EL GRAN SACERDOTE DE PTAH
Durante bastantes días Nefer, Mirinri y Ounis se dejaron ver ora en una, ora en otra plaza del barcia de los extranjeros, ella pronunciando encantamientos y facilitando recetas, el otro haciendo el oficio de cajero y el tercero haciendo sonar sin compasión el tambor de terracota, con una constancia envidiable. Comenzaban ya a impacientarse y a temer que Ata no hubiese conseguido realizar sus planes, cuando al atardecer del decimoquinto día desde que se encontraban en Menfis, oyeron golpear la puerta por tres veces. Ounis y Mirinri que temían continuamente alguna sorpresa por parte de los espías de Pepi, cogiendo sus dagas se lanzaron a la primera estancia, interrumpiendo bruscamente su cena, dispuestos a enfrentarse contra cualquier peligro. Al oír resonar otros tres golpes más violentos que los anteriores, Mirinri que no era demasiado paciente y estaba dispuesto siempre a afrontar cualquier peligro, preguntó con vez amenazadora.
—¿Quién es el inoportuno que viene a estorbarnos?
—Soy yo, Ata. Silencio, mi señor.
Mirinri había abierto y el egipcio penetró rápidamente, cerrando la puerta tras de sí.
—Temía no encontraros ya —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Ounis.
—Corre la voz de que Mirinri ha conseguido poner pie en Menfis.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Me lo ha contado un amigo mío que tiene relación con la corte y ha añadido que Pepi ya no duerme tranquilo y que ha estacionado su guardia por toda la ciudad.
—¿Lo sabe el pueblo? —preguntó Mirinri que no parecía impresionado en absoluto.
—Es posible.
—¿Y sabe que Mirinri es hijo del gran Teti?
—Los amigos de tu padre, mi señor, han esparcido la voz hace ya años y años, de que el hijo del vencedor de los caldeos no desapareció misteriosamente como su padre. ¿Es cierto, Ounis?
El anciano aprobó con un gesto de su cabeza.
—¡Ah! El pueblo ya sabe que estoy todavía vivo y que un día iré a pedir justa cuenta al usurpador del trono que me ha robado.
—Sí, mi señor.
—¿Y me espera?
—Tal vez.
—¡Tal vez! —exclamó Mirinri, arrugando la frente.
—Pepi es poderoso: es rey de Egipto.
—¡Un ladrón! —prorrumpió Mirinri violentamente—. Veremos si el día que, sobre un carro de batalla, recorra las calles de la orgullosa Menfis, proclamándome rey de la estirpe faraónica y evocando las glorias de mi padre, el pueblo se quedará insensible. ¡Yo soy el Hijo directo del Sol! ¡Sólo yo desciendo de Ra y de Osiris!
—Este es el hijo de Teti —dijo Ounis con una sonrisa de orgullo—. Es la sangre del guerrero la que habla. Sí, tú un día serás un gran rey. En el desierto tu corazón dormitaba, el aire de Menfis te ha despertado. Ata, ¿qué cosas nos cuentas?
—Noticias importantes, Ounis —respondió el egipcio—. Los viejos amigos de Teti han reclutado a sus partidarios y yo he asalariado a tres mil esclavos etíopes, a los que he prometido la libertad si el hijo de Teti consigue arrebatar el trono al usurpador. He repartido el oro que te pertenecía y que amigos devotos han traído a Menfis y fructificará.
—¿Estáis dispuestos?
—Decididos todos a morir por el triunfo del joven Hijo del Sol —dijo Ata—. Mañana al atardecer nos reuniremos en la inmensa pirámide de Daschour y aguardaremos para lanzar el golpe supremo. Será una ola gigantesca de hierro y fuego que se abalanzará sobre Menfis y expulsará al usurpador.
—¡Y yo estaré a la cabeza de esa ola! —Exclamó Mirinri—. ¿Quién me detendrá?
—Tal vez el destino —dijo Nefer.
—También a él lo venceré —dijo el joven.
—Tengo miedo del toro negro de los cuernos dorados: lo soñé ayer noche.
—¿Quién es? —preguntó Mirinri.
—El dios Apis.
—En el desierto donde he vivido no lo he visto nunca.
—Representa al Nilo fecundador.
—Y yo represento la fuerza y el poder. ¿Qué vale más, Nefer, tu toro negro de los cuernos dorados o el Hijo del Sol?
—Detrás del toro encontrarás dos ojos que te serán fatales.
—¿Cuáles?
—Los conoces sin que yo te lo diga.
—¡Ah! —Dijo Mirinri—. Siempre soñando, muchacha.
—¿Cuándo partiremos?
—Mañana —contestó Ounis.
—Mañana nos iremos. Quiero ver el palacio que un día será mío. Se dice que se levanta sobre una colina, entre jardines encantados. Allí dentro será donde coja al usurpador y allí le arrebataré el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte, que él me ha robado.
—Cuando atraveséis la ciudad no os hagáis notar, ni por vuestra excesiva prisa, ni por vuestra curiosidad y sobre todo no habléis, ni os llaméis por el nombre —dijo Ata—. La guardia del rey va en vuestra caza, os lo repito.
—No temas, Ata —respondió, Ounis—. Yo me encargaré de frenar la impaciencia de Mirinri.
—Hasta mañana al atardecer; inmediatamente después del crepúsculo nos encontraremos todos —dijo el egipcio—. Regreso a la ciudad, el camino es largo y la noche cerrada.
Mirinri y Ounis lo acompañaron hasta la puerta, Ata miró primero a derecha e izquierda y no observando nada extraño, se alejó con paso rápido.
Había ya salido del barrio de los extranjeros e iba a avanzar por la magnífica avenida que costeaba los colosales diques erigidos a lo largo del Nilo para preservar a la ciudad de las crecidas, cuando se topó con un hombre que surgió de improviso de un amasijo de piedras enormes, que deberían servir probablemente para alguna construcción de tipo colosalista.
—Que Osiris vele por ti —le dijo el desconocido.
—Que Ra te sea propicio más allá de la medianoche —contestó Ata, prosiguiendo su camino.
Al oír aquella voz el desconocido tuvo un sobresalto.
Fingió alejarse y luego cuando vio a Ata desaparecer bajo la espesa sombra que proyectaban las palmeras que costeaban los diques, regresó inmediatamente al amasijo de piedras, lanzando un ligero silbido. Dos hombres, jóvenes y fuertes, que llevaban en la cabeza plumas de avestruz clavadas oblicuamente en sus pelucas, distintivo de los guardias del rey, y en los costados kalasiris de grueso lino en tres puntas, y sandalias de paja en los pies, se levantaron de pronto, sosteniendo en sus manos dos dagas cortas, con la hoja muy ancha y dos arcos.
—Lo he encontrado —dijo el que había emitido el silbido.
—¿Era precisamente él? —preguntó uno de los dos.
—Sí.
—¿No te habrás engañado, gran sacerdote?
—Cuando Her-Hor ha visto un rostro una sola vez, no la olvida nunca. Era el hombre que acompañaba a Ounis y a Mirinri en persona.
—¿Qué habrá venido a hacer aquí?
—No lo sé, Maneros. ¡Ah si esta noche no lo hubiéramos perdido de vista entre la muchedumbre que llenaba la plaza, a esta hora Mirinri tal vez estaría en nuestras manos, porque estoy seguro que si Ata está aquí, lo está también el hijo de Teti! Paciencia, lo encontraremos antes que intente algún golpe desesperado contra el rey y entonces Nefer pagará aquel golpe de daga que por poco me manda a navegar en la barca luminosa de Ra.
—¿Qué debemos hacer? —Preguntó el llamado Maneros—. ¿Detenerlo y matarlo?
—Seguirlo descubrir su escondrijo y vigilarlo atentamente. Estoy seguro que está reuniendo a los viejos amigos de Teti. Daremos un gran golpe y muchas manos serán cortadas en Menfis, dentro de poco —dijo el viejo sacerdote con voz ahogada—. Sólo vivo para la venganza y me vengaré de los dos; más aún, de los tres.
—¿Tú no vienes, gran sacerdote?
—Yo os seguiré en el carro —respondió Her-Hor—. Estoy demasiado débil todavía y esta terrible herida no ha cicatrizado por completo. Partid o lo volveremos a perder de vista.
Los dos soldados que, como hemos dicho, eran jóvenes y ágiles, se lanzaron a una carrera desenfrenada por la calle, manteniéndose bajo la sombra que proyectaban las hileras de dátiles y de palmeras en abanico, para no ser vistos por Ata. El viejo sacerdote atravesó el dique y llegó hasta un pequeño carro que estaba escondido detrás de un grupo de árboles, guardado por un esclavo nubio, de atlética figura. Los carros egipcios eran más bien largos comparados con los nuestros, aunque fuesen arrastrados también por bueyes, más pequeños que los nuestros y ágiles como el cebú, empleados todavía en algunas poblaciones de la India. Eran vehículos ligeros semejantes a las bigas romanas; con sólo dos ruedas pintadas ordinariamente de color verde, muy altas por delante y abiertas a su vez por detrás, y podían servir para dos personas, las cuales debían ir de pie. Sin embargo, en vez de ser arrastradas por bueyes lo eran por caballos, pues aquellos servían por lo general a los soldados, puesto que los antiguos egipcios no hicieron nunca uso de una verdadera caballería y no tuvieron nunca idea, lo que resulta extraño, de servirse de los caballos como cabalga dura. Tuvieron que transcurrir millares y millares de años antes de que estos hombres, que habían sido los adelantados de la civilización, y muy inteligentes, pudiesen comprender que el caballo podía ser adaptado y dejarse montar. Her-Hor, que a duras penas podía sostenerse en pie ordenó que lo subiera al carro y luego los dos bueyes, azuzados por el esclavo, tomaron un paso bastante rápido, un pequeño galope que debía permitir al sacerdote alcanzar a los dos guardias del rey, antes de que Ata volviera a desaparecer entre las intrincadísimas calles de la gran ciudad. La calle que flanqueaba el río se hallaba desierta, porque los egipcios tenían la costumbre de retirarse pronto a sus casas, gracias a lo cual el carro podía avanzar rápidamente, sin verse obligado a desviarse o detenerse. El esclavo, que iba a pie, azuzaba constantemente a los bueyes, obligándolos a mantener su galope. Pronto Her-Hor se encontró en el centro de la gran ciudad. El carro había dejado la inmensa avenida y trotaba entre dos hileras de casas de forma maciza, interrumpidas de cuando en cuando por templos maravillosos, que elevaban sus columnas a una altura extraordinaria. El carro recorría el barrio de Ambú, el de mayor categoría de Menfis, abundante en monumentos grandiosos y donde habitaba la gente adinerada de la capital egipcia.
—¿Dónde? —preguntó de pronto el esclavo, volviéndose a Her-Hor.
—Al templo de Ptah —respondió el viejo—. ¿Ves los dos guardias?
—No, gran sacerdote.
—Aguardaré en el templo a que vuelvan.
El carro reemprendió su marcha, luego se detuvo en una amplia plaza, en cuyo centro se alzaba un edificio colosal, ante cuya puerta sostenida por dos altísimas columnas había una esfinge con la cabeza del rey Menes, el fundador de aquella obra grandiosa que todos los extranjeros admiraban sorprendidos. Era el templo Ptah, el mayor y más célebre que tuvo Menfis. Apenas se hubo detenido el carro cuando de improviso aparecieron dos hombres atravesando la plaza a la carrera. El nubio sacó de su cinturón una especie de hacha, pero las plumas de avestruz que ondeaban en la cabeza de los dos corredores hicieron que se detuviera enseguida.
—Son los guardias del rey —dijo al sacerdote.
En efecto eran los dos soldados que Her-Hor hiciera seguir los pasos de Ata.
—¿Lo habéis encontrado, Maneros? —preguntó Her-Hor cuando los dos guardias se hallaron cerca.
—Sí, —respondió el soldado que sudaba como si hubiera salido del agua.
—¿Dónde ha ido?
—Tú lo habías adivinado, gran sacerdote. Los viejos partidarios de Teti se preparan para derrocar al rey.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el viejo interesadamente.
—He descubierto el lugar donde se reúnen.
—Sigue.
—Han forzado la entrada de la gran pirámide de Daschour y allí dentro se reúnen los rebeldes.
—¡En la pirámide! —exclamó Her-Hor.
—Sí, gran sacerdote.
—¡Han violado el sepulcro! ¡El castigo será terrible! ¿Son muchos?
—Así me lo parece y deben estar bien armados, porque hemos visto entrar en la pirámide a bastantes hombres cargados con armas. ¿Qué tenemos que hacer, gran sacerdote?
Her-Hor permaneció silencioso algunos instantes, luego dijo:
—¿Es mañana el día que se conducirá al dios Apis a abrevarse en el Nilo, no es verdad?
—Sí, gran sacerdote, —respondió Maneros.
—La ceremonia resultará más espléndida y grata a nuestras divinidades, si en la comitiva figuran varios carros llenos de manos amputadas. Haremos una gran ofrenda a las divinidades del Nilo y nos quedarán reconocidas. La barca de Osiris va a remontarse en el cielo: los rebeldes deben dormir. Es el momento idóneo para sorprenderlos en sus cuevas y hacerlos inútiles para siempre. Pepi se desembarazara así de los últimos partidarios de su hermano y el pueblo en esta ocasión nada podrá objetar.
—Aguardo tus órdenes, gran sacerdote —dijo Maneros.
—Manda a tu compañero al palacio real, para que informe a Pepi de cuanto sucede. Recogerá a toda la guardia real y yo la guiaré sin dilación a la pirámide. Conviene que todo esté acabado antes de que aparezca el alba.
Se quitó un anillo del dedo y lo dio al compañero de Maneros.
—Con esto se te abrirán todas las puertas de palacio y el rey te recibirá enseguida. Vete y no pierdas tiempo.
El soldado partió veloz como una flecha, dirigiéndose hacia la pequeña colina sobre la que se alzaba majestuoso el impresionante palacio de los Faraones.
—A la pirámide —dijo después Her-Hor, dirigiéndose al nubio que aguardaba sus órdenes junto a los bueyes.
—¿Y yo? —preguntó Maneros.
—Me escoltarás ¿Conoces todos los pasadizos de la pirámide?
—Sí Her-Hor —respondió Maneros—. Fui yo quien cerró la última piedra, después de ser sepultada la princesa.
—¿Así pues guiar los guardias del rey, por los corredores de la mastaba?
—Conozco todas las serdab que conducen a la cripta central donde descansan, dentro de su sarcófago de basalto azul, los restos de la graciosa y suave Rodope.
—¿Cómo podremos sorprenderlos?
—Bajando desde las galerías superiores.
—Bien, vayamos. Pepi me estaré reconocido y tú tendrás mejor graduación, si conseguimos nuestro intento. Nunca ha corrido el trono de los Faraones un peligro tan grande y está en nuestras manos el salvarlo.
—Yo estoy dispuesto a morir por el rey.
—A la pirámide —dijo al nubio.
El carro se puso en marcha, a través de las desiertas calles de la inmensa ciudad, encaminándose hacia el sur, allí donde se elevaba la gigantesca necrópolis de Menfis, que ocupaba casi todo el extremo del delta con una extensión de muchas leguas, moviéndose hacia el altiplano formado por las últimas ondulaciones de la cadena libia y donde eran sepultados desde hacía millares de años los cadáveres. El carro, abandonando las últimas casas de la ciudad, se encontró en campo abierto. Entre las tinieblas se alzaban gigantescas pirámides y de entre ellas una, de desmesurada mole, elevaba su cima por encima de las palmeras. El nublo detuvo su carro mirando al sacerdote.
—¿Qué ves? —preguntó Her-Hor.
—Hay soldados —repuso el esclavo.
—No tengas miedo: no nos van a detener.
Algunos hombres que llevaban en la cabeza yelmos de cuero y cuyo pecho estaba defendido por una especie de coraza formada por fibras de papiro estrechamente entrelazadas, se pusieron delante con los arcos tendidos a punto de lanzar sus flechas.
Maneros se puso inmediatamente delante de los bueyes, diciendo:
—Dejad paso a Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah: órdenes del rey.
Los guerreros bajaron sus arcos y se pusieron de rodillas, abatiendo su frente hasta el suelo y el carro prosiguió, deteniéndose frente a la gran pirámide, donde reposaban los restos de la hermosa Rodope.