LA BURLA DEL USURPADOR
El palacio real de los Faraones se alzaba fuera de la ciudad, en lo alto de una pequeña colina, la única que había en Menfis y que ocupaba un área inmensa, al estar toda ella rodeada de jardines magníficos que despertaban la admiración de los extranjeros. Era un gigantesco paralelogramo de techo plano, que tenía encima inmensas terrazas enlozadas de alabastro y cubiertas por enormes recipientes que contenían plantas olorosas, con cuatro puertas protegidas por bastiones sobre las que los arqueros montaban guardia por la noche. Visto de lejos tenía la apariencia de una enorme masa de piedra blanquísima, al estar construido con mármol blanco, aunque no tuviera más que una solidez ficticia, según se comprobó, puesto que no resistió la acción del tiempo, como las pirámides, y desapareció entre las arenas, derruido probablemente, sin dejar rastro alguno, pese a la afanosa búsqueda de los modernos egiptólogos. Se cuenta, no obstante, que disponía de salas inmensas, de maravillosa belleza, con las paredes y los techos incrustados de lapislázuli, los suelos de malaquita y las altas columnas cubiertas de láminas de oro e ilustradas con diseños de varios colores en su base y su capitel. Los cuatro esclavos nubios, al llegar al peristilo que custodiaban dos docenas de arqueros, depusieron en las brillantes losas el palanquín y descendió la hija de Pepi, ligera como un pájaro, penetrando en una amplia sala con el suelo de mosaico, las paredes de alabastro y el techo dorado, sostenido por cuatro columnas de jaspe. Una luz muy dulce, atenuada por cortinajes de colores que cubrían las ventanas, la iluminaba discretamente.
Nitokri la atravesó en toda su extensión y se detuvo delante de una puerta de bronce, ancha en su base y estrecha en lo alto, ante la que montaba guardia un guerrero, que sostenía en su mano un hacha muy pulida.
—¿Dónde está mi padre? —dijo la muchacha.
—En sus estancias.
—Que venga aquí enseguida.
—No le gusta que le molesten cuando trabaja, ya lo sabes, Hija del Sol.
—Es preciso que lo vea —dijo Nitokri, con voz imperiosa.
El guardia abrió la puerta de bronce y desapareció. Pocos instantes después, Pepi entraba en la amplia sala. No llevaba encima el riquísimo traje, del gran triángulo dorado, como cuando Mirinri y Ounis le vieron sobre el Nilo; lucía un sencillo kalasiris de tela verde anudado a los costados, con la punta central amarilla y adornada con flecos, una estrecha túnica azul sin bordados y en la cabeza dos pelucas y un pequeño ureo de oro que le caía sobre la frente.
Sin embargo los brazos y piernas desnudos estaban adornados con anchos brazaletes, finamente cincelados y llevaba al cuello una hilera de gruesas perlas rosáceas.
—¿Qué quieres Nitokri? —preguntó, mirando con profunda admiración a la jovencita.
—Lo he encontrado.
—¿A quién?
—Al que me salvó del cocodrilo.
—¡Al hijo de Teti! —exclamó el rey palideciendo.
—Sí, Mirinri. Es así como se llama, ¿no es cierto? ¿Es él el joven que han arrestado?
Pepi no respondió: parecía fulminado.
—Está aquí —prosiguió Nitokri.
Pareció que un áspid hubiera mordido al Faraón en medio del pecho, porque dio unos pasos atrás con un gesto de pánico.
—¡Aquí! ¡En Menfis! —exclamó—. ¿De qué han servido, mis espías, mis guardias, mis naves a los que hice vigilar por todo el Nilo para detenerle? ¿Sólo para cortar unos pocos centenares de manos que podían molestarme un poco? ¿Es que ningún arquero tenía una flecha para matarlo?
—¡Matarlo, has dicho! —Gritó Nitokri, mirándolo con terror—. Matarlo, ¿a él, que es hijo de tu hermano, de un gran rey, que es Hijo del Sol, que es, al igual que nosotros, de origen divino? ¡A él que ha salvado a tu hija, sin saber que yo fuese su prima! ¿Qué es lo que dices, padre?
—¿Y qué, quieres que yo deponga mi ureo que brilla en mi frente y lo ponga en la suya? ¿En qué te convertirías tú?
—Sería una Faraona y tal vez más todavía —replicó la muchacha.
—¿Qué es lo que intentas decir? —gritó Pepi.
—Que me ama.
—¡Que un hierro al rojo vivo me prive de mis ojos, que Apap el dios del mal me envuelva en sus espiras y me destroce la columna vertebral; que el fénix roa mi corazón! —Maldijo el rey, lanzando sobre Nitokri una terrible mirada—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que deje estallar una sangrienta guerra que nos deponga a ti y a mí juntos?
—Es el hijo de aquel que durante veinte años reinó sobre todo Egipto y que lo salvó de la invasión de los caldeos —respondió la joven.
—Teti está muerto y además olvidado —dijo Pepi con un gesto de desprecio.
—¡Muerto! ¿Has olvidado lo que ha hecho Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah?
—Ha soñado, o ha creído ver en aquel viejo a mi hermano.
—Pero te turbaste de la misma manera que te he visto ahora palidecer. ¿Y si Her-Hor no se hubiese engañado, como tú supones? Piénsalo, padre.
—No cederé el trono ni a él ni a su hijo; además, es imposible. El cadáver de mi hermano duerme ahora el sueño eterno en la pirámide que él mismo se hizo construir en los confines del gran desierto. Tuvo los honores que le correspondían, ¿de qué podría lamentarse? No volverá a la vida porque su alma anda errante ya desde hace años en la brillante barca de Ra. Los sacerdotes me lo han confirmado.
—¿Qué debo decir, pues, a Mirinri?
—¿A él? Basta con que dé yo una señal a los guardias que lo han arrestado y mañana irá a reposar como cualquier ciudadano de Menfis en la inmensa necrópolis.
—¡Su muerte! —gritó Nitokri, irguiéndose soberbiamente ante él—. ¿Mancharte con la sangre de ese joven, que es tu sobrino?
Un relámpago siniestro brilló en los ojos de Pepi.
—¿Qué querrías? —preguntó con acento irónico—. ¿Qué lo acogiese como el futuro rey de Egipto?
—Tiene derecho a ello.
—¿Lo amas?
—Sí, padre, lo amo.
—Sea; pero ¿qué quieres hacer con aquella muchacha que capturaron con él?
—¿Cómo has sabido que Mirinri no estaba solo?
—Me lo dijo Her-Hor.
—El gran sacerdote de Ptah.
—Sí, fue más listo que tú.
—¿Tú sabes, padre, quién puede ser esa muchacha?
El rey hizo un gesto de enojo, después tras cierta agitación dijo:
—Lo sé.
—¿Es tal vez una amante de Mirinri? —preguntó Nitokri como quitándole importancia, pero enrojeciendo.
—No.
—Dime quién es.
—La llaman Nefer.
—No tengo bastante con eso.
El rey sufrió una nueva excitación; después respondió, encogiéndose de hombros:
—Cuando era niña jugabais juntas en el mismo palacio.
—¡Entonces es Sahur!
—Sí, la princesa misteriosa. Pero no quiero que entre en mi palacio con Mirinri. Esa muchacha me inquieta demasiado. Daré órdenes para que la conduzcan a una de nuestras casas de la ciudad y que sea tratada con la consideración que se debe a una princesa. Ahora vete: tengo importantes asuntos de estado que despachar.
—Tengo tu promesa, padre.
—Mañana recibiré a tu salvador, el hijo de Teti, si realmente lo es.
—Me aseguraré —respondió Nitokri—. Da las órdenes en mi presencia, así estaré más segura.
El rey se dirigió hacia el guerrero que estaba firme, como una estatua de bronce, ante la puerta, diciéndole:
—Mañana a mediodía harás sonar las trompetas de guerra convocando a la fanfarria real y reunirás a todos los grandes del reino, para que participen en un banquete que voy a ofrecer a un nuevo Hijo del Sol.
—¿Te basta? —preguntó dirigiéndose a Nitokri.
—Sí, padre —respondió la hermosísima Faraona.
—Vete.
Mientras la muchacha salía, Pepi la siguió con la mirada y una malvada sonrisa acudió a sus labios.
—Te arrepentirás —murmuró.
Al día siguiente, una hora antes del mediodía, cuando ya Nefer había abandonado el subterráneo, Nitokri, precedida por dos trompeteros y escoltada por ocho guardias, entraba en la celda del joven Hijo del Sol.
Mirinri, que tras la partida de la pobre Nefer se dejara caer en la estera, presa de un profundo desconsuelo, al ver aparecer inesperadamente a la hermosísima Faraona, se puso en pie lanzando un penetrante grito, luego dobló una rodilla en tierra, diciendo con voz conmovida:
—Mirinri, hijo de Teti el Grande saluda a su prima. Si yo te debo el estar todavía vivo, tú me debes también tu preciosa vida.
Nitokri enarcó sus largas y delicadas cejas, luego alzando un brazo hizo un gesto para que salieran la escolta y los trompeteros.
Cuando oyó que el ruido de pasos había desaparecido, volviéndose a Mirinri, que tenía su rodilla todavía en tierra y que la miraba con ojos ardientes, le dijo:
—Tú aseguras que cierto día me salvaste la vida en el Alto Nilo.
—Sí, Nitokri —respondió el joven levantándose—. Estreché entre mis brazos tu divino cuerpo, aunque el mío también lo sea.
—¿Cuándo?
—¿Es que no me reconoces? ¿Dudas por lo tanto de mí?
—Mi padre quiere una prueba.
—Muy bien, te la daré enseguida. Cuando te salvé, perdiste entre las hierbas de la orilla un ureo que adornaba tu cabeza y que encontré después de varias semanas.
—Es cierto —respondió la Faraona, mientras un vivo rubor se apoderaba de sus mejillas y sus dulcísimos ojos relampagueaban—. Ahora estoy segura de que me salvaste tú. Además, aunque haya pasado mucho tiempo, siempre he conservado en mi memoria el rostro de aquel joven que luchó y mató al cocodrilo.
—¿Así es que pensaste en mí muchas veces? —gritó Mirinri.
—Más de lo que puede creerse —respondió Nitokri bajando la cabeza—. La sangre de los Hijos del Sol se presintió.
—¡Yo soy hijo de Teti! ¿Lo sabes?
Nitokri, en vez de responder, cogió de una mano a Mirinri, diciéndole, con cierta emoción:
—Ven: tu puesto está en el palacio real. Tú eres un Faraón.
Mientras salían del subterráneo, en la grandiosa planta baja del palacio real se habían reunido el rey y sus ministros, entre el penetrante sonido de las trompetas de bronce y el redoble sonoro de los tambores.
De pronto, al oír la fanfarria real, una treintena de altos dignatarios, en su mayoría ancianos, ministros generales y grandes sacerdotes, a juzgar por sus vestidos y por la riqueza de sus collares, brazaletes y diademas, entraron en la sala acompañados de escuderos y de chambelanes de la corte, inclinándose humildemente ante el monarca.
—El gran Osiris ha restituido a Egipto a uno de sus divinos hijos —dijo el rey—. Vayamos a recibirle y acojámosle con el acatamiento que por nacimiento se le debe.
—¿Quién es? —preguntaron al unísono los grandes dignatarios.
—Lo sabréis más tarde. ¡Ah! Mis insignias reales.
Un chambelán se alejó corriendo y regresó poco después con una especie de látigo con el mango de oro, no más larga que un pie, con tres cordoncillos de cáñamo entretejidos de oro con hilos y un bastón con el mango muy curvo.
—Así comprenderá que sólo yo soy el rey de Egipto —murmuró Pepi con una sonrisa sarcástica.
Hizo una seña a los altos dignatarios del reino para que lo siguieran y se encaminó con paso majestuoso hacia el peristilo, en medio del cual se hallaba en aquellos momentos Mirinri al lado de la bella Nitokri.
—¡El rey! —exclamaron los soldados de la escolta, inclinándose hasta el suelo.
Una mano se posó en las espaldas de Mirinri, mientras que una voz le decía con tono amenazador:
—¡Inclínate! ¡Con la frente en el suelo! ¡Es el rey!
—Un hijo del Sol no se echa en el suelo como un miserable mortal —respondió fieramente Mirinri—. ¡Cuidado con esa mano! No eres digno de tocar mis carnes divinas.
Después, tras haber apartado violentamente al arquero que intentaba inclinarlo, se encaminó hacia Pepi que se había detenido y mirándolo atentamente le dijo:
—¿Eres tú el rey?
—Sí —respondió Pepi.
—Y yo soy el hijo de un rey: ¡te saludo!
—Yo sé quién eres —dijo Pepi— pero tú, en presencia de estos hombres que me siguen, no lo dirás por ahora. Sin embargo, como puedes ver, te recibo con los honores que corresponden a tu categoría. Ven: sé mi huésped en el palacio que un día habitó uno de los más grandes monarcas del reino.
Mirinri, admirado de aquella acogida bien distinta de la que esperaba y que echaba por tierra todos los recelos recibidos de Ounis y del suspicaz Ata, quedó en silencio, creyendo que había entendido mal.
—Eres mi huésped en casa de tus antepasados —repitió Pepi, que tal vez había leído sus pensamientos.
—Y yo te estoy muy reconocido —respondió Mirinri, que devoraba con su mirada ardiente a la hermosa Nitokri que se había situado detrás de su padre.
—Entra, pues, joven Hijo del Sol —dijo Pepi.
Mirinri paso a través de la guardia, que no osaba levantar su frente del suelo, tomó entre sus manos los dedos que la joven Faraona le ofreciera animándolo con una adorable sonrisa y pisó las baldosas de la sala, a la vez que emitía un profundo suspiro de satisfacción. No pensaba con toda probabilidad en aquellos momentos en el fiel Ounis, ni en la desgraciada Nefer.
—Estás en tu casa —dijo Pepi, dirigiéndose hacia Mirinri que admiraba atónito la amplitud y la riqueza de aquella sala.
Luego, dirigiéndose a algunos escuderos, prosiguió:
—Ocupaos de este príncipe faraónico. Lo aguardo en la sala del trono.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Mirinri a Nitokri.
—Sí, mi príncipe —respondió la muchacha—. También estaré yo.
Mirinri fue conducido a una sala de baños, toda ella también de mármol blanco y en la que reinaba un delicioso frescor, confiándose a los cuidados de jóvenes esclavos asirios.
Una media hora después salía escoltado por escuderos y chambelanes, bañado, perfumado, embellecido y vestido como un príncipe. Le habían puesto sobre una peluca el capuchón real, de tela blanca, con un pespunte de tejido rojo por detrás, adornado con largas cintas que le descendían hasta el pecho y bordado por delante con el ureo de oro; sobre las espaldas lucía una especie de capa corta de lino blanquísimo, cogido por delante con un riquísimo broche de rubíes y esmeraldas de un valor inestimable; en la cintura una kalasiris tejida de lentejuelas de metal, con un gran triángulo formado por una placa de oro, suspendido en la cintura y esmaltado con tintas multicolores. En los pies calzaba unas sandalias de papiro atadas con delicadas correas doradas.
Una docena de guardias reales, armados con hachas, con largas plumas de avestruz fijadas en los dos lados de las pelucas, lo aguardaban en el salón para rendirle los honores debidos a un príncipe de origen divino y para proporcionarle escolta.
—El rey te espera, Hijo del Sol —dijo el jefe del pelotón—. Los convidados se hallan ya en sus puestos.
Salieron de la sala, atravesaron una grandiosa galería, cuyos amplios ventanales se hallaban protegidos por espléndidas cortinas de finísimo tejido de franjas multicolores, bordadas con elegancia y penetraron en un segundo salón, dos veces más amplio que el primero y cuyo techo estaba sustentado por una doble fila de columnas de mármol rojo de la cadena libia. Mirinri se detuvo en el umbral, admirado por la grandiosidad de aquella inmensa sala. Las paredes eran de mármol verde con magnificas vetas, el pavimento de mosaicos de oro y el techo maravillosamente decorado. Cuatro inmensos surtidores, sostenidos por otros tantos enanos de piedra roja, colocados en los cuatro ángulos de la sala, lanzaban hacia lo alto gruesos chorros de agua perfumada, mientras que unas macetas enormes, de cuello muy ancho, de lapislázuli, sostenían colosales macizos de flores de loto y rosas que esparcían a su alrededor deliciosos olores. Treinta mesitas, dispuestas en doble fila, ocupaban el centro de la sala, cubiertas de lino de variados colores y repletas con bandejas de oro y de plata, de copas de todas las formas y tamaños maravillosamente cinceladas y de pequeñas ánforas que sostenían hojas de palma. Delante de cada mesa había tumbado sobre una alfombra, apoyándose en un cojín de forma redonda, un alto dignatario en espera de la comida, mientras que detrás jóvenes y hermosísimas esclavas agitaban abanicos de plumas de avestruz para refrescarlos. En una mesa un poco mayor, baja en relación con las otras y colocada en un extremo de la doble fila, se encontraban Pepi y Nitokri, recostados sobre pieles de pantera. Ocho grandes abanicos de larguísimos mangos estaban colocados dentro de altas ánforas de oro y en torno a ellos ocho esclavas, de pie cerca de las dos primeras columnas, rociaban de cuando en cuando al monarca y a la joven con agua perfumada.
—Ven, príncipe —dijo Pepi, al ver que Mirinri no se aproximaba—. Tu puesto está junto a mí.
El joven Faraón, después de una breve excitación, atravesó las dos hileras de mesas, saludado por profunda inclinación por los grandes del reino, que se pusieron en pie inmediatamente, y se sentó delante del rey, también sobre una piel de pantera. Sus ardientes ojos, que parecía hubieran cobrado mayor negrura y profundidad de lo acostumbrado, aunque se fijaron en los de Pepi, se posaron también en los aterciopelados y dulcísimos de la muchacha.
—Esta es la vida que soñaba entre las arenas del desierto —dijo—. Es mi destino que se está cumpliendo.
Pepi tuvo un ligero sobresalto, después una sonrisa sarcástica le moldeó los labios.
—¿Has vivido muchos años en el desierto?
—Sí —respondió Mirinri.
—¿Y soñabas con la grandeza y el fasto de Menfis?
El joven Faraón estuvo un momento pensativo, luego dijo:
—No, yo pensaba continuamente, más que en la fastuosidad de la corte faraónica, en los ojos de la muchacha que había salvado de la muerte y que entre mis brazos había sentido tal vez su primer estremecimiento.
Nitokri lo miró sonriendo.
—Tampoco yo te había olvidado —dijo—. En mis noches de insomnio te veía con frecuencia y una voz secreta me decía que un día te encontraría y que mi cuerpo no había sido estrechado por un hombre del pueblo. Nuestra sangre había latido al unísono: era sangre de dioses.
La frente de Pepi se frunció.
—Me contarás más tarde por qué has vivido tantos años lejos de los esplendores de Menfis —dijo.
Luego, dijo, volviéndose a las esclavas, que parecían aguardar alguna orden:
—¡Escanciad!
Dos jóvenes llevaron ánforas de oro y llenaron las copas que estaban sobre la mesa.
—Por ti, mi valeroso, que me has arrancado de la muerte y que has conservado para mi padre a su hija —dijo la Faraona ofreciendo la copa a Mirinri.
—Por ti, en quien he soñado durante tantos meses —dijo Mirinri ofreciéndole la suya.
Pepi había dejado la suya delante, sin alzarla. Es más, su frente se había arrugado más; lanzó sobre los dos jóvenes una mirada intensa llena de ira. En aquel momento un grupo de muchachas, magníficamente vestidas, hizo irrupción en la sala. Eran danzarinas y tañedoras a las que precedía un joven con una soberbia rosa.
Se detuvo ante la mesa, mirando a la joven Faraona y a Mirinri, y luego pulsando dulcemente la cítara y las arpas dijo:
—Osiris, Hijo del Sol, hastiado de los encantos y de los besos de Hator, la Venus egipcia, un día abandonó el astro diurno y descendió en un vuelo inmenso a nuestra tierra, en busca de nuevas aventuras. Él encarnaba al amor. «Quiero una mujer» —dijo a la tirana de su corazón— «que se olvide del orgullo, de la divinidad, de todo, para amarme y que me ame a mí solo durante las doce horas del día y las doce horas de la noche».
—Emprendió el vuelo a través de los espacios celestes y cayó a orillas de nuestro Nilo. Aquí en las finas y aterciopeladas arenas de nuestro sagrado río, en medio de los papiros y de las flores del fragante perfume de los lotos, que penetran en los pulmones como una caricia, vio tendida sobre una piel de pantera a una criatura que dormía. Sus carnes parecían de bronce, porque era una hija del Alto Nilo, nacida allí donde Ra hace descender del cielo a través de nuestras fecundas tierras, el gran hilo de plata que da vida y grandeza a nuestro Egipto. Sus carnes eran de bronce y apretujaban la arena, moldeándola con su cuerpo, pero aquel bronce palpitaba de vida y respiraba sonriendo, como si siguiera las vicisitudes de un sueño delicioso.
«¡Oh, qué hermosa eres!», exclamó Osiris, fascinado por la belleza de aquella joven etíope.
«¡Oh, cuán hermoso eres!», respondió la muchacha, despertándose.
—Hathor, el astro maligno del cielo, que intentaba destruir a aquel que encarnaba al amor, vio desde lo alto las arenas aterciopeladas de nuestro Nilo, los papiros y las flores de loto entre las cuales reposaba dulcemente la hermosa joven y el agua de plata. Un grito de bestia herida resonó en el cielo.
«Dame, oh Ra», dijo, «uno de tus rayos que queman cuanto tocan».
—Aquel rayo atravesó el espacio e hirió a los dos jóvenes.
Sus carnes se quemaron de golpe, pero no pudo destruir los labios que se habían unido en un beso supremo. De aquel beso nació esta rosa y las puntas del rayo solar se convirtieron en espinas. Para ti, hija del gran Faraón… Es el beso de la muchacha broncínea y del Hijo del Sol.
Nitokri cogió la flor y en vez de ponérsela entre los cabellos se la entregó a Mirinri, diciéndole con una agradable sonrisa:
—De la misma manera que los labios de Osiris besaron a los de la doncella bronceada, que se unan un día los del salvador y los de la muchacha salvada. Para ti: guárdala en recuerdo mío.
Pepi lanzó sobre la muchacha una nueva mirada de enojo, pero no dijo ni una sola palabra.
—Dad paso a las rosas —dijo Nitokri.
Mientras las tañedoras sentadas en torno a las columnas entonaban una marcha deliciosa y las esclavas y esclavos servían a los convidados ánforas de vino blanco y negro, cerveza y dulces pasteles y guisados, desde lo alto de la sala, a través de orificios casi invisibles, descendían dulcemente, silenciosos y perfumados, miríadas de pétalos de rosas y de loto, que se depositaban en torno a los convidados.
Nitokri, a la que tal vez el vino delicioso de las colinas libias había animado, charlaba con Mirinri dando muestras de su espíritu y de su gracia; Pepi, por su parte, miraba profundamente por debajo de sus cejas al joven, y una sonrisa cínica, cruel, aparecía de cuando en cuando en sus labios. No debía ser sincera la hospitalidad que ofrecía al hijo del gran Teti.
Cuando el banquete, ciertamente opulento, porque a los egipcios del mismo modo que los romanos, les gustaba dar muestras de ostentación con muchos platos y exquisitas bebidas, terminó, el rey se levantó con gesto majestuoso e hizo una señal a los convidados, ya casi todos ebrios, para que se retiraran. Sostenidos por los esclavos y esclavas, los grandes dignatarios se pusieron en pie, encaminándose hacia las estancias vecinas a través de las numerosas puertas que daban salida hacia las vastas galerías y a los jardines.
—Tú también —dijo a Nitokri, que se había quedado acurrucada junto a Mirinri—. Lo que debo decir a este príncipe debemos saberlo sólo él y yo.
—¡Padre! —dijo Nitokri con angustia.
—Es un Hijo del Sol —cortó Pepi—. ¡Vete!
La muchacha tomó la rosa que estaba ante Mirinri y la besó.
—Te amo —dijo Osiris cuando bajó del cielo, a la muchacha bronceada y también aquel era Hijo del Sol.
—«Te amo», respondió el joven. «¡Cuán hermosa eres!». Era su frase —respondió Mirinri—. Y también ella era de origen divino como tú.
Pepi sonrió sarcásticamente; luego hizo un gesto imperioso a la muchacha.
—¡Vete! —dijo—. ¡Yo soy el rey!
Nitokri dejó la rosa y se fue lentamente, volviéndose hacia atrás para mirar al joven Faraón que le sonreía. Cuando la puerta de bronce se cerró tras ella, las facciones del rey cobraron un aspecto muy distinto.
—¿Eres tú —preguntó— quien te crees hijo del gran Teti y por eso mi sobrino?
—Sí. Yo soy el hijo de aquel que salvó a Egipto de la invasión de los caldeos.
—¿Tienes pruebas?
—Todos me lo han dicho.
—Te creo; ya has probado el fasto y la grandeza de los Faraones, ¿eso te basta?
—En el desierto donde viví no había visto nada semejante.
—Así es que ya has probado las alegrías del poder.
—Eso creo.
—¿Qué es lo que querrías ahora?
—El trono —respondió Mirinri audazmente—. Sabes que me pertenece.
—¿Por qué?
—Soy hijo de Teti y tú me has quitado el poder.
—Para reinar hay que tener súbditos leales y partidarios. ¿Tú los tienes?
—Tengo a los amigos de mi padre.
—¿Dónde están?
—Sólo lo sé y no puedo decírtelo por ahora.
—¿Quieres verlos? —preguntó Pepi irónicamente.
—¿A quiénes? —gritó Mirinri.
—A los partidarios de tu padre, esos que debían ayudarte a arrebatarme el trono.
—¿Qué es lo que dices?
En vez de responder, Pepi se levantó sosteniendo en la mano el látigo con las correas doradas, que era el símbolo del poder y lo hizo restallar. Un viejo entró al punto por una de las numerosas puertas de la enorme sala y se inclinó ante el rey.
—¿Tú eres el embalsamador oficial de la corte, no es cierto? —le preguntó Pepi.
—Sí, rey —respondió el anciano.
—Abre aquel balcón.
Luego volviéndose hacia Mirinri, que parecía presa de una profunda agitación le dijo:
—Mira a los amigos de tu padre; están todos allí, en el patio rojo.
Y como Mirinri parecía no comprenderle, añadió:
—Anda, acércate a aquel balcón: tal vez te saludarán como rey de Egipto… si es que les queda todavía voz bastante.
—¿Qué es lo que dices? —gritó entonces Mirinri, que parecía despertar de un largo sueño e intuir el peligro.
—Mira a tus partidarios —repitió Pepi con una triste sonrisa—. Están allí.
El joven se lanzó hacia la ancha ventana que el anciano había abierto y un grito de horror salió de su garganta. En un ancho patio había sentados quinientos o seiscientos hombres, privados todos de sus manos y con los muñones vendados, manchados de sangre todavía. Delante de todos, en medio de dos enormes montones de manos, Mirinri vio a Ata.
—¡Miserable! —exclamó el joven Faraón, retrocediendo.
—¿De qué podrán servirte ahora tus partidarios, si no pueden empuñar un arma? —dijo Pepi con voz burlona—. Bastarían solamente diez de mis arqueros para ponerles fuera de combate.
Es posible que Mirinri ni siquiera lo oyera. Miraba con los ojos dilatados por el terror a aquellos desgraciados, con los que tanto había contado para derrocar al usurpador y reconquistar el trono que por derecho le correspondía.
—Todo se hunde a mi alrededor —dijo por último con voz ahogada—. Mi gran sueño ha concluido.
Luego, dirigiéndose impetuosamente hacia el rey, preguntó:
—¿Y qué intentas hacer conmigo? Recuerda que soy un Hijo del Sol y que mi padre fue uno de los más grandes monarcas que gobernaron Egipto.
—Oigamos primero al embalsamador —contestó Pepi con una sonrisa—. Veremos cómo va a tratar a tu cuerpo.