CAPÍTULO XVI

LAS MARAVILLAS DEL TEMPLO DE KANTATEK

Cuando Nefer regresó a la orilla, Mirinri se encontraba todavía allí, sentado en la base del obelisco, con la daga desnuda en la mano y la mirada fija en la linde del bosque, dispuesto a correr en ayuda de la muchacha, si algún peligro la hubiese amenazado. Al verla salir por el claro abierto entre la muralla de verdor, se levantó prestamente y se dirigió a su encuentro. Nefer lo acogió con una sonrisa y con una mirada intensa.

—La isla es tuya, mi señor —le dijo—. Los espíritus de los reyes nubios han reentrado en sus sarcófagos y ya no saldrán de ellos hasta que yo quiera.

—¿Tú los has visto? —preguntó Mirinri.

—Sí, vagaban por las copas de las palmeras.

—¿Quién eres tú que posees tal poder? Yo he oído tu invocación y luego un gran ruido que ha asustado a los etíopes e incluso a Ata y a Ounis.

—Eran los sarcófagos que se cerraban —respondió Nefer en voz baja.

—Hasta ahora yo no creía en ti.

—¿Y ahora?

—Envidio tu oculto poder. Si lo poseyera, tal vez ahora la orgullosa Menfis sería mía y mi padre estaría vengado.

—Yo nada puedo contra los vivos —dijo Nefer.

—¿Has estado en el templo?

—Sí y he pronunciado ante las esfinges el poderoso conjuro. Esa es la razón por la que he tardado, mi señor.

—¿No has visto brillar allí dentro ninguna luz?

—Reinaba una profunda oscuridad y un silencio absoluto. Los que cegaron a mi prometido deben haber muerto o han huido.

—¿No se habrán llevado también los tesoros que según tú dices se hallan en los subterráneos?

—Mañana nos aseguraremos —respondió Nefer—. Perder un día no retrasará demasiado la conquista del trono al que tienes derecho, mi señor.

—Y además, por ahora no podemos reemprender el camino —dijo Mirinri cuya frente se había oscurecido—. Aquellas cuatro barcas están en guardia; todos estamos convenidos que están esperando a que reemprendamos el viaje para atacarnos. Sube a bordo y vete a descansar, muchacha.

Nefer lo siguió, sin añadir nada más, pero en vez de entrar en su camarote, se sentó en la proa sobre un montón de cuerdas. Una viva ansiedad reinaba entre la tripulación e incluso Ounis y Ata se mostraban preocupados sobre manera. Todos presentían, a excepción de Mirinri, que les amenazaba un peligro. LA presencia e aquellas cuatro barcas, que no se decidían a abandonar el Nilo, había hecho perder la calma lo mismo a los etíopes que a los dos jefes. Además estaban convencidos de hallarse frente al enemigo y no ante simples mercaderes.

—¿Están siempre allí? —preguntó Mirinri, apenas subió a bordo, dirigiéndose a Ounis y a Ata que vigilaban atentamente, echados sobre la cubierta.

—Continuamente —respondió el anciano.

—Tal vez esperen el alba para marcharse.

—O para atacarnos —replicó Ata.

—¿Se atreverán a acercarse a esta isla que todos temen?

—Eso no lo sé y es posible que no se atrevan a tanto, pero mientras estén ahí vigilándonos, no podemos reemprender nuestro viaje. Estamos aquí prisioneros.

—¿Debe haber muchos hombres a bordo?

—Son barcas grandes, mi señor —respondió Ata— y tendrán un equipo más numeroso que el nuestro. Me guardaré muy bien de exponer tu preciosa vida.

—Yo no lo permitiré —intervino Ounis, que parecía más inquieto que Ata—. Si tú, Mirinri, caen en manos de Pepi, no te perdonará y tu hermoso sueño habría terminado para siempre y tu padre quedará sin venganza.

—Aguardemos al alba —dijo el joven—. Yo haré lo que tú quieras, porque debo mi vida a ti y a tu prudencia. De la misma manera que he esperado años, puedo esperar días. Menfis sigue estando allí y no se escapará.

De pronto se sobresaltó. El pequeño velero fue sacudido bruscamente, como si hubiese recibido un fuerte golpe en sus lados.

Ata y Ounis se quedaron en pie, mirando en su torno con ansiedad, mientras que los etíopes corrían a lo largo de la cubierta, presos de pánico.

Algo debía haber ocurrido porque el velero, aunque el agua no estuviese agitada dentro de la pequeña ensenada, continuaba oscilando cada vez más, amenazando con escorarse sobre un lado. Un grito escapó de Ata.

—¡Nos hundimos! Sálvate Hijo del Sol. ¡Esta era la traición que presagiaba!

Todos se precipitaron hacia proa, donde Nefer seguía sentada, tranquila e impasible. Ni siquiera se movió al oír el grito de Ata; solamente en sus labios había aparecido una leve sonrisa.

—¡Primero el Hijo del Sol! —gritó Ata, deteniendo con un gesto a los etíopes que iban a precipitarse por la pasarela que había servido a Nefer para descender a tierra.

—Primero, la muchacha —dijo a su vez Mirinri.

El rostro de Nefer se iluminó con una alegría inmensa.

—Gracias, mi señor —dijo levantándose.

—Raído, la nave se hunde —respondió Mirinri viéndola inclinarse rápidamente sobre el lado.

Nefer subió ágilmente sobre la pasarela, ligera como un pájaro, la atravesó y la siguieron a toda prisa los demás.

Apenas se habían reunido ante el inmenso obelisco, cuando el pequeño velero giró por completo, con la quilla al aire, rompiendo de golpe las amarras que la unían a la piedra que le servía de ancla. La corriente, al penetrar en su interior, originaba un remolino que pronto lo arrastro y lo llevó rápidamente, antes de que los etíopes, no repuestos todavía del pánico, hubiesen pensado en detenerlo. Durante algunos instantes reinó entre todos aquellos hombres un profundo silencio. Fue Mirinri el primero que lo rompió.

—Es mi suerte y tal vez mi trono lo que se va ahí —dijo.

—¡Maldición! —exclamó Ata—. ¡Nos tienen cogidos!

—Todavía no —dijo Ounis, que había recuperado su sangre fría—. Era evidente que no íbamos a llegar a Menfis como tranquilos pasajeros y que el usurpador nos iba a tender trampas a lo largo de nuestro camino.

—¿Debe haber un traidor entre nosotros? —Preguntó Mirinri—. Tu barca era sólida Ata, y no puede hundirse por sí sola.

—Son los hombres que tripulan aquellas barcas los que lo han barrenado —respondió Ata—. No tengo ninguna duda. Han aprovechado la oscuridad de la noche para atravesar el río y abrir esas brechas en los flancos del velero.

—Entonces saben que yo estaba en tu nave.

—Pepi ha dispuesto numerosos espías a lo largo del río seguramente —dijo Ounis—. Tal vez él sepa de nosotros más de lo que suponemos, prueba de ello es que él sabía de nuestra partida del desierto.

—¿Y ahora qué haremos? ¿Cómo podré yo llegar a Menfis? —Preguntó Mirinri—. Lástima que haya terminado así todo y que mi estrella en la que tú, Ounis, tenías tanta confianza, se haya perdido para siempre.

—Mi señor —dijo Nefer— ante todo piensa en tu salvación; veo que las barcas se dirigen a la isla.

Todos se volvieron, mirando la orilla opuesta. Las cuatro barcas levaron anchas y navegaban ya lentamente a través del Nilo.

—¡Ya vienen! —gritaron todos.

—Y no tenemos armas para defendernos —dijo Ata, con rabia.

—Yo os salvaré —repuso Nefer.

—¡Tú! —exclamó Mirinri.

—Sí, mi señor.

—¿Cómo?

—Conduciéndolos al templo donde reposan los antiguos reyes nubios. Ahora están aplacados los espíritus y no tenéis nada que temer. Además ninguno de aquellos que van en las barcas se atreverán a seguirnos hasta allí.

—¿Y tú nos prometes que allí no vamos a encontrar a ningún enemigo? —preguntó Ounis.

—Lo juro, por Osiris —respondió la muchacha—. Seguidme antes de que las barcas se acerquen y nos alcancen las flechas de los arqueros. Mirad, se preparan.

—Adelante, muchacha, que si nos engañas, aunque seas una Faraona, no te respetaremos —dijo Ata, con voz amenazadora.

—Yo no podré defenderme y estoy en vuestras manos. Seguidme, si apreciáis la vida.

El temor de que Mirinri pudiese caer en manos de los guerreros de Pepi hizo decidirse a Ounis, tanto más porque no podían oponer resistencia alguna en caso de un ataque, al no haber tenido tiempo de salvar sus armas. Se ocultaron apresuradamente entre el claro abierto en la espesura y se pusieron detrás de Nefer, que les precedía con paso presuroso, avanzando detrás de los grandes árboles.

Aquel islote, fertilizado por las aguas del Nilo, que en su mayor nivel de la crecida debía casi inundarlo, estaba obstruido por plantas enormes, que se habían desarrollado sobremanera. Era un verdadero caos de plantas con hojas en forma de abanico con su tronco cilíndrico, nudoso solamente en la base, coronadas en lo alto por una cimera compuesta por treinta o cuarenta hojas, plantas muy apreciadas por los antiguos egipcios, los cuales se nutrían de sus frutos, de sus jóvenes hojas e incluso de una sustancia harinosa contenida en su tronco. Debajo de aquel inmenso pasadizo de verdor, encerrados en verdaderas redes de plantas trepadoras, se erguían grupos de euforias, de las que se extrae un jugo corrosivo, que substituye en la actualidad el caucho y que es tan fuerte como para atravesar las telas y producir heridas en la carne muy dolorosas, y zarzas muy espesas que hacían el camino muy difícil. Ningún animal se presentaba ante el grupo, que proseguía su camino rapidísimamente. Solo entre el ramaje se levantaban unos pocos pájaros acuáticos, entre ellos halcones. Parecía que aquel islote se hallaba totalmente desierto oyéndose más que algún rumor en dirección no determinada. El encantamiento de la hechicera había surtido efecto, o por lo menos así lo pensaban los supersticiosos etíopes. Habían recorrido ya un largo trecho, abriéndose camino fatigosamente entre aquellas masas vegetales, cuando todos se detuvieron de pronto, lanzando un grito de estupor. Se habían encontrado inesperadamente ante un maravilloso templo, que se alzaba en medio de una explanada despejada de árboles.

—Este es el lugar donde descansan los cadáveres de los antiguos reyes nubios —dijo Nefer.

Aquel templo era de dimensiones enormes, medidas a las que por otra parte eran muy aficionados los arquitectos egipcios, que estaban habituados a hacerlo todo a lo grande; pirámides colosales, obeliscos colosales, colosales también los embalses, los diques, las estancias funerarias y los palacios. Era un dado monstruoso, pero con las fachadas en pendiente, sobre el otro dado de dimensiones no tan grandes con una pirámide truncada en su centro, formando todo ello un bloque de enormes dimensiones de piedra calcárea, procedente sin duda alguna de la doble cadena arábiga y líbica, aquella cadena montañosa que provee a Egipto de los materiales necesarios para levantar sus gigantescas pirámides. Numerosas inscripciones e incontables figuras cubrían las paredes, representando divinidades, reyes en traje de ceremonia, montados en sus carros de guerra, en escenas de caza y animales de toda especie. En medio, en un gran cuadro en forma gigante se hallaban las tres grandes divinidades adoradas por los egipcios: Osiris, sentado sobre una especie de trono, con un altísimo sombrero y la insustituible barba cuadrada bajo el mentón; Isis, una diosa con el cuerpo semidesnudo, sentada en un trono y mostrando en su cabeza un extraño trofeo, dotado de dos cuernos, y la vaca Hathor, entre cuyos cuernos lucía el sol rodeado por bastantes símbolos y que ponía su hocico sobre la cabeza de un hombre. A ambos lados de la puerta que facilitaba la entrada al templo, se erguían dos obeliscos macizos historiados al igual que las paredes y delante de ellos, en una doble hilera, formando una especie de avenida, se hallaban dos docenas de esfinges con las cabezas de reyes, pertenecientes, probablemente, a las primeras dinastías.

—¿Quién pudo haber construido este magnífico templo en este lugar? —se preguntó Mirinri, que no había visto ninguno antes—. ¿Tú sabes, Nefer?

—Entra, le dijo a su vez la muchacha, tomándolo por una mano y atrayéndolo casi con violencia hacia la puerta.

—Rodead al Hijo del Sol —dijo Ata, dirigiéndose a los etíopes.

—No es preciso —replicó efer—. No lo amenaza ningún peligro y yo respondo de su vida. ¡Seguidme todos!

La voz de la joven, que por lo general era dulce y triste casi, se había tornado de improviso imperiosa.

Mirinri, que no era supersticioso y que por otra parte no sentía ningún temor, hizo seña a los etíopes de que se apartaran y se dejó conducir al templo. La luz que entraba libremente por la ancha puerta, les permitió descubrir un número infinito de magníficas columnas, cuyos capiteles se perdían en lo alto, todos ellos cubiertas de extrañas pinturas en rojo, en negro y en azul, los tres colores favoritos de los egipcios. Algunos representaban a los reyes del primer imperio, sentados en sus tronos, que no eran otra cosa que sencillas sillas macizas muy bajas, luciendo en la mano las insignias de la autoridad real, representada por un bastón un poco curvo hacia su extremo y por una especie de garfio, otras eran guerreros en el momento de dar muerte a los prisioneros; otras eran divinidades representadas por figura humana con cabeza de buey, ibis, cocodrilos y gatos.

En medio de aquella inmensa sala aparecía una estatua gigante de un rey en el momento de amenazar a alguien, con una inmensa barba cuadrada pendida en su mentón y armado con una especie de hoz muy curvada, que fue el arma primera que usaron los guerreros y los reyes de la primera dinastía.

—¿A dónde me llevas, Nefer? —preguntó Mirinri, viendo que la muchacha no se detenía.

—A la mastaba, mi señor —respondió la hechicera, sin dejarle de la mano—. Es el sepulcro en el que debe hallarse el tesoro de los antiguos reyes nubios y allí nadie se atreverá a ir a buscarte.

Atravesaremos el templo en toda su longitud, seguidos por Ounis, Ata y los etíopes, hasta que llegaron ante una puerta de bronce que estaba entreabierta y sobre lo que se hallaba esculpido, dentro de un disco, un escarabajo, símbolo de los sucesivos renacimientos del sol y un hombre con la cabeza de carnero, representando al dios solar.

—La mastaba se halla delante de nosotros —añadió Nefer.

—¿Ya veremos ahí dentro? —Preguntó Ounis—. No tenemos ninguna luz con nosotros.

—Hay un orificio en lo alto que nos proporcionará la luz suficiente.

—Adelante pues.

En vez de obedecer, Nefer había dado un paso atrás como si hubiese sido presa de un enorme terror o se hallase algo perpleja.

—¿Has oído algo? —le preguntó Mirinri.

—No, mi señor —respondió la muchacha secándose con un movimiento nervioso de la mano unas gotas de frío sudor que le resbalaban por la frente.

—¿Tienes miedo de las momias que has hecho regresar a sus sarcófagos?

—Nefer no teme a los muertos porque obedecen a sus conjuros, tú lo sabes bien.

—¿Qué pasa, pues? —preguntaron al unísono Ounis y Ata.

Pareció como si la muchacha hiciese un supremo esfuerzo, luego con ambas manos empujó la puerta de bronce resueltamente, susurrando a Mirinri:

—No tienes nada que temer, Hijo del Sol.

Un soplo de aire húmedo se abatió sobre Nefer, haciéndole ajustar a su cuerpo las finas telas que la cubrían, pero aquel aire no se hallaba impregnado de aquel tufo desagradable que por lo general reina en los sepulcros, mas bien parecía hallarse saturado de un sutil y misterioso perfume.

Una escalera se hallaba detrás de la puerta, Nefer descendió por ella, reteniendo a Mirinri por una mano y se encontraron en una inmensa sala subterránea, excavada en la tierra e iluminada por una abertura circular por la que penetraba un haz de rayos solares. Era la mastaba.

Los egipcios, tanto de las primeras dinastías como de las últimas han tenido siempre un gran cuidado en preparase sus sepulcros. Los Faraones se hicieron sepultar dentro de las grandiosas pirámides, los personajes importantes y los ricos en mastabas o sea en inmensas salas subterráneas, debajo de pirámides por lo general truncadas, de base rectangular, cuyo tamaño y profundidad variaban según el gusto del constructor, mientras que su altura no superaba por lo general los siete u ocho metros. Las cuatro fachadas de estos vastos sepulcros, que encerraban generalmente un gran número de momias eran planas, sin ornamento alguno ni abertura a excepción de una puerta que se abría siempre hacia oriente, o sea hacia el punto por donde nacía el sol, el gran astro que encerraba el alma de Osiris. Aunque aquellos sepulcros estaban orientados con gran exactitud, a veces tenían las cuatro caras de la pirámide destacadas, con las vueltas hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales y su gran eje en la dirección norte sur. Era especialmente en torno a las grandes pirámides en las que dormían los reyes donde se construían las mastabas, más o menos grandes, según la riqueza de los difuntos, regularmente alineadas y separadas de las avenidas como los barrios de las grandes ciudades del antiguo Egipto. Las excavaciones realizadas por los egiptólogos durante el siglo pasado han puesto al descubierto un gran número de ellas y desde lo alto de la pirámide de Keops pueden adivinarse muchas otras todavía, por su forma geométrica que ha dado a la arena formas muy pronunciadas, pero es posible que se hallen muchas más escondidas bajo el antiguo solar. Tal vez duerman olvidadas bajo las arenas millares y millares de momias, enterradas por esa misma arena que ha ido invadiendo tanto territorio en Egipto, pero que probablemente nadie conseguirá sacar poniendo a aquellas al descubierto.

El interior de aquellas tumbas se dividía en tres partes: la capilla, el corredor llamado serdab y la cripta, o sea la verdadera tumba subterránea destinada a guardar la momia. De estos tres departamentos, solamente la capilla era accesible a los vivos y era la camarilla donde se reunían los parientes en determinados aniversarios para recitar las plegarias de los muertos y depositar las ofrendas y las provisiones destinadas a sostener el alma del difunto en el gran viaje al otro mundo. En cierto modo era la sala de recepción del denominado «doble», ser intermediario entre el cuerpo y el alma, en la que habitaba hasta que la momia no hubiese sido totalmente destruida por el tiempo. En aquella capilla había dos objetos importantísimos: una mesa llamada stela, fijada dentro del nicho con el nombre, el trabajo y la categoría del difunto y la mesa de ofrecimientos hecha de granito cuya superficie, excavada en compartimientos y acanalada, servía para recibir los alimentos destinados para la otra vida.

A veces a derecha e izquierda del sarcófago se alzaban dos minúsculos obeliscos con inscripciones que comentaban la biografía del difunto.

Nefer había descendido, tras una pequeña excitación, a la capilla, y por estar la puerta de bronce de la cripta abierta, había penetrado con cierta rapidez, mostrando con la mano a Mirinri una treintena de sarcófagos que se hallaban alineados a lo largo de las paredes, a la distancia de un metro y medio entre uno y otro.

—¿Es ahí dentro donde se hallan las momias de los reyes nubios? —preguntó el joven.

—Sí —respondió Nefer— y dentro de esos sarcófagos encontrarás los tesoros de los que te he halado.

—¿Estás segura de ello?

—Mi prometido, el que fue cegado, los vio.

—¿En qué consisten?

—En turquesas, rubíes, perlas y objetos preciosos de plata y oro. Mi señor, aquí puedes recoger las sumas fabulosas que te bastarán sobradamente para hacer la guerra a Pepi. Penetremos.

Mirinri seguido por Ounis, Ata y los etíopes, siguió adelante con cierto respeto, mirando con viva curiosidad los féretros que, al igual que los egipcios, reproducían cabezas muy negras con los ojos brillantes, que emitían resplandores extraños.

El grupo avanzaba en el inmenso subterráneo, en tanto que la muchacha iba delante lentamente hacia el corredor, o sea el serdab. De pronto un golpe sordo, que repercutió largamente en el subterráneo, hizo detenerse a Mirinri, Ounis y Ata, que habían llegado ya a la mitad de la mastaba.

—¡Nefer!

No respondió ninguna voz.

La puerta de bronce que separaba el serdab de la cripta había sido cerrada violentamente y la joven había desaparecido.

—¡Hemos sido traicionados! —exclamó Ata poniéndose delante del joven Faraón como si hubiese querido protegerlo de algún imprevisto peligro—. Lo sospechaba. ¿Ounis, por qué no me has dejado arrojarla al Nilo?

—¡Nefer, ha huido! —Exclamó Mirinri, que no quería creer todavía semejante traición—. ¡No! Es imposible. Se habrá escondido detrás de alguna de aquellas columnas.

—Se ha cerrado la puerta de bronce —dijo Ounis con profunda angustia— y nosotros estamos prisioneros dentro de este sepulcro donde tal vez moriremos de hambre y de sed.

—¡Nefer! —gritó Mirinri, apartando impetuosamente a Ata y abalanzándose hacia la puerta de bronce, que golpeó furiosamente con sus puños.

Tampoco esta vez respondió nadie a sus gritos.

—Salvemos al Hijo del Sol —gritó Ata—. ¡A mí, etíopes! ¡Defendámosle con nuestros pechos!

Los hercúleos remeros iban a rodear al joven Faraón, cuando un grito de terror y al mismo tiempo de asombro escapó de las gargantas de los presentes.

—¡Los muertos están resucitando!