CAPÍTULO XIV

LA VENGANZA DE HER-HOR

Mientras en la ancha laguna del Nilo, Pepi jugaba la última carta contra su hermano para intentar salvar el trono que ya se le escapaba, un escuadrón de arqueros salía del palacio real escoltando una litera totalmente cubierta por cortinajes de variado color y sostenida por cuatro gigantescos esclavos nubios. En ella iban Nitokri y Nefer. Conseguida de Pepi la gracia de Mirinri, se encaminaban hacia la necrópolis para liberar al desgraciado, encerrado vivo en el inmenso cementerio subterráneo, que ocupaba casi la quinta parte de la opulenta ciudad. Nitokri parecía contenta; Nefer en cambio, que sabía que había perdido ya para siempre al hombre que había amado intensamente, pese a no ser correspondida, estaba triste y hacia esfuerzos enormes para detener las lágrimas que temblaban en sus pestañas.

—Hermana —decía Nitokri— las terribles pruebas que Mirinri ha sufrido, tocan ya a su fin. A partir de ahora ya no correrá ningún peligro porque yo velare por él y mi padre no se atreverá a hacerle nada. Será el orgullo de la corte y cuando mi padre, que ya es viejo, muera, el pueblo le aclamara como rey de Egipto.

—¿Va a aceptar el aguardar tanto tiempo? —Preguntó Nefer—. Ha dejado el desierto y ha descendido por el Nilo para sentarse en el trono de tu padre.

—Mi padre no puede abdicar así, de un golpe. Tal vez más tarde pero no ahora.

—Te repito, Nitokri, ¿aceptará?

—No insistirá por mí; me quiere demasiado.

—¡Ah! Es cierto —murmuró Nefer, sofocando un sollozo—. Tú has sido su eterna visión, en el desierto, en el Nilo y aquí.

—¿Hablaba siempre de mí? —inquirió Nitokri, mientras en sus bellísimos ojos se encendía una llama.

—¡Siempre!… ¡Siempre!…

—Tampoco yo había olvidado a aquel valeroso joven, que para salvar mi vida, expuso fríamente la suya con el coraje de un león. Había algo dentro de mí que me decía que él no debía ser un hombre corriente. Nuestra sangre, de origen divino, debía hacerlo.

«Pero no tenía en cuenta la mía» murmuró para sí Nefer.

La hija de Pepi levantó un faldón del tenderete y miró fuera.

Habían abandonado ya la ciudad y los nubios apresuraban el paso, dirigiéndose hacia las ultimas ondulaciones de la cadena libia, donde se alzaba un número infinito de pirámides más o menos altas, que ocupaban una enorme extensión de terreno. Era la inmensa necrópolis de Menfis, el mayor cementerio del mundo, donde ricos y pobres, unos dentro de mastabas y otros a lo largo de subterráneos infinitos que serpenteaban hasta el extremo del delta del Nilo, dormían ya siglos y siglos, ininterrumpidamente. Nefer, advirtiendo en medio de aquel caos de pirámides una muralla alta formada por bloques de basalto gris, había sentido un fuerte sobresalto.

—¿Es allí, dentro de aquella muralla donde él se encuentra, verdad? —había preguntado.

—Sí —respondió la hija de Pepi.

—¿Estará vivo todavía?

—Solo son unas pocas horas las que ha estado encerrado dentro.

—¿Y si, en un momento de desconsuelo, se hubiese dado muerte?

—¡Calla, Nefer! —Exclamó Nitokri con inquietud—. Además, ¿cómo se mataría? No hay armas allí dentro.

—Démonos prisa.

—Sí, ¡a la carrera! —gritó Nitokri a los nubios.

Los esclavos se pusieron a correr, obligando a los arqueros a hacer lo mismo. La litera avanzaba ahora entre aquella multitud de pirámides y montículos de piedra, que en parte cubrían las arenas del vecino desierto, aquellas terribles arenas que más tarde iban a cubrirlo todo. Ningún ser humano se encontraba entre aquellas tumbas, porque los egipcios, exceptuando las grandes fiestas, se mantenían alejados de las necrópolis, como si tuvieran temor de turbar el reposo de sus muertos. La comitiva se detuvo ante la alta muralla de basalto que se alzaba en forma de pirámide e indicaba la entrada de la necrópolis subterránea. Los nubios pusieron en tierra la litera y Nitokri y Nefer descendieron.

—¿Dónde está la piedra? —preguntó la hija de Pepi que mostraba ser presa de una vivísima emoción.

—¡Hela aquí! —respondió un arquero, mostrando con la mano un bloque de mármol más oscuro—. Es la quinta.

—Que actúen los obreros.

Seis hombres, que estaban vestidos de soldados y llevaban barras de bronce y una especie de pesadísimos martillos en forma de cuña, dieron unos pasos adelante.

—No perdáis tiempo —les dijo Nitokri—. Y vosotros —prosiguió dirigiéndose a los arqueros— preparad las antorchas.

La piedra, una enorme pieza de dos metros cúbicos por lo menos, escogidas entre las más duras de la cadena líbica, fue golpeada prontamente con enorme vigor, pero no resultaba fácil romper su juntura. Tres horas de titánicos esfuerzos transcurrieron antes de que la argamasa que las unía a las otras cediese y la pieza comenzase a moverse. Durante aquel tiempo Nitokri había hecho detener el trabajo varias veces para apoyar su oído a la piedra, con la esperanza de oír un grito o cualquier otro indicio de Mirinri, pero sin ningún resultado. El desgraciado joven se habría extraviado en las tenebrosas galerías de la serdab, intentando encontrar en algún sitio una abertura o tal vez en un acceso de desesperación habría estrellado su cráneo contra las paredes.

Una vivísima ansiedad se había apoderado de todos. La piedra había sido ya separada de las otras y comenzaba a moverse bajo las estacas de bronce; ningún grito se oía todavía, pero la luz entraba y podría distinguirse incluso desde lejos. Nitokri miraba a Nefer, que parecía muerta, como si toda su sangre le hubiese huido de sus venas.

—¿También tienes miedo, hermana? —le preguntó.

—Sí, lo tengo.

—¿De qué se haya matado?

—O de que se haya perdido.

—Lo buscaremos: los serdab no tiene ninguna salida.

—¿Y si hubiese ocurrido algún desmoronamiento?

Nitokri miró a los arqueros que ayudaban a sacar la losa a los obreros.

—Vosotros acompañasteis a Mirinri, aquel joven que mi padre hizo encerrar, ¿verdad?

—Sí —respondió el je fe de la tropa.

—¿Se hallaba la necrópolis bien conservada?

—Ayer recorrí todas las galerías y no vi ningún derrumbamiento.

—¿Se rebelaba el joven cuando lo encerrasteis aquí dentro?

—No.

—¿Se hallaba abatido?

—¡Oh, sí!

—Encended las antorchas.

—Ya están dispuestas.

—Entremos: ven, Nefer.

Subieron los cuatro peldaños inferiores y penetraron en la necrópolis, precedidas por cuatro arqueros que llevaban teas hechas con una materia resinosa que, al arder proyectaban en su torno una luz vivísima, casi blanca. Más allá de la abertura había una escalera que conducía debajo de tierra, formada por peldaños de piedra muy altos y anchos, que llevaban a una inmensa galería arqueada, flanqueada por un número infinito de animales embalsamados, dispuestos ordenadamente en doble fila. Había gatos, ibis, cocodrilos, terneros y toda clase de bestias, que según se ha dicho, si no eran adorados, eran por lo menos muy respetados por los viejos egipcios. Nitokri y Nefer, precedidas por la escolta, penetraron en la galería que se hallaba impregnada por un olor poco agradable, producido por millones y millones de momias que, pese al embalsamiento, se iban corrompiendo lentamente, tratándose de gente pobre que no podía permitirse el lujo de dar a sus cuerpos un tratamiento igual al de los ricos y al rey. Después de recorrer dos o trescientos pasos, Nitokri se volvió a la escolta y dijo:

—Gritad fuertemente y que repercuta en las profundidades de los serdab. El joven que encerrasteis debe haberse extraviado.

Los arqueros se reunieron en círculo e hicieron retumbar las profundas e infinitas galerías, que a lo largo de leguas se sucedían bajo la última llanura del delta, con un sonoro:

—¡Wohé!…

Cuando cesó el eco, perdiéndose en lontananza, se pusieron todos a escuchar. Transcurrieron varios instantes de angustiosa espera; después un grito muy débil, que venía quién sabe de dónde se dejó oír.

—¡Es él! —dijeron al unísono Nitokri y Nefer, impresionadas.

—Sí, la que ha contestado es una voz humana —dijo el jefe de los arqueros.

—¡Busquémoslo! ¡Busquémoslo! —gritó la princesa.

Se habían detenido en su marcha, desfilando entre aquellas inmensas e interminable hileras de animales embalsamados y entre paredes de granito que mostraban pequeñas lapidas con el nombre grabado de los muertos sepultados o encima o debajo de la galería. De cuando en cuando aparecían ramificaciones. Eran otros serdab tenebrosos que se dirigían en otras direcciones. La escolta gritaba, a pleno pulmón, un nuevo y potente grito y al no recibir respuesta, proseguía a través de la galería principal. Mirinri debía hallarse muy alejado de la entrada de la necrópolis, tal vez sin saberlo, a causa de la profunda oscuridad que reinaba allí dentro.

—Tal vez esté muerto —decía insistentemente Nefer.

—¡Si ha contestado!

—¿Y si hubiese sido el eco, Nitokri?

—No, señora —respondía el jefe de los arqueros—. Aquella era una voz humana, muy diferente del eco.

—¡Siempre adelante! Nosotros… —Se detuvo bruscamente, mandando—: ¡Quietos todos! ¡Que nadie se mueva!

A lo lejos había oído algo así como un rumor de pasos. Alguien andaba sobre las piedras que enlosaban la galería.

—Ha visto la luz de nuestras antorchas y viene hacia aquí —dijo finalmente el jefe.

—¿Estás seguro? —preguntó Nitokri.

—Sí, princesa.

—Prueba.

—¡Wohé! —gritó el arquero.

Una voz, muy lejana pero clara, respondió de pronto:

—¿Quién es el valiente que viene a buscar al hijo de Teti?

—¡Mirinri! —gritaron a la vez Nitokri y Nefer.

Siguió un breve silencio, como si el joven, detenido por el asombro fácil de comprender en aquel momento, se hubiese detenido; luego las piedras volvieron a resonar precipitadamente, bajo unas pisadas apresuradas.

—Dejad aquí dos antorchas e id a esperarnos a la salida de la necrópolis —dijo Nitokri a la escolta—. Ahora ya no correremos ningún peligro.

Apenas los arqueros habían desaparecido tras un recodo de la galería, cuando Mirinri, que se había lanzado a una carrera desenfrenada tan pronto como hubo visto la luz de las teas, llegó ante las dos muchachas.

—¡Tú, Nitokri, y tú, Nefer! —exclamó—. ¿Estoy soñando o es mi alma que ha abandonado ya mi cuerpo?

—No, Mirinri, somos nosotras —dijo Nitokri, cogiéndolo por una mano. Nosotras que hemos venido a esta horrible necrópolis para salvarte.

—¿Y a morir, conmigo? ¿Es posible que Pepi me haya concedido la vida, después de hacerme encerrar aquí? Nitokri, Nefer, hablad.

—Estás a salvo y libre —dijo la hija de Pepi—. El palacio real está esperando a su príncipe y al futuro rey.

—¡Yo un rey! —Gritó Mirinri—. No, es imposible, esto es un sueño.

—No, mi señor —dijo Nefer.

—¡Yo libre y rey!…

—Futuro rey —corrigió Nitokri.

—Qué me importa, con tal que salga de aquí y no me separe más de ti.

Nefer se había vuelto hacia otra parte, apoyándose con sus manos en la pared. Mirinri se dio cuenta y comprendió el efecto que debían haber producido sus palabras en el ánimo de la pobre muchacha.

—Me amaba —susurró a Nitokri.

La Faraona se acercó a la muchacha y cogiéndola dulcemente por una mano, dijo:

—Ven, hermana: el palacio real nos acogerá a todos.

Se pusieron en camino: Mirinri y Nitokri iban preocupados; Nefer estaba triste. Ya comenzaban a entrever la luz que penetraba por la abertura hecha en la gran muralla, cuando Mirinri se detuvo, mirando a Nefer.

—¿Y Ounis? —preguntó.

—También está preso —respondió la muchacha.

—¡Ounis! —Exclamo Nitokri—. ¿Quién es? Yo he oído ese nombre.

—Es el hombre que me condujo al desierto, que me cuido durante la infancia, que fue para mí un padre más que un amigo —dijo Mirinri—. ¿Es cierto que se encuentra en manos de tu padre?

—No lo sé.

—Yo sí —dijo Nefer—. Estaba presente cuando lo arrestaron.

—¿Y qué han hecho con él? —gritó Mirinri, con voz amenazadora—. Si han tocado un pelo de la cabeza de aquel hombre yo, Nitokri romperé la tregua que ahora reina entre mí y tu padre.

—No hables así, Mirinri —respondió Nitokri—. Si hay que salvar a otro, lo salvaremos y no entraremos en el palacio real antes de obtener su gracia. Hermana, ahora te toca a ti.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la joven extrañada.

—Precederme en el palacio real e ir a anunciarle a mi padre mi voluntad si es que quiere volver a ver a su hija. O la gracia del hombre que ha salvado y guiado a Mirinri o renunciar para siempre a mí. Estoy decidida a ligar mi destino a vosotros dos y dispuesta a arrojar el ureo que llevo en la frente.

Mirinri miro a Nefer con inquietud.

—Sí, mi señor —dijo la joven—. Iré.

—¿Y Ata? ¿Y los otros?

—Todos están presos.

Mirinri tuvo un momento de enojo, pero pronto se calmó.

—Nitokri —dijo— unamos nuestras fuerzas. Tu padre será para mi sagrado: pero ay de él si mis amigos caen bajo su venganza.

—Mi padre cederá ante nosotros tres, que somos Hijos del Sol —respondió la joven Faraona.

—Salgamos de aquí: el aire es pestilente y debemos respirar otro ambiente. Alcanzaron sin tardanza la salida de la necrópolis, donde aguardaban seis esclavos y seis arqueros.

—Sube al palanquín, Nefer —dijo Nitokri— y precédenos hacia el palacio real. Tú sabes lo que debe hacer mi padre si quiere volver a verme y seguir teniendo una hija. El sol se está poniendo, no me pongo los vestidos reales y así nadie nos prestará atención. ¡Vete, Nefer, y arranca de mi padre la gracia de Ounis y de sus amigos!

La muchacha subió al palanquín, hizo bajar las cortinas y los esclavos partieron a la carrera seguidos por doce arqueros.

En pocos minutos llegaron a las primeras casas de la ciudad, sin haber encontrado a ningún ser viviente. Parecía que todos sus habitantes hubiesen abandonado Menfis. Se encontraban congregados en el inmenso dique del Nilo, asistiendo a la lucha entre el viejo Ounis y el león libio.

Después de una media hora larga, llego Nefer al palacio real y subió la escalinata, dispuesta a presentarse ante Pepi. Iba ya a penetrar en las estancias del todopoderoso Faraón, cuando vio como le cortaba el paso un viejo sacerdote, salido de una puerta lateral.

Nefer se detuvo de golpe, lanzando un grito de terror:

—¡Her-Hor!

—Sí, el gran sacerdote del templo de Ptah, que no ha dejado sus huesos en la isla de las sombras —respondió el anciano con un tono irónico.

La asió bruscamente por un brazo y la arrastró a la fuerza a una enorme estancia que se encontraba detrás de la sala del trono.

—¿Que has venido a hacer aquí? —preguntó Her-Hor, cerrando la puerta por la que se entraba a un inmenso salón brillante de oro.

—A buscar al rey —respondió Nefer, que había recuperado su sangre fría.

—¡Pepi! Tiene muchas cosas que hacer en este momento. ¿Quién te ha mandado?

—Nitokri.

—Así es que ya habéis sacado a Mirinri de su sepulcro.

—Sí.

—Y se encuentra con la hija de Pepi en este momento.

—Exacto.

Her-Hor sonrió de un modo feroz.

—Lo ha salvado —dijo.

—Lo hemos encontrado vivo todavía.

—¿Y vienen hacia aquí?

—Este es el sitio de Mirinri.

—Sí, lo sé. Pepi ha cedido totalmente ante Nitokri y lo ha perdonado, pero ¿sabes en qué condiciones?

—Lo ignoro, y no me interesa.

—Te engañas, Nefer —dijo Her-Hor—. ¿Cuándo Mirinri esté aquí, qué le ocurrirá a la princesa de la isla de las sombras? ¿Qué hará de ti, que eres también la Hija del Sol? ¿En qué escalón del trono vas a sentarte tú?

Nefer lo miró con turbación.

—No había pensado en eso —dijo después con voz sofocada—. Sí, ¿qué será de mí después?

Her-Hor hizo oír una breve sonrisa.

—La princesa de la isla de las sombras ha alzado su mano sobre un gran sacerdote —prosiguió— y he aquí que los dioses me vengan. Mirinri será un día rey; Nitokri será reina ¿y tú, qué lo has amado?

—Calla, Her-Hor —gritó Nefer— no me destroces el corazón.

El sacerdote, sin conmoverse por la desesperación que se leía en el rostro de la pobre muchacha, siguió implacable:

—Y tú desde el último peldaño del trono; tú que has amado intensamente al futuro rey del reino faraónico, al hijo de aquel Tetis al que los imbéciles llamaban «Grande» asistirás…

—Calla, Her-Hor —repitió Nefer sollozando.

—Asistirás a las bodas del afortunado joven con la hija de Pepi.

—Me estas matando.

—¿Es que tú no has intentado matarme? —Preguntó el sacerdote con voz dura—. Yo he sufrido, ahora sufre tú.

—¡No me queda otra solución que morir! —dijo la desgraciada.

Her-Hor levantó una cortina que escondía una especie de armario y mostró a la muchacha una pequeña panoplia, en la que había dagas, puñales y varias armas en forma de pequeñas hoces.

—No tienes más que elegir —dijo fríamente.

Nefer iba a decidirse cuando se oyó a lo lejos un ruido ensordecedor que se acercaba rápidamente. Parecía que millares de personas se acercaban al palacio real dispuestos a invadirlo.

Her-Hor había detenido a Nefer, prestando atención.

—¿Qué es lo que ocurre en la ciudad? —se preguntó con inquietud.

Arrastró a la muchacha hacia un amplio ventanal y alzando la abigarrada cortina, miró hacia la inmensa avenida que conducía al palacio real.

Una enorme multitud avanzaba chillando amenazadoramente. Eran las tropas que Teti guiaba para echar al usurpador del trono.

—¿Una rebelión o una insurrección? —se preguntó Her-Hor, con gran inquietud.

De pronto soltó un grito de terror. Pepi rodeado por unos pocos soldados, había aparecido en el camino. Sus esclavos corrían a la desbandada, amenazando con volcar el palanquín de un momento a otro. Guardias, sacerdotes, músicos, danzarinas, portadores de los emblemas reales, ya no estaban con él. El magnífico cortejo se había deshecho.

—¡El rey huye! —gritó Her-Hor.

Después una ronca imprecación se le escapó. Llegaron a sus oídos los gritos de una multitud aclamando a Teti.

—Todo ha terminado —murmuró—. No me queda más que la venganza. ¡Ounis ha sido reconocido por el pueblo y matará a Pepi!

Se había detenido ante la ventana, teniendo siempre asida por una mano a Nefer, que parecía no comprender en absoluto lo que iba a suceder. Las tropas del pueblo entretanto llegaban gritando y aclamando a Teti. Her-Hor lo vio entrar en el palacio real, mientras que el cuerpo de guardia, los servidores, los esclavos y las mujeres huían desordenadamente a través de los inmensos jardines.

—Ven —dijo con voz imperiosa a Nefer— pero antes toma esto porque nuestra última hora va a sonar y así tendrás la prueba de que Mirinri está perdido para siempre para ti.

Cogió un puñal y la arrastró hacia la puerta que conducía a la sala del trono. Precisamente en aquel momento Teti, después de haber despojado a su hermano del ureo, tenía aterrorizado al usurpador, levantando la daga sobre él, dispuesto a darle muerte.

Iba el terrible anciano a realizar el fratricidio sin que el pueblo que llenaba la sala hubiese hecho movimiento alguno para salvar al depuesto rey, a quien habían adorado y tenido como un dios momentos antes, cuando la muchedumbre se apartó de pronto.

—¡Padre! ¿Qué es lo que haces?

—¡Salvad al rey! ¡No lo matéis! ¡Concededle la gracia!

Apareció Mirinri, seguido de Nitokri, llorando, pálida como una aparición.

Teti alzó su cabeza y luego bajó la daga.

—¡Padre! —Repitió Mirinri, yendo a su encuentro—. ¡Ah! ¡Mi corazón no me había engañado! ¡Padre! ¡Viva Teti!

—¿Qué es lo que quieres, hijo? —preguntó el viejo monarca, mientras una alegría inmensa le irradiaba por el rostro.

—Es el padre de Nitokri, la muchacha que salvé —respondió Mirinri.

—¿La amas?

—Sí, padre. La quiero.

Teti arrojó la daga lejos de sí.

—Concedo la vida a este hombre —dijo luego—. Osiris lo quiere y tú también. ¡Sea!

Her-Hor al oír aquellas palabras, hizo resonar por la estancia su risa estridente.

—¿Crees ahora, Nefer, que Mirinri puede quererte?

—No… Todo ha terminado —respondió la desgraciada. ¡Venga la muerte!

Alzó el arma que tenía en su mano. Miró un instante la reluciente hoja, y se la hundió completamente en el pecho, en dirección al corazón.

Her-Hor la alzó en sus brazos. La sostuvo sin hacer caso de la sangre que le manchaba el vestido y penetró en la inmensa sala, gritando:

—¡He aquí mi venganza!

Por segunda vez se abrieron las hileras de gente, para que el sacerdote avanzara sin estorbos hasta llegar ante el trono.

—¡Her-Hor! —exclamaron Teti y Mirinri.

—¡Esta es tu hija! —Gritó el sacerdote, con voz penetrante, depositando ante Teti a la muchacha—. Esta muerta y ha muerto de amor. Ya estoy vengado. Tú me arrojaste del templo, donde ejercía las funciones de gran sacerdote, pero ahora vengo a amargarte tu victoria.

—¡Nefer! —exclamaron al unísono Mirinri y Teti, con horror.

—No, Sahur, tu hija, a la que hice seguir los pasos de tu hijo, para que lo amase. Y como veis lo he conseguido. Se ha matado al oír a Mirinri confesar su amor por Nitokri.

Un grito de rabia salvaje escapó del pecho de Teti.

—¡Arrestad a ese miserable!

Mirinri, antes que nadie, se había arrojado sobre el gran sacerdote asiéndolo por la garganta.

—¿Debo matarlo? —preguntó.

—No; que se hagan los funerales debidos a mi hija, que lleven su cuerpo a la gran pirámide que he hecho construir a orillas del desierto y que se encierre allí vivo a este hombre. Abdico en favor de mi hijo: él es digno de su padre.

—¿Y tú? —preguntó Mirinri.

—Regreso al desierto, donde viví durante dieciocho años, y vuelvo allí para oír los gritos de hambre de este hombre que ha causado la muerte de mi hija. Te oiré, Her-Hor, a través de la piedra que te encerrará para siempre, hasta tu último grito.

Cogió el ureo que había quitado a Pepi y lo puso en la frente de Mirinri, quien se había arrodillado junto al cadáver de Nefer, sollozando con gran pena y dolor.

—Pueblo —gritó—. ¡He aquí mi última voluntad! Que se haga gracia a mi hermano y se le destierre al Alto Nilo; es el padre de la muchacha que ama mi hijo. Y tú, Mirinri, no te olvides de Ata: aunque le hayan cortado las manos, puede ser un buen ministro. Ahora, adiós; voy a escuchar los terribles gritos de Her-Hor ante el sarcófago de mi hija.

Alzó en sus brazos el cadáver de Nefer, que iba perdiendo sangre y se encaminó hacia una de las veinticuatro puertas de bronce, mientras que en la sala tronaba un grito inmenso:

—¡Viva Mirinri, rey de Egipto!