CAPÍTULO VIII

EL DIOS APIS

Al día siguiente de la visita de Ata, Ounis, Mirinri y la muchacha, cogiendo cada uno un instrumento musical para fingirse músicos ambulantes, dejaban la casita hacia el mediodía, para dirigirse a la cita. Puesto que tenían que atravesar la gran ciudad, que se extendía muchas leguas a lo largo de las orillas del Nilo, Se pusieron en camino con tiempo suficiente, contando con llegar a las proximidades de la pirámide no mucho antes del anochecer. Salidos del barrio de los extranjeros, se habían metido en calles tortuosas que conducían al centro de la ciudad, flanqueadas al principio por miserables casuchas, formadas por cuatro paredes de tierra batida, con una o dos habitaciones destinadas a guardar las provisiones y un pequeño patio que albergaba el lecho y la cocina, ya que los pobres solían dormir a cielo abierto; más tarde aparecieron palacios de aspecto severo y líneas muy sencillas. Los antiguos arquitectos egipcios no empleaban demasiada fantasía en las construcciones de los palacios, ni se preocupaban por darles una robusta solidez, como lo demuestra el hecho de que ni una sala de aquellas estancias, destinadas a los ricos y a los grandes del reino ha podido subsistir hasta nuestros días. Lo que los egipcios querían eternizar eran los templos y los sepulcros; los primeros porque constituían casi fórmulas mágicas o acciones de perpetua adoración, gracias a las cuales propiciaban al dios; las segundas porque protegían a las momias y a las imágenes de los muertos, que eran el refugio de las almas sobre la tierra y porque su mudo huésped no podía perecer mientras subsistieran sus restos inviolados en las profundidades del sepulcro. Si bien no daban validez a sus palacios, sí les conferían una elegancia, con hermosísimos peristilos formados por delicadas columnas de madera que se elevaban hasta la techumbre; decoraban los techos con dibujos complicados, incrustaban en las paredes de los salones malaquita y lapislázuli y adornaban a esos mismos palacios con terrazas y patios de pomposos mosaicos, sombreados por inmensos tenderetes y refrigerados con surtidores arrulladores. Mirinri, que nunca había visto nada igual en el desierto donde se había criado, miraba con creciente admiración el esplendor y la grandiosidad de los templos, la altura de los obeliscos brillantes por sus dorados, las inacabables hileras de los palacios, y la amplitud de las plazas donde se erguían colosales esfinges cuyas cabezas recordaban a los gloriosos reyes de las primeras dinastías.

—¿Qué es lo que piensas de tu capital? —le preguntó Ounis, que no parecía admirarse por nada, como si Menfis le fuese familiar.

—Mi capital —respondió Mirinri—. No lo es todavía.

—Mañana tú serás rey y el usurpador ya no se sentará en el trono que te ha robado. Cuando los partidarios de tu padre irrumpan como una avalancha irresistible, a través de la ciudad proclamando rey al hijo de Teti el Grande, el pueblo hará enseguida causa común con ellos. Este pueblo no puede haber olvidado a aquel que salvó a Egipto de las invasiones caldeas.

—Yo estoy dispuesto a guiar a los viejos amigos de mi padre —dijo Mirinri—. Ni siquiera me detendrá la muerte. ¿Está lejos la pirámide todavía?

—He bailado la danza fúnebre en torno a ella muchas veces. La bella Rodope amaba la música y la danza, y anualmente las muchachas más hermosas de Menfis van a alegrar a su momia.

—¡Rodope! ¿Quién era Rodope? —Preguntó Mirinri—. ¿Una reina tal vez?

—Una pobre a la que Mekenri alzó a los honores del trono y que el pueblo adoró como una divinidad, por sus mejillas color de rosa, que estaba destinada a subir muy alto.

—¿Por qué? —preguntó Mirinri.

—Se cuenta que cierto día en que la muchacha estaba bañándose en el río, un águila se lanzó sobre una de sus sandalias que había puesto sobre la orilla del Nilo y la llevó hacia Menfis, dejándola caer a los pies del rey, que estaba sentado al aire libre. Sorprendido y maravillado por lo increíble del hecho y por la pequeñez de aquella sandalia, dio orden de que buscasen a su propietaria por todo el reino, imaginando que solo podía pertenecer a alguna bellísima muchacha. La encontraron: era Nitagrit. El rey se prendó enseguida de ella y la desposó, poniéndole el nombre más armonioso de Rodope y…

El lejano redoble de tambores interrumpió bruscamente a Nefer, seguido por una vivísima animación por parte de la gente que abarrotaba la calle. Hombres y mujeres habían apretado el paso, poniéndose incluso algunos a correr velozmente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mirinri a Nefer y a Ounis.

—Alguna ceremonia religiosa —respondió la primera.

—Es posible —dijo el anciano—. Me parece que no nos encontramos lejos del templo de la esfinge.

—No te engañas —corroboró Nefer—. Esta es la amplia plaza sobre la que se levanta el antiguo templo del que se envanece el reino.

—Vayamos a ver —dijo Mirinri—. Conviene que conozca las ceremonias religiosas de mi pueblo.

Apretaron el paso mientras el ruido de los tambores se hacía cada vez más sonoro, acompañado por el penetrante sonido de las trompetas, de los cuernos y de las flautas. La multitud apresuraba su carrera, aunque en su mayoría fueran mujeres, puesto que los hombres ordinariamente se quedaban en casa haciendo las tareas domésticas. Muy pronto Mirinri, Ounis y Nefer se encontraron sobre una inmensa plaza, ya repleta de gente, en cuyo centro se levantaba un inmenso templo. Era el famoso de la esfinge, uno de los más célebres de Menfis y también el único que ha escapado en parte a la formidable invasión de las arenas del desierto libio, que hizo desaparecer casi todo rastro de la inmensa metrópoli egipcia. Aquel era el monumento más antiguo del mundo, y por la sencillez de su arquitectura constituía el vínculo de unión entre las construcciones megalíticas y la arquitectura propiamente dicha.

Por una inscripción que data del reinado de Cheops, encontrada en su fachada hace algunos años por el egiptólogo Mariette, que lo desenterró de las arenas que lo cubrían, parece que había estado en tiempo más antiguo sepultado por oleadas de arena que el viento arrastraba a través del Nilo. Se atribuía, al igual que la gigantesca esfinge hallada en su interior, a los Schesou-Hor, o sea a los ascendientes de los Faraones, pueblo misteriosamente desaparecido y que sin embargo fundó la primera civilización en el valle del río gigante. Ese templo ocupaba un área enorme y podía encerrar entre sus muros, formados por gruesos bloques de piedra calcárea, a millares y millares de personas, quienes podían pasear libremente entre las innúmeras columnas cuadradas, formadas por masas enormes de granito y de alabastro superpuesto, sosteniendo la plataforma horizontal y la techumbre de las salas. En el momento en que Mirinri y sus compañeros llegaban a la plaza, un gran número de músicos, de ambos sexos, salía de la inmensa puerta, haciendo retumbar las trompetas de bronce, las flautas dobles y sencillas, las arpas, las liras, y agitando furiosamente los sistros sagrados, los sekhem y los sesbesk de bronce y porcelana. Nefer se había puesto muy pálida.

—¡Acompañan al dios Apis para que abreve en el Nilo! —exclamó refugiándose en Mirinri.

—En un toro, ¿no es cierto? —preguntó el joven.

—Sí.

—Veámoslo.

—Tengo miedo.

—¿De qué, Nefer?

—Mi profecía.

Mirinri se encogió de hombros.

—Sueñas con demasiada frecuencia —respondió con una sonrisa.

—¿Y si fuese…?

—¿Qué?

Nefer no siguió; miraba a Mirinri con suprema ansiedad, pero ya el joven Hijo del Sol había puesto su atención en el cortejo que salía del templo. Tras los músicos, que avanzaban entre un ruido ensordecedor, habían penetrado en la plaza, formando largas hileras, nubes de danzarinas vestidas lujosamente, con brazos y piernas adornados con riquísimas joyas. Eran las sacerdotisas del templo encargadas de hacer más atrayentes las ceremonias religiosas, ya que los egipcios gustaban de despilfarrar en sus templos un lujo enorme. Bastantes centenares de tañedoras y danzarinas habían desfilado entre la muchedumbre que abarrotaba la inmensa plaza, cuando salió de la puerta del templo, escoltado por dos escuadrones de guardias reales y por numerosos sacerdotes un hermosísimo toro completamente negro que llevaba sobre su cuerpo extravagantes jeroglíficos con los cuernos dorados. Era el famoso dios Apis, a quien estaba dedicado el templo de la Esfinge y al que todo Egipto adoraba como una emanación de Osiris y de Ptah. Por lo general era un animal joven escogido con gran cuidado por los sacerdotes, porque debía tener en su dorso determinados signos especiales, para dar a conocer a su origen divino: o sea el pelo negro, con una señal blanca en su frente en forma de triángulo, una mancha oscura a lo largo de su columna vertebral que debía representar a un águila, otra bajo la lengua que debía figurar un escarabajo y los pelos de la cola dobles. Estos signos particulares del cuerpo del toro eran cuidadosamente destacados por los sacerdotes, quienes se contentaban sin embargo con una leve predisposición de los mechones de pelo para indicar las figuras necesarias, pe ro tan a la ligera como las estrellas del cielo dibujan una osa, la lira, el centauro y cosas parecidas. La veneración que sentían los egipcios por aquel afortunado animal era igual a la que tienen en la actualidad los siameses por su elefante blanco y cuando el toro moría, se consideraba luto para todo Egipto. Pero no se le dejaba pasar de los veinticinco años y, aunque su muerte pudiese parecer dolorosa, los sacerdotes no dudaban en ahogarlo en una fuente que estaba consagrada a Osiris. Entonces se le equiparaba al dios del tétrico valle y su momia adoptaba el nombre de Osiris-Apis; luego su cuerpo, cuidadosamente embalsamado y aromatizado, era sepultado con grandes honores en un sepulcro al lado de sus predecesores.

La multitud de pronto se echó a tierra, golpeando su frente sobre las piedras de la plaza, mientras que el toro que parecía aturdido por el ruido ensordecedor que producían todos aquellos instrumentos musicales, mugía sordamente intentando emprender la huida. Lo seguían veinte carros de batalla, montados cada uno por dos personas; un auriga y un gran dignatario, que permanecía erguido, apoyándose en una larga lanza. Aquellos carros constituían la caballería egipcia, porque, según ya se ha dicho, los guerreros faraónicos no habían aprendido el arte de la equitación. Se componían de un gran canasto, que llevaba a ambos lados un astillero para armas y carcaj con centenares de flechas dispuesto todo ello sobre un eje para dos ruedas, adornado al igual que el carro con láminas de metal pintado con brillantes colores. Cada uno era arrastrado por dos vigorosos caballos, enjaezados con almohadillas de variados colores y llevando en la cabeza grandes cimeras de plumas. El efecto que producían esos carros, lanzados a la carrera desenfrenada a través de los campos de batalla, era muy pintoresco. También los reyes combatían desde lo alto de aquellos carros, guiando siempre la carga en el momento supremo de la lucha.

Apenas habían desfilado ante la muchedumbre, cuando ésta, que tras el paso del toro se había puesto en pie, volvió a arrojarse precipitadamente al suelo. En el umbral del templo apareció un espléndido palanquín, todo él brillante de oro, sostenido por cuatro esclavos etíopes de elevada estatura, semidesnudos y con brazos y piernas adornados con brazaletes de precioso metal. Muellemente recostada sobre un largo cojín de lino azul, festoneado de esmeraldas y rubíes y semicubierta por un inmenso abanico de plumas de avestruz de mango muy largo que una joven etíope movía, se hallaba una hermosísima muchacha, que lucía largos collares de piedras preciosas en su cuello y anchos brazaletes de oro en sus muñecas; sobre la cabeza llevaba una extraña diadema formada por laminillas de oro y delante un gavilán, el símbolo de derecho sobre la vida y la muerte.

Tenía la piel blanquísima, los ojos hermosísimos, con la pupila de terciopelo, con una expresión imperiosa y dulce al mismo tiempo: los labios rojos como el coral y los cabellos de azabache, recogidos en un sinnúmero de tirabuzones que escapaban de la diadema de oro, esparciéndose por su espalda.

Apenas había puesto Mirinri los ojos sobre la muchacha, cuando un grito insostenible se le escapó de los labios:

—¡Mi Faraona!

Luego, antes de que Ounis hubiese podido pensar ni en detenerlo con una fuerza terrible echó por tierra a las personas que estaban delante suyo, así como la doble fila de arqueros, y se arrodilló ante la litera gritando con los brazos abiertos:

—¿Me reconoces? ¡Yo estreché entre mis brazos tu divino cuerpo!

La multitud y la misma guardia que seguía el cortejo, atónitos por aquella acción, permanecieron quietos y mudos, durante unos instantes: tampoco la joven Faraona, que al oír aquel grito se había alzado, mirando con profunda sorpresa al joven, pronunció palabra alguna.

De pronto, pueblo y guardias se lanzaron tumultuosamente sobre el atrevido con las dagas, las hachas de guerra y las mazas con intención de abatirlo.

Una orden imperiosa de la joven Faraona los detuvo:

—¡Quietos!

Mirinri no se había movido. Permanecía de rodillas ante el palanquín dorado, con los brazos extendidos, como en adoración, y los ojos fijos en la hermosísima hija del todo poderoso rey.

—¿Me reconoces? —repitió.

La Faraona hizo con su cabeza un ligero gesto afirmativo, mientras que sus mejillas enrojecían. Las armas habían bajado pero los arqueros formaron en torno a Mirinri y en torno a Nefer, que había avanzado valientemente hacia adelante, un doble círculo para impedirles escapar; parecía que solo aguardaban una señal para despedazarlos.

—Seguidme al palacio real —dijo por último la Faraona—. Nitokri reconoce en ti al valiente que un día me salvó de las fauces de un cocodrilo a orillas del Alto Nilo.

Mirinri lanzó un grito de alegría, al que hizo eco otro de dolor; el gemido de Nefer. El cortejo reemprendió su marcha, Mirinri pasó detrás del magnífico palanquín junto con Nefer, custodiado de muy cerca por una docena de guardias reales que lo miraban con poco agrado, en tanto que Ounis, lamentándose, se alejaba. Junto a un inmensa avenida el cortejo se dividió; el del buey Apis prosiguió hacia el Nilo, mientras que el de la joven Faraona, compuesto exclusivamente por algunos dignatarios montados en sus carros de batalla y por la guardia real, remontaba la calle hacia la parte oriental de la ciudad. Nitokri, la hermosísima hija de Pepi, volvió a acomodarse en el mismo cojín, mientras que la esclava etíope que caminaba junto a la litera, seguía refrescándola con el riquísimo abanico de las largas y coloreadas plumas, fijas en una gran placa de oro en forma semicircular. Parecía que ya no se ocupaba de Mirinri, pero en realidad, de cuando en cuando volvía lentamente la cabeza hacia atrás, alzaba dulcemente sus hermosos párpados y sus pupilas profundas y aterciopeladas se posaban, con la rapidez del rayo, sobre su salvador admirando tal vez la perfección de sus rasgos y su talla elegante y vigorosa al mismo tiempo y lo mismo con la hermosa Nefer que la seguía silenciosa con los ojos húmedos. Ciertamente sabía quién era el joven que la salvó de una muerte segura; tampoco ignoraba que por sus venas corría la misma sangre; que eran ambos de ascendencia divina y ambos Hijos del Sol.

El cortejo tras recorrer una amplia avenida sombreada por una doble hilera de espléndidas palmeras con enormes hojas, avanzó por un paseo de suave pendiente, flanqueado por soberbios jardines, en donde se alzaban gigantescos sicomoros que proporcionaban un delicioso frescor.

Después de cinco minutos, la litera y el cortejo llegaron ante la soberbia mansión de los poderosos Faraones.

Mirinri se había quedado quieto contemplando el imponente palacio en el que había nacido y donde reinara su padre, cuando se sintió improvisadamente tendido en el suelo. Siete u ocho guardias se habían arrojado sobre él y, tras echarlo a tierra, lo ataron y amordazaron antes de que pudiera oponer cualquier resistencia.

La Faraona y Nefer dijeron a la vez:

—¡No lo matéis! Es un Hijo del Sol.

Una voz que hizo estremecer a Nefer, se alzó de entre los guardias:

—Todavía no: más tarde.

—¡Her-Hor! —gritó la muchacha.

Miró a Mirinri, que no daba señales de vida, como si sobre la mordaza hubiesen puesto algún narcótico, luego se desplomó sin sentido entre los brazos de un guardián.