CAPÍTULO VII

EL ASALTO A LA PIRÁMIDE DE RODOPE

En la época que Menfis alcanzó su máximo esplendor se alzaban numerosas pirámides en sus alrededores, no menos gigantescas que las que subsisten hoy día y que constituyen en la actualidad motivo de admiración para los viajeros porque el primer cuidado del fundador de cada dinastía era la de prepararse un sepulcro, que sirviera de amparo a su alma y a la de sus descendientes. La construcción de la pirámide comenzaba inmediatamente después de su coronación, evidentemente con no demasiada alegría por parte de sus súbditos, quienes se veían obligados a trabajar fatigosamente años y años, sin percibir estipendio alguno, puesto que los reyes se limitaban a alimentar a aquellos obreros desgraciados con nabos y legumbres, que pese a ello comportaba siempre un enorme gasto puesto que se trataba de dar de comer a millares y millares de bocas, durante bastantes lustros, sin interrupción. Se sabe, por ejemplo, que la construcción de la pirámide de Cheops, que es la mayor de las que subsisten, costó la bagatela de mil seiscientos talentos más o menos, sólo en legumbres… Mientras el rey vivía no se interrumpía la obra, con lo que la pirámide seguía engrandeciéndose al añadirse sin cesar piedras enormes a su alrededor; debido a ello se hacían mayores, más y más, a medida que se prolongaba la vida del soberano. La de Cheops, por ejemplo, es la más colosal porque el rey que la hizo construir vivió cincuenta y seis años tras su subida al trono. Es una maravilla en su género; mide doscientos veintisiete metros de lado y tiene una altura de ciento treinta y siete, pero se cree que fue mucho mayor y más alta y que su cima fue destruida en parte juntamente con un buen trozo de su revestimiento exterior. Sea lo que fuere, causa una profunda impresión en el viajero debido a su masa enorme y a la grandiosidad de sus líneas y semejante efecto producen sus hermanas menores que se hallan a sus lados, las llamadas de Chefren y Mycerinos, a pesar de que sean bastante más pequeñas. Sin embargo fuera de la maravillosa impresión producida por su tamaño, las pirámides egipcias no tienen nada que pueda interesar al artista, puesto que son masas enormes totalmente lisas, sin ninguna escultura. Los egipcios no tenían intención ciertamente de hacer obras de arte, sino sólo de preparar al rey un refugio seguro, indestructible que pudiese desafiar a los siglos y donde la momia real pudiese descansar sin ser estorbada hasta el fin del mundo. En efecto las pirámides no son otra cosa que sepulcros particulares, semejantes a las mastabas, que se hacían construir los ricos egipcios, comenzadas y continuadas hasta su término según proporciones dignas de sus huéspedes. Como las mastabas, esconden dentro de sus colosales flancos serdab, o sea tortuosos pasadizos, y en su centro se halla la cripta, el lugar destinado a recibir el cuerpo del rey. Esa cripta que se encuentra precisamente en el corazón de la pirámide, no era otra cosa que una pequeña celda tenebrosa, cubierta por una pequeña cubeta de granito rosado, destinada a impedir la caída de la enorme masa de piedras que debía ejercer una presión enorme. Para subsanar el peligro de un hundimiento, los arquitectos egipcios tenían la precaución de construir por encima de la cripta cinco cámaras de descarga, sobrepuestas una a otra, la más alta de las cuales se encontraba apoyada sobre una especie de techa formado por dos bloques inclinados que repartían y aguantaban la presión ejercida por aquella inmensa hilera de piedras. Cámaras sin duda maravillosas, construidas con una solidez a toda prueba, que no cedieron ni un solo centímetro durante millares y millares de siglos y que constituyen el lado verdaderamente extraordinario de la construcción de las pirámides.

En estas obras es donde se revela más brillante el genio de los arquitectos egipcios de hace seis mil o siete mil años, en cuanto al esfuerzo sobrehumano allí exigido, sin conocimientos científicos tan adelantados y carente probablemente de maquinaria, no podría ser repetido por nuestros actuales ingenieros, a pesar de los poderosos medios con que contarían a su disposición.

Lo que causa mayor admiración es el hecho de que las pirámides más antiguas, construidas durante las primeras dinastías, sean las que mejor han resistido al tiempo. Parece que los arquitectos de hace siete mil años poco más o menos fueran menores que los que vivieron bajo las últimas dinastías. En efecto, las primeras están todavía allí, majestuosas en las márgenes del desierto, irguiendo orgullosamente sus vértices, desafiando a los siglos con su formidable impasibilidad, conservando todavía en sus flancos monstruosos las momias de los reyes que las construyeron, como un reto a la eternidad. Son los monumentos más antiguos del mundo y probablemente serán también los últimos en desaparecer.

Cuando nuestro globo se vaya enfriando y gire vacío y despoblado; cuando la última familia humana haya desaparecido y el tiempo haya reducido a polvo las obras modernas, tal vez la pirámide que guarda la momia de Cheops subsista todavía durante algún tiempo, última muestra de la destrucción de un mundo, y tal vez incluso, en el fondo de algún sepulcro incontaminado, una momia prosiga su sueño secular, teniendo a su alrededor los objetos más caros que compartieron su existencia, mientras que nosotros, los modernos, no seremos más que polvo. Puede darse también que aquella momia, después de ser la de uno de los primeros hombres que hiciera surgir el amanecer de la civilización nuestra, sea quizá también el último que, sobre la tierra desierta y muerta, proclame que el ser humano ha vivido en nuestro globo. La pirámide de Rodope, en cuyo interior se habían refugiado los partidarios de Teti, no tenía las dimensiones de la de Cheops, aunque estuviese incluida entre las mayores de la inmensa necrópolis de Menfis y en aquel tiempo se hallaba todavía intacta, no habiendo servido todavía sus materiales en la construcción de Tebas. Al igual que las demás, tenía inmensas cámaras vacías, corredores y en el centro la cripta, donde dormía ya desde hacía siglos el cuerpo de la hermosa reina, dentro de un maravilloso sarcófago de basalto azul, cerrado por una gran masa de granito, duro como para desafiar a la piqueta, ya que los egipcios tenían un cuidado extremo por hacer inviolables los sepulcros de sus reyes y de sus reinas.

Her-Hor después de haberse hecho bajar por el esclavo nubio, avanzó lentamente hacia la pirámide, apoyándose en el brazo de Maneros, observando atentamente el colosal monumento cuyo vértice se perdía entre las tinieblas.

—¿Dónde se encuentra la piedra de clausura? —preguntó a Maneros.

—Encima del vigésimo-séptimo escalón —dijo el guardia.

—¿Crees que hayan entrado por allí?

—Es imposible, gran sacerdote. Para cerrar la serdab, después que fue sepultado aquí el último vástago de la dinastía anterior, se necesitó una lápida tan enorme y de piedra tan compacta que ningún ser humano podría haber dañado, ni movido. Los rebeldes no deben haber podido entrar por ese lado en la pirámide.

—Entonces, ¿es que hay otro paso?

—Sí, por encima del escalón cuarenta, tanto a levante como a poniente existen dos galerías que van a parar a una de las cinco estancias de descarga. Vayamos a ver si las lápidas que las cierran han sido movidas.

—¿Cuántos soldados quieres?

—Los pasadizos son estrechos hasta la cámara —dijo Maneros—. Me bastarían dos docenas, por ahora: otros cincuenta que se queden fuera sobre el escalón, dispuestos a acudir a la primera llamada. El resto que rodeen la pirámide, puesto que puede haber otro paso desconocido para mí. Tú sabes, gran sacerdote, cómo están construidas nuestras pirámides y cuán difícil resulta caminar a través de las serdab.

Her-Hor se dirigió al esclavo nubio que estaba junto a él, en espera de sus órdenes y le susurró algunas palabras.

Poco después dos grupos de arqueros, provistos de antorchas y cargados con gruesos haces de leña verde, llegaban ante la pirámide, mientras que algunos otros, mucho más numerosos, avanzaban en silencio desplegándose en torno al gigantesco monumento.

—Obedeced a este hombre —dijo el sacerdote a los arqueros, señalándoles a Maneros—. Sólo él conoce la entrada.

—Adelante —dijo el guardia del rey, desnudando su larga espada.

Se pusieron a subir los peldaños de la pirámide hasta que llegaron al cuadragésimo, seguidos por los demás, que habían ya encendido las antorchas. Como ya habla previsto, la piedra que cerraba una de las dos galerías que se abrían una delante y la otra detrás de la pirámide, orientadas exactamente de levante a poniente y que daban entrada a las cámaras de descarga, había sido movida.

—Han entrado por aquí —dijo Maneros, volviéndose hacia los arqueros—. Ahora lo difícil será descubrirlos; ¿estarán en las cámaras, en los poros o en la cripta?

Realmente la empresa no era fácil, porque los constructores de las pirámides excavaban en el interior de aquellas masas enormes de piedra un extraordinario número de galerías y de pozos para hacer perder la pista a los futuros violadores y originar un error sobre el verdadero emplazamiento de la momia y lo consiguieron porque, cuando la invasión árabe de Egipto, perdieron inútilmente el tiempo los musulmanes al intentar descubrirlo, aunque el califa Amron hiciera excavar bastantes corredores dentro de aquellos gigantescos sepulcros. Habla pasadizos que no tenían ninguna salida; pozos que no servían para otra cosa que para despistar la búsqueda de los violadores; galerías que subían y bajaban con grandes ángulos y que conducían siempre al mismo sitio de partida; habitaciones subterráneas excavadas a muchos metros por debajo del nivel de la pirámide y escalinatas que no conducían a ninguna parte. En suma un verdadero laberinto que no dejaba ninguna esperanza a los violadores de conseguir la famosa cripta donde reposaba imperturbable la momia real.

Maneros, ayudado por los arqueros, movió la enorme lápida de granito rosado que sirviera para cerrar el pasadizo, cogió una antorcha y penetró resueltamente en la serdab que descendía hacia el centro de la pirámide. Los demás lo siguieron con las dagas desenvainadas, ya que no podían utilizar los arcos, por lo menos de momento. Una sandalia de paja, abandonada en medio de la galería y que conservaba todavía cierta humedad, los persuadió de que se hallaban sobre la buena pista. Los rebeldes debían haber pasado por allí y alguno se habla desembarazado de aquella especie de suela, cuyas cintas por alguna razón se habían roto. La serdab continuaba descendiendo, pero no demasiado rápidamente. Era un corredor bastante alto, de modo que un hombre podía pasar de pie y tenía metro y medio de ancho; probablemente debía conducir al pozo central, desde donde el sarcófago de la hermosa reina había sido hecho resbalar hasta el interior de la misteriosa cripta, perdida quién sabe dónde entre aquel montón de piedras, que Nitokris había hecho acumular para que su belleza pudiese reposar tranquila a través de los siglos.

El grupo, que se había pertrechado de antorchas, avanzó con precaución, deteniéndose de cuando en cuando para escuchar, hasta que se encontró ante una especie de pozo bastante ancho, dotado de una escalinata que descendía en forma de espiral y que presumiblemente terminaría en una de las cinco cámaras de descarga, tal vez la superior.

—Silencio —dijo Maneros, dirigiéndose a los demás.

Se inclinó en la boca del pozo, cuyo fondo no era visible y escuchó atentamente.

Un débil rumor, que parecía producido por el susurro de algún gigantesco animal llegó a sus oídos.

—Los rebeldes están debajo de nosotros —dijo en voz baja—. Han ocupado las cámaras de descarga y duermen tranquilos, seguros de no ser estorbados. Con toda probabilidad no imaginan que van a ser sorprendidos.

Se volvió hacia los arqueros:

—Encended un haz de leña, arrojadlo al pozo y que vaya uno a ver si el humo sale por detrás de la pirámide. Supongo que también la otra galería ha sido forzada para asegurarse una salida rápida.

Un arquero prendió fuego a un haz y lo dejó caer en el pozo, mientras que otro se alejaba corriendo.

—Preparad los arcos —siguió Maneros—. Si aparecen los rebeldes no escatiméis las flechas.

Durante unos instantes, una espesa columna de humo se elevó del pozo, en cuyo fondo ardía el haz, lanzando en torno a sí altas lenguas de fuego que tenían un refulgir de sangre. No cabe duda de que alguna materia muy inflamable debía estar mezclada entre la leña que formaba el haz, a juzgar por la violencia de las llamas y de la intensa luz que proyectaba sobre las paredes. Aquella nubecilla tuvo sin embargo muy corta duración. Bajó rápidamente de intensidad, luego desapareció por completo como si hubiese desaparecido.

—Invade las cámaras de descarga —dijo Maneros con feroz sonrisa—. Se ve que los rebeldes han forzado también la serdab que desemboca hacia poniente, en la pirámide.

Un griterío inmenso, que parecía escapar de centenares de centenares de gargantas, tronó en medio de la pirámide, seguido por un tumulto terrible.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Aquellas voces resonaban por arriba y por abajo, propagándose a través de las misteriosas galerías que subían y bajaban en el interior de los flancos del colosal monumento.

—¡Allí, haces! —ordenó Maneros.

Una veintena de haces fueron arrojados al pozo, levantando tales llamaradas que obligaron a los arqueros a retroceder rápidamente.

—Ya está cerrado el pasaje —dijo Maneros. Ahora podemos ir a esperar a los rebeldes a la salida de la segunda galería. Es imposible que puedan resistir, tanto más cuanto no es posible que puedan bajar hasta la cripta de Rodope, que está cerrada por una lápida de piedra imposible de mover.

El grupo, con la seguridad de que ninguno de los rebeldes habría podido pasar a través del fuego que avanzaba como un pequeño volcán dentro del pozo, alargando sus lenguas hasta el margen superior, reemprendió apresuradamente el camino de regreso, a fin de escapar de las nubes de humo que invadían ya la serdab.

Junto a la abertura, Maneros comprobó que la pirámide había sido rodeada por completo por las tropas reales, que formaban un inmenso rectángulo, con líneas bastante espesas.

—Están perdidos —dijo—. Mi ascenso está asegurado.

—Los tenemos a todos —les dijo—. El rey estará satisfecho de nuestra escaramuza.

—¿Estás seguro que están ahí adentro? —preguntó el gran sacerdote.

—Hemos oído sus gritos. Sube al carro y ven a presenciar su rendición.

El nubio cogió a Her-Hor y lo subió al vehículo; a continuación guió los bueyes hacia la parte opuesta de la pirámide, donde Maneros suponía existía el segundo pasadizo, atravesando las líneas de los arqueros que ya tendían sus arcos. El guardia no se habla engañado. Por encima del cuadragésimo escalón de la fachada posterior del inmenso sepulcro, surgía un hilo de humo perfectamente visible, mientras que en el cielo aparecían los primeros resplandores de la aurora.

—¿Lo ves? —preguntó Her-Hor, indicándoselo.

—Sí —respondió el sacerdote—. Haz venir aquí a los escribas, los verdugos y los carros. Dentro de media hora Pepi podrá contemplar las manos de los viejos partidarios de su hermano.

Cuatro jóvenes, casi completamente desnudos, ya que no llevaban más que una corta falda en torno a sus cinturas, sosteniendo unos rollos de papiro y pluma se adelantaron sentándose junto a Her-Hor. Eran cuatro escribas, personajes muy importantes y bastante apreciados en la corte de los Faraones, porque estaban encargados de registrar todos los hechos importantes que ocurrieran, de escribir la necrología de los grandes señores y de las publicaciones literarias, porque en aquella lejana época tampoco faltaban los escritores. Sacaron los rollos que llevaban en su cintura y los extendieron, disponiéndose a escribir. Eran los famosos papiros, que servían de papel a los antiguos egipcios; cortados en estrechas tiras de diez a doce pies de largo, encolados en capas y dispuestos en ángulo recto mediante una combinación a base de goma arábiga. Detrás de ellos aparecieron enseguida dos esclavos nubios, de atlética figura, que tenían en sus manos dagas de bronce muy afiladas, con la hoja muy ancha y bastante pesada en su parte superior: eran los verdugos reales. Her-Hor tenía su mirada fija en la nubecilla de humo que salía a bocanadas por encima del escalón número cuarenta. Una alegría siniestra animaba su rostro apergaminado.

De pronto lanzó un grito:

—¡Tended los arcos!

Un hombre había aparecido a través del humo saltando, con un enorme impulso, sobre el escalón. Había salido de la galería de poniente y se detuvo de pronto con un gesto de rabia, mientras los arqueros que rodeaban la pirámide alzaron sus arcos dispuestos a asaetearlo.

Her-Hor, ayudado por el nubio, se puso en pie gritando:

—Ríndete o te hago matar. La justicia del rey te ha cogido, pero Pepi es clemente incluso para con los rebeldes que atacan su podar. ¡Baja!

Tras aquel primer hombre aparecieron muchos otros, desparramándose hacia los peldaños superiores, que en breve estuvieron todos ocupados.

Los rebeldes, sorprendidos por el humo que había invadido por completo las amplias estancias de descarga y también las serdab, e impotentes para desafiar el fuego que ardía en el pozo, para escapar a la asfixia habían huido por la abertura de poniente, reagrupándose en los peldaños de la gigantesca pirámide. Puesto que habían quedado inmóviles, como pegados a la pared, Her-Hor repitió:

—Rendíos o los guardias del rey se lanzarán al asalto de la pirámide.

Un grito hendió el espacio:

—Ataquemos: es mejor la muerte con las armas en la mano.

Fue Ata quien gritó.

Rápidamente aquellos siete u ochocientos hombres que habían salido de las entrañas del inmenso sepulcro se desparramaron por los escalones como un alud impresionante. Se hallaban armados de dagas, de hachas de hoja ancha y de largos puñales. Los guardias del rey, tres o cuatro veces superiores en número y protegidos con grandes escudos, se agruparon rápidamente en el lado de poniente de la pirámide, apretando sus filas y lanzando nubes de dardos. Algunos rebeldes, atravesados por las flechas, se estremecían de cuando en cuando en los peldaños y caían rodando como cuerpos inertes, dando vueltas por los lados de la pirámide; otros, guiados por Ata, que parecía un león hambriento, continuaban su furioso descenso, gritando ferozmente y agitando locamente las dagas y las hachas de guerra. Aquella carrera duró apenas medio minuto. Los dardos de los guardias del rey no consiguieron detener aquella avalancha humana, que llegó prontamente a la base de la pirámide lanzándose contra los súbditos del usurpador con ímpetu desesperado. Los partidarios de Teti eran casi todos viejos, pero expertos en el manejo de las armas, por haber participado en la larga y terrible campaña emprendida contra las tropas de los caldeos, por lo que podían constituir un evidente peligro para la guardia real, pese a que ésta fuera más numerosa. El choque fue terrible. Ata, que guiaba a los viejos amigos de Teti, con un ímpetu irresistible se lanzó a través de la primera fila intentando abrirse paso a viva fuerza. Desgraciadamente nuevas tropas, que hasta entonces habían permanecido ocultas en medio de las palmeras, acudieron en ayuda de aquellas que habían rodeado la pirámide, reforzando sus líneas. Eran millares de guerreros que calan sobre los rebeldes, montando carros de batalla tirados por briosos caballos que se lanzaban en medio de las filas ya desorganizadas de los combatientes. Fue cosa de unos minutos. El número habla vencido al valor desesperado de los partidarios de Teti. La derrota era completa.

Her-Hor que había presenciado impasible la batalla, estando encorvado en su carro, cuando vio desarmados a los rebeldes y apresados por las tropas reales, dijo:

—Que avance el jefe de estos miserables.

Ata que tenía brazos y kalasiris ensangrentados, por haberse batido ferozmente, dio unos pasos adelante lanzando sobre el sacerdote una mirada llena de desprecio.

—Soy yo el jefe —le dijo—. ¿Quieres mi vida? Quítamela, alguien ya me vengará y antes de lo que tú crees. El reino de Pepi, el usurpador va a caer para siempre.

Her-Hor fijó sus ojos en el valeroso egipcio, exclamando:

—Yo te conozco.

—Es posible —respondió Ata.

—Te he visto en la isla de las sombras.

—¡Ah! ¿Estabas allí tú también?

—¿Dónde está Nefer? —gritó el viejo rechinando los dientes.

—Búscala.

—¿Y Ounis?

—¿Quién sabe?

—¿Y Mirinri?

—¿Qué sé yo?

—Estaban contigo.

—Los he perdido por el camino —dijo Ata, hablando con acento de burla—. Si quieres encontrarlos búscalos a lo largo del Nilo. Pero te advierto, que el río es largo y que sus fuentes están escondidas en el reino de Ra y Osiris.

—¡Te burlas de mí! —gritó Her-Hor.

—¿Quieres mi vida? Quítamela, ya te lo he dicho. Ounis y Mirinri me vengarán.

—¡Ounis! —Rugió el gran sacerdote, con un inequívoco acento de odio—. Lo quiero en mis manos, ¿me comprendes? ¡Más a él que a Mirinri!

—¿Por qué?

—Porque él es un enemigo más terrible. Sólo yo sé quién se esconde bajo ese nombre.

—Ve a cogerlo, pues.

—¿Dónde los has dejado?

—Ya te lo he dicho, viejo: en el Nilo.

—¿O tal vez están aquí?

—Sólo ellos pueden decírtelo. Ve a preguntarles.

—¿No temes la cólera del rey?

—Yo sólo he conocido a un gran rey: el gran Teti y nada tengo que temer de él, porque era amigo mío.

—¡Pasa, pues! —gritó Her-Hor furioso.

—¡Ah! Los verdugos del rey —dijo Ata—. Ya sé la suerte que me espera. ¡Aquí están mis manos!

Avanzó tranquilamente en medio de las hileras de soldados y ofreció sus brazas al primer verdugo, que le aguardaba con la daga en alto:

—Corta —dijo—. El alma del viejo guerrero no morirá por esto.

Por dos veces brilló la hoja y las dos manos del desgraciado cayeron al suelo, sin que se oyera ni un lamento.

—Dáselas al usurpador —dijo el valiente egipcio, salpicando con su sangre el rostro del gran sacerdote—. Ounis y Mirinri un día te harán pagar cara esta mutilación.

Un ayudante del verdugo lo había agarrado enseguida, sumergiendo rápidamente sus sanguinolentos muñones en un recipiente de aceite caliente, a fin de restañar la hemorragia.

—Adelante con los otros —dijo Her-Hor.

Seiscientos partidarios de Teti desolaron ante su carro y mil doscientas manos cayeron cortadas.

Media hora después sesenta carros de batalla abandonaban los alrededores de la pirámide, transportando a la corte aquellos sanguinarios trofeos.