecho de transgredir los límites y profanar la calzada que discurría frente a su casa.

—¡Bah!, no cambie de tema. No intente desviar mi atención de lo que está haciendo, como si no estuviera pintando esa línea delante de mis propios ojos —declaró, volviendo así al asunto.

—No intento desviar nada —replicó Andy—. Debo pintar esta línea de control de velocidad. Órdenes del gobernador, señora.

Ginny no había oído hablar jamás de semejante asunto y se sulfuró al instante. En toda la isla había menos de veinte vehículos terrestres movidos a gasolina, y la mayor parte de ellos eran furgonetas oxidadas que se utilizaban para transportar bienes. Prácticamente todos los isleños se desplazaban a pie o en cochecitos de golf, triciclos y simples bicicletas, algunas eléctricas. La isla Tangier medía menos de cinco kilómetros de longitud y apenas uno y medio de anchura, y sólo vivían allí seiscientas cincuenta personas. ¿Por qué había de molestarse el gobernador si alguno de ellos aceleraba un poco más de la cuenta con su cochecito eléctrico de golf? La vida transcurría con calma. Las carreteras eran poco más que caminos peatonales, pocos de ellos pavimentados, y una curva mal tomada podía enviarlo a uno de cabeza a un cenagal. El exceso de velocidad no había sido nunca un problema de la comunidad y, de hecho, Ginny no recordaba que el alcalde o el consejo municipal se refirieran nunca a este tema en particular.

—Pues en la costa tienen muchas más carreteras y no hay necesidad de que anden pintando en las nuestras. Deje eso ya, agente, si no quiere jugársela.

Andy no estaba seguro de lo que había dicho la mujer, pero detectó cierto tono de amenaza.

—Sólo hago mi trabajo —dijo al tiempo que mojaba la brocha en la lata de pintura.

—¿Qué pasa si se pisa la raya? —Ginny señaló la línea, aún húmeda, pintada en la calzada.

—Nada, todavía —explicó Andy en tono agorero, con la esperanza de que ello estimulara a la mujer a quejarse y le proporcionara así unas cuantas citas valiosas para su siguiente artículo como Agente Verdad—. Tengo que pintar otra a un cuarto de milla, exactamente, de ésta. Luego, cuando nuestros helicópteros patrullen sobre la isla, los pilotos podrán medir cuánto tarda un vehículo en desplazarse de una línea a otra. El VASCAR nos dirá con precisión a qué velocidad circula.

—¡Eh! ¡Santo cielo! ¿Van a traer a Tangier los coches de la fórmula NASCAR? —Ginny se quedó perpleja.

—El VASCAR —repitió Andy, sorprendido y entusiasmado de que aquella virginiana confundiera el control de velocidad con las carreras de coches—. Es un sistema de ordenador que descubre si un coche se salta los límites de velocidad.

—Y entonces, ¿qué? —Ginny seguía sin entender palabra e imaginó la isla invadida por el rugido de motores y los aficionados ebrios.

—Entonces, un agente de tráfico detendrá al transgresor y le pondrá la multa.

—¿Qué es eso de la multa? —Ginny imaginó al joven agente con su gran gorra y sus gafas oscuras dando a algún pobre isleño que circulase en bicicleta una severa reprimenda, con el dedo levantado en gesto amenazador y ánimo de asustarlo. Luego le recitaría algo parecido a la lectura de derechos que Ginny siempre oía en los programas de televisión captados con la parabólica que tenía instalada entre bolas de cristal y otros adornos de jardín.

—Una multa —repitió Andy, muy serio—. Una sanción. ¿Sabe usted qué es una sanción? —La brocha llegó hasta el borde de la calzada, a pocos centímetros de la valla de Ginny y de las tumbas de todos sus parientes difuntos, cuyas lápidas aparecían desgastadas y ladeadas en diferentes direcciones—. El agente escribe algo en un papelito, se lo da y usted se presenta en el juzgado para pagar una cantidad. En efectivo o con un cheque.

Andy sabía muy bien que en la isla no había banco y que lo más parecido a un cheque que conocía la mujer era el chequeo que siempre hacía el guardacostas a los barcos de pesca.

—¿Y cuánto hemos de pagar de multa, si es que lo hacen? —Ginny estaba cada vez más alarmada.

Andy se incorporó y estiró la espalda dolorida al tiempo que se esforzaba por descifrar lo que acababa de decirle la mujer con su peculiar acento. Entonces recordó la visita que había hecho a The What Not Shop poco antes de empezar a pintar la raya; allí oyó a dos mujeres de la isla que, con el mismo extraño deje, cuchicheaban cosas sobre él y comentaban que había detenido a alguien por algún asunto y que no sabían de quién se trataba ni por qué. Andy entendió, no sin dificultades, que las mujeres se referían a un chico de la isla llamado Fonny Boy Shores; el muchacho no ayudaba nada en su casa, tenía la lengua muy larga, no estudiaba y prefería pasar el tiempo vagando por la orilla del mar en busca de cosas con un palo que contribuir con un salario decente a su empobrecida familia.

—La multa por exceso de velocidad depende de en cuántos kilómetros por hora se supere el límite —informó Andy a la ceñuda isleña.

Lo que no le dijo fue que, en su opinión, era absurdo poner denuncias de exceso de velocidad con mediciones desde el aire. Los aviones y helicópteros no disponían de radares precisos ni de una buena visión de las matrículas, y Andy imaginó a un piloto calculando, por ejemplo, la velocidad de un utilitario blanco que iba en dirección norte y llamando por radio a un coche patrulla en tierra para que detuviera al infractor. El agente saldría quemando llanta de un escondite entre los arbustos de la mediana de la autovía y se lanzaría con luces y sirenas tras el primer utilitario blanco que pasara en dirección norte, seleccionando a uno cualquiera entre el numeroso grupo de utilitarios blancos que circularan por la autovía. ¡Qué manera de desperdiciar carburante, dinero del contribuyente y tiempo!

—Son tres dólares por milla sobrepasada, más treinta dólares de costas del juicio —resumió—. Por cierto, ¿cómo se llama usted?

—¿Por qué lo pregunta? —Ginny retrocedió un paso, amenazada.

—¿Utiliza alguna vez la red Internet?

Ella lo miró, atónita.

—No, no es una red de pesca —continuó Andy, algo frustrado y molesto—. No creo que por aquí tengan ordenadores ni módems. —Contempló las casuchas de tablillas que flanqueaban la carretera deteriorada y vio varios coches de golf saltando baches a lo lejos—. Olvide Internet —añadió—. Pero me gustaría saber su nombre, señora; si me lo da, enviaré un mensaje al Agente Verdad para que la mencione a usted y explique al mundo su opinión sobre la nueva iniciativa de control de velocidad del gobernador.

Ginny estaba desconcertada.

—Eso podría atraer más turistas a sus criaderos de cangrejos —insistió él, señalándolos—. Son unos ingresos interesantes, ¿verdad?

—Tengo todo el derecho a ganarme unas perras de vez en cuando —dijo Ginny en un intento de quitar importancia a su empresa privada libre de impuestos—. Pero en esta época del año no hay pelones que mostrar y sólo me queda un semental en ese tanque de ahí. Es un bicho grande, pero a veces resulta aburrido y los forasteros pronto irán a otros lugares y dejarán de venir por aquí.

Andy intentó engatusar a la mujer para que le diera su nombre:

—Nunca se sabe. No hay nada mejor que la publicidad. Quizás así las cosas mejoren un poco. Tal vez la gente lea lo que escribe ese tipo sobre ese semental y muchos acudan a echarle un vistazo.

Ginny accedió a decirle quién era porque se convenció de que no era un inspector de Hacienda, sino que se ocupaba de otros asuntos legales. Y cada moneda era importante. La mujer venía observando que, en los tiempos actuales, mucha gente malgastaba las monedas de cuarto de dólar, diez centavos, cinco y, por supuesto, las de uno. En la isla todo el mundo intentaba descargarse de ellas colocándolas al vecino. Las moneditas de un centavo circulaban sin parar y había llegado un punto en que Ginny era capaz de reconocer cada una y sabía que la habían pillado cuando iba de compras y le caía una cantidad enorme de esas familiares piececillas como cambio.

—No quiero más monedas pequeñas —regañaba una y otra vez a Daisy Eskridge, la cajera de la única tienda de la isla.

—Mira, cielo, no pretendo colocártelas, pero debo repartirlas —había replicado Daisy la última vez que la mujer se había quejado—. Por lo menos, tengo que hacerlo desde que Wheezy Parks estuvo por aquí para comprar harina y jabón y me dio más de cuatrocientos centavos en monedas. Le dije que le fiaba, pero ella estaba decidida a soltar los centavos y no me caben todos en la caja, Ginny.

Ginny aún estaba molesta con Wheezy, que siempre se negaba a comprar a crédito y era la más pesada de la isla en lo que hacía a pasar monedas no deseadas. Junto con los centavos, corría el rumor persistente y escandaloso de que Wheezy abría las alcancías en plena noche y cambiaba las monedas de un centavo por otras de cuarto de dólar, diez centavos y cinco. Luego, para empeorar aún más las cosas, la mujer siempre trataba de librarse del resto de sus centavos a la primera oportunidad. Wheezy, en fin, tenía probablemente la mayoría de las monedas que había en la isla, guardadas probablemente en calcetines bajo la cama.

—En fin, señora Crockett, diez millas sobrepasadas representan treinta dólares, más las costas. —Andy intentaba explicar un complejo proceso legal y Ginny dejó de pensar en centavos y concentró la atención de nuevo en lo que el agente le decía—. Quince millas es conducción temeraria y el responsable puede terminar en la cárcel.

—¡Jesús, María y José! ¡No pueden meternos en la cárcel! —protestó Ginny.

La mujer tenía razón, aunque no del todo. En efecto, no se podía encerrar a nadie en la isla, pues no tenía calabozos ni cárcel. Eso significaba, claramente, que cualquiera que fuese detenido por exceso de velocidad debería trasladarse a tierra firme. La insinuación de que tal cosa fuera posible despertó temores ancestrales en toda la isla tan pronto como Ginny echó a correr por Janders Road y llegó hasta el Spanky’s Place, donde Dipper Pruitt estaba sirviendo unos cucuruchos de helado de vainilla a tres silenciosas turistas amish que llevaban largas faldas y cofias en el cabello.

—¡Nos van a encerrar a todos en la cárcel, en la costa! —exclamó Ginny al llegar—. ¡Y van a convertir la isla en una pista de carreras!

Las mujeres amish sonrieron tímidamente mientras sacaban codiciadas piezas de plata de sus delicados monederos negros y, sin el menor ruido, las depositaban una a una sobre el mostrador. Ginny no solía encontrarse con turistas de Pennsylvania y siempre se maravillaba de su manera de vestir y comportarse, así como de la extrema palidez de su piel. Aquella gente podía navegar durante horas en los transbordadores Chesapeake Breeze y Captain Eulice y rondar por la isla el día entero sin quemarse bajo el sol, sin pillar resfriados y sin que se les descompusiera el tipo por el viento. Nunca se sentaban en las mecedoras bajo los porches, ni se apoyaban en las lápidas, ni tampoco miraban los tanques y acuarios sin haber pagado primero, ni hacían comentarios sobre la rara manera de hablar de los isleños. Ginny no había oído jamás que un amish se quejara de la prohibición de alcohol en la isla ni de los tempranos toques de queda que desanimaban cualquier vida nocturna y aseguraban que los marineros estuvieran en casa con sus familias y se acostaran temprano. Si todos los forasteros fueran como la gente de Pennsylvania, Ginny y sus vecinos no se molestarían tanto ante su presencia.

—¡Dios todopoderoso! ¿Quién dice que iremos a la cárcel? —inquirió Dipper mientras limpiaba las cucharas de servir helado en una jofaina de agua tibia—. ¿Y qué dicen que hemos hecho?

—Ir demasiado deprisa en los cochecitos de golf —replicó Ginny mientras las amish salían en silencio al frío y la humedad de la mañana—. La policía está pintando líneas para multarnos a todos con helicópteros. ¡A la larga, nos obligarán a marcharnos para que venga la NASCAR y construya una pista!

Al cabo de una hora, toda la flota de blancas barcas pesqueras de la isla volvía a toda marcha desde los recovecos y calas de la isla y de la abierta bahía de Chesapeake. Los pequeños motores fuera borda siseaban y petardeaban como radiadores, y los pescadores apretaban el acelerador a tope en respuesta a las amenazadoras novedades sobre cárceles, coches de carreras y comentarios insultantes del agente respecto a los arreglos dentales de los isleños. Una avioneta de observación se desvió de su búsqueda de bancos de pescado para cebos y empezó a volar en círculos sobre Janders Road, a baja altitud, atenta a no acercarse demasiado a la grúa oxidada que se alzaba en la punta sur de la isla, cerca de la planta de tratamiento de residuos y de la pista de aterrizaje que estaba hecha de tierras dragadas del mar.

Por fortuna para Andy, la pintura se secaba casi al instante y, gracias a ello, la actuación de una creciente multitud de mujeres irritadas y de niños armados con mangueras de jardín y cubos de agua tuvo poco efecto en su trabajo. Sin embargo, estaba poniéndose nervioso y empezaba a arrepentirse de haber provocado a los isleños para que le proporcionaran opiniones sinceras que aprovechar en sus artículos. Quizá no debería haber dejado al agente Macovich esperando en el helicóptero. Quizás aquella misión era demasiado peligrosa para llevarla a cabo solo. Andy se apresuró a terminar la línea que pintaba frente al centro sanitario Gladstone Memorial, donde el doctor Sherman Faux estaba taladrando otro diente a Fonny Boy.