EN LOS SUBTERRÁNEOS DEL PALACIO REAL
Cuando Mirinri pudo reabrir sus ojos, en lugar del soberbio palacio de los Faraones egipcios, se encontró sumido en profundas tinieblas.
La espléndida visión había desaparecido juntamente con la dorada litera de la muchacha a la que había salvado, con el sol resplandeciente de la inmensa avenida y las luces que lo habían deslumbrado.
Por un momento se creyó ciego. ¿Por qué sus enemigos no podían haber aprovechado su imprevisto desvanecimiento para vaciarle los ojos con una bola al rojo vivo? Ounis le había explicado, más de una vez, castigos semejantes. No habría sido pues nada extraordinario que lo hicieran.
Aquel terrible pensamiento que le sobresaltó, pasó pronto, porque no sentía ningún dolor y sus párpados se levantaban y bajaban sin dificultad alguna.
«Quizá sea noche profunda» se dijo finalmente. «¿Pero dónde estoy? ¿En un sepulcro o en un subterráneo del palacio real? ¿Y Nefer? ¿Y Ounis? ¿Qué les habrá pasado? ¡Ah! ¡La siniestra profecía de la muchacha me lo había predicho! ¡Y era verdad!».
Se puso de rodillas, extendiendo sus manos. No tocó nada, sólo densas tinieblas le rodeaban.
«¿Dónde estoy?» se preguntó por segunda vez. «Tal vez me hayan sepultado vivo en cualquier mastaba o en la pirámide de Rodope. ¡Que mi juventud y mis sueños de gloria y de poder deban terminar así tan miserablemente! ¡Ah, no! ¡Es imposible! ¡Yo no quiero morir, yo soy el hijo del gran Teti!».
Su voz, poderosa como una tromba de guerra, retumbó poderosa en la oscuridad.
—¡A mí! ¡A mí! ¡Salvad al hijo de Teti! ¡Libertadme, miserables! ¡Yo soy el rey de Egipto!
Un sordo gemido fue la respuesta a aquella invocación desesperada:
—¡Mi señor!…
Mirinri permaneció silencioso unos instantes, creyendo engañarse, después prorrumpió en un alarido:
—¡Nefer!
—¡Sí, mi señor!
—¿Dónde estás, pobre muchacha?
—Ando entre tinieblas, buscándote.
—Deja que mis manos te toquen.
—Sí, mi señor… no veo, pero te oigo… estoy aquí… estoy cerca.
Mirinri alargando los brazos consiguió alcanzar a la muchacha.
—Cerca de ti —dijo con voz alterada—, la muerte me parece más dulce… y yo te he arrastrado a la ruina, yo que me he servido de ti, buena y dulce Nefer.
—Bastan estas palabras, que nunca había oído en tus labios divinos para compensarme —dijo la muchacha poniendo sus manos sobre el rostro de Mirinri—. ¿Qué me importa la muerte? Estamos habituados desde la infancia a dar el último paso en la vida y miramos sin temblar la resplandeciente barca de Ra.
—¡Morir! —Gritó Mirinri, presa de un terrible acceso de ira—. ¡Nosotros, tan jóvenes, decir adiós al Nilo y a las tierras que baña; a la luz y al mundo; sepultar aquí, dentro de estas tinieblas, la venganza y perder el reino que por derecho de nacimiento me corresponde! No, no quiero morir, antes de sentarme, aunque sólo sea por un instante, en el trono de los poderosos Faraones.
—Y ver a aquella que te ha perdido, ¿no es cierto, señor?
—¡Calla, Nefer! ¿Sabes tú dónde estamos?
—En los subterráneos del palacio real, supongo.
—¿Es de día o de noche? No veo ni un ápice de luz por ningún sitio.
—El sol ya se ha puesto hace horas —respondió Nefer—. Cuando yo he recuperado mis sentidos había todavía un poco de luz, pero no duró lo suficiente para darme cuenta de que estabas aquí.
—¿Te habías desmayado o te dieron a beber algo misterioso?
—Nadie me dio nada.
—¿Y cómo es que yo, apenas me pusieron aquella mordaza ya ni vi, ni oí nada?
—Seguramente aquella mordaza debía estar impregnada con algún narcótico.
—Nefer —prosiguió Mirinri, después de estar unos momentos silenciosos—. ¿Es grande este subterráneo?
—Me parece inmenso.
—¿Has visto bajar a alguien después de que te trajeron aquí?
—Me encontré solo cuando abrí los ojos.
—¿Nos han condenado a morir aquí de hambre y sed?
Nefer siguió muda, acurrucándose sobre sí misma. Por el tintineo de sus brazaletes, el joven Faraón comprendió que temblaba fuertemente.
—Contéstame, Nefer —dijo Mirinri con angustia.
—No te lo puedo decir, mi señor, pero tengo miedo de aquel hombre que es casi tan poderoso como el rey.
—¿De quién?
—No ha muerto: aquel viejo maldito debe tener el alma bien fija en su esquelético cuerpo; sin embargo di el golpe de daga con mano bien segura.
—El sacerdote del templo de las sombras, ¿aquel que dijiste que había muerto?
—Sí. Está vivo. En el momento en que te detenían oí su voz.
—Debes estar equivocada: cuando se es viejo es difícil sanar de una puñalada. En el alboroto habrás confundido aquella voz con otra.
—Quisiera que así fuese, mi señor. También a mí me parece imposible que esté vivo.
—Es Pepi quien yo temo —dijo el joven Faraón—. No dudará en eliminarme antes que perder el trono.
—¿Y Ounis? ¿Y Ata? ¿Los has olvidado? La voz de tu detención correrá por la ciudad llegará a sus oídos.
—La angustia que me atormenta en este triste momento me ha hecho olvidarme de aquellos amigos leales hasta la muerte. ¿Qué harán ahora que han reunido a los viejos partidarios de mi padre? ¿Intentarán un ataque desesperado contra el palacio real o sublevarán al pueblo en mi nombre? ¡Ah, cuántas inquietudes siento en estas horas! ¡Caer, cuando ya casi no me era necesario más que alargar una mano para arrebatar a aquel miserable el símbolo del poder supremo! ¿Es que han mentido los pronósticos?
—No desesperes, mi señor, y aguarda a que llegue el alba. No sabes todavía lo que va a decidir Pepi. Junto a él tienes posiblemente una poderosa protectora.
Mirinri no respondió y se acurrucó en una gruesa estera, que había encontrado junto a él. Nefer lo imitó. Las horas transcurrían lentas y angustiosas para los dos desgraciados jóvenes. Ningún ruido llegaba hasta ellos, a excepción del monótono vibrar de algunas gotas de agua que caían sobre el marmóreo pavimento del inmenso subterráneo. Parecía que los centenares y centenares de personas que habitaban en el maravilloso palacio se hubiesen alejado, ya que no se oía ni siquiera los gritos que se intercambia la guardia entre sí o las patrullas nocturnas, y que otras veces había oído Nefer.
La noche finalmente pasó y una pálida luz, anunciando la pronta aparición del astro diurno, se difundió poco a poco por el subterráneo. Mirinri se levantó de golpe, mirando en torno suyo con extrema ansiedad. Se encontraba en un subterráneo enorme, con paredes, techo arqueado y suelo de mármol blanco y pulido. Por dos pequeñas ventanas, protegidas por enormes barrotes de bronce, abiertas cerca de los arcos, entraba una luz muy escasa, tan débil que no lograba iluminar todos los ángulos de aquella inmensa prisión.
—¿Esto es un subterráneo del palacio real? —preguntó Mirinri a Nefer, que se había levantado.
—Estoy segura —respondió la joven—. Recuerdo haber visitado de niña, jugando con los hijos de muchos príncipes, varias salas subterráneas del palacio, que recordaban ésta.
—Temía que nos hubiesen encerrado en alguna mastaba de la necrópolis o en el interior de alguna pirámide.
—¡Calla!
—¿Qué has oído?
—La voz del relevo de guardia.
—Nefer, busquemos una salida —dijo de pronto Mirinri—. Aquí hay una puerta de bronce.
—Que resistirá a todas tus fuerzas.
—Quizá de aquí salgan guardias que responden a mis llamadas. ¡Probemos!
Se aproximó a la puerta, que parecía de un grosor extraordinario y la golpeó con el puño varias veces. A la quinta vez oyó ruido de cerraduras, como si las cadenas y los pasadores fueran quitados y un viejo soldado que carecía de mano izquierda, pero que en la derecha empuñaba una especie de hoz con la hoja muy larga, una de aquellas terribles armas que de un solo tajo separan la cabeza del cuerpo, apareció diciendo:
—¿Qué es lo que quieres, joven?
—Ante todo saber dónde me encuentro.
—En los subterráneos del palacio re al —respondió el viejo soldado, con una cierta deferencia que no escapó a Mirinri.
—¿Qué cosa quieren hacer conmigo y con esta joven Faraona?
El soldado hizo un movimiento de estupor y miró detenidamente a Nefer, que se acercó silenciosamente a Mirinri.
—¿Esta, una Faraona, has dicho?
—¿Lo dudas? Mira pues.
Levantó el collar de colorines que la joven llevaba sobre la ligerísima camisa abierta por delante y puso su espalda al descubierto.
—¡El ureo! —exclamó el soldado al ver el tatuaje.
—¿Estas convencido ahora de que es una Faraona?
—Sí, porque nadie se atrevería a llevarlo si no fuese de estirpe real —respondió el soldado.
—Tú eres viejo —siguió hablando Mirinri—, y por ello debes haber tomado parte en muchas batallas, tal vez incluso en aquella que derrotó y expulsó para siempre a las hordas de los caldeos.
—En aquella batalla perdí mi mano izquierda, tronchada por un golpe de hacha —respondió el soldado—. Era Teti el Grande quien nos guiaba a la victoria.
—Así, pues, ¿tú lo conociste?
—Sí.
—Mírame a la cara; ¡yo soy el hijo de Teti!
El viejo guerrero sofocó a duras penas un grito:
—¡Tú! ¡El hijo del gran rey! ¡Sí, te pareces en todo! Sus mismos ojos llenos de fuego, los mismos rasgos, los mismos cabellos… el hoyo en el mentón…
—Dejó un hijo que después desapareció —dijo Mirinri.
—Lo sé, se dijo que había muerto.
—Mintieron: amigos leales de mi padre me raptaron, por temor a que Pepi me hiciera desaparecer.
—Ya he oído esa historia, señor, susurrada no sólo entre el pueblo sino también entre el ejército.
Entonces, postrándose de rodillas ante el joven, le dijo con voz profundamente conmovida:
—¿Señor, qué puedo hacer por el hijo del gran rey a quien todo Egipto debe su salvación y su prosperidad? Si mi vida puede servirte de algo, quédate con ella.
—Tú puedes serme más útil vivo que muerto —respondió Mirinri.
—¿Qué debo hacer?
—¿Sabes decirme ante todo con qué fin Pepi nos ha hecho encerrar aquí dentro?
—Lo ignoro, mi señor. Os trajeron aquí ayer tarde, un poco antes del crepúsculo, encargándome que os vigilara atentamente y os diera muerte en el caso de que intentarais huir.
—¿Estás solo?
—Hay una patrulla de guardia en lo alto de la escalera, detrás de la segunda puerta de bronce.
—¿Insobornables?
—Señor, son soldados jóvenes que no han conocido nunca al gran vencedor de los caldeos.
—Señor, has olvidado que en el palacio tal vez tienes una protectora —dijo Nefer, dirigiéndose a Mirinri—. ¿Y si este soldado pudiese advertirla secretamente?
—¿Quién es? —preguntó el soldado.
—La hija del rey —respondió Nefer—. Probablemente ella ignora a dónde nos han traído los guardias que nos detuvieron.
—Yo puedo hacer que se lo digan, porque tengo una sobrina en el palacio —repuso el guerrero.
—¿Puedes salir del subterráneo? —preguntó Mirinri.
—Yo soy quien manda la patrulla de guardia que vigila detrás de la segunda puerta de bronce. Puedo entrar por lo tanto en el palacio real. Dejaos encerrar, no llaméis, permaneced tranquilos y juro por Ra hacer llegar vuestras noticias a la hija de Pepi.
—¿Podemos confiar en ti? —preguntó el joven Hijo del Sol.
El viejo le entregó el arma que tenía en su mano, diciéndole:
—¿Quieres matarme e intentar la fuga? Aquí me tienes a tus pies, hijo del vencedor de los caldeos.
—Te creo: la prueba que me has dado me basta.
—Retiraos ahora, dejad que cierre la puerta y aguardad noticias mías.
Mirinri y Nefer se retiraron y el viejo veterano de Teti puso de nuevo en su sitio cadenas y cerrojos.
Los dos jóvenes quedaron uno frente al otro, mirándose con inquietud.
—Nefer —dijo Mirinri—, tú que todo lo adivinas, ¿qué predices al hijo de Teti?
La joven Faraona cubrióse los ojos con las manos, permaneciendo recogida durante algunos minutos.
—Siempre la misma visión —respondió después.
—¿Cuál?
—Un hombre joven que aterroriza a un rey poderoso, que le arranca de las manos el símbolo del poder supremo, un griterío inmenso que lo saluda como rey… y luego…
—Sigue.
—Una muchacha que cae, en medio de una sala inmensa, frente al trono de los Faraones, moribunda.
—¿Quién es esa muchacha?
—No le puedo ver el rostro. Hay como una niebla delante de ella, que nunca consigo atravesar.
—¿La hija de Pepi? —preguntó Mirinri con angustia.
—No lo sé.
—¡Mírala bien!
—¡Es imposible! No puedo verla.
—¡Siempre la misma respuesta! —Gritó Mirinri con rabia—. ¿No puedes conocerla?
—No, la niebla se interpone obstinadamente entre mí y aquella muchacha.
—¿Es joven?
—Así creo.
—¿Morena?
—Me parece que sí.
—¿De sangre divina?
—Sí, porque en su espalda veo tatuado el ureo.
—¿La hija de Pepi, pues?
Nefer en vez de contestar, se descubrió los ojos y Mirinri vio que dos gruesas lágrimas descendían por las hermosísimas mejillas de la joven.
—¡Lloras! —exclamó—. ¿Por qué?
—No te preocupes, señor —respondió Nefer—. Cuando intento descifrar el futuro con tanta intensidad con frecuencia descubro mis ojos bañados en lágrimas.
—¿Debo creerte? —preguntó Mirinri, impresionado por la profunda tristeza que la muchacha mostraba en su rostro.
—¿Y por qué no? Tú sabes que soy una adivina y de ello te he dado numerosas pruebas hasta ahora.
—Es cierto, Nefer —respondió lacónicamente Mirinri.
Volvieron lentamente hacia la estera y se acurrucaron uno junto al otro. Mirinri aparecía vivamente preocupado y Nefer, pensativa. En el interior de la inmensa sala la luz seguía difundiéndose, al elevarse el sol cada vez más, pero seguía siendo una luz difuminada, casi cadavérica, que se reflejaba tristemente sobre las baldosas de piedra que cubrían el pavimento, el techo y las paredes. El ruidoso movimiento de la cerradura y las cadenas les animó. ¿Sería el viejo guerrero de Teti el Grande, que regresaba, o algún otro?
—Si tuviese por lo menos un arma —murmuró Mirinri.
La puerta de bronce se abrió y apareció el veterano de Teti, acompañado por cuatro guardias que llevaban canastos de hoja de palma probablemente con víveres.
—Comed —dijo el viejo cambiando con Mirinri una mirada muy significativa y señalando la última cesta de la derecha.
Después, sin añadir nada más, salió acompañado de sus hombres, cerrando tras de sí la pesada puerta de bronce.
—¿Has visto, Nefer, ese gesto? —le preguntó Mirinri, cuando estuvieron solos.
—Sí, mi señor.
—Además de las provisiones, debe haber algo más importante allí dentro —dijo el joven.
Levantó el trozo de lino que cubría la cesta señalada por el veterano de Teti y extrajo galletas de maíz, pescado asado y unos panecillos, sin encontrar lo que esperaba.
—Nada —dijo mirando a Nefer—. ¿Se burlaba el viejo de nosotros?
—Levanta el pedazo de lino que cubre el fondo de la cesta —dijo la joven.
Mirinri obedeció y recogió inmediatamente un pedacito de papiro, en el que una minúscula pluma había trazado unos caracteres con tinta azul.
—¿Se encuentra en el fondo de este canasto por azar o lo han puesto para nosotros? Se acercó a una de las ventanas, ya que la luz era muy escasa, especialmente en el centro de la inmensa sala y consiguió, no sin cierto esfuerzo, a causa de la pequeñez extrema de los signos, descifrar lo que había escrito.
«Nitokri vela por vosotros. No temáis nada».
Mirinri dejó escapar un grito de alegría.
—¡No me abandona!
Nefer inclinó la cabeza sobre su pecho sin pronunciar palabra alguna. Incluso su rostro, en vez de manifestar alguna alegría, se volvió más triste que de costumbre.
Tal vez hubiera estado más contenta de perecer juntamente al joven Hijo del Sol, que deber la vida y la libertad a la poderosa rival.
—Nefer —dijo Mirinri, sorprendido por no verla feliz—. ¿Has comprendido lo que nos han escrito?
—Sí, mi señor.
—Sí Nitokri nos protege, conseguirá salvarnos de las manos de su padre.
—Yo también lo creo así.
—Comamos. Nefer. Ahora que nuestra angustia ha terminado, podemos pensar en nuestros cuerpos.
El joven Hijo del Sol, que parecía no acordarse de la profunda tristeza de la pobre Nefer, vació los cestos, que estaban bien provistos de exquisitos manjares y se puso a dar trabajo a sus dientes con el apetito de sus dieciocho años. De pronto se interrumpió. Fuera se oyeron unos gritos, que cada vez se hacían más penetrantes, acompañados de un ruido estruendoso, como si carros de batalla abandonasen el palacio real.
—¿A lo mejor los conjurados asaltan el palacio? —pensó Mirinri.
—No cabe duda de que algo extraordinario ocurre —dijo Nefer, que escuchaba atentamente.
—¿O que llega Ounis con Ata? ¡Ah! ¡Si fuese cierto!
—Calla, mi señor.
Los gritos se alejaban, haciéndose cada vez más débiles, mientras que el ruido de los carros aumentaba. Parecía que fueran centenares y centenares los que salían de la planta baja del inmenso palacio. Mirinri, presa de una creciente ansiedad, escuchaba atentamente. El ruido que se alejaba no le parecía de buen augurio. Los conjurados, si es que lo eran, debían estar huyendo ante la carga de los carros. Miró a Nefer, pálido, agitado.
—¿Qué dices tú de esto, muchacha? —le preguntó con ansiedad.
—No sé qué decirte.
—¿Habrá tenido lugar un combate?
—Es posible…, alguien viene.
El ruido de los cerrojos y las cadenas se volvió a oír; luego la puerta se abrió violentamente, y de nuevo apareció el veterano de Teti, solo y sin armas. Mirinri corrió a su encuentro.
—¿Es cierto que Nitokri nos protege? —gritó.
—Sí, mi señor. Y dentro de poco estará aquí.
—¿Para salvarnos?
—Así lo espero.
—¿Y su padre?
—Puede esperarse una gran desavenencia entre ella y su padre; al menos, así me lo dijeron.
—¿Y ese ruido de carros y los gritos? ¿Qué significaban?
—Un capricho del rey. Ha hecho representar una verdadera batalla entre la guardia para divertirse y comprobar la calidad de los caballos. Basta, mi señor. Tengo una orden que cumplir.
—¿Cuál?
—Hacer salir a esta muchacha y conducirla a una casa perteneciente al rey, donde encontrará siervos y esclavas.
—¿Por qué? —preguntó Nefer que tenía los ojos llorosos.
—No lo sé, mi señora —respondió el veterano. Esta orden me fue comunicada por un oficial de palacio y debo obedecerla, bajo pena de muerte.
Mirinri se tornó pensativo y miraba a Nefer con profunda piedad. Había comprendido cuán doloroso resultaba a la muchacha dejarlo en manos de Nitokri.
—Nefer —dijo de pronto con voz suave—. Tú, estando libre, me puedes ser de mayor utilidad que permaneciendo aquí.
—¿De qué manera, señor? —dijo la joven sollozando.
—Ocupándote de advertir a Ounis.
—¿Dónde lo encontraré?
—En la pirámide de la bella Rodope.
—La cita era ayer noche.
—Es posible que se encuentre allí todavía, con Ata. Este hombre te acompañará.
—Sí, mi señor —respondió el veterano—. La tomo bajo mi protección.
—Vete, Nefer —dijo Mirinri—. Espero que nos veamos muy pronto.
—Adiós; no te olvide s demasiado pronto de mí.