LAS PROFECÍAS DE NEFER
Al día siguiente Nefer y Mirinri recorrieron las calles de barrio de los extranjeros, acompañados por el viejo Ounis, que se había procurado un tabl, es decir una especie de tambor de terracota en forma de gran cilindro, cerrado por una piel en un extremo, que sacudía vigorosamente con una mano, a fin de atraer la atención de los viandantes.
Las adivinas, que en aquellos tiempos eran además vendedoras de recetas milagrosas, eran tenidas en mucha estima por los antiguos egipcios, quienes creían ciegamente en las profecías de aquellas astutas mujeres y en la eficacia de sus misteriosos polvos.
Nefer, que por voluntad de Her-Hor ya habla ejercido aquella lucrativa profesión en las aldeas del Alto Nilo, mientras esperaba a Mirinri no encontró dificultad alguna en reemprenderla y se habla instalado sin más en la primera plaza del barrio, atrayendo pronto en torno a sí una multitud de curiosos, captados tal vez más por su belleza y por la riqueza de sus joyas.
—Sentada sobre una banqueta, que Mirinri le había llevado y acompañada por el sordo batir del tabl que Ounis hacía sonar como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, lanzó con su armoniosa vez en torno a los concurrentes su reclamo.
—Procedo de la escuela de medicina de Heliópolis, donde los ancianos del gran templo me han enseñado sus remedios. He estudiado en la escuela de Sais, donde la Gran Madre divina me ha dado sus recetas. Poseo los encantamientos compuestos por Osiris en persona y mi guía es el dios Thoth, inventor de la palabra y de la escritura. Los encantamientos son buenos para los remedios y los remedios son buenos para los encantamientos.
Una vieja egipcia avanzó de pronto y tras una breve duda, le dijo:
—Dame una receta para mi hija que no puede alimentar a su pequeño, todavía lactante.
—Que tome tortugas del Nilo y las haga freír en aceite; tendrá leche en abundancia-dijo Nefer.
Otra mujer se adelantó.
—Quiero saber si el hijo que me va a nacer tendrá larga vida o se morirá pronto.
—Si cuando abra los ojos dice ni, vivirá muchos años, pero si dice mba su vida se apagará pronto —respondió Nefer.
Un viejo se le acercó a su vez, diciendo:
—En mi jardín hay una serpiente que cada tarde sale de su escondrijo y me devora los pollos. Enséñame un medio para que ya no salga de su agujero.
—Pon delante de su cueva un pagre (especie de pescado del Nilo) que esté bien seco y la serpiente ya no podrá salir más.
—Enséñame también a tener a distancia los ratones que devoran mis granos.
—Unta las paredes de tu granero con aceite de gato y ya no los verás aparecer más; o bien quema estiércol seco de gacela, recoge las cenizas, ponlas en agua y riega el pavimento.
Luego hizo su aparición una jovencita.
—Enséñame el modo de hacer blancos mis dientes y perfumar mi casa para que esté más contento mi novio.
—Toma polvos de carbón de acacia y tus dientes se tornarán más blancos que el marfil de los hipopótamos. Si quieres perfumar tus habitaciones, mezcla incienso, mimosa, resina de trementina, corteza de quinamono, lentejas, cálamo aromático de Siria, conviértelo en polvo muy fino y ponlo en un brasero. Tu prometido no podrá lamentarse de la exquisitez de tu perfume.
—¿Y tú? —preguntó luego Nefer a un soldado que tenía una venda que le cubría parte del rostro.
—Pronuncia un encantamiento, valiente muchacha —repuso el guerrero— para que proteja mi ojo derecho que una flecha sirio me ha herido.
Nefer se levantó, extendió sus brazas, trazó en el aire unos signos misteriosos, luego dijo:
—Un ruido se alzó hacia la medianoche en el cielo y apenas cayó la noche, aquel rumor se propagó hasta el septentrión. El agua cayó sobre la tierra en grandes columnas y los marineros de la Barca Solar de Ra batieron sus remos para bañarse también la cabeza. Yo ofrezco tu cabeza a aquella lluvia benéfica, a fin de que caiga también sobre tu ojo herido e invoco al dios del dolor y la muerte de la muerte para que te lo cure. Aplica ahora miel sobre tu ojo y sanarás, porque Thoth así lo ha enseñado.
Otro guerrero muy joven y macilento, ocupó pronto el sitio del anterior.
—Muchacha —le dijo— pronuncia también un encantamiento para mí, para que me libre de la tenia que me agota.
—Te curaré enseguida —dijo Nefer, siempre seria—. ¡Oh hiena malvada, oh hiena hembra! ¡Oh destructor! ¡Oh destructora! ¡Oíd mis palabras: que cese la marcha destructora de la serpiente dentro del estómago de este joven! Es un dios malvado el que ha creado ese monstruo, un dios enemigo: que expulse el mal que ha hecho a este hombre o invocaré el torrente de fuego para que destruya a uno y a otro. ¡Vete! Dentro de poco ya no sufrirás más.
También el joven guerrero se marchó, más que convencido de que dentro de poco sanaría, puesto que los antiguos egipcios tenían más fe en las invocaciones que en la eficacia de las medicinas. Aquella primera jornada transcurrió en continuas invocaciones unas más extrañas que otras y despechando recetas, no menos extraordinarias, acudiendo continuamente hombres y mujeres en torno a la muchacha hermosa y no fue hasta muy tarde que lograron retirarse a su casa los dos Hijos del Sol y el anciano Ounis, bien provistos de dinero y satisfechos por no haber despertado la más ligera sospecha de quienes eran. ¿Quién habría podido suponer que el hijo del gran Teti, para escapar de la búsqueda de la policía de Pepi hubiese accedido a ser una especie de histrión?
—¿Estás contento, mi señor? —preguntó Nefer a Mirinri que contaba riendo el dinero ganado.
—Eres una muchacha que vales el oro que pesas —respondió el joven—. Si un día llego a ser rey te nombraré gran adivina del reino. Lástima que yo no estuviera entre el público.
—¿Por qué?
—Te habría pedido que me predijeras el destino.
—Te lo predije ya cuando descendíamos por el Nilo.
—¿Que yo llegaré a ser rey?
—Sí.
—No es bastante.
Nefer tuvo un sobresalto y frunció ligeramente la frente, mientras que un suspiro moría en sus labios.
—Te he entendido —dijo con voz pausada, dejándose caer sobre una silla y apoyando su cabeza sobre el borde de la mesa cercana—. He leído tu pensamiento.
—¿No eres una adivina?
—Es cierto.
—Así pues venga tu profecía.
—La verás.
—¿En Menfis?
—Aquí, en esta ciudad.
Esta vez fue el joven quien tuvo un sobresalto, mientras que su rostro enrojecía, como el de una joven que se encamina a su primera cita de amor.
Nefer se cubrió los ojos con ambas manos, tapándoselos fuertemente.
—La veo —prosiguió tras algunos instantes de silencio, como hablando para sí—. Esta echada en una litera brillante de oro que sostienen ocho esclavos nubios y ante ella avanza majestuoso un toro negro que tiene los cuernos dorados. Tintinean los sistros sagrados, se alzan en el cielo las notas deliciosas de las arpas y de las cítaras y retumban los tambores… las danzarinas trenzan danzas en torno a su litera real y miran el oreo que relumbra entre los negros cabellos de la hermosa Faraona. Veo carros guerreros montados por soldados… veo arqueros y guardias… oigo el rumor de los aplausos que la multitud tributa a la hija del más poderoso rey del África. ¡Ah! ¡Qué grito! ¡Qué grito!
Nefer bajó sus manos y se puso en pie, mirando con terror a Mirinri que estaba derecho ante ella, escuchándola atentamente.
—¿Qué ocurre, Nefer? —preguntó el joven extrañado por aquella repentina situación.
—He oído un grito.
—¿Y qué?
—Ese grito era tuyo, mi señor. Sí, lo he oído perfectamente.
—¿Qué más? Sigue.
—No veo nada más ante mis ojos. Toda la visión ha desaparecido en medio de una espesa niebla.
—¿Y el grito te ha asustado?
—Sí.
—¿Pero por qué?
—No lo sé… sin embargo al oírlo mi corazón se ha contraído como si una mano de hierro lo hubiese apretado y apretado.
Ounis que hasta aquel momento había permanecido en la estancia contigua, ocupado en preparar una especie de pasta a base de dátiles secos y semillas de loto, se acercó a la puerta y miró a Nefer con una especie de terror. Debía de haber oído sus palabras, porque su rostro, tranquilo ordinariamente, aparecía en aquel momento extraordinariamente alterado.
—Nefer, —dijo con voz ronca— ¿eres tú verdaderamente una adivina? ¿Crees poder leerán futuro? Dímelo, muchacha.
—Así lo espero —respondió Nefer, que había vuelto a sentarse, apoyando nuevamente la cabeza sobre el borde de la mesa.
—¿De quién era aquel grito?
—De Mirinri.
—¿No te habrás engañado?
—No.
—¿Estás bien segura?
—Conozco demasiado bien la voz de mi señor.
—He oído cuanto has contado a Mirinri —prosiguió Ounis, con una cierta ansiedad, detalle que no había escapado al Hijo del Sol—. Cubre tus ojos e intenta ver lo que sucedió después.
Nefer obedeció y estuvo durante algunos minutos en silencio. Ounis la observaba atentamente con angustia, intentando sorprender en su rostro una contracción, un movimiento cualquiera pero los músculos de la muchacha siguieron imperturbables.
—¿Así pues? —preguntó el anciano.
—Niebla… siempre niebla.
—¿No consigues descubrir nada a través de ese espeso velo?
—Sí, aguarda… columnas doradas… un trono brillante de luz… luego un hombre… tiene el símbolo del derecho de la vida y la muerte sobre su peluca… y las insignias del poder en su mano…
—¿Cómo es? ¿Joven o viejo?
—Aguarda…
—Míralo atentamente.
—¡Es él!
—¿Quién?
—El Faraón que hemos visto en la barca dorada… el hombre contra el que Mirinri levantó el arco.
—¡Pepi! —gritó Ounis.
—Sí… es él… ahora lo veo perfectamente.
—¿Qué es lo que hace?
—Tened calma… veo la niebla que ronda en torno suyo… ahora se me aparece con el rostro descompuesto por una cólera tremenda… ahora tembloroso y pálido… desaparece ahora… ¡Ah! Hay otras personas alrededor suyo… otro anciano… tiene en sus manos un hierro curvo… uno de esos que emplean los preparadores de momias para extraer por las narices el cerebro de los difuntos… después veo como le cuelga de la cintura una de aquellas piedras cortantes de Etiopía de las que se sirven para abrir el costado y extraer los intestinos…
—¿Qué quiere embalsamar? —gritó Ounis, con terror.
—No lo sé.
—Fíjate, fíjate; arroja esa niebla con tus ojos penetrantes. Te lo suplico, Nefer.
—Ya no veo nada… ¡ah!, sí, una sala más maravillosa que la anterior… gente, soldados, sacerdotes… el Faraón… que abre el naos, el relicario del dios… ¡Ah! ¡Es él!
—¿Quién?
—Her-Hor.
—¿El sacerdote que mataste?
—Sí.
—¿Está vivo?
—Vivo —respondió Nefer, mientras un temblor se apoderaba de su cuerpo—. Es un hombre fatal… llegará hasta la última hora… y será fatal para mí… para mí… para mí…
—¿Qué dices, Nefer? —preguntaron a la vez Ounis y Mirinri.
La muchacha no respondió. Se había abandonado sobre la mesa como si un profundo sueño la hubiese sorprendido inesperadamente.
—Duerme —dijo Mirinri.
—Calla —respondió Ounis—. Mueve los labios: tal vez hable estando dormida.
La muchacha que se había adormecido parecía hacer esfuerzos supremos para mover su lengua y sus labios.
—Ra mueve el día —dijo de pronto con voz débil—. Osiris la noche. El alba es el nacimiento. El crepúsculo la muerte, pero cada día que despunta el viajero renace a una nueva vida desde el seno de Nout y sube gloriosamente al cielo, donde navega sobre una barca ligera, combatiendo victoriosamente el mal y las tinieblas que escapan ante él. Al atardecer triunfa la noche. El sol ya no es el poderoso Ra, el deslumbrante, por eso se convierte en Osiris, el dios que vigila entre las tinieblas de la noche y la muerte. Su barca celeste navega por los tétricos canales de la noche, donde los demonios intentan cogerla y tras la medianoche surge del abismo tenebroso y su camino se torna más rápido y más alto y por la mañana retorna fulgurante de luz y victorioso. Así es la vida y así es la muerte. ¿Por qué Nefer ha de tener miedo?
—¡Sueña! —Exclamó Mirinri—. ¡Qué extraña muchacha!
Ounis que estaba inclinado hacia la joven para no perder ni una sola palabra, se alzó, y poniendo sus manos sobre el joven Faraón, le dijo:
—¡Cuidado, Mirinri! Esta muchacha ha visto un peligro. Debes estar en guardia.
—¿Tú crees en las visiones de Nefer?
—Sí, —respondió Ounis.
—¿Así pues, crees en el destino?
—Sí —repitió Ounis.
—Pues yo no creo más que en mi estrella, que sale brillante en el cielo; en el sonido que produjo al alba la estatua de Memnon y en la flor de la resurrección que cierra sus corolas entre mis manos —respondió Mirinri—. Profetizaban que yo sería un día rey y seré rey, porque nadie interrumpirá mi destino.