LOS CONJUROS DE NEFER
El hombre moderno que, en la actualidad, visita los lugares donde la antigua civilización egipcia erigió monumentos grandiosos, que resistieron durante cincuenta o sesenta siglos a la erosión, a las arenas del desierto, a las crecidas del Nilo, a los ataques de los caldeos, de los asirios y de los persas que penetraron en el gran valle del Nilo abatiendo Menfis y Tebas, dos ciudades colosales y maravillosas que el mundo antiguo envidiaba a las dinastías faraónicas, si se siente maravillado ante la grandiosidad de las pirámides que encierran momificados los cuerpos de los antiguos reyes, queda todavía mayormente impresionado ante los escasos, pero imponentes obeliscos que yerguen todavía de modo maravilloso sus vértices hacia el cielo ardiente. Una pregunta salta enseguida a los labios de quien se detiene ante aquellos enormes bloques de granito elevados a treinta o cuarenta metros: ¿qué medios emplearon los antiguos egipcios para elevar a tal altura aquellos bloques macizos? ¿Que esfuerzos prodigiosos han sido necesarios para lograrlo? La misma pregunta ha inquietado durante siglos a los egiptólogos y, solo desde hace poco, tras larguísimas investigaciones, han conseguido descubrir el ingenioso medio a que recurrieron aquellos celebres constructores. La mano de obra no faltaba en Egipto, es más no costaba casi nada al gobierno. Cuando un rey quería hacerse construir una pirámide, un obelisco o un templo, hacia despoblar de raíz una provincia entera, cuyos habitantes, artesanos, operarios, agricultores y cualquiera que fuese su profesión eran reclutados bajo la dirección de los arquitectos reales. Los ancianos y los niños también eran inscritos y ocupados en las labores menos pesadas, como la preparación de la cal y el transporte de los escombros. Cuando la primera masa de esclavos estaba agotada o diezmada por la debilidad o por el agobiante clima, se la reexpedía a su tierra y se reclutaban los habitantes de otra provincia. Los Faraones no concedían a aquellos desgraciados más que la alimentación, muy escasa por cierto.
Las gigantescas construcciones de Egipto, pirámides, canales, embalses, diques, subterráneos y templos, fueron construidos por ese sistema y solo en épocas mas tardías los trabajadores fueron substituidos por prisioneros de guerra.
Como se ve no faltaba la mano de obra; eran los medios poderosos los que escaseaban, puesto que los egipcios no disponían de ninguna máquina apta para levantar aquellos enormes bloques a no ser los brazos del hombre, que si bien abundantes, no podían mas que arrastrar. ¿Cómo lograron levantar aquellos obeliscos, que causan todavía hoy la admiración de arquitectos e ingenieros modernos? De un modo curiosísimo que solo la mente ingeniosa de aquellos hombres extraordinarios podía imaginar. Faltos de maquinaria, se servían de un plano inclinado que comenzaba a bastantes metros de distancia del lugar donde debía alzarse el obelisco y que se extendía además un par de kilómetros con una pendiente muy suave. En su parte alta construían un muro también inclinado y algo más alto que el obelisco y desde su cima formaban un andamio de gruesos troncos de árbol profundamente fijos ya que debía soportar el peso entero de la inmensa columna. Después de haber marcado sobre el basamento el sitio preciso, llenaban de arena el espacio comprendido entre el muro inclinado y los troncos, con lo que bastaban solo unos pocos hombres para hacer subir la rampa al obelisco, disponiéndolo con la base delante, sobre rodillos de madera durísima que hacían rodar sobre una tabla portátil. Cuando la base había rebasado el canto del muro en casi un tercio de longitud, los obreros, colocados sobre pilastras, con la ayuda de cuerdas muy fuertes hacían girar el obelisco como un torno dentro del andamio del declive, guiándolo entre dos hileras de troncos dispuestos en forma de guías. La bajada de la enorme masa la realizaban mas lentamente, sacando poco a poco la arena de alrededor de la base del obelisco hasta situarlo en el lugar preciso marcado en la base. Resultaba así fácil para aquellos infatigables trabajadores, dar al monolito la debida posición vertical, estableciendo un sencillo tablado entre la rampa y la pilastra.
Apenas echada la gruesa piedra que servía de ancha y arriadas las velas sobre el puente, Mirinri, Ata y Ounis se situaron en cubierta, interesados en asegurarse de la dirección tomada por las barcas pesadas, que sospechaban transportaban tropas del usurpador, encargadas de capturarlos antes de que pudiesen llegar a Menfis. Con no poca alegría las vieron dirigirse lentamente hacia la orilla opuesta y anclar allí sus piedras, como si sus tripulantes tuviesen la intención de pasar allí la noche.
—Tienen miedo —dijo Ata—. No se han atrevido a acercase a esta isla, pero temo que no nos dejaran tan fácilmente. Nefer ha tenido una buena idea al conducirnos aquí, con tal que los espíritus de los reyes nubios no nos den mas trabajo que el que podrían darnos aquellos guerreros. Yo temo mas a los muertos que a los vivos.
—Te he dicho que sabré aplacar sus almas y que los haré reingresar en el serdab del templo (corredor subterráneo donde se depositaban las momias).
—¿Qué poder sobrenatural es el que tienes, muchacha? —dijo Ounis.
—Fue mi madre la que me enseñó a aplacar los espíritus. Además, mi señor, yo te daré una prueba. Tiende una pasarela hasta la orilla y déjame bajar a tierra. Pronunciaré mi conjuro en medio del bosque.
—¡Tú sola! —contestó Nefer con voz tranquila.
—¿Y no tendrás miedo?
—¿De qué?
—¿No hay bestias salvajes en esta isla?
—No, que yo sepa.
—¿Has olvidado a los cocodrilos?
—No comparto tu confianza, Nefer. Deja que te acompañe. Mi daga es firme y te protegerá.
—El conjuro no tendría ninguna eficacia, ya que nadie debe asistir al rito que debo cumplir bajo los árboles.
—¿Qué rito?
—No te lo puedo decir, mi señor. Tenemos ciertas ceremonias que cumplir, que no las podemos revelar a nadie Déjame ir y no temas por mí. ¿Además, si me ocurriera alguna desgracia, que te importaría a ti? —dijo la joven con profunda amargura.
Mirinri, que comprendió a lo que aludía y con que fin actuaba la muchacha, creyó oportuno no responder, pero la miró con cierta ansiedad.
—Adiós, mi señor —prosiguió Nefer viendo que la pasarela había sido preparada—. Si tardo, no os inquietéis, porque el conjuro que he de pronunciar bajo los árboles, tal vez no sea suficiente, en cuyo caso me veré obligada a repetirlo delante del templo.
—Deja que te acompañe hasta la orilla —dijo Mirinri.
—Sea mi señor, pero no rebases la primera hilera de árboles.
Atravesaron juntos la pasarela, mientras que Ata y Ounis vigilaban ansiosamente las cuatro pesadas barcas, temiendo que preparasen alguna sorpresa aprovechando la oscuridad de la noche, y se detuvieron ante una verdadera muralla de verdor que parecía casi impenetrable.
—Allí está el paso —dijo Nefer, indicando al joven un pequeño claro abierto entre los arbustos y las palmeras dum que habían crecido en la orilla, ligadas entre sí por gigantescas ramas de plantas parasitas.
Nefer, se detuvo, haciendo una señal a Mirinri para que no diera un paso más. La extraña muchacha aparecía en aquel momento presa de una vivísima inquietud y sus ojos habían perdido en aquel instante todo su poderoso esplendor.
Un fuerte temblor hacia tintinear sus pulseras.
—¿Qué te pasa? —preguntó Mirinri, sorprendido por aquella imprevista conmoción que había mostrado de proeza.
—Nada, mi señor —respondió con voz sofocada.
—Tiemblas como si tuvieses frío.
—Tal vez sea la humedad de la noche la que me hace temblar así.
—También hay un ligero temblor en tu voz. ¿Tienes miedo? Aguarda a que salga el sol, para tu conjuro.
—Debo pronunciarlo con las tinieblas. Los espíritus solo salen de noche.
—¿Y tú crees que son realmente espíritus? Yo he visitado otras pirámides y nunca he visto salir de dentro de sus sarcófagos a aquellos que desde hace siglos duermen dentro. ¿Si en vez de esos fuesen seres vivientes?
—No, son sombras, mi señor.
—¿Estás decidida?
—Sí, mi señor. Si te quedas aquí oirás el canto de los muertos que yo proclamaré en medio del bosque.
La voz de Nefer, al principio tenebrosa, fue poco a poco reafirmándose; sin embargo, el temblor de su cuerpo no había cesado.
Permaneció durante unos momentos silenciosa, con la cabeza agachada; después se alejó bruscamente, diciendo:
—Adiós, mi señor, que Isis, Osiris y la vaca Hathor protejan al Hijo del Sol y que Apapa, la serpiente del genio del mal permanezca lejos de ti.
Nefer desapareció a través del claro abierto en la inmensa muralla de verdor. La muchacha caminaba rápidamente, como si ya otras veces hubiese atravesado el espeso follaje que cubría aquella isla, tendida en las aguas del majestuoso Nilo. Ni siquiera se giró para ver si Mirinri la seguía. Estaba segura de que el joven no se había movido de la orilla, porque, cosa extraña, los egipcios, al igual que todos los pueblos primitivos, si bien no tenían miedo de la muerte, sentían pavor ante los espíritus de los muertos. La muchacha, no obstante, no parecía tranquila. Es más, podría decirse que un repentino acceso de desesperación o de cólera intensa había hecho presa en ella. Frases de desprecio salían de sus labios y sus dedos jugaban nerviosamente con sus vestidos, desgarrando la ligera tela.
—Malditos… —murmuraba apretando los dientes—. Lo quieren tener alejado… truncar el glorioso camino que debería conducirlo hacia el trono del Sol… y yo no puedo hacer nada… Seducirlo… dormirlo entre mis brazos… o los esplendores de la corte que yo apenas gusté en mi primera juventud o la muerte. ¿Por qué no elegir a otra en vez de a mí? Porque yo también soy una Faraona, pero ¿hija de quién? ¿Qué misterio reina sobre mi nacimiento? ¡Y aquel miserable sacerdote me tiene en sus manos!… ¿Podré tener éxito?… Ama demasiado a la otra y no ha comprendido que yo muero por él… que no soy más que suya… que daría mi vida por él y me atravesaría el río infernal que va a bañar los campos divinos de Aaseron.
Se había detenido. Bajo las largas hojas de las palmeras, reinaba una profunda oscuridad y a través de aquella masa de verdor a duras penas podía distinguirse alguna estrella. Un silencio absoluto reinaba en torno a la joven; no soplaba ni un halito de aire. Solo en lontananza murmuraba el Nilo, al que la crecida había hecho más impetuoso.
—¿Me oirán? —se preguntó después de dar algunos pasos hacia adelante.
Mirando en torno intentando distinguir algo, luego se irguió y alzando la voz para poder ser oída, incluso por Mirinri si como era de suponer éste no había abandonado la orilla, gritó:
—¡Oh, tú, Amenti!, que eres señor de la montaña y que tienes el poder de crear los espíritus cuando te lo ordena Osiris, escucha la palabra de una muchacha de origen divino, porque soy hija de aquel Ra (el sol) que se levanta todos los días por la parte oriental del cielo y que la negra diosa Nut protege con la sombra de sus alas. Tú eres poderoso, porque tu lengua toca y lame el cielo, la tierra y envuelves todas las cosas; tú eres grande porque eres el dios que reina en el hemisferio inferior y tu forma está en el cielo, en latiera, en las plantas, en las aguas del Nilo y en la luz cuyo fulgor es igual al de Toum, que hoy es Osiris y mañana es Ra, y todo después. Quiero que quites a los espíritus que vagan por esta isla su boca para hablar, sus piernas para andar, sus brazos para derribar a los enemigos, como está escrito en «El Libro de los muertos» que Osiris nos dio, para que se vayan lejos y puedan alcanzar la barca del Sol. Nefer ha hablado; es una hechicera y una Hija del Sol a la que Nut protege. Recoge los espíritus errantes y llámalos a los campos divinos de Aaseron. ¡Espero!…
Apenas había la joven terminado de pronunciar aquellas palabras, cuando debajo, bajo la bóveda inmensa hecha con las grandes hojas se oyó un ruido ensordecedor, que parecía producirlo por enormes temblores furiosamente batidos durante algunos minutos; luego apareció una sombra humana, que se acercó silenciosamente a la hechicera.
—Te está esperando en el templo —dijo cuando estuvo cerca.
Nefer sintió una fuerte impresión.
—Ven —dijo la sombra.
—Te sigo —replicó Nefer con un suspiro.
Se pusieron en camino. El hombre iba algunos pasos por delante, apartando las ramas que en aquel lugar eran muy bajas y tras algunos instantes se detuvieron ante una gigantesca construcción de forma cuadrada, ante la cual se erguían dos obeliscos, mucho menos altos que aquel que como un gigante se alzaba en la orilla, y esfinges de monstruosas proporciones, alineadas en doble fila.
—Entra, Hija del Sol —dijo el guía apartándose.
Nefer se encaminó hacia una puerta ancha en su base y estrecha en su parte superior y se encontró dentro de una inmensa sala, cuya bóveda era sostenida por un número inmenso de columnas ornadas todas con esculturas y capiteles que se alargaban en forma de una alta campana.
Una pequeña lámpara, pendida de lo alto, iluminaba a duras penas el centro del gran templo.
—¿Eres tú, Nefer? —preguntó una voz con acento duro.
—Sí, soy yo. Her-Hor —respondió la joven.
Un hombre apareció de improviso saliendo de entre las dos columnas centrales. Era un anciano de sesenta o setenta años, de estatura muy elevada, de rasgos duros, con los ojos muy negros y vivos todavía, a pesar de la edad. Vestía una especie de zamarra de lino blanquísimo, muy ancha, ceñida a su cintura por una faja amarilla que caía por delante y en su cabeza lucia un pañuelo amarillo con franjas negras que le colgaba por la espalda.
En sus pies había unas sandalias de papiro y del mentón le colgaba una de aquellas extrañas barbas postizas, de forma cuadrada, que tan en boga estuvieron en aquella época, y que otorgaban a quienes las lucían un aspecto no precisamente simpático.
Nefer al ver al anciano se tornó muy pálida y un relámpago de ira pasó por su mirada.
—He visto cómo anclaba la barca —dijo el anciano—. Tú eres una muchacha maravillosa y Pepi ha escogido bien. ¿Es él?
—Sí, respondió Nefer bajando la cabeza.
—¿El hijo de Teti en persona?
—Sí.
—No estábamos equivocados. ¿Te ama?
—Hasta ahora creo que no.
Una profunda arruga se dibujó en la frente del anciano, y prosiguió con severidad:
—Es preciso que te ame y tú lo sabes. Tal vez no hayas intentado todas tus seducciones. ¿Quién podría resistirte a ti que eres la más hermosa muchacha del Bajo Egipto? ¿Quién no temblaría ante tus ojos maravillosos y tus encantos divinos?
—Pese a todo, no me ama todavía, gran sacerdote —replicó Nefer.
—Debe amarte a toda costa. Pepi lo quiere; tú sabes que la voluntad del rey es una orden.
—Piensa en otra.
—¡Que el macho cabrío de Méndez y que el dios Apis me maten ahora mismo! —Gritó el anciano—. ¡La otra no lo querrá nunca!
—¿Qué sabes tú, Her-Hor? —Preguntó Nefer—. Tú no puedes escrutar el corazón de Nitokri, la hija de Pepi.
—Él es un enemigo que podría arrebatar el trono a su padre.
—El amor tal vez valga más que un trono.
Her-Hor hizo un gesto de cólera, luego cambiando bruscamente de tono, dijo:
—Todo está dispuesto. Recuerda que debes impedirle llegar a Menfis y adormecerlo aquí. Riquezas y fiestas, danzas y perfumes, vinos embriagadores, caricias y tus ojos: caerá y olvidará su gran sueño.
—¿Y si te engañases, gran sacerdote? —preguntó Nefer con ironía.
—Todo depende de ti: ¿quieres volver a vivir en los esplendores de la corte y ocupar el puesto que te corresponde por derecho de cuna? Debes dominarlo y cortarle las alas. El gavilán es joven y ha vivido siempre lejos de Menfis; no ha visto otra cosa que las arenas del desierto, donde fue criado y donde ha crecido y tú eres hermosa. Mirinri te amará.
Nefer hizo con la cabeza un gesto denegando.
—El corazón del joven Hijo del Sol no palpitará nunca por Nefer —dijo después con voz triste.
Her-Hor miró fijamente a la muchacha, después le tomó la mano fuertemente. Una alegría iluminaba sus ojos y trascendía a su rostro apergaminado.
—¡Tú lo quieres! —exclamó.
Nefer no respondió.
—Quiero saberlo.
—Pues bien… sí —respondió la joven, bajando la cabeza.
—¡Ah la…!
El sacerdote impidió que sus propios labios siguieran hablando mordiéndoselos rabiosamente.
—¿Qué ibas a decir, Her-Hor? —preguntó Nefer sumamente interesada.
—Nada —respondió el sacerdote secamente, mientras un relámpago siniestro iluminaba sus ojos.
Después de haber dado la vuelta a una columna, como para tener tiempo de volver a su antigua calma, preguntó:
—¿Quién acompañaba a Mirinri?
—Un anciano que se llama Ounis y que parece ser también un sacerdote.
—¡Ah! ¡Él!
—¿Lo conoces?
—Creo que sí.
—¿Quién es?
—Un fiel amigo de Mirinri. ¿Habéis encontrado la barca de los gatos?
—Sí, a tres jornadas de aquí; antes de la crecida del Nilo.
—¿Mirinri y Ounis han creído todo lo que les has contado?
—Eso creo.
—¿Te han visto el tatuaje?
—Ounis lo descubrió en mi espalda.
—¿Así que están convencidos de que eres una Hija del Sol?
—¿No lo soy acaso? —preguntó Nefer sobresaltada.
—Sí, yo no te he dicho nunca lo contrario —dijo el gran sacerdote.
—Ahora dime, ¿quién era mi padre? —gritó la muchacha.
—No ha llegado todavía el momento de revelártelo.
—¿Vive o está muerto?
—Podría dormir el sueño eterno dentro de una pirámide perfectamente momificado, porque era un gran príncipe, y podría darse también el caso de que no hubiese subido a la barca que conduce a través de las regiones inferiores y que no haya sido juzgado nunca por el tribunal de Osiris. Solo Pepi l sabe y hasta ahora nada me ha dicho.
—¿Tú me aseguras que por mis venas corre sangre divina de los Faraones?
—Sí.
—¿Y que el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte no me fue tatuado para engañarme?
—Te fue hecho en el palacio real de Menfis.
—¿Entonces Mirinri puede amarme, porque soy una Faraona como Nitokri?
—Puede amarte.
—Dame un filtro a fin de que su corazón palpite por mí y caiga en mis brazos.
—El filtro lo tienes en tus ojos —dijo el sacerdote—. Ni el mismo Pepi podría resistir el fulgor de tus pupilas, si ahora te viese.
—Pero no Mirinri.
—Caerá; tú eres una hechicera.
—Dame un filtro o dáselo a la otra Faraona —dijo Nefer con los dientes apretados—. Uno que la haga dormir para siempre. La pirámide de Pepi está siempre dispuesta a recibir a los muertos y aguarda a aquella muchacha, que tiene para él la fascinación del poder y la gloria de un trono que a mí me falta, y Mirinri será mío.
—¡Yo mataré a la hija de Pepi! —Exclamó el sacerdote—. ¿Y después? Soy viejo, pero tengo la vida o mejor aún, tengo algo más importante que mi vida. ¿Cuándo lo traerás aquí?
—Mañana al amanecer.
—¿También al anciano?
—No lo dejará.
—¡Si pudieses matarlo!
—¿Por qué? ¿Qué te ha hecho? ¿Qué te importa a ti su vida?
El sacerdote en vez de responder se puso a pasear entre las columnas, murmurando para sí:
—Sí, sería una venganza estúpida.
Después, volviendo hacia Nefer, prosiguió:
—Ten en cuenta que mis ojos y sobre todo los de Pepi están fijos en ti. O los esplendores de la corte o la muerte; el rey será implacable. Ve: todo está dispuesto para atraerle aquí y adormecerlo entre tus hermosos brazos. No debe llegar a Menfis, recuérdalo y, puesto que le amas, te advierto que si pusiese sus pies en la capital del Bajo Egipto, no le respetaría la muerte. Ha reinado su padre, pero él no reinará nunca.
—No olvidaré tus palabras —respondió Nefer, mientras un estremecimiento de terror recorría sus huesos.
—Y ni una sola palabra, o ninguno saldrá vivo de las tumbas de los antiguos reyes nubios. ¡Vete! Ya sabes lo que tienes que hacer.
Nefer apretó contra sí los ligeros vestidos que la cubrían, como si un gran frío se hubiese apoderado de pronto de ella y salió rápidamente del templo, mientras que el sacerdote apagaba bruscamente la lámpara.