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Major Trader había servido el tiempo suficiente en la administración Crimm para saber ciertas cosas. Primera, que el gobernador tenía un vacío en la cabeza y por eso se le persuadía fácilmente para que aprobara medidas políticas o sugerencias que difiriesen de la concepción original. Segundo, que además de estar desorientado y casi ciego, era olvidadizo y se distraía con facilidad, sobre todo cuando sus intestinos entraban en acción. Tercero, que como mejor funcionaba Trader era robando buenas ideas y culpando a los demás de las malas.

Tras sentarse en su despacho y mirar por la ventana hacia la nube de humo que envolvía a Macovich en su desplazamiento por los elegantes terrenos del Capitolio, consideró las posiciones del gobernador en distintas agendas y recordó que Crimm había sido atacado repetidas veces a causa de los problemas de transporte en la Commonwealth. En el norte de Virginia, el tráfico seguía estando terriblemente congestionado y los motoristas eran cada vez más hostiles; las carreteras y los puentes se caían a pedazos; los trenes no siempre eran puntuales, a veces no circulaban e iban muy llenos, y la gente ya no quería volar. El gobernador había asumido la culpa de todo ello y más.

Aunque Trader no iba a reconocerle el mérito a Macovich de haberle advertido sobre los habitantes de Tangier, estaba seguro de que la última idea del gobernador, la de poner trampas de velocidad en la isla, iba a ser acogida con un cortante resentimiento. Garabateó unas notas rápidas en un bloc y se preguntó cuál sería el nombre de aquella nueva iniciativa. Probó con «PAVO». (Plan Antivelocidad Oficial), pero vio que no era eso lo que buscaba; en cambio, le gustó mucho «PAVOR», que podían ser las siglas de «Plan Antivelocidad Oficialmente Regulada». Sí, pensó, eso funcionaría bien. «PAVOR» reflejaba la tesis del gobernador, la de meter miedo a la gente para que se comportara, y «Regulación» sugería que el gobernador creía que aquel plan se extendería a todas partes una vez implantado en la isla Tangier. No importaba lo que el Agente Verdad contara sobre los piratas, el público no le prestaría ninguna atención porque los ciudadanos estarían encolerizados con los controles. Trader marcó el número privado del gobernador.

—¿Quién es? —La voz de Crimm sonó débil y cansada.

—Creo que he dado con algo. ¿Qué le parecería el nombre de «PAVOR»? —Trader dio unos golpecitos al bloc con el lápiz—. Transmite de veras el mensaje que usted quiere. Imagine «PAVOR» pintado en los indicadores en toda la Commonwealth.

Las posaderas de Crimm estaban en carne viva. Tembloroso y bañado en sudor, intentó recordar de qué habían hablado Trader y él justo antes de su terrible erupción gastrointestinal, pero lo único que se le ocurrió era algo relativo al enigma del Agente Verdad.

—¿Quiere decir que le haga sentir pavor para que confiese su verdadera identidad? —El gobernador se sentó en su silla de cuero, cogió la lupa y descubrió un nuevo montón de informes y recortes de prensa—. ¿De dónde ha salido todo esto?

—¿Todo el qué? ¿Se refiere a las señales del PAVOR? —Trader estaba confuso, lo cual le ocurría muy a menudo cuando hablaba con el gobernador.

—Ah, sí, comprendo. Sólo era una pregunta retórica, claro. Supongo que habla de asustar al Agente Verdad para que diga quién es. No me siento bien y ahora no puedo hablar más sobre esto.

—Me refiero a los controles de velocidad. —Trader no soportaba que el gobernador lo interrumpiera—. Tenemos que encontrar un nombre para el programa y he pensado que «PAVOR» es justo lo que usted quiere.

—¡Tonterías! —De repente el gobernador recordó el contenido de la conversación anterior—. Si le ponemos ese nombre, todos los habitantes de la isla sabrán que nuestra intención es asustarlos y que se trata de una amenaza vacía. Encuentre un nombre que suene más burocrático y que tenga menos significado. De ese modo, los isleños se lo tomarán en serio.

—Bueno, como ya he dicho antes, esos isleños van a ser difíciles. —Trader se atribuyó el mérito de advertir al gobernador—. Recuerde que yo he sido el primero en decírselo, así que no me eche las culpas si hay polémica.

—Si me hace quedar mal, le echaré las culpas, seguro.

—Como quiera —dijo Trader—, pero no permita que mi advertencia le impida aprobar esa ley, gobernador. Creo que deberíamos enviar de inmediato un helicóptero y hacer ensayos del programa, ¿no le parece?

—Mandaremos helicópteros de todos modos para que me traigan marisco, así que no veo por qué no.

—Eso mismo opino yo —convino Trader.

Trader colgó y se pasó una hora garabateando en su libreta, probando todas las combinaciones de letras que se le ocurrían que tuvieran significado o que encontraba en un diccionario de sinónimos. Cuando la tarde tocaba a su fin, se le ocurrió «VASCAR», que más o menos significaba «Computador de Velocidad Media Visual» y daba a entender que si un automovilista aumentaba visiblemente la velocidad, un aparato objetivo no humano, esto es un ordenador, decidiría si la persona era culpable calculando la velocidad media a la que circulaba mientras iba del punto A al punto B. Los puntos A y B serían bandas blancas pintadas en el asfalto, que se reconocerían con facilidad desde el aire. Trader confiaba en que las siglas serían lo bastante confusas y burocráticas como para sembrar el pánico en el corazón de todos. Y lo que era más importante, se aseguraría de que la indignación pública tuviera como blanco la policía estatal y no el gobernador o él mismo.

Un plan brillante, pensó mientras se conectaba a Internet utilizando un alias. En su mente cobraba fuerza una idea y había mucho que hacer. Entró en la página web del Agente Verdad con el pulso acelerado; lo que más le excitaba era su propia sagacidad y su habilidad manipuladora. Se aseguraría de que la noticia del VASCAR se divulgase por todo el ciberespacio y avisara a gentes de todo el mundo de que Virginia no toleraría el exceso de velocidad y que nunca lo había tolerado, y que la Commonwealth era un ente pendenciero que mandaba helicópteros potentes a hostigar a unos tranquilos isleños pescadores, muy pocos de los cuales tenían vehículo. Se encargaría de que los locales se enfurecieran y fueran a quejarse directamente a la superintendente Judy Hammer de la Policía Estatal para desviar así la atención de los problemas del transporte y de los piratas ante los que el gobernador y, por supuesto, también él tenían que responder.

Hammer era nueva y no había nacido en Virginia, lo cual la convertía en un objetivo fácil. En cualquier caso, le caía mal. En tiempos pasados, los superintendentes habían sido hombres fornidos y duros que procedían de las más viejas familias de Virginia; ellos sabían acatar órdenes y mostrar el respeto debido al secretario de prensa que, en última instancia, era quien controlaba lo que pensaba el gobernador y lo que el público creía. Hammer era una deshonra. Se trataba de una mujer contundente y díscola que, a menudo, vestía pantalones. Trader la había conocido durante la entrevista para optar el cargo de superintendente y Hammer lo había atravesado con la mirada como si fuera de humo, sin reírle las gracias; ni siquiera había prestado atención a los chistes y las anécdotas de mal gusto que Trader había contado.

Empezó a escribir un e-mail y sus dedos se detuvieron sobre el teclado.

Querido Agente Verdad:

He leído con gran interés su «Breve Explicación» y espero que pueda usted recoger la preocupación de una anciana como yo, que nunca se ha casado y vive sola y que tiene miedo de conducir por culpa de todos esos locos de la carretera, incluidos los piratas.

Sin embargo, no creo que la respuesta sean los controles de velocidad y los helicópteros que pasan rugiendo por encima de los honrados ciudadanos. ¡El VASCAR iniciará otra guerra civil y espero que usted se ocupe de ello en su próximo escrito!

Atentamente,

ANA AMIGA

Trader quería haber firmado «Una amiga», y no vio el error tipográfico mientras pulsaba «Enviar». Cuando recibió la respuesta, al cabo de unos instantes, se percató de la falta.

Querida señorita A. Amiga:

Gracias por su interés. Lamento mucho que esté sola y le dé miedo conducir; eso me entristece. Siéntase libre para escribirme cuando quiera. ¿Qué es el VASCAR?

AGENTE VERDAD

Major Trader decidió que, a partir de aquel momento, bien podía convertirse en la señorita A. Amiga y envió otro mensaje.

Querido Agente Verdad:

Le estoy muy agradecida por haberse tomado la molestia de contestar a una vieja solterona. La superintendente Hammer sabe qué es el VASCAR. Fue idea suya. Me sorprende que no oyera decir nada sobre esos controles de velocidad que va a poner en la isla Tangier, y no puedo hacer otra cosa que sospechar que ha sacado la idea de la «Breve Explicación» que usted ha escrito. Le felicito por la influencia que ha ejercido sobre ella para que diera un escarmiento a los que antes eran uña y carne con los piratas y ahora se aprovechan del turismo.

Atentamente,

ANA AMIGA

Mientras enviaba un informe a Hammer, Trader cloqueó. Era breve y confuso e iba acompañado de una nota de prensa que tenía que difundirse enseguida, por orden del gobernador.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó Hammer cuando su secretaria Windy Brees, le tendió un fax procedente de la oficina del gobernador en el que le informaba de un nuevo programa para el control de velocidad llamado «VASCAR».

—Es nuevo para mí —respondió Windy—. Qué nombre tan estúpido. Quiero decir, que no significa nada, o sea que si me preguntan, diría que me recuerda a NASCAR, lo de las carreras de coches, aunque estoy segura de que el gobernador no ha pensado en ello. Un ejemplo más de cruzar la calle sin mirar primero.

Hammer leyó el informe y la nota de prensa varias veces, furiosa de que el gobernador quisiera poner en práctica un programa de la Policía Estatal sin consultarlo antes con ella.

—Maldita sea —murmuró—. Es lo más estúpido que he oído en mi vida. ¿Vamos a utilizar helicópteros para controlar lo deprisa que van los conductores? ¿Y el primer objetivo es la isla Tangier y tiene que ser una información reservada hasta que se hayan pintado las franjas blancas reflectantes en las pocas carreteras que hay allí? Ponme ahora mismo con el gobernador —ordenó Hammer—. Seguramente estará en su oficina. Di que es urgente a quienquiera que coja el teléfono.

Windy volvió a su escritorio y marcó el número de la oficina del gobernador, sabiendo que eso no serviría de nada. El gobernador nunca devolvía las llamadas de Hammer y desde que la nombrara para el cargo no había vuelto a verla. Windy había aprendido a inventar elaboradas excusas para no delatar su incapacidad de conseguir que el gobernador se pusiera en contacto con Hammer. En los descansos para fumar un cigarrillo, Windy hablaba con las otras secretarias y empleados y muchas veces les decía: «Una cosa es segura: más vale prevenir que un culo volando», que era su manera de decir que, embaucando a su jefa, Windy tomaba medidas preventivas para que no la despidieran cuando tuviera que decirle que el gobernador, como siempre, no podía ser molestado por una superintendente de la Policía Estatal.

Hacía tiempo que los amigos y colegas de Windy habían dejado de corregirle sus incongruencias lingüísticas y, por más disparatados que fueran sus refranes, casi todos entendían lo que quería decir; de hecho, olvidaban el significado original para utilizar siempre el deformado. A Hammer le resultaba exasperante tener que soportar una y otra vez frases como que sus empleados «hubieran tomado por el foro» o que alguien fuera acusado de «ir a su agua».

—¿Superintendente Hammer? —Windy se detuvo en el umbral de la puerta. Lo siento mucho, pero ahora no puedo ponerme en contacto con el gobernador. Al parecer está en transición.

Hammer alzó la vista de la pila de informes y comunicaciones que estaba leyendo y preguntó:

—¿A qué te refieres con eso de que «está en transición»?

—De viaje a algún sitio. Tal vez esté regresando a la mansión. No estoy segura.

—¿Está en tránsito?

—O de camino hacia ahí, supongo. —Windy se enredó más en su mentira. Pero, en resumen, no creo que nadie pueda ponerse en contacto con él, o sea que no le ocurre sólo a usted.

—¡Pues claro que sólo me ocurre a mí! —Hammer miró de nuevo el informe del VASCAR y se preguntó cómo podría afrontar la última decisión estúpida de la Administración, y tal vez la más peligrosa—. No va a hablar conmigo y tú, ¿podrías dejar de consolarme al respecto?

—Bueno, no es en absoluto amable por parte del gobernador. —Windy se puso en jarras—. Y espero que no se enfade conmigo por cómo la trata. No es justo disparar al mensajero.

«Matar al mensajero —pensó Hammer, irritada—. Se dispara al pianista y se mata al mensajero. Oh, Dios mío, últimamente sólo se me ocurren frases hechas. ¡Detesto las frases hechas!».

—Un hombre con el que salí el mes pasado me dijo que la única razón de que el gobernador la nombrara es porque los problemas que tenemos en las autopistas a él le crean mala prensa y necesita un chivo expiatorio —dijo Windy—. Y no creo que deba usted culparse de ello ni tampoco tomárselo como algo personal.

Hammer no podía creer que hubiese heredado una secretaria tan insoportable, pero despedir a los funcionarios del Estado era muy difícil. No resultaba, pues, extraño que el anterior superintendente se jubilara antes de tiempo aquejado de una dolencia cardíaca y la enfermedad de Parkinson. Pero ¿en qué demonios estaría pensando cuando contrató a Windy Brees? En cuanto abría la boca, ya quedaba claro que era una carga y una incompetente, una alegre estúpida que llevaba una tonelada de maquillaje y se hacía la remilgada, inclinando la cabeza hacia un lado y hacia el otro en un intento de parecer sumisa y mona y necesitada de hombres poderosos que se ocuparan de ella.

Eran las seis pasadas y Hammer llenó el portafolios y se marchó a casa. Mientras circulaba por el centro tuvo la sensación de que el VASCAR iba a arruinarle la carrera sin que pudiera hacer nada por evitarlo. ¿Era una mera coincidencia que el día en que Andy inauguraba la página web gracias a la cual la policía sería vista con buenos ojos, el gobernador decidiera poner en marcha un programa por culpa del cual la policía sería mal juzgada? ¿Era mera coincidencia que Andy hubiese apuntado que, antaño, la isla Tangier era un nido de piratas y que ahora el gobernador la tomara con los isleños? Eso por no mencionar lo escasa que iba de pilotos de helicóptero y que los pocos agentes que quedaban en la unidad de aviación tenían que dedicar el tiempo a perseguir delincuentes y localizar plantaciones de marihuana en vez de lanzarse a la caza de conductores imprudentes en una pequeña isla o en cualquier otra parte.

Hammer siguió pensado en Andy y cayó presa de una fulminante paranoia. No tenía que haberle permitido nunca que colgara esos ensayos en Internet sin previa censura, pero eso había sido parte del acuerdo.

—Si vas a revisarlos, no lo haré —le había dicho él el año anterior—. Una razón obvia para el anonimato es que nadie sepa lo que el Agente Verdad va a decir ni tenga control sobre ello. De otro modo, la verdad se perdería. Si vas a leer mis ensayos antes de que aparezcan en Internet, superintendente Hammer, sé muy bien lo que ocurrirá. Empezarás a preocuparte por las críticas, las culpas y los problemas políticos. Por desgracia es en eso en lo que se centran los burócratas, y con esto no te estoy llamando burócrata.

—Sí que lo estás haciendo —replicó ella, profundamente ofendida.

Tal vez Andy tuviera razón, pensó Hammer con desaliento mientras recorría East Broad Street hacia Church Hill, el barrio de casas restauradas donde ella vivía. Quizá se estaba convirtiendo en una burócrata a la que le ofuscaba en exceso lo que los demás pensaran o dijeran de ella. ¿Qué le había ocurrido a su manera, firme pero diplomática, de tratar con las quejas y exigencias del público?

Llamó a Andy por el móvil y le dijo:

—Tenemos una posible emergencia. El gobernador quiere poner controles de velocidad en la isla Tangier y se va a organizar un buen lío.

—Algo he oído —dijo él.

—¿Cómo dices?

—Me habría gustado que me dijeras algo —añadió con frustración Andy, que estaba sentado al ordenador con los cientos de mensajes que el Agente Verdad había recibido en lo que iba de día—. No tenía ni la más leve idea hasta que la señorita Amiga me mandó un e-mail. Tal vez necesite un ayudante. Nunca podré leer todo lo que me llega —afirmó al tiempo que su ordenador anunciaba la llegada de cuatro comunicaciones más.

—¡El VASCAR no ha sido idea mía, por el amor de Dios! —exclamó Hammer—. ¿Y quién es la señorita Amiga? ¡Ahora deberíamos centrarnos en esos terribles secuestros y asaltos, no en la velocidad! Necesito tu ayuda en esto, Andy. Tenemos que pensar qué vamos a hacer.

—Sólo podemos hacer una cosa —respondió mientras tecleaba—. Yo mismo iré a la isla Tangier y pintaré esas franjas para ver cuál es la respuesta. Mejor que lo haga yo que otra persona, y puedo utilizar el Agente Verdad para contrarrestar todas las críticas dirigidas a ti y a la Policía Estatal. Demostraré al público que el VASCAR es una idea pésima, y quizás el gobernador retire el programa y nos deje trabajar en delitos serios. Lo único que necesito es un par de botes de pintura reflectante de secado rápido, una brocha, un helicóptero y un poco de tiempo para revisar bien el artículo de mañana sobre las momias.

—¿Y qué demonios tienen que ver las momias con todo lo demás? —protestó Hammer.

LAS MOMIAS por el Agente Verdad

Como casi todo el mundo, crecí viendo momias en las películas de horror. Sin embargo, recientemente he llevado a cabo investigaciones arqueológicas y puedo decirle, lector, que esas terroríficas representaciones de una persona muerta envuelta en vendas de tela no son exactas o rigurosas.

Las momias no pueden hacernos daño a menos que transmitan una enfermedad infecciosa de la Antigüedad, lo cual es muy improbable, aunque sospecho que uno puede sufrir una reacción respiratoria adversa después de inhalar capas de polvo en un lugar lúgubre y frío. Supongo que también es posible hacerse heridas o perderse en el interior de una pirámide en busca de la momia, y morir de hambre y sed o encontrar un ladrón de tumbas y tener un violento altercado.

En la investigación forense, el término «momia» se refiere a una persona muerta cuyo cuerpo ha sido expuesto al frío o a la aridez. En vez de descomponerse, el cuerpo se seca y puede permanecer en ese estado de conservación durante décadas o siglos. Este tipo de momia, que suele encontrarse en sótanos o en el desierto, no es en realidad una momia. Pero, para su tranquilidad, sepa que los antropólogos y otros estudiosos de la materia dirán que los cuerpos que se han secado están momificados, porque el término es de aceptación general. Debo reconocer que, probablemente, a un testigo experto le resultará más fácil decir que la víctima estaba momificada que admitir que esa pobre alma se ha marchitado y secado y que parecía un esqueleto cubierto con cuero de zapato.

La palabra «momia» proviene del vocablo árabe empleado para «alquitrán», que en su forma persa original significaba «cera». Así, la momia es una sustancia como el alquitrán, un tipo de asfalto que se utilizaba en Asia Menor, y una momia es una persona o un animal conservados por medios artificiales, aunque en la actualidad no resulta exacto decir que un cadáver embalsamado es una momia. La razón de ello es muy simple: los cadáveres embalsamados con aldehído fórmico no están siempre bien conservados. Si desenterramos un cuerpo embalsamado cien años más tarde, según donde haya sido enterrado, lo más probable es que nos encontremos un muerto no tan bien conservado como una momia egipcia de hace miles de años.

En nuestra sociedad no llenamos el abdomen de la persona embalsamada con mirra, casia u otros perfumes puros, ni le rellenamos las extremidades con alquitrán o sumergimos el cuerpo en natronita durante setenta días antes de envolverlo con bandas de tela de lino untadas en goma, que es lo que los egipcios utilizaban en vez de cola. Actualmente, un cadáver embalsamado no se introduce en una caja de madera en forma de cuerpo que se apoya contra la pared en el interior de un sepulcro frío y seco.

Con esto no digo que usted no pueda conservar a su ser querido según esta antigua costumbre, suponiendo que encontrase un escriba experto que marcara en el cuerpo las incisiones para el embalsamamiento y luego un practicante llamado «desgarrador» que ayudase con una afilada piedra etíope antes de huir, ya que los egipcios consideraban un delito la violación de los cadáveres, aun cuando el desgarrador fuese legalmente contratado para hacerlo, según el historiador griego Diodoro. Y suponiendo que esté usted dispuesto a pagar por ello, un embalsamamiento de lujo al estilo egipcio le costaría un talento de plata, es decir aproximadamente cuatrocientos dólares, según la inflación y la tasa de cambio.

No hace mucho, mi interés por las momias me llevó hasta Argentina, donde unos científicos las sometían apruebas tales como resonancias magnéticas, tomografías axiales computerizadas y biopsias de ADN. Me puse en contacto con National Geographic para ver si me permitía visitar las momias y me dijeron que sí, siempre y cuando no dijera ni una palabra de ello hasta que la historia apareciese publicada.

Una fría y luminosa mañana llegué a Salta, una ciudad en el noroeste de Argentina que se ha convertido en centro de investigaciones arqueológicas de los incas y de otras culturas precolombinas. Allí me uní a los arqueólogos que habían dirigido la expedición al pico de un volcán andino, en la frontera de Argentina con Chile, donde descubrieron tres momias de quinientos años de antigüedad y en perfecto estado de conservación; pertenecían a unos niños incas ofrendados en sacrificios rituales y enterrados con oro, plata y recipientes de comida. Los arqueólogos me llevaron en jeep por una carretera polvorienta hasta la Universidad Católica, donde un pequeño edificio se había reconvertido en laboratorio fuertemente vigilado por guardias armados con ametralladoras. Al igual que los piratas, los saqueadores de tumbas han representado un peligro constante para nuestra sociedad, incluso en las regiones remotas.

Cuando los arqueólogos sacaron el primer hatillo de un frigorífico y lo dejaron sobre una mesa de pruebas cubierta de papel, pensé que ver los restos congelados de dos chicas y un chico incas sacrificados hacía quinientos años no sería muy distinto de lo que se experimenta en las escenas del crimen y los accidentes de tráfico en los que yo había trabajado. La diferencia principal radica en que, en la arqueología, las causas de la muerte y los objetos no se estudian para llevar a alguien ante la justicia, sino para interpretar un pasado misterioso y esquivo. En este caso era el de unas gentes que no tenían lenguaje escrito y que transmitían su historia a través del arte y de elaborados tapices. Debo confesar que no me importaron demasiado las costumbres, las enfermedades ni la dieta, pero en cambio me preocupó si los niños estaban inconscientes, debido a la altitud y a las bebidas alcohólicas rituales como la chicha, cuando los enterraron vivos.

Me pregunté qué habrían pensado esos niños cuando les pusieron hermosas prendas de lana, tocados de plumas y joyas para conducirlos en procesión hasta la cima del monte Llullaillaco, a 6700 metros de altura. Esperé que no supieran lo que estaba ocurriendo cuando los envolvieron en telas y los sentaron en las tumbas profundas que los incas por último cubrieron con piedras y tierra a fin de complacer a sus dioses.

Todavía recuerdo a la perfección las caras de esos tres niños asesinados, sobre todo la del chico, que tendría unos ochos años cuando le pusieron unos mocasines de piel y un brazalete de plata y lo enviaron de viaje al más allá con dos pares de sandalias de recambio y una honda para cazar. Su expresión era de congoja y protesta, y tenía las rodillas recogidas en posición fetal y los tobillos fuertemente atados con cuerda. Sospeché que era consciente del papel que desempeñaba en la religión y tuve las sensación de que se había resistido mientras lo cubrían con tierra y piedras. Las chicas, que tendrían ocho y catorce años respectivamente, no estaban atadas y su aspecto era más bien plácido; sin embargo, por extraño que parezca, una de las tumbas había sido alcanzada por un rayo y, cuando desenvolvieron la pequeña momia en el improvisado laboratorio de Salta, todavía percibí el olor de carne humana quemada. Me pareció que el Todopoderoso había querido indicar así a los incas que no le había complacido en absoluto que enterrasen vivos a los niños.

Lamento tener que decir que las cosas nunca cambian demasiado. Siguiendo con las investigaciones sobre nuestro pasado, estuve un tiempo en una excavación de Jamestown y fui en peregrinaje hasta Gran Bretaña para intentar relacionar a los primeros colonos con los que habían quedado encallados en el Támesis. Exploré los fangales, marismas, bares y aparcamientos de la isla de los Perros y la cúpula del Milenio, que se levanta como un gigantesco huevo escalfado erizado de grúas pintadas de oro, pero no encontré ni rastro de John Smith ni de sus compañeros de viaje, ni a ninguna persona viva que recordase algo al respecto.

Tampoco ninguna de las personas que encontré en los bares y cervecerías quedó mínimamente impresionada por el hecho muy poco conocido de que la isla Tangier estaba vinculada con la isla de los Perros, porque Tangier había sido descubierta por el capitán John Smith en 1608.

Y todo esto me lleva, mis nuevos amigos lectores, a una mala noticia.

La isla Tangier ha sido redescubierta, y no sólo por los turistas interesados en la tarta de cangrejos. Unas poderosas gentes deshonestas han decidido utilizar a esos simples isleños para sus fines políticos y eso es injusto, pese al pasado marcadamente pirata de estos pescadores. Pronto volveré sobre esta cuestión con todo detalle.

¡Tengan cuidado ahí afuera!