CAPÍTULO IV

EL BARRIO DE LOS EXTRANJEROS

Menfis, que fue la capital de las primeras dinastías faraónicas, mientras que Tebas la grande lo fue de las últimas, se alzaba en la margen izquierda del Nilo. Fundada por Menes, uno de los más grandes reyes egipcios, tras imponentes trabajos para detener las aguas del Nilo e impedir que invadieran la ciudad durante las crecidas, alcanzó rápidamente un gran esplendor, hasta el punto de convertirse en una maravilla para el mundo antiguo. Los egipcios, se ha dicho ya, fueron grandes constructores, que tenían a gala construir sus obras de un tamaño inmenso y con una solidez que desafiara a los siglos. En Menfis predominaba más que en otros sitios la grandiosidad, alzando templos colosales, que sostenían un número infinito de columnas, obeliscos monstruosos, palacios reales maravillosos y pirámides. La ciudad ocupaba un área inmensa, porque servía de asilo a centenares de millares de habitantes, extendiendo sus últimas casas hasta cerca de las arenas del desierto libio, sobre aquellas arenas traidoras que, según la siniestra profecía de Jeremías, tanto debían contribuir a su destrucción. Tebas fue maravillosa pero no pudo nunca competir con el esplendor de Menfis, que fue la más populosa ciudad del mundo antiguo, así como la más rica en monumentos y la más fortificada. ¿Cómo llegó a desaparecer a lo largo de tantos siglos aquella ciudad grandiosa, sin dejar apenas huellas de su existencia? Parece imposible, pero de todos aquellos monumentos colosales sólo han quedado hoy para demostrar el sitio donde se emplazó un día, algunas pirámides que resistieron juntamente con otros el ataque del tiempo, un pedazo de una estatua colosal que representa a Ramsés II y una necrópolis, la más antigua del mundo, de unos siete mil años aproximadamente y que a su vez es la mayor, de una extensión de más de sesenta kilómetros. Todo lo demás desapareció como si la terrible sacudida de un terremoto lo hubiese destruido; y lo que es más, incluso las ruinas de aquellos colosales monumentos han desaparecido. Allí donde un día se levantaba orgullosa la gran capital de los más poderosos y fastuosos Faraones, ahora no se perciben más que colinas de arena. Nada ha quedado de tanto poderío y la misma tierra, nutridora un tiempo de tantas generaciones desaparecidas, parece que esté agotada, ya que solo en los meses de marzo y abril, cuando las inundaciones le han prestado alguna vitalidad a sus venas desangradas, se cubre a duras penas de una magra vegetación, que los vientos cálidos se aprestan poco después a desecar.

La barca de Mirinri, o mejor de Nefer, arrastrada por la corriente que aumenta cada vez más, al abrirse más allá de la ciudad las innumerables bocas del delta, se aproximaba rápidamente hacia aquella imponente línea de grandiosos monumentos y de soberbios palacios, que se extendía durante millas y millas a lo largo de la margen izquierda del majestuoso río. El joven Hijo del Sol, siempre erguido sobre la proa, miraba a la orgullosa ciudad sin hacer movimiento alguno, ni pronunciar una palabra: parecía estar fascinado por la grandeza y el esplendor de la capital del más antiguo reino del mundo, dentro de cuyos muros almenados y formidables había abierto los ojos a la luz, pero que después de tantos años ya no recordaba. Sus facciones habían adquirido un aspecto casi salvaje y su boca semiabierta, aspiraba a pleno pulmón el aire de la inmensa ciudad que una fresca brisa empujaba, por encima del Nilo, hacia el norte. ¿Aspiraba el lejano perfume de la joven Faraona o el poder del reino, que su padre había salvado de las bárbaras invasiones de los asiáticos?

Muy pronto la barca se encontró ante los gigantescos diques, formados por colosales bloques de piedra, que en tiempos remotos oponían una barrera infranqueable a las crecidas periódicas del Nilo y que eran puerto de barcas de todas dimensiones, con las altas proas hacia los muelles, que estaban ocupados todavía por hileras de esclavos, aunque la noche estuviese al caer.

Ata, que había vivido casi siempre en Menfis, dio orden al comandante de la barca de tomar tierra en el extremo del último dique, que defendía los últimos suburbios, donde eran muy escasos los navíos, no atreviéndose a desembarcar a sus amigos en medio de la ciudad. La policía del rey podía haber estado alertada por cualquier traidor de su llegada y capturarlos enseguida. La situación era distinta en los suburbios alejados y en caso desesperado podían oponer una feroz resistencia, gracias a los treinta etíopes, y escapar a través de los canales del delta, antes de que pudiesen llegar los guardias del rey.

—Mientras voy a advertir a los antiguos partidarios de Teti —dijo Ata, en cuanto la barca fue amarrada sólidamente a la orilla— id a vivir en el ta-anch (barrio de los extranjeros) donde os resultará más fácil pasar desapercibidos y aguardad allí mi regreso. Os resultará sencillo encontrar alguna casita y haceros pasar por pobres marinos asirios, caldeos o griegos.

—Y yo comenzaré mi oficio de adivina —dijo Nefer.

—Esa es una buena idea —dijo Ounis—. Mirinri se hará pasar por tu hermano, así cualquier sospecha sobre su verdadera personalidad será mejor disimulada.

—¿Deberé hacer de artista? —preguntó Mirinri.

—No es preciso, mi señor —respondió Nefer—. Tú te encargarás tan solo de recoger el dinero. Serás a la vez mi cajero y mi protector.

—Si ello es necesario para ganarme el trono, no tengo nada que replicar —respondió Mirinri riendo—. También yo debo imponerme sacrificios.

—¿Estáis preparados para desembarcar? —preguntó Nefer.

—Lo estamos todos —respondió Ounis.

La muchacha se acercó al comandante de la nave, que parecía aguardar sus órdenes y después de mostrarle la joya arrebatada a Her-Hor, le dijo:

—La nave es tuya porque yo te la doy, a condición de que partas inmediatamente y desciendas hasta el mar. Allí podrás comerciar con fenicios, con griegos y con sirios. Vete con cuidado porque si pronuncias una sola palabra con cualquiera sobre lo que has visto, la venganza de Pepi sabrá alcanzarte.

—Obedezco —respondió simplemente el jefe de los marinos.

—Bajemos —dijo Nefer.

Al ser la noche ya avanzada el muelle estaba desierto, gracias a lo cual desembarcaron sin ser vistos. Apenas pusieron pie en tierra la embarcación reemprendió su camino, desapareciendo prontamente en uno de los numerosos canales del delta que conducían al mar.

—¿Por qué les has mandado que se fueran enseguida? —preguntó Mirinri a la muchacha.

—Alguno tal vez viera tu acto, cuando Pepi pasaba junto a nosotros y alguna palabra, una sospecha, podría perdernos. Hay traidores por todas partes.

—Admiro tu prudencia.

—Y nunca será suficiente —añadió Ounis.

Luego, volviéndose hacia Ata, le dijo:

—¿Nuestro número no atraerá la atención de los habitantes del barrio?

—Mis etíopes ya han recibido arden de dispersarse y de aguardarme en las cercanías de la pirámide de Daschour. Allí reuniré a todos los partidarios de Teti.

—¿Y nosotros?

—Aquí encontraremos una casa. Hay un viejo amigo mío, un sirio a quien yo he ayudado muchas veces y nos cederá su casa. Seguidme y no habléis.

Mientras los etíopes se dispersaban, tomando distintas direcciones, el egipcio penetró en una callejuela flanqueada por casitas de forma cuadrada, con las paredes ligeramente inclinadas y sin ventanas.

No eran todas del mismo estilo, por estar poblado el barrio, destinado a los extranjeros, por asiáticos pertenecientes a diversas razas e incluso por comerciantes de la Baja Europa, en especial de los alrededores del mar Negro, a quienes el gobierno egipcio dejaba la libertad de elegir la clase de construcciones que les convinieran.

El pequeño grupo que antes de abandonar la barca se habla pertrechado de armas, por saber Ata que en aquel barrio, que servía de asilo a los extranjeros se hallaba habitado por bandas de ladrones, después de haber recorrido sin impedimento alguno varias callejuelas se detuvo finalmente ante una casita de aspecto modesto, con el techo de paja.

Ata entró solo, por estar la puerta abierta y más tarde salió acompañado de un hombre, quien después de haber hecho un mutuo saludo con una mano, se alejó.

—La casa es vuestra —dijo Ata entonces—. Su propietario no vendrá a molestaros: consideraos como legitimas propietarios. Sobre todo prudencia y obedeced a Nefer.

—¿Cuándo volverás? —preguntó Ounis que se mostraba preocupado.

—Tan pronto como haya preparado el terreno para el gran golpe. El tesoro ya debe estar reunido y podré asalariar un ejército que haga temblar al Faraón.

—No regatees los talentos, recuérdalo, Ata.

—Habrá también los míos y los de los viejos amigos de Teti —respondió el egipcio.

Saludó a los tres, y luego se alejó con paso rápido, por la calle desierta.

—Entremos en mi palacio —dijo Mirinri bromeando—. Ciertamente no era esto lo que esperaba en Menfis.

—Eres impaciente —dijo Ounis, con acento de reproche.

—No me quejo. La que habitaba en el desierto era mucho peor y sin embargo allí era más feliz.

Entraron, tomando una lamparita de barro que estaba colgada en el dintel de la puerta y ante todo exploraron minuciosamente la casita. Había solamente dos estancias, de forma rectangular, con las paredes y el suelo a base de una especie de cemento de varios tonos, amueblado sobriamente, por estar los muebles de lujo destinados a los grandes señores del reino. Los lechos consistían en jergones de lino, llenos de hojas secas, el ajuar de la cocina en vasos de terracota, pero no faltaba una mesa llena de vasos y vasitos conteniendo ungüentos misteriosos y perfumes, puesto que a los egipcios les gustaba hacer diariamente una toilette cuidadosa, aunque no pertenecieran a las clases muy elevadas.

—Tú, Nefer, te acostarás en la segunda habitación —dijo Ounis—. A nosotros nos bastará la primera, ¿no es cierto Mirinri?

—Estamos ya habituados a dormir en las arenas del desierto —contestó el Hijo del Sol—. Dormiremos pues sobre la desnuda tierra de Menfis.

—¿Qué sientes, al encontrarte aquí, mi señor? —preguntó Nefer.

No sabría decírtelo —respondió el joven—. Me parece que soy otro hombre. Será el aire de esta inmensa ciudad o la ansiedad de emprender la lucha; será la sed de poder y de grandeza o cualquier otra cosa; lo cierto es que me siento mejor aquí que a bordo de la barca que Ata conducía por el Nilo. Por último siento que soy algo en el mundo; que ya no soy un desconocido.

—Te encuentras ya en el peligro supremo —dijo Ounis que lo miraba atentamente.

—Sí —respondió Mirinri— dispuesto a desafiar a todo y a todos.

—¿A vengar a tu padre y a conquistar el trono?

—Sí —repitió el joven con inmensa alegría—. Cuando los viejos partidarios de mi padre hayan reunido a sus amigos, yo me pondré a la cabeza de ellos e iré a exigir cuentas al usurpador del gran Teti, y le quitaré de la frente el símbolo del poder sobre la vida y la muerte, que a mí solo corresponde.

—Pero sé prudente, como te ha dicho Ata. Pepi debe haber organizado un servicio de espionaje para sorprenderte y quizá a estas horas no te esté buscando en esta inmensa ciudad, ya que espero que haya perdido nuestras huellas tras nuestra huida de la isla de las sombras.

—¿Voy a estar escondido en esta casa hasta que vuelva Ata?

—No, sería una imprudencia —respondió Ounis—. Un hombre que se gana la vida no infunde sospechas; uno que vive sin poder demostrar que tiene recursos, puede alarmar a la policía de Pepi. Sigue a Nefer, una adivina puede muy bien tener un hermano.

—¡Haré lo que me aconseje! —respondió Mirinri, sonriendo—. ¡Dos Faraones que se ganan la vida como artistas!

—Es tarde —dijo el anciano—. Para ti la cama, Nefer; nosotros nos contentaremos con las estoras que hay en la habitación contigua.

—Hasta mañana, mi señor —dijo la muchacha—. Aprenderemos a ganarnos la vida, aunque seamos Hijos del Sol.

Apagaron la lámpara y se acurrucaron: Nefer sobre el lecho y Ounis y Mirinri sobre una alfombra basta, formada por fibras vegetales, que ocupaba parte de la segunda estancia.