MENFIS, LA ORGULLOSA
El viejo que mandaba la embarcación no había dudado en izar la vela y en retirar la soga que estaba atada alrededor de un enorme tronco de palmera dum.
La corriente era ya muy rápida, puesto que en veinticuatro horas el Nilo había aumentado extraordinariamente su caudal, ya de por sí enorme; por ello, la barca, incluso sin la ayuda de los remos y del viento, podía recorrer velozmente el camino y llegar muy pronto a Menfis. Nefer, apenas se embarcaron sus amigos, dándose cuenta que se hallaban en situación de comprender la causa de aquella improvisada fuga, hizo conducir a Mirinri, Ata y Ounis a los pequeños camarotes del castillo de popa y a los etíopes a la bodega, donde apenas reunidos se pusieron nuevamente a dormir sobre el suelo desnudo, olvidando por completo al Hijo del sol y el peligro que le había amenazado y del que ni siquiera se habían enterado. El viejo, que mandaba una tripulación de solo seis hombres, una vez terminada la maniobra, se acercó a Nefer que se había ido a proa mirando las olas que sucedían a otras olas, como si los grandes lagos ecuatoriales hiciesen afluir incesantemente sus inmensas e inagotables reservas al gran río.
—¿Quiénes son ésos que has hecho subir a bordo? —le preguntó.
—Amigos de Her-Hor —respondió Nefer, sin volverse siquiera.
—¿Por qué apenas llegados se han dormido?
—Estaban muy cansados.
—¿Y de dónde venían?
Nefer hizo brillar ante sus ojos el brazalete que representaba el símbolo de los Faraones.
—¿Lo ves, esclavo? —preguntó.
—Sí, debo obedecer.
—Basta, pues. La que te habla es una Faraona, ¿comprendes? Her-Hor no era más que un sacerdote, mientras que yo soy la estirpe divina.
El viejo se inclinó profundamente como ante una divinidad, tal era el poder de todos aquellos que pertenecían a la estirpe divina.
—¿Cuándo llegaremos a Menfis? —preguntó Nefer.
—Mañana por la tarde. La corriente del Nilo es fuerte y nos lleva velozmente.
—Al hundirse el sol deseo ver los obeliscos de Menfis.
—Así será.
—Vete. Ahora no soy la hija adoptiva de Her-Hor, como tú has creído tal vez: soy una Faraona ¡Obedece!
El viejo hizo un nuevo y más profundo saludo y se dirigió hacia popa, donde dos de sus hombres manejaban larguísimos remos, ya que era desconocido por los egipcios en aquellos lejanos tiempos, el uso precioso del timón.
La noche caía rápidamente y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Por encima de los grandes bosques que cubrían la cercana orilla, una vaga claridad anunciaba la inminente aparición del astro nocturno. Las aguas del río borbotaban entre los papiros que poco a poco iban cubriendo, mientras que las flores de loto, vivamente agitadas por el movimiento de las olas, exhalaban penetrantes perfumes, que una fresca brisa transportaba hasta el puente de la embarcación. Nefer se había dejado caer sobre un montón de cuerdas, cogiéndose la cabeza con ambas manos y sumergiéndose en profundos pensamientos. Ningún ruido, a excepción del murmullo de las aguas, rompía la calma que reinaba en la barca. Los seis hombres de la tripulación, apoyados en la barda, no decían nada, ocupados en mantener el bajel en medio del Nilo. El viejo, asido a un largo remo que servía de timón, contemplaba las estrellas. Ata, Ounis, Mirinri y los etíopes dormían, mientras que la luna subía lentamente en el cielo, haciendo brillar las aguas rumorosas del majestuoso río. La barca se movía rápidamente, elevándose pesadamente sobre las curvadas olas, con movimientos rítmicos. La subida del río la llevaba con creciente ímpetu hacia Menfis.
Pasó la noche. La luna desapareció, las estrellas se apagaron y la rosada aurora apareció, poniendo en fuga a las tinieblas, y tiñó las aguas con reflejos de oro. Nefer se había adormecido, estrechando entre sus manos el brazalete del símbolo del derecho de la vida y la muerte que le había dado el poder y el mando supremo.
Una voz la hizo despertarse:
—¿Nefer, dónde estamos?
Mirinri estaba junto a ella, con Ounis y Ata, que parecían muy confusos y un poco avergonzados por haberse dejado vencer por el vino traidor madurado bajo el calor de Arabia.
—Te esperaba, mi señor —respondió la joven levantándose y sonriendo dulcemente—. ¿Me preguntas dónde estamos? Lo ves, descendemos por el Nilo en una barca para llegar a Menfis.
—¡Vamos a Menfis! —Exclamó Mirinri mientras un destello de alegría aparecía en sus ojos—. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién te ha facilitado esta barca? ¿Y los enemigos que nos estaban aguardando?
—Sí, explícate, Nefer, muchacha maravillosa —dijo Ounis—. ¿Por qué no estamos en el templo de los antiguos reyes nubios? Tu vino era exquisito, pero demasiado traidor, y ha dejado en mi cabeza un espeso velo que en vano intento disipar. Recuerdo vagamente a un viejo tendido en el suelo de una inmensa sala, con el vestido manchado de sangre…
—Y de cuyo pecho extrajiste una daga —añadió Mirinri— si es que no he soñado.
—Y luego una carrera loca por los bosques —prosiguió Ata.
—¿Hemos estado soñando? —Preguntó Ounis—. Habla, Nefer.
—No; yo maté a aquel hombre, después os hice huir y por último os embarqué —respondió Nefer—. Aquel miserable quería la muerte del Hijo del Sol por mi propia mano.
—¡Tú, matarme, Nefer! —exclamó Mirinri.
—¿Ves cómo te he salvado, mi señor? Tu alma sigue estando dentro de tu cuerpo, mientras que la de Her-Hor a esta hora navega en la barca luminosa que Ra guía a través del ilimitado mar del cielo de Noun.
—¿Quién era aquel viejo? —preguntó Ounis.
—Un sacerdote que Pepi puso a mi lado, para que os impidiese que llegaseis a Menfis.
—Así pues, tú… —empezó Ounis, con estupor.
—Yo debía deteneros en la isla de las sombras y reteneros allí prisioneros para siempre —dijo la Faraona.
Ounis cogió a Nefer por una mano sacudiéndola violentamente.
—¿Aquel viejo sacerdote sabía que nosotros habíamos abandonado el desierto?
—Sí —respondió la muchacha—. Fue él quien os preparó la trampa de los bebedores; ha sido él quien lanzó sobre vosotros las aves incendiarias; quien ha inventado también la historia del tesoro de los reyes nubios, que nunca ha existido, y quien me obligó a conduciros a la isla de las sombras, de la que nunca teníais que haber salido vivos. Yo le he obedecido por temor a él y a Pepi, pero cuando quiso obligarme a hundir el puñal en vuestros pechos, me rebelé y le di muerte a él.
—¿Y a quién pertenece esta barca? —preguntó Mirinri.
—A él, o mejor dicho, a Pepi.
—¿Y estos hombres te obedecen?
—Antes de huir le he quitado al viejo sacerdote el brazalete en forma de ureo: la insignia del mando y del poder.
—¿Y vamos a Menfis? —exclamó Mirinri mientras su rostro se ruborizaba.
—Sí, mi señor: esa es tu meta y yo te conduzco más allá. ¿Me perdonarás ahora, mi señor?
—Te debo mi libertad y la vida, Nefer —replicó el Hijo del Sol—. Tú seguirás nuestro destino y tendrás en la corte un puesto digno de ti, si la suerte no nos es adversa. Tú serás mi hermana, porque también eres una Faraona al igual que yo y de estirpe divina.
—Hermana… —murmuró Nefer con voz triste—. ¡Ah! ¡La terrible visión!
Se escondió los ojos con las manos, como si intentase escapar de algo que hubiese aparecido de pronto ante ella, luego echando sus cabellos hacia atrás y esforzándose por mostrarse alegre, añadió:
—Gracias, mi señor: Nefer, cuando tú lo necesites dará su vida por ti, para que puedas realizar tu gran sueño.
—¿Tenéis alguna duda? Mi estrella sigue brillando en el cielo todas las noches; la estatua de Memnón ha hecho oír su voz y la flor de la resurrección ha cerrado sus corolas entre mis manos. ¿Qué puedo pretender más? Todo ello es señal de buen augurio, ¿no es cierto, Ounis?
El anciano no respondió. Parecía absorto en algún pensamiento.
—¿Me has oído, Ounis? —preguntó Mirinri.
—Her-Hor —dijo a su vez el anciano, como hablando para sí y pasando una y otra vez su mano por la frente, como para desvelar dormidos recuerdos—. ¡Her-Hor!
—¿Es que conocías a ese sacerdote? —preguntaron a la vez Nefer y Mirinri.
—Este nombre me parece haberlo oído antes de ahora —respondió Ounis—. Pero han transcurrido tantos años que es posible que me engañe.
Después, encogiéndose de hombros, añadió:
—Está muerto; no vale la pena que nos ocupemos de él. ¿Cuándo llegaremos, Nefer?
—Esta tarde avistaremos Menfis —dijo Ata, que desde hacía algunos instantes observaba atentamente ambas orillas—. Allí se perfila el templo de Saqqarak, con su pirámide escalonada. Vamos muy deprisa. Procura ahora, Hijo del Sol, no cometer imprudencias porque Pepi dispone de una policía muy bien organizada y Menfis es un hervidero de espías. Una sola palabra que se te escape y estaremos todos perdidos.
—¿Y cómo lograremos llegar sin infundir sospechas? —preguntó Mirinri.
—Déjame pensar, Hijo del Sol —intervino Nefer—. ¿Acaso no soy una hechicera? Predeciré a las gentes de Menfis la buenaventura y tú, mi señor, serás mi protector.
¿Quién va a sospechar que un Faraón recorre las calles de la ciudad como un vulgar histrión?
—¿Y estos hombres? —Preguntó Ounis—. ¿Nos traicionarán?
—Cuando estemos a la vista de Menfis los echaremos al Nilo —dijo Ata—. No son más que nos miserables esclavos para los que la muerte será una liberación.
—¿Y nos vamos a servir de ellos para ahogarlos después? —Dijo Mirinri con acento de reprobación—. Un día también estos hombres serán mis súbditos, si la suerte me es favorable, y no quiero empezar mi reinado con asesinatos. Soy yo quien comienza a mandar, ahora que el aire de Menfis, el aire del poder y de la grandeza sin límites llega a mis labios.
—Esa es buena sangre —dijo Ounis mirando con orgullo al joven Faraón—. Jamás habrá tenido Egipto un rey tan grande.
Después murmuró para sí, mientras que un destello terrible brillaba en sus ojos:
—¡Lo mataremos! Y vengaré mis dieciocho años de exilio.
Todos se quedaron silenciosos, mientras que la barca se deslizaba, ondeando fuertemente sobre las aguas del inmenso río.
Sus ojos se hallaban fijos hacia el norte, como si de un momento a otro esperasen ver sobre el luminoso horizonte las grandiosas pirámides que circundaban a la orgullosa Menfis, los templos inmensos, los gigantescos obeliscos y los profundos diques que en aquella lejana época, e incluso todavía hoy, después de más de cinco mil años, constituían la maravilla del mundo. Las dos márgenes comenzaban a estar habitadas. Acá y allá, sobre pequeñas alturas, que la crecida del río no podía alcanzar, se descubrían templos, fortalezas almenadas con paredes oblicuas, murallas enormes, dentro de las cuales, como encerradas entre cornisas maravillosamente esculpidas, se alzaban estatuas gigantescas, cubiertas tan sólo por un taparrabos en tres pliegues, con el central cayendo delante, la barba rectangular pendiente del mentón y estatuillas de divinidades a los lados. Las divinidades del antiguo Egipto sobrepasaban aquellos diques colosales, construidos para impedir que las aguas del Nilo se esparciesen por los fértiles campos, demasiado bajos, y arruinasen las cosechas. Ahora era una vaca de Hathor la que aparecía, gigantesca, con sus inmensos cuernos adornados con extraños emblemas, entre los que no faltaba nunca el astro solar; otras veces era Osiris, sentado olímpicamente sobre su trono, con los brazos cruzados sobre el vientre; o bien una reproducción de las colosales estatuas de Memnón y Ramsés, o de Mencke el fundador de la gran Menfis, el primer rey de la primera dinastía egipcia que reinó hace siete mil años o sea cuando no existían ni Roma ni Atenas, ni podía soñarlas siquiera cualquier ser humano.
Numerosas barcas subían o bajaban por la corriente gigante, algunas muy ligeras, hechas con simples papiros atados en haces, con una proa muy arqueada, como suelen usar todavía hoy los habitantes de la Alta Nubia, de donde aquella utilísima planta no ha desaparecido todavía; otras en cambio eran más grandes, construidas con tablas macizas y equipadas de largas velas cuadradas, cargadas por lo general con enormes bloques de piedra, destinadas a colosales construcciones, porque todos los reyes de Egipto tenían verdadera manía en dejar acá o allá una muestra inmarchitable de su poder, rivalizando en la grandiosidad de los monumentos, de los templos y de los obeliscos o de las pirámides, para que los recordase la posteridad. La barca tripulada por Mirinri y sus amigos descendía inadvertida por el río, puesto que creyéndola un sencillo velero procedente de las altas regiones de Egipto, nadie se preocupaba de ella, suponiéndola cargada de mercancías destinadas a Menfis. No obstante, para no despertar la atención o la curiosidad de los bateleros o de los ribereños, el Hijo del Sol se había puesto un sencillo delantal de piel y cubría su cabeza con un sombrero de piel curtida, en forma de medio yelmo y Ounis se había desembarazado de su larga vestimenta de sacerdote, para ceñirse una especie de kalasiris doble, terminado en punta por delante y había tocado su cabeza con una enorme peluca que lo hacía irreconocible por completo, en especial por la barba postiza de forma rectangular, aplicada bajo su mentón. Solo Nefer conservaba sus vestidos, pues en su calidad de hechicera, era preciso que se mostrase en público con cierto lujo.
Las horas pasaban lentamente y la barca seguía avanzando. Una viva agitación se había apoderado de pronto de Mirinri, como si la proximidad de Menfis produjese en él una profunda y extraña impresión. ¿Era la esperanza de volver a ver a la joven Faraona que había salvado de las fauces terribles del cocodrilo y que lo había enamorado o bien la impaciencia por arrebatar el poder a Pepi y gritar ante todo el pueblo: «¡Yo soy el hijo del gran Teti! ¡Entregad el trono al Hijo del Sol!»?
¿Era la sangre del joven enamorado la que bullía, o la del guerrero, ávida de gloria, de poder o de grandeza? Tal vez fueran ambas cosas.
Nefer, que no lo perdía de vista un solo instante, aprovechando el momento en que Ata y Ounis se acercaron a popa para hablar con el capitán de la barca, se aproximó al joven, que desde lo alto de la proa parecía interrogar ansiosamente el horizonte.
—¿Qué estás buscando, mi señor? —le dijo con voz dulce.
—Menfis —repuso rudamente el joven Hijo del Sol—. ¿Por qué no comparece ante mis ojos? Se diría que huye ante mí.
—¿Estás impaciente por verla?
—Si tú quisieses profundamente a un hombre y no se le permitiera estar junto a él, ¿no lo buscarías ávidamente, intensamente, con tus ojos?
—¿Tú buscas a Menfis o a la muchacha que amas?
—Ahora estoy buscando a la soberbia capital del Bajo Egipto, que mi padre salvó de la barbarie asiática —respondió el joven.
—¿Y después?
—¿Qué es lo que quieres decir, Nefer?
—La Faraona, ¿no es cierto?
—En ella pensaré después, si tengo tiempo.
—¿Es que la sed de poder apaga el amor?
—¿Quién lo sabe?
—No, Mirinri; no, Hijo del Sol.
El joven bajó la cabeza sin responder, mientras que en su frente aparecía una nube de inquietud.
—¿Estás intranquilo? —preguntó Nefer, después de un breve silencio.
—Tal vez sea el aire de Menfis que ya empiezo a respirar —respondió el joven Faraón—. Un aire saturado de poder y de grandeza que un día, cuando aún era niño, llenó mis pulmones. No sé, pero hay algo en mí, alguna cosa extraña, que en el desierto no había sentido nunca. Allí, entre la arena que el oleaje sagrado del Nilo bañaba murmurando, bajo las grandes palmeras que susurraban cuando el viento cálido sacudía sus empenachadas hojas y la fresca brisa de la noche removía, mi corazón no tenía sobresaltos y mi fantasía no soñaba ni en gloria, ni en honores, ni en grandezas. El alba o las puestas de sol eran iguales para mí, pero ahora hay una inquietud incomprensible en mí. Quisiera rugir como un joven león, que dispone ya de todas sus garras y que se siente seguro de sus fuerzas para devorar…
—¿Qué? —le preguntó Nefer, con cierta ironía.
—No lo sé, el Egipto entero o la corte real, donde nací y de donde me arrojaron para dejarme tiempo de que me crecieran los dientes.
—Es en esa corte que tú quisieras destruir donde vive la muchacha que tú salvaste de las mandíbulas de un cocodrilo.
—¡Calla, Nefer! —gritó Mirinri, con ira.
—Mientras que la que salvaste más tarde, también de las fauces de un cocodrilo, está a tu lado y no sobre los estrados de aquel trono —prosiguió Nefer imperturbable.
Tampoco respondió Mirinri esta vez. Su mirada se había fijado sobre unos puntos brillantes, que vagaban sobre el majestuoso río sobrenadando en algunas matas rojas que destacaban sobremanera en la blancuzca agua que corría entre ambas orillas.
—¿Qué es lo que brilla allí? —preguntó arrugando la frente.
Ata y Ounis, advertidos por los etíopes, se habían acercado ya corriendo a proa y el rostro del anciano sacerdote se había tornado de improviso muy pálido, mientras que una llama feroz, terrible, había encendido sus ojos.
—¡Es él! —Exclamó con inequívoco acento de odio—. ¡Sólo él puede tener las barcas doradas y las velas flameantes!
Mirinri que lo había oído se giró prontamente y mostraba una expresión feroz, que nunca había demostrado anteriormente, durante los años transcurridos en el desierto, al lado de aquel hombre.
—¿Quién es él? —preguntó.
Ounis mostró un momento de embarazo, luego dijo:
—El hombre que un día tú, hijo del gran Teti, deberás hacer morir, tal vez.
—¿Pepi? —gritó el joven.
—Sí, no puede ser más que él, que remonta el río para saber si la crecida será regular. Solo un Faraón puede mostrar tanto lujo. Sé prudente, mira y calla. Un día tú tendrás otro tanto si sigues mis consejos y si tienes la paciencia de esperar.
—¡Ah! —respondió sencillamente Mirinri, mientras que su mirada asumía una expresión no menos intensa que el odio del anciano.
Miró a su alrededor, y descubrió apoyado en la borda un arco con un carcaj lleno de flechas. Se aproximó lentamente a aquel instrumento de muerte y se detuvo junto a él, murmurando entre dientes:
—El joven león no conoce la paciencia cuando tiene hambre.
Los puntos brillantes iban aumentando a simple vista, ya que la barca se movía a gran velocidad, debido a la crecida. La corriente se hacía cada vez más impetuosa a medida que se acercaba al inmenso delta donde desembocaban las infinitas bocas de los numerosos canales que conducían las aguas desde el sagrado río hasta el mar. Muy pronto se hallaron a la vista.
Eran seis grandes barcas, todas ellas doradas, con proas muy altas en las que aparecían esfinges pintadas de verde, con largas barbas que se rizaban ligeramente hacia la punta y en cuyo centro tenían toldos de lino blanco a listas, sostenidas por delgadas columnas acanaladas, recubiertas de láminas de plata. Grandes abanicos, algunos de ellos semicirculares, de plumas de variados colores, ligados entre sí por una delgada lámina de oro, sobre la que se erguía el ureo labrado, y otros en forma rectangular, así como una especie de quitasoles de lino blanco, a largas franjas, multicolores, cosidos con oro, se levantaban en la primera barca, que cuarenta esclavos suntuosamente vestidos movían a gran velocidad mediante larguísimos remos decorados con piedras preciosas. En el centro, donde se alzaban los abanicos de largo mango y los parasoles, tumbado sobre una especie de sofá dorado, con amplios cojines, se hallaba un hombre de edad muy avanzada, que lucía en su cabeza un alto sombrero cónico, blanco y rojo, adornado con el ureo y largas y anchas cintas colgantes sobre el pecho, un pequeño manto sobre su espalda y una especie de saya pequeña que terminaba por delante con un amplio triángulo a franjas blancas, rojas, verdes y azules. Mirinri fijó su mirada en aquel hombre que lucía las insignias del poder supremo y el símbolo del poder sobre la vida y la muerte.
—¿Es el rey o un grande del reino? —preguntó a Ounis impetuosamente, que parecía quisiera devorarlo con la mirada.
—Es Pepi —respondió el anciano con voz entrecortada.
—¿El usurpador?
—¡Sí!
La barca real pasaba en aquel momento a sólo cincuenta pasos de la tripulada por Ounis.
Mirinri, con un gesto rápido había empuñado el arco apoyado detrás de la borda y cogió con igual rapidez una flecha.
—¡El león caza su presa! —exclamó tendiendo la cuerda y situando el dardo.
Ata que estaba junto a él con un rápido movimiento le había quitado el arco, arrojándolo enseguida al agua.
—¿Qué haces, mi señor? —exclamó—. ¿Quieres que nos maten a todos y perder el trono?
Ounis no había hecho ningún movimiento por detener al Hijo del Sol. Sólo dos palabras salieron de sus labios.
—Demasiado pronto.
Por fortuna nadie se había dado cuenta de la acción del joven, tal fue la rapidez con que Ata le arrebató el arco y la flecha. Además, el soberbio Faraón no se había siquiera dignado mirar a aquella barca que tan mezquina figura tenía ante sus doradas galeras, y mucho menos los grandes dignatarios, generales, sacerdotes y gobernadores de provincias que lo seguían.
Mirinri se quedó inmóvil, lanzando sobre su tío, el rey, una mirada ardiente, con el brazo tenso como en un desafío, hasta que toda aquella soberbia flotilla pasó, desapareciendo tras un islote.
—¡Ladrón! —Gritó finalmente, mostrando un gesto de rabia—. Te he visto y no olvidaré nunca tu rostro, que volveré a ver cuando mi daga te atraviese el corazón.
—Sin embargo, ese hombre tiene en sus venas tu misma sangre —dijo Ounis con voz lenta.
—Yo solo tengo sangre del gran Teti —respondió Mirinri—. La que corre por el cuerpo de aquel hombre es sangre de traidores, no de guerreros.
Un grito de Nefer lo interrumpió bruscamente.
—¡Menfis!
El joven se lanzó impetuosamente hacia proa. Sobre el purísimo horizonte, que el sol, cercana ya su puesta, teñía de un rojo intenso, la orgullosa Menfis se perfilaba con sus colosales monumentos, sus dorados obeliscos, sus templos maravillosos y sus palacios inmensos.