CAPÍTULO I

LA PRINCESA DE LA ISLA DE LAS SOMBRAS

Mirinri, Ata, Ounis y los etíopes, presa de una emoción difícil de describir, se habían apresurado a huir refugiándose en la escalera que conducía al serdab, cuya puerta de bronce cerrada por Nefer no permitía subir más que hasta el rellano. Un espectáculo terrorífico había tenido lugar en la inmensa cripta: las tapas de los sarcófagos, que debían encerrar a las momias de los antiguos reyes nubios, comenzaron a chirriar y poco a poco se iban levantando como si los difuntos fuesen a resucitar. ¿Eran las sombras de los muertos que Nefer había pretendido encerrar en sus tumbas y que volvían a salir, aquellas terribles sombras que asustaban a los ribereños del río?

Todos se habían pegado contra la puerta, mirando con los ojos aterrados las tapas de los ataúdes, que seguían alzándose, chirriando cada vez más fuerte siniestramente. Sólo Mirinri se había quedado en el primer peldaño mirándolos intrépidamente, como si quisiese desafiar aquellas terribles sombras. Ciertamente el ánimo del joven Faraón no temblaba, puesto que ni un solo músculo de su rostro se había movido como tampoco lo habían hecho los de Ounis. También el anciano sacerdote que lo había criado observaba una calma suprema y parecía más preocupado por observar a Mirinri que a los sarcófagos. De pronto, con inmensa sorpresa de los etíopes y de los egipcios, se oyeron salir de aquellos seculares sarcófagos unos sones dulcísimos, que se fundían entre sí con una armonía admirable.

Eran notas débiles de flautas, de los sab que incluso hoy día resultan tan difíciles de tocar, en especial los de bronce, aunque semejantes instrumentos resultasen raros en aquellas épocas; se oían también notas de las dobles flautas llamadas zargbocel, de ban-it, es decir de arpas semicirculares y de nadjakhi, una especie de liras, que tenían de seis a quince cuerdas, y muy corrientes entonces.

Los etíopes, asustados, ya que son más supersticiosos que los egipcios, habían vuelto atrás, no pensando ya en defender al Hijo del Sol.

Ni siquiera Ata se había quedado en defensa del joven, quien a su vez no parecía necesitar el auxilio de nadie.

De pronto, todas las tapas de los sepulcros se alzaron a la vez y una legión de hermosísimas jóvenes, apenas cubiertas por ligeros velos y adornadas por riquísimos collares, brazaletes y anillos, se alineó a lo largo de las paredes de la cripta.

Todas eran de extraordinaria belleza, vestidas con la suprema elegancia de las danzarinas y de las tañedoras de instrumentos de aquella época que iban a la cabeza de la moda, influyendo incluso en las hijas de los poderosos Faraones, y perfumadas de pies a cabeza. Cada una llevaba en su mano un instrumento musical: flautas, arpas, sistros, crótalos de bronce, que batían uno contra otro, triángulos, cítaras muy estilizadas con el mango muy largo y címbalos de metal llamados kimkim que producían penetrante sonido y que hacían resonar las bóvedas del inmenso sepulcro.

—¿Quiénes sois vosotras? —Gritó Mirinri bajando del último peldaño con el ímpetu de un joven león—. ¿Muchachas o espectros de los reyes nubios? El Hijo del Sol no tiembla ante vosotras.

Una cascada de risas argentinas fue la respuesta.

Las muchachas, sin dejar de hacer sonar sus instrumentos musicales, se encaminaron lentamente hacia el extremo opuesto de la cripta, donde se alzaba un gran escalón de aquella espléndida y apreciada piedra calcárea procedente de las montañas de la cadena libia.

Mirinri había hecho ademán de lanzarse a través de la mastaba y arrojarse contra las muchachas, pero Ounis y Ata se apresuraron a detenerlo.

—¡No! —Gritaron al unísono—. ¡Estamos soñando! ¡Son espectros! En todo esto hay algún maleficio de Nefer.

—¡Que yo voy a esfumar! —Respondió el joven héroe—. Yo, sin tener el poder de ella, los enviaré a todos a sus sarcófagos, donde es posible que durmieran desde hace siglos. ¡Yo no soy un mortal cualquiera! ¡Soy un Hijo del Sol!

Con una Brusca sacudida se liberó de los brazos de Ata y Ounis e iba a lanzarse contra las muchachas, que parecían mirarlo con malicia, cuando se abrió de golpe la puerta situada encima del gran escalón, con un inmenso ruido y apareció una mujer joven envuelta en velos bordados en oro con largos cabellos negros sueltos sobre su espalda semidesnuda, acompañada por cuatro muchachas que sostenían lámparas en sus manos.

Mirinri se detuvo de pronto soltando un grito:

—¡Nefer!

Era la hechicera en persona que aparecía sobre el rellano de la escalera entre las luces de las lámparas, más hermosa y seductora que nunca. Sus ojos, tan negros, estaban animados por una llama intensa, ardiente, y se fijaron inmediatamente en el joven Faraón.

—¡Tú, Nefer! —Repitió Mirinri—. ¿Nos has traicionado, miserable? Si lo que quieres es mi vida, tómala ya.

Una expresión de intenso dolor alteró el rostro de la hermosa joven.

—¿Quién te ha dicho que te he traicionado, mi señor, yo que sería feliz de poder dar mi sangre por ti? Te he salvado, mi dulce señor, de los hombres que te perseguían y que si te hubiesen alcanzado te habrían conducido prisionero a Menfis, destrozando para siempre tu hermoso sueño y destruyendo sin remedio todas tus futuras esperanzas de gloria y poder.

—¡Tú me has salvado! ¡Pero si soy tu prisionero!

—¿Qué es lo que dices? ¿Quieres volver a los bosques de la isla? Haré abrir todas las puertas de la mastaba y del templo, pero ¿adónde irás ahora que los guerreros de Pepi tan destruido tu barca y no tienes ni siquiera un arma para defenderte? ¿Lo quieres, Hijo del Sol? Una sola señal tuya y quedarás libre, junto con tus compañeros.

El joven Faraón se había quedado silencioso, mirando con creciente extrañeza a la muchacha, que seguía erguida sobre el rellano de la escalinata, envuelta en una ligera vestimenta azulada, abierta solamente por delante hasta el pecho y con brazos y piernas adornados con maravillosas joyas, que la luz de las lámparas hacían fulgir vivamente. Ata y Ounis no habían abierto la boca. Parecía que la sorpresa los hubiera hecho enmudecer.

—¿Qué es pues lo que quieres de mí? —preguntó Mirinri después de un largo silencio.

—Que hasta que se hayan ido tus enemigos quieras aceptar la hospitalidad que te ofrece la princesa de la isla de las sombras. Ven, mi señor, la mesa está dispuesta y tú y tus compañeros debéis estar hambrientos.

—¿Estoy soñando? —preguntó Mirinri, volviéndose hacia Alta y Ounis.

—No lo creo, aunque todo esto tenga la apariencia de un verdadero sueño —respondió Ata—. Esta muchacha es un ser totalmente extraordinario y más me parece una divinidad procedente del sol para protegerte que una criatura humana, mi señor.

—Así, pues, la historia del tesoro de los reyes nubios era una invención, ¿no es cierto, Nefer? —dijo Ounis.

—Calla, viejo Ounis —respondió Nefer—. Conténtate con estar todavía vivo y de ver a tu lado al Hijo del Sol, a quien dedicaste toda tu vida.

—Tienes que explicarnos muchas cosas.

—Te las explicaré más tarde, si quieres. Ahora pensemos en divertirnos.

Bajó del rellano, seguida siempre por las cuatro muchachas, tomó de la mano a Mirinri, quien no opuso resistencia alguna y subió de nuevo hacia la puerta, penetrando en un inmenso salón cuyo techo curvo se hallaba sustentado por dos docenas de espléndidas columnas repletas de pinturas. Por una abertura rectangular, que se abría en lo alto, descendía una luz vivísima, que se reflejaba intensamente sobre el pavimento de mármol, muy pulido. Entre las dos hileras de columnas habla una treintena de pequeñas mesas, de unos pocos palmos de altura; detrás de cada una de ellas, pieles de animales que debían servir probablemente como asientos o como alfombras y ante las mesas podían verse grandes ánforas de cerámica barnizada, con el cuello muy largo, que sostenían enormes macizos de flores de loto blancas, rojas y azules que exhalaban deliciosos perfumes.

Nefer condujo a Mirinri a una de aquellas mesas y lo hizo sentar sobre una magnífica piel de león, poniéndose ella a su lado. Ounis, Ata y los etíopes se acomodaron en torno a las demás, de dos en dos, mientras que las tañedoras se situaban entre las columnas, haciendo sonar sus instrumentos musicales, de modo que no impedían a los comensales hablar y entenderse.

—¡Tú eres una diosa, Nefer! —Exclamó Mirinri, que aspiraba ávidamente los perfumes deliciosos que impregnaban los ligeros vestidos de la joven—. Es imposible que seas una mortal.

—¿Por qué, mi señor? —preguntó la muchacha, sonriéndole y mirándolo con ojos lánguidos.

—Has hecho cosas tan maravillosas y has cambiado tantas veces tu ser, que ya no me aventuro a entender nada. Antes una pobre hechicera, después una Faraona, ¿y ahora?

—La princesa de la isla de las sombras.

—Y mañana tal vez la reina de Egipto.

—Bien lo quisiera, mi dulce señor, para compartir contigo el poder supremo. Desgraciadamente, este sueño —añadió la muchacha con una amarga sonrisa— no se realizará nunca.

—¿Por qué, Nefer? ¿Quién puede decirlo?

—Porque tú, mi señor, amas a otra y esa llama no se extinguirá nunca.

—¿Por qué quieres turbar mi espíritu, Nefer? En este momento no pensaba en la Faraona y sólo a ti veía.

—Tienes razón, mi dulce señor —respondió la joven.

Entre tanto, una docena de jovencitas que llevaban un corto faldón de tela bordada en oro ceñido a su cintura y que lucían en su cabeza piezas de tela plegada, cayendo en línea recta hasta las orejas, tocado característico de las esfinges, irrumpieron en la sala, llevando coronas de flores y ánforas de oro exquisitamente cinceladas y tazas de igual metal y plata.

Una de ellas, cuyo cuerpo era de escultural belleza, se aproximó a la mesita a la que estaban sentados Mirinri y Nefer, y les puso dos coronas de flores sobre la cabeza y otras dos en torno al cuello de ambos, según era costumbre; a continuación cogió un ánfora y llenó dos tazas de un vino perfumado del color del rubí.

—Bebe la luz de mis ojos —dijo Nefer, ofreciendo una taza a Mirinri—. Yo beberé la fuerza que emana de tu cuerpo, ¡oh, Hijo del Sol!

El joven sintió una breve excitación, luego la vació, seguido inmediatamente por la muchacha. También Ata y Ounis habían recibido coronas y vino, no siendo olvidados tampoco los etíopes.

La música llenaba el aire con vibraciones extrañas que invitaban a un dulce reposo, mezclándose el perfume penetrante y embriagador de las flores que las hermosas muchachas de cuando en cuando renovaban. La lira, el arpa, la cítara, el tamborcillo, la flauta doble y la sencilla unían sus perfectos acordes. En los banquetes de los antiguos egipcios la música ocupaba un lugar muy importante, al igual que ocurría en las ceremonias religiosas. Parece que en aquella lejana época hubiese ya alcanzado, en el inmenso valle del Nilo, un muy alto grado de perfección. Formaba parte de la educación, como ocurre en nuestros tiempos, y no era raro ver en los templos a las hijas de los Faraones hacer sonar el sistro, instrumento sacro de las ceremonias religiosas o el arpa. Había también verdaderas agrupaciones de muchachas músicos que participaban, especialmente recibiendo cierta retribución, en fiestas, banquetes y cenas, juntamente con las danzarinas, que según la costumbre de la época se mostraban en público también. Las jóvenes nubias, para divertir a los convidados, que no perdían tiempo en vaciar las ánforas de vino y cerveza, después de renovar las flores, comenzaron a trenzar sus danzas, que por lo común consistían en carreras desenfrenadas en torno a las columnas y en piruetas vertiginosas. Parecía que quisieran precipitarse contra las mesitas ocupadas por los convidados; luego, en el último instante, se detenían bruscamente alzando las manos y se enderezaban con largos movimientos. Si los etíopes se divertían, Mirinri y Nefer no parecían ocuparse ni de la música ni de las danzarinas, y mucho menos de Ounis y Ata, que conversaban animadamente.

—Nefer —había dicho Mirinri, cuando las danzarinas comenzaron sus danzas—. ¿Quiénes son ellas?

—Ya lo ves, Hijo del Sol —respondió la muchacha—. Son jóvenes que proceden del alto curso del río.

—¿Sabes por qué lo pregunto?

—No, no lo sé, mi señor.

—Porque Ounis me explicó hace mucho tiempo, que sobre el Nilo hay una isla habitada solamente por mujeres. ¿No será ésta?

—No lo sé —contestó Nefer.

Mirinri la miró con extrañeza.

—¿No la sabes?

—No.

—Me contó también que había una reina que mandaba en aquellas mujeres.

—Es posible.

—¿Y no serás tú esa reina?

—No lo creo.

—Sin embargo no he visto hasta ahora a ningún hombre aquí.

—No hace falta.

—¿Qué clase de mujer eres tú?

—¿Qué se yo?

—¿No lo sabes?

—No, Hijo del Sol —dijo Nefer que se había tornado pensativa—. Hay en mi vida un misterio que tú intentas desvelar; pero perderás el tiempo, porque ni yo misma podría rasgar ese denso velo que la envuelve. Bebe, mi señor; la vida es coma y la muerte puede caer sobre nosotros en cualquier momento y hacernos atravesar el río infernal que divide los campos divinos de Aaseron. Bebe. La embriaguez es la vida.

—¿Y esta vida puede perderse? Habla, Nefer. Empiezo a tener miedo de ti.

—Perderse, ¿por qué? —Replicó la muchacha—. Si alguno amenazase sabría defenderte como la leona defiende a su prole contra la ferocidad del macho hambriento y mucho más contra la Faraona que tú amas y que tal vez, al saber quién eres, te mataría.

—¿Quién eres tú pues? Ya te lo he preguntado varias veces, Nefer.

—Se lo he preguntado a Amnón y se ha quedado mudo; lo he preguntado a Tanen y no me ha contestado; se lo pido a Ma, que representa la verdad y nada me ha dicho; Ra, Horus, Ament, Hathor, Anoneke, Isis, Neith se han quedado igualmente mudos. Soy una Faraona y una hechicera al mismo tiempo; tengo sangre divina en las venas al igual que tú, porque llevo el tatuaje de los descendientes del Sol y soy al mismo tiempo una pobre muchacha, una danzarina, una tañedora de sistro y una adivina.

¿Soy yo el destino o un ser divino? Yo no lo sé, mi señor. Hoy soy la princesa de las sombras, pero mañana, ¿qué seré? En mi vida hay un sólo deseo que no puedo confesarte, aunque me arranques el corazón. Y además —prosiguió la muchacha tras un momento de silencio, con voz triste— es una locura que me va a resultar fatal. No, Nefer no verá a su dulce señor hacer temblar a los enemigos del gran Egipto, como su padre el invencible.

—¿Qué cosas dices? —preguntó Mirinri.

La muchacha pareció concentrarse unos momentos, después dijo con voz más triste aún:

—Ayer tarde mientras atravesaba el bosque, inmersa en mis pensamientos, tuve una visión.

—¿Qué ocurría?

—Vi una inmensa sala llena de gente: había allí sacerdotes, guerreros, altos dignatarios y un rey, uno de nuestros Faraones. Ya no estaba sobre su trono dorado; yacía sobre las frías piedras de la soberbia sala, como medio muerto, mientras que un anciano lo cubría de improperios, amenazándolo con el puño y una muchacha hermosa como un rayo de sol, le suplicaba, arrodillada a sus pies. En el trono dorado había un joven, hermoso, fuerte, valiente, que se parecía extrañamente a ti.

—¡A mí! —dijo Mirinri, sorprendido.

—Sí.

—Prosigue.

—Él miraba intensamente a la muchacha que suplicaba, sin dignarse mirar a otra, que a su vez lo miraba intensamente y que lloraba.

—¿Quiénes eran?

—No lo sé —dijo Nefer.

—¿Y aquel joven?

—No sé quién era.

—Yo, ¿tal vez…?

—No lo sé —repetía Nefer.

—Me has dicho que se me parecía a mí. Tú eres adivina y puedes prever cosas que yo ni siquiera de lejos podría concebir.

—Déjame terminar.

—Continúa —dijo Mirinri que era presa de viva excitación ¿Qué le sucedió a aquella muchacha que se hallaba arrodillada ante el anciano?

—Ya no la vi más.

—¿Quién era aquel viejo?

—Un rey sin duda porque llevaba en la cabeza el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.

—¿Y el joven sentado en el trono?

—También lo llevaba.

—¿Y qué viste más?

—Una muchacha tendida sobre el suelo, expirando, mientras que las vueltas de la techumbre retumbaban debido a un inmenso griterío: «¡Viva el rey de Egipto!».

—Muerta —palideció Mirinri mientras decía esa palabra.

—Me parece que estaba agonizando.

—¿Tal vez la joven Faraona?

Nefer miró intensamente a Mirinri, después como hablando para sí, dijo:

—Piensa continuamente en ella.

—¿Tenía los ojos negros? —preguntó el Hijo del Sol sin darse cuenta de aquellas palabras.

—No lo recuerdo.

—¿De cabellos muy negros?

—Las visiones se esfuman fácilmente.

—Habla Nefer —gritó Mirinri con angustia.

—Creo que tenía los ojos fulgurantes por una llama ardiente.

—¿Cómo los tuyos?

—¿Los míos? No logran hacer arder el corazón de un Hijo del Sol —respondió la joven con una sonrisa triste—. Bebe, mi señor. Hoy eres mi huésped y el vino de la cálida Libia pone fuego en las venas y proporciona olvido.

—¡Sigue hablando!

—Mira, traen las viandas, mi señor, y tú no has comido desde hace doce horas. Divirtámonos y no pensemos en el futuro. Además, ¿quién es el que cree en los sueños y en las visiones? Yo no y tú todavía menos que eres un Hijo del Sol.

Las nubias habían interrumpido las danzas y una docena de muchachas cubiertas con ligerísima vestimenta a franjas en azul, blanco y rojo, tocadas con coronas de flores, habían aparecido llevando bandejas de plata colmadas de manjares que exhalaban un olor apetitoso, mientras que desde lo alto, por la abertura del techo, caían en todas direcciones pétalos de flor de loto.

Los egipcios, en sus banquetes, gustaban de mostrar un lujo verdaderamente extraordinario y no descuidaban el escenario. Ciertamente que no habían conseguido el fausto de los chinos, quienes no se achicaban ante cuarenta o cincuenta platos diversos, aunque abundaban también entre aquellos, sirviendo a los comensales un número respetable de platos de carne, de pájaros acuáticos condimentados con muchas salsas, peces, legumbres exquisitas y fruta, uva en especial, dátiles, higos y semillas de loto. Al igual que los orientales modernos, no utilizaban ni cuchillo, ni tenedor, comían corrientemente en un mismo plato, empleando los dedos, que luego limpiaban con servilletas adecuadas que les ofrecían los esclavos o esclavas. Sin embargo, para la sopa utilizaban unas cucharas bellísimas, comúnmente de oro o plata, con mangos exquisitamente trabajados, que representaban personas en acciones de levantar fatigosamente sus extremidades, cabezas de mujer, o grupos de muchachas luchando entre ellas.

Pero era sobre todo en el beber que se excedían. En sus festines la cerveza y el vino corrían a torrentes, a veces en exceso, puesto que las pinturas descubiertas en sus monumentos, nos muestran a hombres y mujeres presas de disturbios causados por los excesos de la gula o conducidos a casa en pleno estado de embriaguez, sobre palanquines. Un detalle, no obstante, que ha impresionado a los egiptólogos profundamente, es que ni siquiera en las orgías más desenfrenadas, los súbditos de los grandes Faraones olvidaban la idea de la muerte, que parece haber sido la eterna preocupación de aquellos antiquísimos habitantes del fértil valle del Nilo. En efecto en todas sus reuniones no faltaba casi nunca, en el colmo de su alegría, la aparición de un pequeño féretro con una figura de madera muy bien pintada, que representaba perfectamente a un cadáver, que se mostraba a todos los convidados más o menos embriagados, diciéndoles:

«Pon tus ojos en este hombre: tú serás como él después de la muerte; bebe pues y diviértete ahora que puedes».

Si un anfitrión se permitiese en nuestro tiempo semejante broma, ignoro el momento que pasaría y si las manos de sus huéspedes quedarían quietas; los egipcios, en cambio, no hacían ningún caso y aquel pequeño féretro no disminuía en absoluto su apetito, porque para ellos la muerte no tenía nada ni de terrible, ni de repulsivo. Les asustaba tan poco que se complacían en conservar en casa las momias de sus parientes durante bastantes meses, antes de hacerlos llevar ya definitivamente a las mastabas de la familia, y no era raro el caso que se reservase a alguna momia el puesto de honor en algún banquete, sin que la presencia de aquel lúgubre convidado, con las pupilas fijas y el rostro inexpresivo y cuidadosamente pintado que escondía la faz siniestra del personaje enfriase la alegría de sus vecinos vivos o les impidiese embriagarse.

El banquete que Nefer ofreciera a sus huéspedes era digno de una gran princesa faraónica. Tras unos manjares aparecían otros nuevos, en platos de metales preciosos, y la comida y los vinos eran exquisitos, tanto que a mitad del banquete todos los etíopes, que probablemente no se habían encontrado nunca con tal abundancia de comida, ya estaban más o menos ebrios. También Ata y Ounis, que comían en la misma mesa, situada cerca de la que compartían Mirinri y Nefer, parecían excitados y charlaban y reían ruidosamente. No cabe duda de que también el agudo perfume que exhalaban las flore s, que continuamente eran arrojadas desde lo alto, formando verdaderos montones entre las mesas, tenían un importante papel en aquella embriaguez, que parecía haberse apoderado de todos y a la que no escapaba ni siquiera el Hijo del Sol. Nefer por otra parte no paraba de escanciarle continuamente el dulce y delicioso vino de las montañas libias.

—Bebe, mi señor —le decía, cuando veía la copa vacía, fascinándole con el poder de sus ojos maravillosos, de mirada viva y ardiente—. La embriaguez es dulce y hace soñar y olvidar.

—Sí, bebo Nefer —respondía Mirinri que en aquellos momentos era presa de una viva alegría—. Bebo la luz de tus ojos.

Parecía haber olvidado a la Faraona y no ver ante él más que a Nefer. La música, entretanto, proseguía y las danzarinas no habían cesado de moverse ágilmente, haciendo girar con sumo arte sus ligeros vestidos y las largas faldas que pendían de su cintura. Borbotones de risa se confundían con los dulces gemidos de las ligeras mandolinas, el tintineo de los sistros y los sones de las flautas dobles y simples.

Nefer miraba fijamente los ojos de Mirinri, como la serpiente fascina al pájaro, sin que el joven fuese capaz de sustraerse a aquella ardiente mirada.

—Me parece que me quemas el corazón, Nefer —dijo de pronto Mirinri—. No sigas mirándome así, hay un fuego extraño en tu mirada que parece que quiera consumir algo que tengo fijo aquí dentro.

—¿Una visión?

—Sí, la eterna visión.

—¿La joven Faraona?

—¿Quién eres tú, que todo lo adivinas?

—Ya te he dicho que soy una hechicera.

—Es cierto, se me habla olvidado…

—¿Por qué no quieres que te mire?

—No lo sé…

—¿Temes que el fuego de mis ojos incendie y destruya la imagen de aquella muchacha?

Mirinri, en vez de responder, tomó la copa que Nefer había llenado de nuevo en aquel momento y la vació de un trago; después la mantuvo en la mano, mirando dentro de ella.

—¿Qué buscas? —Preguntó Nefer—. ¿Temes que haya mezclado algún filtro en el vino?

—No; me parecía haber visto en el fondo de este vaso dos ojos que no se pare cían a los tuyos y que me miraban fijamente.

—Ahógalos con más vino y ya no los verás —respondió Nefer, volviéndola a llenar de modo rápido—. Ves: han desaparecido ya.

La desdichada Nefer haría cuanto estuviera en su mano para retener a Mirinri junto a sí. Sabía del amor de éste, a primera vista, por la muchacha que libró de la muerte, y quería evadirse a su destino, que adivinaba lúgubre e infeliz.