CAPÍTULO II

EL GOLPE DE DAGA DE NEFER

Mirinri, siguiendo el consejo de la hechicera, había vaciado nuevamente la copa, sin preocuparse más de sí descubría en el fondo de la misma los dos ojos de la joven Faraona que le habían encendido en el corazón aquella llama que no acertaba a apagar. Vencido por la embriaguez, se había dejado caer sobre la espléndida piel de león, sujetándose con una mano la cabeza, y Nefer se puso a su lado, agitando ante su rostro un abanico de plumas de avestruz que le había dado una esclava. También Ounis y Ata habíanse dejado caer sobre las pieles que les servían de alfombra, y los etíopes, ya casi todos ellos ebrios, les habían imitado y escuchaban bostezando las historias que las danzarinas, que se habían sentado a sus mesas, les estaban narrando.

—Mi señor —dijo Nefer, con una pérfida sonrisa—. ¿No te parece que la vida es hermosa así?

—Sí, más hermosa que la del desierto —respondió Mirinri que se sentía cada vez más fascinado con la mirada ardiente de la joven—. Aquí he probado una felicidad que allí, entre, las arenas, no había siquiera soñado de lejos. Lo has logrado tú, Nefer, tú eres una diosa. Ahora ya no tengo ninguna duda.

—Si todos los días fuesen así, ¿te gustaría esta clase de vida?

—Sí, pero olvidas que tengo que conquistar un trono.

—¡Un trono! Me lo has dicho, ¿y no has pensado nunca que allí, en la orgullosa Menfis, podrían aguardarte terribles peligros?

—¿Y qué importa? Mirinri, como joven valiente sabrá desafiarlos, ¿acaso no soy un Hijo del Sol?

—¿Es el poder lo que tú quieres?

—Sí, Nefer.

—¿Te faltaría eso aquí? ¿Quieres ser rey de la isla de las sombras? Esta noche el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte brillará sobre tu frente y todos nosotros te adoraremos como a un dios. ¿Qué es lo que aquí te falta? El fasto de la corte de los Faraones no es superior al que aquí puedo ofrecerte. El sagrado río baña este pequeño reino y sus aguas no son diferentes de las que lamen las murallas de la orgullosa Menfis; tendrás todo lo que desees: fiestas, banquetes, danzas, música y muchachas para servirte. La isla de las sombras vale lo que Menfis y aquí no sentirás el agobiante peso del poder ni se turbará el placer de tu vida.

Mirinri movió la cabeza.

—Es que además —dijo después— hay algo más que un trono a conquistar.

Nefer se había erguido a medias, mostrando un gesto de ira que pronto reprimió.

—El trono y la Faraona —suspiró—. ¡Siempre ella! ¡Siempre ella!

Asió un ánfora de oro que una nubia había puesto en aquel momento sobre la mesa y llenó la taza de Mirinri, luego, ofreciéndosela, dijo:

—Bebe ahora, este vino ha sido hecho a orillas del mar Rojo y ni siquiera en Menfis se bebe. Te pondrá fuego en las venas y luego te adormecerás dulcemente.

Mirinri que estaba a punto de cerrar sus ojos, tuvo una vaga sonrisa.

—¿Hay algún filtro en mi copa? —preguntó.

—¿Por qué dices esto?

—Porque me parece que una gran niebla se extiende ante mis ojos y me la esconde.

—¿Quién?

Mirinri no respondió: sus ojos, ofuscados por el vino, miraban la copa.

—Bebe —insistió Nefer—. Es dulce como la miel y no lo beberás ni siquiera cuando tu alma inmortal navegue en la bóveda celeste donde brilla la diosa Nut. Pero no quiero que creas que Nefer ha diluido en este vino un filtro. Mírame.

Puso sus labios rojos sobre el borde de la copa de oro, mirando de reojo con sus pupilas de terciopelo, imperiosas y dulces el mismo tiempo, al joven Hijo del Sol, y bebió un sorbo.

—Ahora, tú. Bebe, como yo, la luz de mis ojos.

Mirinri aferró con su mano vacilante el recipiente y sorbió el exquisito vino, madurado bajo el ardiente sol de Arabia.

—Sí, bebo, hermosa muchacha —dijo sonriendo.

—¡Hermosa! —exclamó Nefer.

—Sí, hermosa —repitió Mirinri.

—No tanto como la Faraona.

—¡Qué importa, eres hermosa y basta!

—He aquí una palabra que yo pagaré con mi vida, Hijo del Sol.

Mirinri se abandonó sobre la piel de león, mientras que la mirada de Nefer, ardiente como un hierro al rojo vivo, lo miraba cada vez más intensamente.

—Soy hermosa, tú lo has dicho —repitió—. ¡Pero qué hermoso eres tú!

Parecía que Mirinri, no la hubiese oído siquiera. Sonreía de la manera propia de los ebrios.

—Duerme —dijo la hechicera que lo miraba—. Te contaré entre tanto alguna historia para que tu sueño transcurra más dulcemente. Mira: también mis doncellas adormecen a tus compañeros y a los etíopes. En el desierto donde has vivido durante tantos años, ¿no has oído nunca contar la historia de la hermosa princesa de las bellas mejillas de rosa?

Mirinri hizo con la cabeza un gesto negativo.

—También ella era —una Faraona, como la que salvaste antes que a mí, de las terribles fauces de un cocodrilo.

—¡Ah! —dijo Mirinri bostezando.

—¿Te aburro, mi señor?

—Estando a tu lado no es posible. Dame más bebida, Nefer.

—Sí, mi señor.

La muchacha llenó la copa, bañó en ella sus labios como la vez anterior y después se la dio a Mirinri que la tomó sonriendo.

—Prosigue, hermosa muchacha.

—¿Bella todavía?

—Tú vales lo que una Faraona: ¡cuánta luz descubro en tus ojos! Cuán negros son y también tus cabellos… qué perfume exhala tu cuerpo divino… no eres un ser mortal, tú… eres una divinidad… sigue… te escucho, bella Nefer… Me hablabas de la princesa de las mejillas de rosa… ¿Quién era?

—Una Faraona —dijo Nefer.

—¡Ah! Ya me lo habías dicho —respondió Mirinri, a quien se le cerraban los ojos involuntariamente—. Sigue.

—Era la más hermosa y la más seductora Faraona que el sol de Egipto había nunca iluminado y al no haber encontrado un joven que le hiciese sentir algo en su corazón se desposó con su propio hermano.

—¡Ah! —Dijo de nuevo Mirinri, despertándose ligeramente—. ¿Y después?

Su esposo no tuvo suerte y fue asesinado.

—¿Por quién?

—Por otro hermano.

—Como mi padre —dijo Mirinri, reanimándose, mientras un fulgor terrible ocupaba sus ojos.

—Calla y escucha. La hermosa princesa de las mejillas de rosa hizo edificar una inmensa sala subterránea y después, bajo el pretexto de inaugurarla, pero realmente con una intención bien diferente, invitó a un gran banquete y acogió en la sala a todos aquellos que habían tomado parte en el asesinato de su esposo y hermano. Durante la fiesta, la hermosa princesa hizo entrar las aguas del Nilo mediante un canal que tenía oculto a todos, y los ahogó.

—¿Y ella?

—Se arrojó a una sala llena de ceniza, para evitar el castigo y allí dentro perdió su vida.

—Eres lúgubre, Nefer —dijo Mirinri—. Yo habría hecho lo mismo, pero no me habría suicidado así tan tontamente.

—¿Quieres que te cuente otra historia?

—Sí, hasta que duerma. Tu voz parece música, unida al temblor de la citara y a las dulces notas del arpa y de la flauta. Parece que me acunen: habla, habla, hermosa Nefer.

—Hermosa. Es la tercera vez que me lo dices. ¿Te lo recordaré mañana?

Mirinri hizo un gesto vago y no contestó.

—El príncipe Sotni había visto un día pasar por las calles de Menfis a la hermosa Tbouboi, hija de un gran sacerdote y se sintió prendado de amor por ella.

—¿El sacerdote? —preguntó Mirinri.

—No, Sotni, un Faraón.

—Sigue.

—Aprovechándose de su poder, un día el príncipe fue a ver a la muchacha al saber de la ausencia del sacerdote…

Nefer se detuvo, Mirinri ya no la escuchaba. Dormía con una mano bajo su cabeza y una sonrisa en los labios.

La Faraona se levantó. También Ounis, Ata y los etíopes acurrucados sobre las pieles dormían. Hizo a las danzarinas y a las tañedoras una señal imperiosa, indicándoles la puerta de bronce de la mastaba y luego, cuando las vio desaparecer en el inmenso subterráneo, se inclinó rápidamente sobre el Hijo del Sol y puso sus labios sobre la frente de él.

Tras aquel contacto, un fuerte temblor la hizo estremecerse.

—No es la impresión que yo había soñado —dijo, dando un impensado paso hacia atrás—. Mi corazón no ha palpitado; se ha quedado mudo. ¿Por qué? Y sin embargo yo amo a este valeroso y fornido hijo de un gran rey. Se diría que ha sido el beso que una madre da a su hijo o el de una hermana a su hermano.

El ruido de una puerta que se abría la hizo ponerse precipitadamente en pie.

En el extremo de la amplia sala, entre las dos columnas había aparecido un hombre: el viejo sacerdote.

—¿Duermen? —preguntó.

—Todos —respondió Nefer mirándolo misteriosamente.

—¿Lo has vencido?

—No lo sé todavía.

—¿Es que no lo has fascinado?

—¿Qué sé yo?

—Lo quiere Pepi.

—El rey de Egipto podrá matar a sus súbditos, si así le place, pero jamás tendrá poder para mandar en los corazones —dijo Nefer con voz misteriosa.

—¿Así que no te ama?

—¡No!…

—¿Sigue pensando en la otra?

—Continuamente.

—Tal vez no lo has fascinado como yo esperaba.

—No me querrá nunca.

—¿Dónde está?

—Aquí, a mi lado. Está durmiendo.

—¿Nefer, tienes tú el brazo firme?

—¿Por qué me haces esa pregunta? —dijo la joven palideciendo.

Te lo diré más tarde. Déjame ver antes a él y al viejo.

La mastaba está dispuesta para recibirlos y yo conozco el arte del embalsamamiento.

—¿Qué quieres hacer, Her-Hor? —gritó Nefer aterrorizada—. ¿A quién quieres embalsamar?

—Calla —dijo el sacerdote con voz imperiosa—. Muéstramelos.

—¿Mirinri?…

—Y el que se hace llamar Ounis —dijo Her-Hor mientras una mirada de odio intenso aparecía en sus pupilas—. Me interesa más el viejo que el joven.

—¡Ounis! —exclamó la joven con estupor.

—Sí, llamémosle así —repuso Her-Hor con malicia—. Antes el joven, quiero ver si se parece a su padre.

Apartó bruscamente a un lado a Nefer, que parecía dispuesta a cortarle el paso y se aproximó a Mirinri que dormía profundamente, con los puños apretados, hermoso incluso en el sueño.

—Sí —dijo el sacerdote, observándolo atentamente—. Se parece a Teti: los mismos rasgos, el mismo mentón agudo, la misma frente ancha de hombre firme en sus decisiones e inteligente. ¡Lástima! Si un día este joven subiera al trono de los Faraones sería un gran rey, como lo fue su padre, y ningún enemigo del otro lado del istmo osaría amenazar la grandeza de Egipto. Hay en este joven cuerpo, inteligencia, la fuerza de un león, el valor indómito de los guerreros de quien desciende y su sangre ardiente. Pero dentro de poco, tú, que estabas destinado a reinar sobre millones de súbditos, no serás más que una momia.

—¡Ah, no Her-Hor! —gritó con horror Nefer.

El sacerdote se volvió hacia la muchacha con el rostro alterado por una cólera terrible.

—¿Qué es lo que tú quieres? —preguntó—. ¿Has sido capaz de fascinarlo? No, no lo has conseguido; si este joven no ha sido detenido por tu belleza, si no ha sido encadenado a tus brazos, reemprenderá el camino hacia el trono que le espera. ¿Qué ocurrirá entonces? El joven león convocará, a los antiguos amigos de su padre, que son aún numerosos, aunque Pepi haya dado muerte a muchos, para que no entorpecieran sus planes y la paz que hoy reina en Egipto se verá turbada tal vez por terribles guerras. Si mueren Ounis y el joven, Pepi no tendrá nada que temer.

—¿Y quieres matar al hijo del Sol? ¡Tú, un sacerdote! ¡Es un Faraón!

—Será una mano faraónica quien le de muerte —dijo Her-Hor fríamente.

—¿Quién? ¿Cuál?

—Calla ahora. ¿Dónde está el viejo?

—Date la vuelta: está detrás de ti.

El sacerdote dio la vuelta lentamente sobre sí mismo Y puso su mirada sobre Ounis, que dormía junto a Ata, sobre la piel de una hiena.

—¡Él! —exclamó mientras su mirada se alteraba y sus dientes rechinaban.

Un sordo rugido salió de su garganta, mientras que una llamarada le subía al rostro, como si toda su sangre le hubiese afluido al cerebro.

—¿Ya lo has visto? —preguntó Nefer.

El sacerdote no respondió. Miraba a Ounis con mirada siniestra.

—También tú dentro de poco serás una miserable momia —dijo luego, tras un largo silencio—. Y tu pasada grandeza acabará en la mastaba ignorada de este templo. Her-Hor estará vengado.

Se abrió el largo vestido de delicado lino que lo cubría y extrajo una afiladísima daga de bronce.

—¿Qué vas a hacer, Her-Hor? —preguntó Nefer poniéndose delante.

—Mátales: Tú eres una Faraona como Mirinri. Un buen golpe y todo habrá terminado y mañana volverás a gozar de los esplendores de la corte de Menfis y ocuparás de nuevo el puesto que por derecho de nacimiento te espera.

—¡Yo!

—Es Pepi quien lo quiere, el rey de Egipto, el que tiene el derecho de la vida y la muerte sobre todos sus súbditos.

—¡Yo matar a Mirinri! —repitió la muchacha retrocediendo.

—Y mañana la corte de Menfis te saludará como princesa divina.

—Dame la daga.

—Tómala, clávala directamente al corazón.

La muchacha tomó el arma, la miró durante un instante con alegría salvaje y luego, con movimiento rápido, la clavó hasta la empuñadura en el pecho del sacerdote, gritando:

—¡Muere, infame!

Her-Hor había abierto la boca como si fuera a gritar, pero cayó pesadamente sin pronunciar ningún gemido.

—¡Mirinri! ¡Ounis! ¡Ata! ¡Etíopes, en pie! —Comenzó a gritar Nefer, abalanzándose hacia el joven—. ¡Huid!

Ata, que tal vez había bebido menos que los otros, fue el primero en incorporarse. Al ver a Nefer inclinada sobre Mirinri y a aquel viejo echado sobre las brillantes piedras de pavimento, con la blanca vestidura tinta en sangre, se dirigió hacia los etíopes, sacudiéndolos furiosamente con mesita, gritando:

—¡Arriba, miserables! ¡Salvad al Hijo del Sol!

Los remeros, aunque se hallasen todavía ebrios, ante aquellos golpes que caían sin misericordia sobre sus cuerpos, se pusieron en pie rugiendo como leone s heridos.

Con aquellos gritos y aquel estrépito, que resonaba entre las columnas y los arcos de la inmensa sala, como si del fragor de una tormenta se tratase, también Mirinri y Ounis, arrancados bruscamente de su sueño, se incorporaron.

Al ver cerca de sí a Nefer, el joven Hijo del Sol la sujetó fuertemente por la muñeca, preguntándole con voz entrecortada:

—¿Qué pasa?… ¿Qué significa este alboroto?… ¿Nefer… alguna traición… los enemigos quizá?

—¡Huye, mi señor! —respondió la muchacha, que parecía presa de una viva exaltación.

—¿Los enemigos? ¡Un arma, Nefer… un arma!

—¡Aquí está… tómala!

La muchacha se inclinó rápidamente sobre el viejo sacerdote que había caído cerca de la mesita y con un valor que muy pocas mujeres habrían tenido, extrajo del pecho del miserable la daga, entregándosela a Mirinri aun chorreando sangre.

—¡Ten, mi señor, tómala! —le dijo.

—¡Sangre! —Gritó Mirinri—. ¿Quién ha matado a ese hombre?

—¡Yo!

—¿Tú?

—A los traidores se les mata.

—¿Qué es lo ha pasado aquí?

—Calla y huye, mi señor. ¡Ah, el ureo!

Se había inclinado nuevamente sobre el anciano cogiéndole el brazo derecho adornado con numerosos brazaletes de oro y le quitó uno, que tenía la forma de una culebra con la cabeza de buitre.

—Seguidme todos —gritó—. ¡Proteged al Hijo del Sol!

Los etíopes a falta de armas, se habían previsto de mesitas y de ánforas de oro, con las que contaban dominar a los enemigos si se hubiesen presentado e intentado apoderarse del futuro rey de Egipto. Nefer cogió a Mirinri por una mano y lo llevaba consigo. Abrió impetuosamente la puerta por la que había entrado hacía poco Her-Hor, atravesó casi corriendo la mastaba que en aquellos momentos estaba vacía, empujó una puertecilla que tal vez era de bronce y que no estaba cerrada y se encontró detrás del templo, en medio de espléndidas palmeras dum que cubrían todo el islote de las sombras.

—¡Seguidme todos! —gritó nuevamente, con voz imperiosa—. ¡A Menfis! ¡A Menfis! Se ha roto el encanto y Nefer ya no es la esclava de Her-Hor.

Ninguno se había quedado atrás: Mirinri, Ounis y Ata y los etíopes, la habían seguido maquinalmente sin entender bien de qué se trataba, por tener la mente demasiado espesa a causa de las abundantes libaciones. Solamente habían comprendido que un peligro los amenazaba y puesto que todos, a excepción del quisquilloso Ata, tenían una confianza completa en la muchacha, la siguieron sin preguntarse siquiera si es que todavía estaban allí los guerreros que tripulaban las cuatro barcas cuya misión era capturarlos o había nuevos enemigos. Nefer, que no abandonaba de Mirinri caminaba rápidamente, penetrando bajo las espléndidas arcadas de verdor, sin vacilar un solo instante. Realmente debía conocer al dedillo aquella isla, de la que era propietaria y princesa. Mirinri que tenía su cerebro ofuscado todavía, se dejaba llevar dócilmente, seguido por Ata y Ounis mientras que los etíopes en quienes se había despertado repentinamente el instinto salvaje saltaban a través de los matorrales, volteando amenazadora mente las mesitas y las ánforas.

Aquella carrera duró unos veinte minutos; luego el grupo se encontró de pronto ante una ensenada pequeña bañada por las crecidas aguas del Nilo, y en medio de aquella se balanceaba dulcemente una barca, dotada de un palo y con la proa y la popa muy altas.

—¡A tierra! —Gritó imperiosamente Nefer—. Tengo en mis manos el ureo de Pepi. Algunos hombres medio desnudos aparecieron sobre el puente. Al oír aquella orden aferraron enseguida la cuerda que unía barca y orilla, tirando vigorosamente de ella para acercarla.

—¿Quiénes son? —preguntó Mirinri a Nefer.

—Hombres que te conducirán a Menfis —respondió la muchacha.

—¿Amigos o enemigos? —inquirió Ata.

La muchacha mostró el brazalete que había arrebatado al sacerdote haciéndolo brillar en los últimos rayos del sol que se hundía lentamente detrás de la cadena libia.

—Mientras yo tenga esto en mis manos —dijo— nadie amenazará la vida del Hijo del Sol. Gracias a ello llegaremos a Menfis sin que nos estorben.

La barca había arribado a la orilla por la larga popa y un hombre viejo, que llevaba una enorme peluca en la cabeza y una delgada y larguísima barba de forma rectangular que le daba un aspecto ridículo, se había inclinado en la borda, exigiendo con voz tosca:

—Muéstrame la señal, muchacha.

—Aquí está —respondió Nefer, alzando el brazalete—. Es el ureo del rey.

—Bien, estamos a tus órdenes.

—Zarpa enseguida.

—¿Hacia dónde?

—A Menfis.

—¿Y Her-Hor?

—No os ocupéis de él, ahora.

Luego, volviéndose a Mirinri, que seguía medio ebrio, añadió:

—Sube, mi señor, y todos vosotros también. El Nilo está crecido y mañana veremos el esplendor de Menfis, la orgullosa.