LA NECRÓPOLIS DE MENFIS
Mirinri, cuyo cerebro, tras la visión del horrendo espectáculo, parecía haberse ofuscado, se quedó inmóvil, mirando con una insensibilidad imposible de describir ora a Pepi ora al embalsamador oficial de la corte. Seguro que no había comprendido el plan del rey. Este, que lo contemplaba sonriendo maliciosamente, como si intentase captar el efecto que habían producido sus palabras en el ánimo del joven, al ver que permanecía inmóvil, como fulminado, repitió:
—Oigamos antes que es lo que nos va a decir el embalsamador.
—¡El embalsamador! —exclamó finalmente Mirinri, como si en aquel momento se despertase—. ¿Qué tiene que ver ese hombre con mi destino?
—¿Con qué destino? —preguntó Pepi siempre irónico.
—Con el mío.
—¿Y qué es lo que te decía tu destino? Será curioso saberlo.
—Que reconquistaré el trono de mi padre.
—¿Quién te lo predijo? —gritó Pepi, que no pudo menos de sobresaltarse.
—El cielo, la tierra y una hechicera —respondió Mirinri.
—¡Ah! ¡Tonterías!
—No; cuando salí de la menor edad, un cometa apareció en el cielo; cuando una mañana antes del alba, apoyé mis oídos en la estatua de Memnon, la piedra crepitó y sonó repetidamente; cuando tuve así entre mis manos la flor de la resurrección, que estaba encerrada en la pirámide construida por mi padre, abrió sus pétalos; cuando encontré a una muchacha que predecía el porvenir, me dijo que un día sería repuesto en el trono de mis antepasados, y aquella muchacha era ¡Nefer!
—¡Nefer! —gritó Pepi aterrorizado—. ¡El cielo, Memnon, la flor y aquella joven! Ahora no era Mirinri quien parecía fulminado, era el poderoso rey de Egipto quien parecía atónito y quien miraba con profunda consternación al joven.
—¡Nefer! —repitió—. ¡El cometa, la flor, Memnon!
Luego, dirigiéndose hacia el embalsamador, le dijo casi con ira:
—¿Has oído?
—Sí, rey.
—¿Tú eres hábil, verdad?
—Así lo creo.
—¿Cómo embalsamarías a un gran príncipe? No lo he sabido exactamente. Explícamelo y ten cuidado, porque se trata de un hombre de estirpe divina.
—¿Es el embalsamamiento grande, el rico, el que tú quieres, rey?
—El más caro, para que la momia pueda resistir siglos y siglos, mejor si fuese hasta el fin del mundo.
—Han transcurrido veinte siglos y los que han sido embalsamados según nuestro sistema no presentan hasta ahora ningún deterioro; por consiguiente, es seguro, oh rey, que la operación que yo haga resulte perfecta.
Mirinri, apoyado en una columna de la inmensa sala, escuchaba, pero sin entenderlo todo.
—Sigue y explícate mejor —pidió Pepi.
—Ante todo con un hierro curvado extraemos pedazo a pedazo el cerebro del cadáver que nos es confiado y destruimos los residuos por medio de drogas que solo nosotros conocemos y sabemos emplear.
—Prosigue —dijo Pepi.
—Extraído el cerebro, que es el primero en corromperse y que puede comprometer el éxito del embalsamamiento, hacemos una incisión en el costado con una de aquellas piedras cortantes que venden los etíopes, porque no se encuentran en los demás países y a través de aquella cavidad sacamos los intestinos, que inmediatamente lavamos con vino de palma y sumergimos en aromas.
—El oficio no es demasiado agradable —dijo el rey, que no apartaba su mirada de Mirinri.
—A continuación rellenamos el vientre con mirra pura triturada, canela y otros aromas, eliminando por completo el incienso, porque podría ser perjudicial al proceso.
—¡Ah! —dijo Pepi.
—Cosida la incisión, cubrimos el cadáver con sal y diversas sales alcalinas y así lo dejamos durante setenta días, después de lo cual lo lavamos, lo envolvemos totalmente en vendas cubiertas de goma arábiga y el trabajo está terminado. Tratado así, el cuerpo podrá desafiar impunemente el tiempo.
—Entonces tú te encargarás de embalsamar con tu maravilloso método…
—¿A quién? —preguntó el viejo, atónito.
—A ese joven, cuando se muera —dijo Pepi, señalando con el dedo índice de la mano derecha hacia Mirinri—. Así no podrá quejarse de mi generosidad.
El joven Faraón se movió de pronto, apartándose de la columna contra la que se había apoyado hasta entonces.
—¡A mí! —gritó.
—Sí —respondió Pepi—. Cuando tú hayas muerto en el interior de la gran necrópolis de Menfis, este hombre se encargará de embalsamarte como a un gran Faraón, como a tu padre.
—¡Mi padre! ¡Malvado! ¡Yo he arrojado a los chacales una momia que no era la suya! ¡Ah! ¡Tengo que matarte!
Con un salto imprevisto, el joven se abalanzó al igual que un león lo hace sobre su presa, contra el rey, echándolo en tierra de un golpe. Iba a estrangularlo cuando, debido a un grito muy fuerte del embalsamador, se abrieron de golpe las doce puertas que daban paso a la inmensa sala y penetraron furiosamente cincuenta guardias reales, armados con hachas de guerra y con dagas, gritando:
—¡Salvemos al rey!
Mirinri, al oír aquel griterío y comprendiendo que un grave peligro lo amenazaba, dejó a Pepi.
—¡Ah! ¡Me querías matar! ¡Así me acoge el hijo miserable del gran Teti!
Se precipitó hacia la mesa más cercana, asió una pesada ánfora de bronce medio llena de vino todavía, y luego apoyóse contra una de las columnas, aguardando valientemente el ataque.
Parecía un joven león rugiente, dispuesto a morder y a herir a zarpazos.
—¡Cogedlo vivo! —gritó Pepi, con voz ahogada.
El primer guardia que llegó junto a Mirinri e intentó asirlo por la cintura, cayó fulminado con la cabeza hendida.
El ánfora cayó sobre él como una maza, derribándolo y causándole la muerte instantánea. Un segundo soldado, un tercero y un cuarto intentaron hacerle caer, pero Mirinri, que parecía una fiera salvaje y cuya fuerza era hercúlea, fue tendiéndoles en el suelo ante la columna uno tras otro. El ánfora manejada formidablemente por el hijo del desierto iba a causar un estrago terrible entre los asaltantes, cuando éstos, que habían dejado caer las hachas y las dagas, lo asaltaron a la vez con ímpetu irresistible. Superado por el número, el joven resistió durante unos instantes aquella masa humana, pero vencido por el esfuerzo cayó de rodillas. ¡Cayó preso! Dos largas estacas le fueron puestas a la espalda y diez manos lo ataron fuertemente, impidiéndole cualquier movimiento.
—¿Debo matarlo? —preguntó el jefe de la guardia, alzando su hacha sobre Mirinri y mirando a Pepi, que se había puesto en pie.
—Ninguno de vosotros es digno de derramar la sangre faraónica —respondió el rey.
—Entonces, ¿qué debemos hacer?
Pepi permaneció silencioso unos momentos; después dijo:
—Metedlo en un palanquín totalmente cubierto y encerradlo en la gran necrópolis, con una de aquellas sólidas piedras que colocamos a la entrada de nuestras pirámides. De ahora en adelante mis súbditos se construirán otro subterráneo si quieren hacerse sepultar. Terreno no falta en Egipto para excavar mastabas.
—¡Miserable! —aulló Mirinri, haciendo un esfuerzo supremo para liberarse de las ligaduras que lo sujetaban.
—Cuando la muerte lo sorprenda —sorprendió Pepi, fríamente— nuestro embalsamador oficial se encargará de preparar su cuerpo como si fuera el de un rey o el del hijo de un rey. ¡Obedeced!
—¡Alguien me vengará! —gritó Mirinri.
—¿Quién? —preguntó Pepi irónicamente.
—Ounis, que está libre todavía.
Al oír aquel nombre un pánico terrible se apoderó del rostro del poderoso monarca y un temblor sacudió sus miembros. Parecía presa de vivísima emoción, de profunda angustia.
—¿Está también él en Menfis? —balbuceó.
—Sí y será él quien me vengue y hunda su daga en tu corazón.
—Sabré evitarlo —dijo Pepi, como hablando para sí.
Cuatro arqueros trajeron entonces un palanquín cubierto por una cortina negra.
—¡Deprisa! ¡Lleváoslo deprisa! ¡Quitadlo de mi vista! —gritó el rey, que parecía enloquecido.
Mirinri fue levantado en vilo, metido en el palanquín, y los ocho guardias que se habían colocado junto a las varas salieron casi corriendo.
—Marchaos todos —dijo Pepi mostrando las puertas de bronce.
Cuando estuvo solo se dejó caer pesadamente ante la mesilla donde Mirinri había comido en su compañía, cubriéndole casi las hojas de rosas que había sobre la piel de pantera.
—Soy un miserable —dijo, pasándose una mano por la frente bañada en un sudor frío—. Y sin embargo la paz de Egipto lo exige.
Cogió un ánfora medio llena de vino y llenó una copa que vació de un trago.
—Olvidémonos —dijo después.
—¿Qué? —preguntó una voz detrás suyo.
Pepi se volvió de golpe, asiendo una de las dagas dejadas caer por sus guardias. Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah, había entrado silenciosamente en la inmensa sala y estaba ante él.
—¿Qué rey? —repitió Her-Hor.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Pepi.
—Ponerte en guardia —respondió el sacerdote.
—¿Contra quién? Ya se lo han llevado a la necrópolis y dentro de unos minutos la lápida de piedra cerrará para siempre el pasadizo.
—Mirinri, tu sobrino no está solo en Menfis.
—Sí, hay también aquel que se hace llamar Ounis, ¿no es cierto? —inquirió Pepi con amargura, disimulando un suspiro.
—Quizá ese sea más peligroso que Mirinri —respondió el sacerdote—. Además hay otra persona a la que tu hija ha concedido esta mañana imprudentemente la libertad.
—¿Sahur?
—O mejor Nefer, ya que le pusimos ese nombre.
—¡Bah, una muchacha!
—Tan peligrosa como Ounis, por no decir que más.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Destruirlos a todos.
—¡A todos! —Exclamó Pepi con repulsión—. ¿También a Sahur?
—La tranquilidad del reino lo exige; además yo odio a Nefer.
—¿Todavía?
—No he olvidado el golpe de daga que me propinó en la isla de las sombras.
—¿Tú sabes dónde se encuentra Ounis?
—He lanzado tras sus huellas a los más hábiles agentes de tu policía. Se dice que se encontraba juntamente con Mirinri en el momento en que conducían al buey Apis a abrevarse en el Nilo.
—¿Qué esperan a detenerlo?
—Están ya sobre sus pasos.
—¿Qué voy a hacer luego con él?
—Será muerto —respondió Her-Hor.
—¡Una nueva infamia!
—La tranquilidad del Estado lo exige, rey.
—¡Pero a él, también a él!
—El pueblo cree que ha muerto desde hace años.
—Temo que semejante delito me cueste el reino, Her-Hor. El sacerdote se encogió de hombros.
—El ureo está demasiado seguro sobre tu frente, rey —dijo después.
—¿Cuál será la mano audaz que se atreverá a quitártelo?
—Y sin embargo —respondió Pepi, tras un breve silencio—, tengo vagos presentimientos. No me siento tranquilo como antes y esta última noche no he dormido como otras veces.
—Los gritos de Mirinri hambriento, agitándose como bestia feroz en las tenebrosas galerías de la mastaba no turbarán demasiado tiempo tus sueños, rey —dijo Her-Hor—. Cinco, seis, tal vez siete días, o quizá pueda resistir más porque me parece muy robusto; pero después todo habrá terminado y ya no volverás a oír su voz y volverá a ti el sosiego.
—¡En sus venas corre mi misma sangre! —gritó Pepi.
—No es tu hijo —respondió fríamente el sacerdote.
—Es hijo de mi hermano.
—Ya, casi un extraño.
—¿Quién te ha creado a ti? ¿El genio del mal?
—La diosa de la venganza.
—No existe semejante divinidad en nuestra religión.
—Existirá un día.
—Eres más terrible que yo.
—Intento llevar a cabo un sueño.
—¿Cuál?
—Hendir el corazón de aquel que hizo de mí, gran sacerdote del templo de las esfinges, casi un miserable.
—¿Vengarte de Teti?
—Sí, de tu hermano —dijo Her-Hor, con acento feroz—. ¿Si no hubiese encontrado en ti un protector, qué sería yo ahora? Un miserable hambriento peor quizá que uno de esos desgraciados que para comer gastan sus fuerzas en la erección de nuestras colosales pirámides.
—Pero tú dilapidaste las riquezas del templo.
—Lo dijeron mis enemigos —dijo Her-Hor furibundo—. Y tu hermano los creyó a ellos y no a mí.
Después de hacer un gesto de rabia, prosiguió:
—Yo no he venido aquí para discutir sobre mi persona, sino a salvar a tu reino y a tu pueblo, rey.
—¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó Pepi con voz tenebrosa.
—Matar sin piedad —respondió Her-Hor— si te lo exige la tranquilidad de tu reino.
—Dudo en alzar la mano sobre él.
—Un rey no debe dudar nunca.
—Todavía no está preso.
—Esta noche estará en nuestras manos. Ya te he dicho que los guardias están sobre sus pasos.
—Que no lo vea yo. No podría resistir su mirada penetrante: sería una acusación que pesaría demasiado para mi corazón.
—Un golpe de daga de un soldado fiel y ¿qué se sabrá de él?
—Hablarán sus partidarios.
—Que empuñen las armas, ahora que no tienen manos —respondió Her-Hor irónicamente—. Si después…
El ruido de una de las puertas de bronce que se abría impetuosamente lo interrumpió de golpe. Nitokri, la hermosa princesa, penetró apresuradamente en la inmensa y magnífica sala, con el rostro alterado, los ojos llame antes y los vestidos desarreglados. Tendió, con un gesto imperioso sus desnudos brazos, adornados con espléndidos brazaletes de oro hacia el gran sacerdote, diciéndole con voz autoritaria:
—¡Sal, genio maligno!
—¡Nitokri! —gritó Pepi asustado por la ira que demostraba el rostro de la muchacha.
—¡Vete! —repitió la joven Faraona, sin mirar a su padre e indicando con gesto enérgico a Her-Hor las puertas de bronce.
—Olvidas, señora, quién soy yo —dijo el sacerdote, frunciendo el ceño.
—El gran sacerdote del templo de Ptah, ya lo sé —respondió Nitokri con voz que retumbó siniestramente en la sala—. ¿Te basta? ¿Y tú sabes quién soy yo? Una Faraona que un día reinará sobre Egipto y que con una sola señal castigará a todos los que la fastidien. ¡Vete, ahora!
—Todavía no eres reina, muchacha.
—¡Cuando la voz de una Faraona truena aquí dentro, en el palacio real, del primero al último súbdito deben obedecer! —gritó Nitokri, irguiéndose ante Her-Hor—. ¡Vete!
—Cuando me lo mande tu padre, ya que es él solo quien reina en estos momentos y quien puede ordenármelo —respondió el viejo sacerdote, que se había puesto lívido. Luego dirigiéndose hacia Pepi le preguntó:
—¿Debo obedecer a tu hija?
El rey pareció no haber comprendido nada. Se hallaba apoyado contra una columna y miraba atónito, como aniquilado, a su hija.
—¿Debo obedecer? —volvió a preguntar Her-Hor.
Pepi hizo con la cabeza un gesto afirmativo.
—Bien —dijo Her-Hor con ironía—. No te olvides Pepi que tú eres el rey y que tu reino se encuentra al borde de un abismo, pero que todos los sacerdotes están contigo para la salvación, la tranquilidad y la grandeza de estas tierras, que el gran Osiris bendice y que Ra fecunda.
Lanzó sobre Nitokri una mirada que semejaba desafío, luego atravesó lentamente la sala, sin apresuramiento y salió por la misma puerta de bronce por la que había entrado la muchacha. La princesa aguardó a que se cerraran las hojas de las puertas, y luego dirigiéndose impetuosamente hacia Pepi, le preguntó con voz agitada:
—¿Qué es lo que has hecho, padre, con Mirinri, el joven a quien debo la vida? ¡Dímelo! ¡Quiero saberlo!
—Ha escapado —respondió el rey.
—¿Dónde?
—No lo sé. Tal vez no quería ser recompensado por mí.
—¡Mientes! —Gritó la joven con el ímpetu feroz de una joven leona que se revuelve hacia el cazador que la ha herido—. Ha sido detenido por la guardia y se lo han llevado afuera.
—Pero no…
—¿Quién ha muerto a aquellos hombres que yacen con el cráneo hendido, en torno a aquella columna? —preguntó Nitokri indicando a los guardias que nadie había pensado todavía en sacar de allí—. El brazo poderoso de aquel que mató al cocodrilo que iba a devorarme en las frescas aguas del Alto Nilo, donde mi cuerpo divino se estaba bañando.
—Esos eran traidores, aliados de aquellos rebeldes que mis fieles soldados sorprendieron en la pirámide de Rodope.
—¡Estás mintiendo! —Repitió la princesa con mayor furia—. Esos desgraciados han sido ajusticiados por Mirinri.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Pepi.
—Lo he sabido yo. ¿Dónde? ¿Dónde lo has llevado? Sé que hace muy poco una litera cubierta con un gran toldo negro ha salido de este palacio escoltada por un escuadrón de tus arqueros. ¿Quién iba dentro?
El rey permaneció durante unos instantes mudo; luego, haciendo un supremo esfuerzo, dijo:
—¿Acaso no sigo siendo rey de Egipto? ¿Mandas tú o yo? Si alguien me estorba, me libro de él. Ante todo pienso en la tranquilidad del reino.
—¿Lo has hecho matar? —gritó Nitokri, lanzándose contra Pepi y golpeándolo violentamente.
—¿A quién?
—A Mirinri.
—No… ¿Qué es lo que temes? —dijo Pepi con aire embarazado.
—¡Que me lo mates!
—Me lo…
—¡Mates! —gritó Nitokri mientras dos lágrimas le bañaban el hermoso rostro.
—¿Lo amas, tal vez? —preguntó asustado Pepi.
—Sí, lo amo —respondió la muchacha.
Pepi se pasó por dos o tres veces la mano por la frente, luego dijo, como si hablara para sí, mientras un escalofrío sacudía su cuerpo:
—Él sí… tal vez… ¿pero el otro? Se derrumbaría todo y ¿yo qué sería?
—¡Padre! —Gritó Nitokri—. Yo lo amo.
Pepi se apoyó en una columna y se cubrió con ambas manos el rostro, repitiendo con voz sollozante:
—Es el fin… todo se hunde en torno a mí… Es el castigo… Luego, irguiéndose con un esfuerzo supremo dijo:
—Él… no… nunca… Her-Hor lo capturará… el pueblo lo ha olvidado… murió contra los caldeos… desaparecerá nuevamente…
—¿Qué estás diciendo, padre? —preguntó Nitokri, que lo miraba con angustia.
—Manda a uno de mis capitanes a la necrópolis donde he hecho encerrar vivo a Mirinri —dijo Pepi—. La piedra fatal no habrá sido colocada todavía… y si lo fuese haz derrumbar los muros… que viva y sé feliz ya que lo quieres y te salvó la vida… y reinad… pero después de mí…, el pueblo egipcio me quedará reconocido… es un Hijo del Sol.
—¿Has dicho en la necrópolis, padre?
—Sí, vete, ordénalo… te lo doy…
—¡Mirinri es mío! ¡Oh, la suprema felicidad!
—¡Calla! Tal vez sea la ruina de Egipto. ¡Vete!
Nitokri salió, casi corriendo. Apenas había desaparecido cuando Her-Hor entró de nuevo en la sala. Una luz maligna iluminaba sus ojos. Pepi llenó una copa y la vació sin mirarlo.
—Rey, has cedido, ¿no es cierto? —le preguntó el gran sacerdote.
—Lo ama —respondió secamente Pepi, dejando la copa vacía— y Nitokri es mi hija, carne de mi carne.
—Y él está detenido.
—¿Quién? —preguntó Pepi agitándose.
—Ounis.
—¡Él!
—¿Lo salvarás?
—Mañana sueltan a mi león favorito, en el gran embalse del Nilo… Veremos si el vencedor de los caldeos sabrá vencer también al terrible hijo de las arenas libias… al hijo lo salvo, pero a él no… ¡Además el pueblo lo ha olvidado!