CAPÍTULO XIII

EL TRIUNFO DE TETI

Algo más allá de Menfis, al oeste del Nilo, en el lugar donde la cadena libia comienza a alargarse, formando un pintoresco oasis que se llama todavía Faygoum, se abría aquel famoso dique hecho construir por Amenemhat III, que durante siglos y siglos causo la maravilla de los asirios, de los caldeos y de los navegantes griegos y cuya finalidad era recibir las aguas sobrantes del río y regular la irrigación en las tierras colindantes.

Era una obra maravillosa, un embalse inmenso que tenía diques de cincuenta metros de espesor y una longitud de varias decenas de kilómetros, como puede comprobarse por los restos que todavía subsisten, después de millares y millares de años que fueron erigidos. Era a orillas del famoso lago de Moeris, como se llamó por los griegos que lo visitaron más tarde, donde se levantaba el Laberinto, el mayor palacio del mundo, con más de tres mil cámaras, y la fachada de mármol blanco, que se reflejaba en las aguas, como el de Paros y en medio las dos colosales estatuas de Amenemhat III y su esposa. En aquel maravilloso dique, veinticuatro horas después de la captura del desgraciado Ounis, se habían reunido más de cien mil personas, lanzándose sobre los gigantescos diques que forman como un inmenso anfiteatro.

Por la mañana mil heraldos habían hecho sonar sus trompetas por las calles de la soberbia metrópoli, anunciando un espectáculo emocionante e invitando a sus habitantes a reunirse en el dique, que las aguas del Nilo no habían invadido todavía, ya que el río no había alcanzado su máximo nivel; millares y millares de personas se habían reunido en los diques, aunque ignorasen todavía de que cosa se trataba. Sin embargo la noticia de que también el rey, seguido de su brillante corte, tomaría parte, bastaba para arrastrar al festejo a los habitantes de Menfis con todas sus familias. La hora del espectáculo se había fijado tres horas antes de la puesta del sol, aunque cuando el sol comenzaba a declinar rápidamente y el aire a refrescar, se habían cubierto de espectadores todos los diques que se extendían frente al maravilloso palacio del Laberinto y a las dos gigantescas estatuas de Amenemhat y su consorte, que se erguían soberbiamente en espera a que el oleaje del sagrado Nilo, bajando del cielo, bañasen sus pies extendiéndose en torno a ellos con suave murmullo, como un gran monstruo sojuzgado por sus poderosos vencedores. Pepi se hallaba a la hora fijada seguido por toda su corte, compuesta por grandes dignatarios, chambelanes, sacerdotes, arqueros, guardias reales, músicos y danzarines, que hacían sonar ruidosamente sus variados instrumentos musicales y un gran número de jóvenes esclavos, que movían enormes abanicos resplandecientes de oro y adornados con magnificas plumas de avestruz con diferentes símbolos religiosos de metal precioso. Ante la blanca fachada del Laberinto se había levantado para él y sus dignatarios un estrado grandioso de colores brillantes, cubierto por un enorme toldo de finísimo lino con grandes franjas multicolores y que había ocupado prontamente, sentándose sobre una especie de trono muy elevado, desde donde podía dominar todo el embalse y los gigantescos diques.

El pueblo había notado pronto, con cierto estupor que Nitokri no lo había acompañado. Desconocía que en aquel mismo momento la joven Faraona, acompañada por Nefer y por un grupo de esclavos y de guardias se encaminaba hacia la necrópolis para despedazar la durísima piedra de la serdab principal, donde había sido encerrado Mirinri. Un profundo silencio reinaba allí, roto únicamente por el monótono rumor de las aguas que se escurrían a lo largo del dique, impaciente por precipitarse en el inmenso embalse y fecundar las tierras bendecidas por el sol. Daba la impresión de que aquellos millares de personas contenían la respiración. Una larga llamada de trompas, seguida inmediatamente por los primeros sones de la fanfarria real, advirtió a la multitud que el espectáculo anunciado iba a comenzar. Unos cuantos guardias, salidos del palacio del Laberinto, habían avanzado hasta el dique de poniente subiendo la escalinata que conducía al fondo del embalse. Escoltaban a un anciano de aspecto majestuoso, con miembros todavía robustos, cubierto solo por un corto kalasiris ceñido a la cintura. Tenía un escudo semioval, semejante al que usaban los guerreros de la época e iba armado con una daga de bronce de hoja muy ancha y pesada; era Ounis. El anciano, aunque ignorase todavía contra quien había dispuesto el usurpador que se enfrentase andaba tranquilo, con la cabeza erguida, empuñando la daga fuertemente, despertando la admiración de los espectadores que se habían levantado para verlo mejor. Cuando llegaron entre las dos gigantescas estatuas los guardias se retiraron corriendo y dejándolo solo.

Casi en el mismo instante de una de aquellas galerías subterráneas que servían de canal para las aguas del Nilo, se vio avanzar, saliendo con un salto inmenso un majestuoso león libio de poderosa estampa con una larga crin casi negra. Un inmenso grito, semejante al rumor siniestro de una enorme marea o al rumo de un maremoto, se alzó de entre los millares de espectadores. ¿Se rebelan contra la ferocidad de su rey, que exponía a un anciano, probablemente un guerrero, para enfrentarlo de ese modo con un ligero escudo y su valiente acción o bien saludaban al león? Ounis, inmóvil, con la daga enhiesta y el cuerpo agachado hacia delante para ofrecer menor superficie a las terribles garras del carnívoro, aguardaba valientemente el ataque, con una extraña sonrisa en los labios.

La fiera, que probablemente estaba en ayunas desde hacía días, al oír el griterío de la multitud se detuvo, pero viendo a la presa ante ella, aguijoneada por el hambre intento un segundo salto, cayendo a cinco o seis pasos de Ounis. De pronto, cuando iba a emprender el último ataque, se detuvo mirando al cielo y lanzo un profundo rugido que resonó como un trueno por los gigantescos diques. Los espectadores, impresionados, se pusieron nuevamente en pie, mirando también hacia lo alto. Un terror repentino parecía haberse apoderado de todos: hombres y bestias. ¿Qué extraño fenómeno ocurría? El aire se tornó rápidamente oscuro, los diques cambiaron de aspecto, el palacio del Laberinto, totalmente blanco como el alabastro al principio, había tomado un cariz grisáceo, el cielo en el horizonte tomaba un tono verduzco, los rayos del sol se esfumaron: la naturaleza toda parecía que iba a desaparecer. Los pájaros y los ibis, que al principio daban vueltas en gran número por encima del embalse, se dejaban caer al suelo, como si unas flechas invisibles los abatieran; En lontananza los bueyes, que abrevaban en el Nilo, mugían siniestramente, los perros ladraban lúgubremente y los rostros de los espectadores asumieron un todo cadavérico.

Parecía que algún siniestro acontecimiento iba a sucederle a Egipto. De los cuatro puntos cardinales, densas tinieblas aparecieron, invadiendo el cielo a una velocidad fantástica, mientras que el sol desaparecía dentro de una inmensa mancha negra. Un terror inenarrable apoderado de los espectadores. Incluso Pepi se puso en pie, observando al astro diurno al que dominaban las tinieblas. Luego un gran grito se mezcló a los mugidos de los bueyes y a los aullidos de los perros.

—¡Ra huye!

El rugido del león actuó como un eco. El formidable carnívoro parecía que no se acordase ya de la presa humana que tenía ante él. Se había acurrucado, encogiéndose en sí mismo, como si hubiese perdido su instintiva ferocidad. Ounis, sin embargo, no le había olvidado. Hombre de elevada cultura, comprendió enseguida que aquel fenómeno no era otro que un eclipse total de sol y aquellas tinieblas que caían sobre la tierra no lo asustaron en absoluto. Ra, el disco solar, venía en aquel momento culminante en su ayuda y se aprovechó de ello. De un salto se echó sobre el león, su daga se movió en el aire y se hundió toda ella en el pecho de la fiera.

El rugido formidable que salió de las fauces doloridas de la fiera, arrebató bruscamente al público de su terror. Dirigió sus ojos hacia el fondo del embalse y en la penumbra pudo distinguir al anciano con un pie sobre la fiera ya agonizando y la daga sangrienta en su mano.

—¡Pueblo! —gritó entonces Ounis, con voz sonora—. Ra se ha oscurecido para no asistir al asesinato de uno de sus hijos. ¿Es que no reconocéis pues a Teti, el vencedor de los caldeos, aquel Teti al que un día llamasteis «Grande» y que mi hermano, aquel hombre que se sienta en el palco real y que empalidece ante mi mirada, os hizo creer que había muerto? Pueblo, vuestro rey está vivo y ha vuelto a esta orgullosa Menfis, donde un día reinó. ¡Lo veis en la señal con que Ra ha mostrado mi origen divino! ¡En la muerte de este león veis el valor del antiguo guerrero que derrotó las hordas asiáticas! Y ahora miradme bien; y si me reconocéis, ¡venid conmigo a arrebatar de la frente de mi hermano, ese que me quitó el poder, el símbolo del poder sobre la vida y la muerte, para dárselo a mi hijo que durante dieciocho años he escondido y criado en el desierto!

Un profundo silencio reinó durante algunos instantes entre los cien mil espectadores. La oscuridad que se había extendido, el valor del anciano guerrero que había dado muerte al león, la acusación terrible que había lanzado contra el usurpador, la inquietud que se manifestó de pronto en el palacio real, el recuerdo del gran rey que había salvado a Egipto y que mil voces quedamente habían afirmado que estaba vivo, produjeron un efecto imposible de describir en aquella multitud.

Luego, de pronto, comenzaron a alzarse voces aisladas:

—¡Sí, ese es Teti! ¡Ayer hizo cortar Pepi las manos a sus partidarios! ¡Viva el vencedor de los caldeos! ¡Pueblo, sigámosle!

Parecía que un rugido, emitido por millones de fieras, hiciese retumbar los inmensos diques del embalse. El pueblo se precipitaba a oleadas terribles, bajando por las escalinatas, mientras que Pepi con su corte abandonaba precipitadamente el palco real, huyendo hacia Menfis.

En aquel momento reaparecía radiante el sol y las tinieblas se disipaban.

—¡Es Ra que vuelve! —Tronó Teti—. ¡Él ilumina el camino! ¡Venid, pueblo! ¡Vuestro rey os llama!

—¡Al palacio real! —Gritaron millares de voces—. ¡Viva Teti!

El anciano que sostenía todavía el escudo y empuñaba la daga ensangrentada, saltó por encima del león y se dirigió hacia el Laberinto. Los cien mil espectadores, guiados por algunos partidarios del viejo rey, lo seguían en compacta masa, entre un griterío ensordecedor. Teti subió la escalinata y ya, en la cima, con su poderosa voz dominó el griterío y alzando la daga, gritó:

—¡Al palacio real! ¡Menfis tendrá hoy otro rey!

—¡Viva Teti! —respondió la multitud, que parecía presa de un verdadero delirio. Cuando la inmensa columna penetró en Menfis, la ciudad bullía. El rumor de que había aparecido Teti, de cuya muerte muchos habían dudado, se divulgó con la rapidez del rayo y los habitantes acudían armados a las calles, dispuestos a dejarse matar en defensa del salvador de Egipto.

El grito de: «¡Viva Teti el Grande!» sonaba en todos los barrios de la metrópoli, desde las márgenes del Nilo a los lindes del desierto y nuevos grupos se añadían a los ya formados, llegados del gigantesco embalse. Una especie de guardia real se había formado, protegiendo a Teti que avanzaba a la cabeza del pueblo, en lugar preferente. Cuando las tropas llegaron ante el palacio real, encontraron las puertas abiertas de par en par. Guardias, arqueros, dignatarios y favoritos habían huido cobardemente.

Teti se detuvo un momento a contemplar aquella grandiosa construcción donde había reinado como gran monarca, luego entró en el ancho peristilo y subió la escalinata de mármol, penetrando valientemente en la inmensa sala del trono que nadie defendía. Por las veinticuatro puertas de bronce, que no estaban cerradas, había ido entrando el pueblo con terrible clamor.

Al fondo de la sala, acurrucado sobre el resplandeciente trono de oro, cubierto con las vestiduras regias y estrechando en sus manos las insignias del poder, lívido, aterrorizado, se hallaba Pepi, el usurpador.

El pueblo se detuvo y enmudeció. Los símbolos del supremo poder, que el rey sostenía en sus manos y sobre todo el ureo que le brillaba en la frente así como la majestuosidad del trono se impusieron una vez más a aquellos esclavos del poderío faraónico. Teti, afortunadamente, no se asustó, se fue directamente hacia su hermano, que lo miraba con temor, subió los peldaños del trono y, luego con un movimiento rápido, le arrancó el ureo que llevaba en la frente y lo echó al suelo con desprecio, gritando:

—¡Ya no eres rey!

Después tiró el escudo, lo asió por el brazo y lo arrastró en medio de la sala, sin que el otro opusiese resistencia y lo derribó sobre las brillantes losas del pavimento. Alzó sobre él la daga, diciendo:

—¡Este arma ha dado muerte a un león —dijo— y ahora nos librará de un usurpador, de un ladrón!