CAPÍTULO XII

LA CAPTURA DE OUNIS

Ounis, según se ha dicho, tras la captura de Mirinri escapó maldiciendo, confundido entre la multitud que llenaba la inmensa plaza. Daba la impresión de que aquel hombre, que parecía vigoroso como un roble a pesar de su avanzada edad, hubiese envejecido diez años en pocos minutos. Había tomado una calle, luego otra y por último una tercera, casi corriendo, hasta que se detuvo en la magnífica avenida que bordeaba el Nilo, dejándose caer abatido, pálido, deshecho, sobre una de aquellas enormes piedras que servían para la construcción de colosales diques, que hoy, después de cinco o seis mil años, muestran todavía sus ruinas.

Un profundo lamento mostraba el dolor del pobre anciano.

—¡Preso! —murmuró—. Ese amor fatal lo ha perdido, cuando la luz se alzaba para él radiante, proyectada por Ra y por Osiris. ¿De qué han servido tantos años de exilio en las arenas ardientes del desierto y tantos sacrificios? ¡Yo, que habría podido brillar como el astro que irradia esta tierra que el Nilo fecunda y que los dioses protegen! ¡Yo, que con un gesto habría podido hacer temblar los pueblos a ambos lados del mar Rojo! ¡Todo se ha perdido! ¡Hay una gran desgracia a mí alrededor! ¡Hubiera sido mejor que hubiese muerto allí, donde luché y vencí, bajo la enorme avalancha de caldeos a los que mi daga puso en fuga y mi carro de batalla había pisoteado! ¿Qué soy yo ahora? La sombra de un poderoso que ya no tendrá ni siquiera los honores del embalsamamiento, ni una pirámide como tumba… ni una momia… me quedan sin embargo para mi cuerpo las aguas de este río, que descienden del cielo. Ra me acogerá en su barca resplandeciente…

Se levantó de repente, fijando sus ojos en las crecidas aguas del río que mugían sordamente, rumoreando contra los colosales diques.

—¿Desaparecer del mundo, sin haberme vengado de Pepi? —dijo de pronto, retrocediendo—. ¿Qué iba a ganar yo? ¿Un viejo guerrero eliminándose ante el peligro? No, todo no puede acabar así. ¿Y… Ata? ¿Y mis amigos, los viejos partidarios de Teti el Grande? ¿Es que no me esperan en la pirámide de Rodope? ¡Ata!, mi mente se había trastocado, al hacerme olvidar a aquellos valerosos que no esperan otra cosa que mi señal para entrar a hierro y fuego en Menfis. Sí, lo arrasaremos todo, y pasaremos como un huracán devastador a través de Egipto, si Pepi quiere luchar contra nosotros. Mi grito de guerra, ese grito que un día hizo huir tropas escogidas, víctimas de sangre y destrucción, hará crujir las cien columnas del palacio real y mi mano arrancará el ureo que brilla sobre la frente del usurpador. Menfis la orgullosa se rendirá o caerá destruida con sus templos y sus monumentos. Si matan a Mirinri, yo haré pasar a cuchillo los trescientos mil habitantes de la ciudad y no dejaré una sola piedra que pueda recordar la existencia de esta metrópolis que es la maravilla del mundo. Vayamos: ¡Yo no soy ya Ounis, vuelvo a ser el que fui un día!

Dejó el parapeto y se puso a seguir el Nilo, encaminándose hacia la parte septentrional de la ciudad, donde se alzaba imponente, entre un atardecer de color de fuego, la pirámide en cuyo interior dormía la momia de la hermosa Rodope, en su sarcófago de mármol azul. La inmensa avenida, a la que daba sombra una doble hilera de palmeras, estaba casi desierta, ya que la población había ido en masa hacia el curso inferior del río, donde los sacerdotes habían conducido con gran pompa, al buey sagrado para que abrevase. Ounis caminaba rápidamente, pero hasta el atardecer no llegó al lugar donde debía reunirse con los conjurados.

—Es aquí donde descansar Rodope —murmuró el anciano.

La pirámide se alzaba majestuosamente ante él, a menos de trescientos pasos, toda ella rojiza bajo los últimos rayos del sol de aquel día. En su alrededor no se veía a nadie. Solo dos chacales de pelaje oscuro dormitaban uno junto al otro, bajo la sombra que proyectaban las hojas de la palmera.

—«¿Dónde estará Ata? —se preguntaba Ounis. Yo no sé dónde está la entrada que conduce a la serdab. Solo hay silencio aquí. Me causa impresión esta calma. Aquí debería palpitar el corazón del futuro reino y en vez de ello me parece que sea dentro del mío donde esté ocurriendo algo. ¡Ah! ¡Genio maligno! ¡Aquí hay sangre!».

Ounis se inclinó hacia el suelo y con el dedo removía la arena que los vientos cálidos del cercano desierto líbico habían depositado en torno a la gigantesca pirámide.

—¡Sangre! —repitió con voz profunda—. ¡La arena aquí es roja!

Luego alzó su mirada hacia la pirámide.

—¡Flechas! —exclamó luego, dando una mirada de desánimo a su alrededor. Han sido cogidos.

Se quedó silencioso: era un silencio trágico.

Tuvo un imprevisto desvanecimiento y cayó al suelo como fulminado, quedando inerte. Una voz bien conocida por él lo hizo volver en sí después de muchísimas horas. La noche había desaparecido y el sol en cambio aparecido, tal vez desde hacía mucho tiempo, porque se hallaba casi a mitad de su camino.

—¡Nefer! —exclamó Ounis.

—Sí, soy yo, mi señor —respondió la joven—. ¿Qué te ha sucedido? Te hemos encontrado sin sentido.

Ounis se pasó varias veces la mano por la frente, para poner en orden sus ideas todavía revueltas.

—No lo sé —dijo después—. Me pareció como si hubieran descargado un golpe en mi cabeza y perdí el conocimiento… ¡Es de día! ¿Cuánto tiempo llevo sin sentido?…

Después mirando a Nefer con cierta sorpresa, dijo:

—¿Cómo te encuentras tú aquí? ¿Quién es ese viejo soldado que te acompaña? ¿No estaban con Mirinri?

—Sí, mi señor.

—¡Mirinri! —Gritó Ounis—. ¿Dónde se encuentra?

En manos de Pepi.

—¡Ah! ¡Desgraciado! ¡Está perdido!

—Sí, perdido —sollozó Nefer—. Para ti y para mí.

Ounis se levantó de golpe, como si hubiese recuperado de pronto todas sus fuerzas.

—Cuéntame lo que ha ocurrido —dijo con voz adusta.

Nefer en pocas palabras le informó del arresto y la prisión en los subterráneos del palacio real, de su liberación y de las promesas de Nitokri de proteger a Mirinri. Una amarga sonrisa contrajo los labios del pobre anciano.

—¡Nitokri! Es la hija del usurpador y no es ella quien manda. Todo ha terminado, muchacha: Mirinri no saldrá vivo de aquel subterráneo. Conozco bien a Pepi.

Permaneció algunos momentos silencioso, después preguntó:

—¿Estabas segura de encontrarme aquí?

—Tenía alguna esperanza —repuso Nefer—. Así que, apenas estuvo libre, me hice conducir por este soldado, puesto para mi protección.

—Ahora ya no tienes necesidad de él: despídelo.

—Vete, amigo y aguárdame en la casa que el rey ha puesto a mi disposición —dijo la joven al veterano—. Nos veremos pronto.

El viejo guerrero se inclinó profundamente sin decir palabra y se alejó con paso lento.

—Nefer —dijo Ounis cuando estuvieron solos— los viejos amigos de Teti han sido hechos prisioneros. La pirámide ha sido asaltada y tal vez a esta hora ya no haya ninguno vivo.

—¿Así es que estamos malditos?

—Sí —repuso Ounis—. El trono al que aspiraba Mirinri se ha perdido y la venganza escapa de mis manos cuando creía tenerla bien segura en mi puño… y a ti mi pobre muchacha, ¿qué te espera?

—La muerte —dijo Nefer con un sordo sollozo.

—Caminemos, pues, hacia la muerte —dijo Ounis—. Allí, en las arenas del desierto, en las que se halla todavía impresa la huella de aquel que debía destruirlo todo, encontraremos un poco de tranquilidad. Ven, muchacha, remontaremos el Nilo y en la gran pirámide donde él vivió y pasó su primera juventud y bajo los bosques de palmeras en los que soñó y durmió encontraremos la calma que el aire infecto de la orgullosa Menfis ha destruido. Regreso a aquella tierra de exilio, yo que habría podido reinar aquí y más poderoso y más fuerte que Pepi.

—¿Quién eres tú? ¡Dímelo, siquiera por una sola vez! —gritó Nefer.

—El león del desierto libio —respondió Ounis—. ¿Dónde nací yo? ¿Que llegué a ser antes? Solo yo lo sé. Ven, muchacha, vayamos a respirar el aire que vivificó los pulmones de Mirinri, vayamos a oír el suave murmullo de las aguas que él escuchaba durante horas y horas bajo la fresca sombra de los dum. Vayamos a ver de nuevo los lugares donde él vivió. ¡Ha muerto! ¡Maldita Menfis! ¡Cómo te destruiría! ¡Osiris ya no irradia al cielo con sus rayos! ¡Ha abandonado al Hijo del Sol! ¡Que su barca se hunda bajo las llamas de Ra! ¡Sean malditos todos los dioses de Egipto! Que la sombra tenebrosa de la noche eterna los elimine a todos. ¡Ven, Nefer! ¡Ven al desierto! ¡Tú serás mi hija!

Cogió de la mano a la muchacha, que seguía sollozando continuamente, y se encaminó hacia el Nilo. Iban a acercarse a una barca que se encontraba anclada junto a los diques, cuando cuatro guardias reales que estaban escondidos detrás del parapeto, se le arrojaron improvisadamente a su lado con las dagas en alto, derribándolo. El viejo, con un movimiento fulminante, cogió por la muñeca al hombre que estaba más cercano a él, arrebatándole el arma.

—¡Largo, miserables! —atronó, con voz formidable—. Cientos de caldeos no me asustaron y cayeron todos bajo mi brazo. ¡A ti, el primero!

Con gran agilidad maravillosa que cualquier joven le habría envidiado, se puso en pie gritando:

—¡Retírate, Nefer!

La daga, un arma sólida y afilada, se balanceó un momento en el aire y desapareció por completo dentro del cuerpo del guardia.

Los otros tres se abalanzaron sobre el viejo gritando:

—¡Ríndete!

—Así se rinde el que venció a los caldeos —respondió Ounis.

Tres veces brilló la hoja ya ensangrentada y los tres hombres cayeron, uno sobre otro, contorsionándose entre espasmos de muerte. Ounis iba a emprender la huida cuando una patrulla de guardia, apareciendo por una calle lateral, lo rodeó. Eran cuarenta o cincuenta hombres vigorosos, armados de hachas de guerra.

Ounis arrojó la daga ensangrentada, diciendo con ironía:

—Yo no mato a mi pueblo. ¿Quién me busca?

—El rey —dijo un viejo arquero, adelantándose.

—¡Ah! —dijo Ounis.

Luego dirigiéndose a Nefer, añadió.

—Ni siquiera el desierto nos quiere. Es la catástrofe completa. ¡Es el fin!

A continuación, mirando irónicamente a la guardia, preguntó desdeñosamente:

—¿Ante quién me lleváis?

—Ante el rey —respondió la guardia.

—¿Así es que me seguíais?

—Sí —respondió el viejo arquero que mandaba la patrulla.

—¿Y qué harás con esta muchacha?

—No tengo órdenes respecto a ella: ¿quién se va a preocupar de una vagabunda?

Un grito de bestia feroz salió del pecho del viejo Ounis.

—¡Miserable! —Gritó, liberándose con un movimiento violento de los guardias que lo sujetaban por las muñecas—. ¡Esa una vagabunda! ¡Es una Hija del Sol sobre la que te guardarás de poner tu vil mano!

La mano del anciano cayó sobre el rostro del arquero como un terrible latigazo, haciéndole dar dos vueltas sobre sí mismo.

—Inclínate ante esta muchacha que tiene en su cuerpo divino el tatuaje del ureo. ¡Enseguida, o te mano! ¡Si Pepi no te degüella, ya habrá quien t castigue por no obedecer! ¡Enseguida! ¡Tú no sabes quién te lo está mandando!

Hubo entre los soldados un momento de estupor difícil de describir. Aquel anciano que había dado muerte a cuatro hombres y que mandaba con la autoridad de un rey, los había impresionado a todos.

—¿Es tu hija? —preguntó el jefe de los arqueros con voz alterada.

—Ahora no importa eso —dijo Ounis—. Es una Faraona y eso te basta. ¡Mira, vil esclavo de un rey ladrón!

Con un gesto rápido arrancó a la muchacha la ligera túnica que le cubría el hombro y puso al descubierto en su espalda el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.

—¿Lo veis? —dijo—. ¡Es una Faraona! ¡Inclínate, tú, que la has ofendido, porque es de origen divino!

El arquero cayó de rodillas, mientras que los otros habían hecho más amplio el círculo.

—Y ahora —dijo Ounis— conducidme ante Pepi. Deseo verlo.

—¿Y yo? —preguntó Nefer.

—Sígueme —respondió el anciano—. Allí en el palacio de las cien columnas vamos a dar la última batalla. Tal vez no se haya perdido todavía y cuando le eche en cara su infamia, es posible que renazca el ave fénix y que al igual que un famélico cocodrilo, logre clavar mis dientes en su alma. Ven, Nefer, ven, muchacha. El ala dorada y roja del ave fénix nos protegerá.

Los arqueros se habían situado en torno a ellos y el jefe había soltado el cíngulo que ceñía su kalasiris para atarle las manos a Ounis.

—No es preciso —dijo el anciano—. Ya no tengo daga para mataros a todos. ¡Adelante! El palacio real y yo nos conocemos.

Ounis, sombrío, pensativo, caminaba entre los guardias y Nefer lo seguía con la cabeza inclinada sobre el pecho, como una sombra que vagara. Salieron a la avenida que conducía al palacio real, sin que ninguno, ni él, ni ella, ni nadie de la escolta hubiese pronunciado palabra. Pero cuando llegaron al peristilo de mármol hubiérase dicho que Ounis despertaba de un largo sueño. Miró como aturdido las inmensas puertas, las altas terrazas fortificadas, las columnas refulgentes de oro que se erguían majestuosamente a través de la inmensa sala, donde había sido recibido Mirinri, y aspiró profundamente el aire.

—Hace dieciocho años —dijo, deteniéndose bruscamente—. Y vuelvo a sentirlo, ¡pero ya no es mío!

Se volvió hacia la guardia, como si quisiera lanzarse contra ella o como si quisiera gritarles algo a la cara, pero, se detuvo y dijo:

—¿Dónde está el rey?

—Lo verás mañana —respondió el jefe de los arqueros.

—¿Y su hija Nitokri, dónde está? —preguntó Nefer, con ímpetu.

—¿Es que no soy yo también una Faraona? —Preguntó la muchacha—. ¿No has visto el tatuaje y no lo ha demostrado mi hombro hace poco a los arqueros? ¡Vete a decirle que una Hija del Sol quiere verla enseguida! ¿Me has entendido?

—Es la hija del rey —observó humildemente el jefe de los arqueros.

—¿Y yo quién soy, si el ureo está marcado en mi cuerpo?

—Nefer —dijo Ounis—. ¿Qué es lo que quieres hacer?

—En las cien columnas daremos la batalla, aunque sea la última —dijo la muchacha sollozando—. ¡Voy a mi destino! Adiós, señor, espero verte pronto.

Ounis meneó triste su cabeza y siguió a los arqueros que habían abierto una puerta por la que daba la impresión que se descendía a los subterráneos. El jefe, entretanto, habíase alejado subiendo por una escalinata de mármol, que partía de un inmenso tenderete entretejido con cortinajes de oro y largas cintas de variados colores, brillantes todos ellos. Nefer, al quedarse sola en la inmensa sala, se apoyó en una taza de lapislázuli que servía en determinadas ocasiones de surtidor, escondiendo el rostro entre sus manos.

Unos pasos muy ligeros, acompañados por el roce de un vestido, arrancaron a Nefer de su desesperación. Nitokri, la hija de Pepi, estaba ante ella. Las dos jóvenes se miraron largo tiempo, sin hablar, luego fue Nitokri, quien dijo:

—¿Eres tú la que llaman princesa de la isla de las sombras?

—Yo soy Nefer.

—O Sahur mejor —ese era el nombre que tenías cuando te sacaron de aquí.

—No lo recuerdo —respondió Nefer—. Era una niña todavía.

—¿Qué es lo que quieres, muchacha?

—Sabes lo que le ha pasado a Mirinri, el hijo del gran Teti —respondió Nefer, estallando en sollozos—. Tú, que eres todopoderosa, protégelo, señora, de las iras de tu padre… Yo, que lo amo intensamente, lo dejo en tus manos para que le salves la vida.

—¿Mirinri… lo amas? ¿Y él a ti? —gritó Nitokri.

Nefer denegó tristemente con la cabeza.

—El solo soñaba y veía a la muchacha que salvó a orillas del Alto Nilo. Nefer había nacido bajo el rayo funesto de Ra: el rayo azul que lleva la desgracia a todos aquellos a quienes toca.

Nitokri se había quedado silenciosa. Una profunda compasión podía apreciarse en sus hermosísimos ojos.

—Pobre Sahur —dijo después suspirando—. Aunque hayas nacido en los peldaños de un trono igual que yo, a ti te han vedado la felicidad.

De pronto se agitó.

—¿Corre Mirinri algún peligro? —gritó.

—Sí, tal vez en estos momentos haya sufrido la suerte horrible de los partidarios de su padre. He visto su sangre en las arenas que rodean la pirámide de Rodope.

—¡Mirinri amenazado! ¡Muerto tal vez! ¡Escúchame muchacha! ¡Ay de mi padre, si se ha atrevido a alzar su mano sobre él! ¡Sería demasiado! Hermana, unamos nuestras fuerzas contra los malvados consejeros de Pepi: ¡Seamos dos Faraonas!