El gobernador Bedford Crimm IV no supo nada de la página web del Agente Verdad hasta que Major Trader, su secretario de prensa, acudió a verlo a la una de la tarde y depositó la «Breve explicación» sobre el escritorio antiguo de madera nudosa.
—¿Está al corriente de esto, gobernador? —preguntó Trader.
El gobernador Crimm cogió la copia impresa de ordenador y le echó un vistazo, ceñudo.
—¿Qué es, exactamente?
—Buena pregunta —respondió Trader, sombrío. Todos sabíamos que esto estaba al caer, pero no ha habido manera de confirmarlo o de prever su efecto porque Agente Verdad es un nombre falso. Y parece que no hay modo de rastrear a ese agente renegado en Internet.
—Ya veo —asintió el gobernador mientras buscaba a tientas un par de palabras adecuadas. ¿Debo suponer que es uno de los nuestros? ¡Oh!— añadió, sorprendido agradablemente cuando Trader le ofreció una galleta de chocolate sobre una bandejita de cerámica de Wedgewood. —Vaya, gracias.
—Recién hecha esta mañana con el mejor chocolate belga. Me temo que yo he comido demasiadas.
—Su esposa es una cocinera excelente, desde luego —dijo el gobernador al tiempo que engullía media galleta en dos bocados—. Apuesto a que no emplea levadura. ¿O ya hemos hablado de esto?
Incapaz de resistirse al chocolate, devoró el resto de la galleta.
—Sí de pe a pa.
Una frase que siempre me ha parecido extraña —reflexionó el gobernador al tiempo que se limpiaba los dedos con un pañuelo—. ¿Qué es eso de «de pe a pa»?
—Es una locución popular que tiene que ver con…
—Tsst, tsst… —El gobernador soltó su habitual siseo, que significaba que no buscaba una respuesta a la cuestión, sino simplemente expresar su curiosidad—. Adelante con los asuntos —añadió, impaciente.
—Sí —dijo Trader—. El Agente Verdad. No hay nadie que se apellide Verdad en ningún cuerpo de policía del Estado, y nadie tiene la menor idea de quién pueda ser. Pero antes de la publicación de este primer artículo —señaló las hojas impresas— ha habido numerosos anuncios de la página web y de la fecha en que se lanzaría. Sea quien sea ese individuo, conoce Internet lo bastante como para asegurarse de que sus campañas de publicidad lleguen a todos los rincones.
El gobernador Crimm cogió su lupa inglesa con mango de marfil, del siglo XVI. A través de ella, descifró el escrito en la medida suficiente para sentirse interesado y también algo ofendido.
—Hace tiempo que ha quedado claro que ese tal Agente Verdad reside en Virginia o que, por lo menos quiere apuntar a Virginia —continuó Trader con indignación mientras el gobernador leía despacio—. Tengo un archivo de lo que ha colgado en varios tableros de anuncios y de los correos electrónicos que ha enviado masivamente. Al parecer tiene acceso a todas las direcciones electrónicas gubernamentales de los estados del Este, lo cual me lleva a pensar que trabaja desde dentro y que es un renegado y un liante.
—Pues a mí me gustaría saber qué tiene que decir respecto al hecho de que los Estados Unidos empezaron en Jamestown y no en Plymouth —replicó Crimm, cuya familia vivía en Virginia desde la guerra de Independencia—. Ya estoy harto de que otros estados se lleven la fama por algo que hicimos nosotros. Sin embargo, no me gusta su insinuación de que la historia no es de fiar. Eso va a levantar muchas ampollas, ¿no? ¿Y a qué viene lo de los piratas? —Fijó la lupa sobre el nombre de Barbanegra.
—Muy inquietante. Estoy seguro de que habrá oído las noticias esta mañana, gobernador…
—Claro, claro —respondió Crimm en tono distraído—. ¿Tiene más información al respecto?
—La víctima, Moses Custer, fue molida a golpes; no recordaba gran cosa y sólo hablaba de una experiencia única con un ángel al que se le había estropeado el coche. Pero después de nuevos interrogatorios de la policía estatal ha vuelto a sus cabales y parece que recuerda a un joven blanco con trenzas que soltó procacidades al abrir el remolque del Peterbilt y descubrir miles de calabazas, que el chico y su banda tuvieron que descargar, deprisa y en secreto, al río James. El tal Custer presentaba el mismo tipo de cortes extraños que algunas de las otras víctimas.
—Tenía la impresión de que estábamos haciendo todo lo posible para frenar ese asunto de los piratas —creyó recordar el gobernador. ¿No le ordené a la superintendente Hammer que no hiciera declaraciones a la prensa sin nuestra autorización previa?
—Desde luego que sí. Y, de momento, aún podemos seguir ocultando a la prensa los detalles más sensacionalistas.
—No supondrá usted que el Agente Verdad se propone seguir hablando por Internet de nuestros problemas con los piratas, ¿verdad?
—Pues sí, señor —respondió Trader como si lo diera por hecho—. Podemos estar seguros de que esa página web va a abrir la caja de los truenos porque, según todos los indicios, esto es un trabajo desde dentro y me temo que, si las cosas van a peor, se exija responsabilidades a su Administración.
—Quizá tenga razón. Siempre me echan la culpa de casi todo… —confesó el gobernador al tiempo que le rugía el vientre y los intestinos se lanzaban a una actividad febril, como gusanos expuestos de repente a la luz del día.
El estómago de Crimm ya no era el de antes, y muy a menudo le hacía sentirse fatal. La noche anterior había tenido que soportar una cena de gala, una más, en la mansión oficial. Y, dado que recibía a algunos de sus principales patrocinadores financieros, el anfitrión había decidido que era importante servir comida y bebida de Virginia. Como de costumbre, tomaron jamón de Smithfield, manzanas asadas de Winchester, galletas elaboradas según una receta de antes de la guerra y caldos de los viñedos virginianos.
Grimm, sencillamente, ya no podía digerir nada de todo aquello, en especial las manzanas, y había pasado la mayor parte de la mañana buscando el retrete más discreto y seguro del Capitolio hasta que, al fin, renunció a más reuniones de gabinete para refugiarse en su despacho, que tenía paredes gruesas y disponía de cuarto de baño privado que podía utilizar sin agentes de la Unidad de Protección Ejecutiva apostados delante de la puerta. Por si todo eso fuera poco, el vino le había provocado sinusitis.
—Es absurdo que tenga que servir, y mucho menos beber, esos vinos peleones —se quejó con amargura mientras deslizaba la lupa sobre el escrito.
—Disculpe, ¿qué vinos? —inquirió Trader, perplejo.
—¡Oh!, supongo que no estuvo aquí anoche. —Crimm suspiró—. Deberíamos servir vinos franceses. Piense en cuanto le gustaban a Thomas Jefferson los caldos franceses y todo lo francés. ¿Por qué, pues, ha de ser tan escandalosa quiebra de las tradiciones el servirlos en la mansión?
—Ya sabe cómo le gusta a la gente criticar —le recordó Trader—. Coincido totalmente con usted en que los vinos franceses son mucho mejores y usted se los merece. Pero seguro que alguien mencionará el detalle y, sin duda, sería comentado en todas partes y perjudicaría su reputación. Esto nos lleva otra vez al Agente Verdad. Ese artículo es sólo el principio. Tenemos un cañón suelto en las manos y deberíamos parar de algún modo a quienquiera que sea o, por lo menos, tener algo que decir al respecto.
Al gobernador le sobró la referencia al cañón, también, y continuó descifrando palabras sin apenas hacer caso del secretario de prensa, que era un entrometido irritante. Crimm no estaba seguro de por qué había contratado a Major Trader, o de si lo había hecho alguna vez. En cualquier caso, Trader no era plato del gusto de Crimm; al menos, ya no, suponiendo que alguna vez lo hubiera sido. El secretario de prensa era un gordo desaliñado mucho más interesado en comilonas, grandes historias y baladronadas que en mostrarse sincero en cualquier tema. Lo único bueno de que a Crimm le fallara la vista era que ya no distinguía bien a gente como Trader, aunque se hallara en una sala rodeado de tipos así. Y agradecía a Dios aquel favor, porque la visión de Trader con sus mofletes, sus trajes desastrados y sus mechones largos y grasientos aplastados sobre la calva, resultaba cada día más ofensiva.
—«… objetos reflejados en un espejo se hallan más cerca de lo que parece —leyó despacio el gobernador, en voz alta, concentrado en la lupa—, el pasado cabalga en nuestro parachoques por las autopistas de la vida y puede, incluso, estar dentro del coche junto a nosotros…». —Levantó la vista y observó a Trader con un ojo enorme—: Hum, esto es interesante.
—No tengo ni idea de qué significa, si es que significa algo. A Trader le irritaba que el gobernador pensara por su cuenta algo distinto de lo que él, su secretario de prensa, le recomendaba.
—Es una especie de acertijo —prosiguió el gobernador, intrigado, mientras movía la lupa sobre el artículo como si estuviera leyendo un tablero de ouija—. ¿Recuerda a Enigma, de Batman? ¿Recuerda que enviaba aquellos acertijos respecto a dónde, cuándo y cómo iba a dar su siguiente golpe, y que Batman y Robin tenían que descifrarlos para intervenir? Este Agente Verdad nos proporciona una clave de algo, de lo que se propone hacer a continuación, o quizá, de lo que yo mismo debería hacer; algo relacionado con «las autopistas de la vida».
—Hablando de eso… —Trader aprovechó la oportunidad para cambiar de tema y exponer un asunto que sí podía controlar—. La velocidad excesiva continúa siendo un grave problema, gobernador, y se me ocurre que, si insistimos sobre el control de la velocidad de los vehículos, conseguiremos desviar la atención de la opinión pública del asunto de los piratas.
—La velocidad excesiva en «las autopistas de la vida». Quizá sea eso a lo que se refiere ese tipo. Sí, quizá sea éste el acertijo —asintió el gobernador, fascinado con sus propias deducciones—. Pero no sabía que el problema hubiera empeorado…
Eso no había ocurrido, pero Trader quería desviar la atención del gobernador de cualquier acertijo. Crimm era famoso por sus declaraciones inadecuadas y necias sobre cualquier tema que despertara su curiosidad o interés, y en absoluto convenía dar la impresión de que un acertijo o el mismísimo Enigma influenciaba sus decisiones ejecutivas.
—Los ciudadanos se quejan de tener que saltarse la limitación de velocidad incluso en el carril de tráfico lento, a causa de los conductores agresivos que se pegan a sus parachoques y les hacen ráfagas con las luces —improvisó Trader sobre la marcha—. Y no podemos colocar agentes con radares cada par de kilómetros. Además, cada vez hay más incidentes de tráfico por culpa de esos indisciplinados que quieren ir a ciento cuarenta por hora y no les importa cómo adelantan.
—La gente no está lo bastante acojonada, ése es el problema. —El gobernador apenas prestaba atención, concentrado en descifrar lo que decía el Agente Verdad respecto al ADN—. ¿Sabe una cosa, Trader? El tipo tiene razón en lo de fiarse de la tecnología y no de los seres humanos. Quizá podamos idear una manera de hacer creer al público que tenemos una nueva tecnología avanzada que lo descubrirá incluso sin la presencia de un agente sobre el terreno.
De repente el gobernador empezó a creer con una fe casi religiosa en que era aquello lo que insinuaba el Agente Verdad. Ya era hora de imponer tal creencia al público, metiéndole miedo. Los detectives y los fiscales ya lo hacían cada día al amenazar a los sospechosos con la prueba de ADN, aunque no se dispusiera de tal ADN o el análisis del mismo fuera irrelevante. ¿Por qué, pues, no podía empezar él también a atemorizar a la gente? Ya estaba cansado de ser amable. ¿De qué le servía, en definitiva?
—Tenemos todos esos helicópteros nuevos —comentó a su secretario de prensa. Acojonemos a la gente con ellos.
—¿Qué? ¿Quiere usar helicópteros para localizar conductores imprudentes y multarlos? —A Trader no le gustó nada la idea, sobre todo porque no se le había ocurrido a él.
—No, no. Pero no veo ninguna razón para no destinarlos a comprobar la velocidad desde el aire; podemos simular que llevan ordenadores sofisticados que la miden y que trasmiten los datos a los agentes que se encuentran en tierra con el fin de que éstos persigan a los infractores. —El gobernador notó que le venía otro retortijón de vientre; era como si las tripas tuvieran la urgencia de ir a alguna parte—. Lo único que tenemos que hacer es colocar rótulos de advertencia en las carreteras; así haremos que el público se lo trague y tema ser detenido aunque no haya helicópteros ni agentes en veinte kilómetros a la redonda.
—Ya entiendo. Un farol.
El gobernador tenía prisa por acabar la conversación:
—Por supuesto. Póngase a trabajar en esto de inmediato. Vuelva con la propuesta y emitiremos un comunicado de prensa antes de que acabe el día.
—Usar la aviación para pillar a los conductores no es buena idea —le advirtió Trader—. Una cosa así afectará a su valoración en las encuestas y creará una situación explosiva.
Para situación explosiva, la que se estaba gestando en sus intestinos, pensó Crimm al tiempo que saltaba de su sillón de cuero y ordenaba a Trader que saliera. Momentos después, sentado tras la puerta cerrada con el ventilador conectado, se preguntó quién era en realidad el Agente Verdad y si habría alguna manera de influir en lo que publicaba en Internet. Contar con una persona reflexiva y filosófica que difundiera sus ideas y creencias sería de gran ayuda, pensó el gobernador. Alargó la mano y agarró el teléfono móvil que se hallaba en la repisa junto al papel higiénico.
—¿Con quién hablo? —preguntó Crimm cuando una voz respondió.
—Agente Macovich —le llegó la respuesta titubeante desde el puesto de la Unidad de Protección Ejecutiva, en el sótano de la mansión.
Thorlo Macovich reconoció al instante la voz del gobernador y esperó que éste no reconociera la suya. O tal vez, con suerte, que ya hubiese olvidado el incidente ocurrido hacía dos noches en la sala de billar de la mansión. Aunque también cabía la posibilidad de que el gobernador no lo hubiera visto, porque últimamente estaba muy cegato; pero seguro que la hija pequeña de Crimm sí que lo recordaría. Macovich no había visto nunca a nadie caer presa de tal ataque de furia por perder una partida. La chica se había dedicado a gritar obscenidades y había ordenado al agente que se quedara en el sótano y no volviera a pisar las plantas superiores, lo cual era una grave interferencia con sus obligaciones.
—El Agente Verdad… —empezó a decir Crimm al tiempo que el retortijón lo obligaba a doblarse.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Macovich, sorprendido y alarmado—. ¡Oh! ¿Qué ha sido ese ruido?
—¿Tiene usted alguna idea de quién es ese tal Agente Verdad? —el gobernador casi no podía articular palabra.
—No, señor, pero todo el mundo habla de él. ¿Qué ha sido eso, señor? Suena como si alguien estuviera reventando burbujas de ese plástico especial de embalar. ¿Seguro que se encuentra bien? ¡Ohhh!, suena como si alguien anduviera pegando tiros en el Capitolio. ¡Esto es muy alarmante! ¡Voy para allá enseguida…!
—¡No! ¡No venga! —soltó Grimm mientras los gases le comprimían los órganos, luchando por escapar—. Averigüe quién es el Agente Verdad. Considérelo una misión, ¿me oye? Y diga al personal de cocina que esta noche quiero una cena ligera. Sin manzanas ni jamón, por el amor de Dios; marisco, quizás.
—De Virginia, supongo, señor.
Macovich se sintió aliviado. Era evidente que el gobernador no lo recordaba.
—Si no son huevas de crustáceo…
—Creo que esta temporada no se dan. Si usted quiere, puedo enviar un helicóptero oficial a la isla Tangier para que traiga cangrejos azules frescos, señor —añadió Macovich sin entusiasmo, porque detestaba ir a la isla—. Y truchas, tal vez.
—¡Eso es! —exclamó el gobernador, sorprendido a la vez por una idea y por lo que a Macovich le sonó a un globo de aire caliente deshinchándose—. ¡Empezaremos por la isla Tangier! Que los patrulleros pongan allí el primer control de velocidad. ¿Sabía que allí solía fondear el mismísimo Barbanegra? ¡Un hatajo de piratas, eso es lo que son! ¡Se van a enterar!
—No se ha instalado ningún control de velocidad en Tangier —señaló Macovich, aunque no estaba seguro de a qué controles se refería el gobernador—. La mayoría de los residentes circula en cochecitos de golf o en barca, señor. Y ya no se llevan demasiado bien con el resto de Virginia. ¿Le molesta si le pregunto de qué controles de velocidad me habla?
—Aún no tienen nombre. —El gobernador Crimm se secó el sudor del rostro mientras sus tripas seguían repiqueteando contra su cuerpo con una percusión sonora y dolorosa—. Olvide el marisco. Lo puede recoger mañana, cuando haya pintado los controles de velocidad en la isla, a primera hora. Bien, escúcheme, agente: póngase en contacto con Trader y él le informará. Vamos a devolver la seguridad a las carreteras, como decía ese Agente Verdad en el acertijo de su página web.
Macovich no recordaba haber visto acertijos en la página web del Agente Verdad, ni cosa alguna que pudiera llevar al gobernador a decidir que se montaran controles de velocidad en una isla remota de la bahía de Chesapeake, cuya población se cifraba en menos de setecientos habitantes. El agente Macovich, desde luego, no quería verse implicado en nada que tuviera que ver con la isla Tangier, donde no había un solo residente afroamericano. De hecho, cuando acudió allí a recoger marisco en otras ocasiones tuvo la impresión de que era el primer negro que veían los isleños, aparte de los que aparecían en televisión y en los catálogos que llegaban por correo.
El agente abandonó la mansión y encendió un cigarrillo mientras caminaba por Capitol Square, sin ninguna prisa por hablar con el secretario de prensa de aquel asunto, ni de ningún otro. Aquel cabronazo, Major Trader, no era de fiar y todo el mundo lo sabía, menos el gobernador. Envuelto en una nube de humo, Macovich estaba preocupado. Si la policía estatal empezaba a meterse con la gente de Tangier, habría problemas.
—Permítame una pregunta —murmuró Macovich cuando entró en el despacho de Trader—. ¿Ha estado alguna vez en la isla Tangier o ha conocido a algún isleño?
—No es la clase de sitio que yo visitaría. —Trader estaba volcado sobre el teclado mientras almorzaba un perrito caliente con chile que le había llevado uno de sus ayudantes—. ¿Cuántas veces tengo que decir que os quitéis las gafas de sol dentro de los edificios y después de anochecer? He trabajado mucho para cambiar la imagen de los agentes, de todos vosotros, para que el público no os perciba como un grupo de brutos descerebrados. —Devoró la mitad del perrito de un mordisco y se salpicó de mostaza la corbata, ya manchada y pasada de moda—. Que seas agente de paisano y viajes en helicóptero no significa que puedas saltarte el protocolo y dejes en mal lugar a todo el mundo.
—¡Uf!, pues vamos a quedar fatal, de todos modos —replicó Macovich, y siguió con las gafas puestas—. Si desembarcamos en la isla con nuestros grandes helicópteros y nos ponemos a repartir multas por exceso de velocidad… esa gente reaccionará y hará algo.
—Creo que sería un error. —Trader se limpió los labios fofos con una servilleta grasienta e improvisó una estrategia. El gobernador aún tenía que informarle de que el primer control de velocidad se establecería en la isla Tangier, pero no estaba dispuesto a que Macovich lo notara—. Los meteremos en la cárcel a todos —añadió, como si ya hubiera estudiado a fondo las consecuencias si los isleños se rebelaban.
—¡Vaya, ésta sí que es buena, don Secretario de Prensa! —respondió Macovich, sarcástico—. ¡Encerremos a toda una isla de pescadores, mujeres y niños! ¡Por no hablar de los ancianos! Tenemos sueltos por ahí a un puñado de salteadores de autopistas que muelen a palos a inocentes camioneros y trafican con droga desde Canadá, pero vamos a asegurarnos de que ninguno de esos tangierianos circule demasiado deprisa con un cochecito de golf.
Trader se chupó los dedos y los secó en sus voluminosos pantalones.
—Yo que usted, Macovich, me dejaría de pamplinas —replicó. Sobre todo, después de las trampas que hizo anoche al billar. ¡Qué feo!
—¡No hice trampas! —protestó Macovich con tal vehemencia que los demás funcionarios asomaron la cabeza de sus despachos a lo largo de todo el pasillo.
—La primera familia está segura de ello y usted tiene suerte de que el gobernador tenga en la cabeza asuntos más importantes —replicó Trader con desprecio—. Lamentaría tener que ser el encargado de recordarle que no es usted muy apreciado en la mansión últimamente. Desde luego, no sería el primer agente de la Unidad de Protección Ejecutiva que vuelve a verse de uniforme y haciendo rondas en un coche patrulla, día y noche.
—No creo que la superintendente Hammer me hiciera algo así porque, entonces, ¿quién llevaría por ahí en helicóptero al jefe, viejo y cegato? ¿Quién transportaría los culos gordos y holgazanes de la primera familia del Estado?
—¡Quiere hacer el favor de bajar la voz! —Trader elevó la suya.
Macovich se acercó más al escritorio de falso estilo colonial y los cristales de sus gafas de sol destellaron frente a Trader.
—Por si lo había olvidado —soltó Macovich— sólo disponemos de dos pilotos de helicóptero porque la primera dama Crimm los despide a todos. —El agente dio media vuelta y se dispuso a marcharse—. ¿Y sabe otra cosa? La vida ya no es una gran plantación, y usted un día de éstos se despertará y se encontrará metido de lleno en un jodido Lo que el viento se llevó.
Unique First no había visto nunca la película ni había leído la novela, pero encajaba perfectamente con el título. Siempre fue capaz de desaparecer sin dejar rastro, como llevada por el viento, y desde niña sabía que si reordenaba sus moléculas mientras se colaba en una propiedad privada del vecindario, se hacía invisible. Unique avanzó por el empedrado de Shockhoe Slip y se introdujo en Tobacco Company, un bar restaurante de categoría que ocupaba un antiguo almacén de tabaco renovado, no lejos del río. Tomó asiento cerca del piano, pidió una cerveza y empezó a fumar mientras revivía el episodio de la noche anterior.
Si era sincera consigo misma, hacer de señuelo para los piratas de autopista estaba volviéndose aburrido. Los salteadores de caminos con los que había empezado a asociarse hacía unos meses era gente mezquina que pasaba la mayor parte del tiempo intoxicada. El líder, sobretodo, se dedicaba a quemarse el cerebro con alcohol y marihuana y estaba siempre tan colocado que Unique ni se molestaba ya en joder con él. Hizo saltar la ceniza del cigarrillo, indicó a la camarera que le sirviera otra cerveza y notó la mirada de otra mujer que estaba sentada en la barra, sola.
—¿Eres de fuera? —le preguntó la mujer.
Unique captó en su radar sexual la poderosa energía y los ojos ardientes de la desconocida.
—Voy y vengo —respondió en tono evasivo con una dulce sonrisa.
—¡Ah! —La mujer se levantó, sorprendida ante la especial manera de expresarse de la bella interlocutora—. ¿Te importa si me siento contigo? —Depositó la cerveza en la mesa de Unique y ocupó una silla—. Me llamo A. V., lo cual es realmente curioso ahora que todo el mundo habla de ese Agente Verdad. No te lo creerás, pero hay gente que me conoce e incluso desconocidos a los que, de repente, se les ha metido en la cabeza la loca idea de que mis iniciales, A. V, responden a las del Agente Verdad. ¡Y, por el mero hecho de haber publicado algo en el periódico de la escuela, suponen que soy ese Agente Verdad pero no quiero que nadie lo sepa!
Unique sostuvo la mirada de A. V. y tomó un sorbo de cerveza.
—Pues no lo soy —continuó la mujer—. Ojalá lo fuera, porque ése es el nuevo misterio de la ciudad: ¿Quién es el Agente Verdad? ¿Cuál es la verdad acerca del Agente Verdad? ¿Será una especie de Robin Hood? ¿Tienes tú alguna idea? Por cierto, tienes un cabello sorprendente; debes de pasarte todo el día cepillándolo.
—No sé —replicó Unique mientras A. V. contorsionaba los pies y jugueteaba nerviosamente con los dedos como un escolar enamorado—. Se me ha estropeado el coche. Tal vez podrías llevarme a casa…
—¡Claro! —asintió A. V.—. Ningún problema. Chica, hablas en voz tan baja. Siento lo del coche. Vaya desastre cuando te falla el coche, ¿verdad?
A. V. continuó parloteando mientras dejaba un billete de diez dólares en la barra y se ponía su cazadora de cuero de motorista. Por lo general no tenía tanto éxito cuando intentaba ligarse a una mujer, pero ya era hora de que su maldita mala suerte cambiara. A. V. trabajaba para el Estado y tenía que llevar vestidos y atuendos femeninos en el despacho, donde nadie conocía la verdad de su vida privada. Así, su única oportunidad de aliviar la soledad era vestirse como lo hacía y frecuentar bares por la noche y los fines de semana. Esta actividad resultaba cara y, casi siempre, improductiva. Por ello, las manos le temblaban de excitación cuando ayudó a Unique a montar en su vieja Honda.
—¿Adónde? —preguntó mientras se incorporaba al tráfico de Cary Street.
—Bajemos a los muelles; ya sabes, después de Canal. Me encanta mirar el río. Podemos pasear por la isla Belle —respondió Unique con su vocecilla. Y, cuando pensó en su Propósito, éste palpitó en su interior y el fuego lento de una rabia antigua empezó a consumir su cerebro.
Minutos después, las dos se apearon de la moto y se acercaron al agua. El viento frío de septiembre agitó los cabellos de Unique como un fuego negro. No había nadie a su alrededor y en la mente de la chica se hizo sitio la idea de que A. V. era increíblemente estúpida para acudir allí con una perfecta desconocida. También se preguntó cómo A. V. se había atrevido a pensar que ella era de su condición y que estaría interesada en tales proposiciones. ¡Y cuán estúpidos habían sido también los otros! Unique tomó de la mano a A. V. y juntas cruzaron un puente para peatones que conducía a Belle, la isla donde estuvieran presos los soldados de la Unión durante la guerra de Secesión. La isla estaba densamente arbolada y la cruzaban sendas y pistas destinadas a las bicicletas. Unique llevó a A. V. detrás de un árbol y empezó a besarla y sobarla con frenesí.
—Quiero que tengas una experiencia única —le susurró mientras introducía la lengua en la boca de A. V. y sacaba del bolsillo un afilado cúter.