CAPÍTULO XIV

LA ISLA DE LAS SOMBRAS

Todos se volvieron mirando hacia la margen izquierda, donde, sobre un altozano, se levantaba una construcción de formas macizas, formada por bastantes torres de paredes lisas y con sus cúpulas erizadas con toscas almenas, todo ello encerrado por gruesas murallas que parecían bastiones.

Los egipcios de aquellas remotas épocas habían cuidado mucho las construcciones de sus gigantescos monumentos, pero no descuidaban sus fortificaciones, aunque ninguna de ellas hubiese dado pruebas de resistir largamente los ataques de los invasores, que se lanzaron sobre Egipto durante las últimas dinastías.

En esto eran muy inferiores a los incas del Perú y a los aztecas de Méjico, aunque llegaron a construir bastantes, incluso formidables, especialmente en Abydos, donde subsisten todavía muchos restos con varias troneras, puertas abiertas a grandes trechos que proporcionaban accesos a tortuosos corredores construidos en el grueso de las paredes, llenos de trampas para el enemigo que conseguía penetrar en su interior.

Pero no era de esas características el edificio que había atraído las miradas de Mirinri y de sus compañeros. Eran dos o trescientas antenas, alineadas a lo largo de la orilla del río, precisamente delante de la fortaleza, en cada una de las cuales colgaba el cadáver de un ser humano con la piel casi negra. Aquellos desgraciados tenían la punta del palo hundida en el pecho y sus brazos y piernas colgaban inertes, ya medio descarnados por el pico de los gavilanes que revoloteaban alrededor en gran número.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Mirinri que no pudo ocultar un escalofrío de terror.

—Son prisioneros de guerra que han tenido la desgracia de caer vivos en manos de los soldados de Pepi —respondió el egipcio.

—¿Y es así como los matan?

—A veces les cortan las manos, para que ya nunca más puedan empuñar un arma —le dijo Ounis.

—Tal vez esos hombres hayan combatido valerosamente en defensa de su propio país —dijo Mirinri como hablando para sí—. ¿Es ésta la civilización egipcia? Cuando yo suba al trono no se cometerán estas infamias.

—Tú eres de corazón noble y generoso —dijo Nefer, mirándolo con admiración.

—¿Y aquellos quiénes son? —preguntó el joven, que observaba atentamente la fortaleza.

—Parecen soldados —contestó Ata, frunciendo el ceño—. Veo barcas escondidas más allá del altozano. No desearía que nos vinieran a hacer una visita.

Dos escuadrones de hombres que llevaban en torno a su cintura calzones de gruesa tela con un pequeño delantal de cuero que llegaba hasta las rodillas, con su pecho envuelto en gruesas cintas para defenderse de los golpes de pica y con amplios gorros sobre la cabeza, de anchas franjas, se aproximaban a la orilla.

Todos ellos llevaban escudos de piel, rectos por abajo y semicirculares por arriba, tridentes y una especie de segur con el mango muy largo, además de dagas con la hoja larga y pesada.

—¿Les dejas acercarse? —preguntó Ounis, que parecía inquieto.

—Son solo unos cuarenta —respondió Ata—. Mis etíopes fácilmente darán cuenta de ellos, si quieren detenernos.

—Tal vez hayan sido advertidos que yo estoy en esta barca —comentó Mirinri.

—No lo sé, mi señor; pero se diría que en torno a nosotros se aloja la traición. Sin embargo yo estoy seguro de mis hombres como de mi mismo.

—A lo mejor son simples suposiciones —dijo Ounis—. Solo lo sabemos nosotros y tenemos mucho interés en mantenerlo en secreto.

—Sin embargo vienen: mira, ¿no ves, Ounis, que están embarcando?

—Dejémosles venir y preparémonos a atacarles, Ata —dijo Mirinri que conservaba su calma habitual—. No se conquista un reino dejando la espada en la vaina.

Los dos escuadrones habían desaparecido por unos momentos detrás de un grupo de enormes palmeras, pero después reaparecieron a bordo de dos embarcaciones que no se parecían en absoluto a la de Ata, que era un verdadero velero que los mismos fenicios, aquellos intrépidos navegantes del Mediterráneo, grandes comerciantes y a la vez grandes piratas, le habrían envidiado. Eran barcas deforma maciza, que terminaban tanto en la proa como en la popa con dos puntas muy altas, casi en forma de media «S», con un castillo que ocupaba casi toda la eslora y en cuya cima se habían colocado algunos guerreros armados de arcos. Los demás se habían situado a ambos lados y se ocupaban de remar. Aunque la corriente hubiese aumentado de velocidad, las pesadas embarcaciones no tardaron en llegar a la distancia desde donde se podía oír la voz, puesto que el viento había amainado.

—¡Ohé! —Gritó uno de los dos comandantes de las escuadras—. Que Hathor os proteja y que Tifón mantenga siempre por lejos de vosotros a los temsah (cocodrilos); pero decidme quiénes sois y a dónde vais.

—Traficantes que se dirigen a Denderah —respondió Ata mientras que sus etíopes se agachaban silenciosamente detrás de las barandas, para estar preparados e impedir un abordaje—. ¿Qué queréis de nosotros?

—Quiero preguntarte si tienes un escriba a bordo.

—¿Para qué?

—Tenemos que cortar cuatrocientas manos y no hay entre nosotros uno que pueda tomar la relación de los hombres destinados al suplicio y enviar una lista al rey.

—¿Quiénes son esos?

—Unos nubios que ayer hicimos prisioneros. Ya habréis visto un buen número empalados en la orilla, pero todavía nos quedan trescientos —respondió el comandante de la tropa— y deben seguir también la ley de la guerra.

En aquel momento, detrás de la espesa línea de palmeras que flanqueaba la orilla se oyeron gritos espantosos, que parecían proceder no de seres humanos sino de fieras furiosas. Era un coro infernal de aullidos, rugidos, de estertores que helaban la sangre. Mirinri a riesgo de comprometerse, se levantó de detrás de su refugio, con la daga en la mano, gritando con voz amenazadora.

—¿Qué hacen allí?

—Arrancan la piel del pecho a los que no sufrirán la mutilación de las manos —repuso el comandante.

—¡Vosotros no sois guerreros, sois viles chacales! —tronó el joven.

Los soldados que iban en las dos embarcaciones, extrañados ante aquel lenguaje, que antes nunca habían oído, se miraban unos a otros.

—Joven, ¿en nombre de quién hablas? —preguntó el comandante.

—Si te atreves, sube a mi barca y ven a ver el símbolo de la vida y la muerte que tengo tatuado en mi espalda, pero cuando lo hayas visto, te echaré al río como pasto de los cocodrilos y acabaré con tus hombres.

—¡Imprudente! —dijo Ata—. ¿Que has hecho, mi señor?

Mirinri no lo escuchaba.

—¡Al ataque, amigos! —gritó volviéndose hacia los etíopes.

Los treinta remeros se levantaron como un solo hombre detrás de la baranda, con los arcos preparados, dispuestos a hacer llover sobre las dos chalupas una tempestad de dardos. El atrevido acto del futuro rey así como la actitud decidida y el número de los etíopes, pareció calmar el humor belicoso del comandante y de sus hombres. La posibilidad de que fuese un verdadero príncipe, en viaje de incógnito, le decidió a volver apresuradamente hacia el castillo, sin atreverse a lanzar una sola flecha.

—Sigamos también nosotros su ejemplo —dijo Ata—. Tú, señor, has cometido una grave imprudencia. Ignoramos cuántos hombres hay en aquella fortaleza y de cuántas barcas pueden disponer.

—Que vengan —respondió sencillamente Mirinri—. Bastará con mostrarles el ureo que tengo tatuado en la espalda, si es cierto que esa serpiente con la cabeza de buitre es el emblema de poder supremo. ¿No es cierto, Ounis?

—Tú serás un día un gran rey —se limitó a responder el anciano—. Tu padre habría hecho lo mismo y también él era un gran soberano.

—Si es que puedo sentarme en el trono de mis abuelos… —respondió Mirinri sonriendo.

—Te he mostrado el astro que hace brillar su larga cola y ello era un buen presagio que anunciaba un cambio próximo en la dinastía reinante.

—Ya veremos; confío en el futuro.

Volvió a tomar el sitio de costumbre, sentándose ante la pequeña cámara; Nefer se había situado a escasa distancia suya y parecía ocupada en mirar la margen del majestuoso río, cubierto de palmeras gigantescas dum, cuyas raíces ya se sumergían en el agua. El Nilo continuaba aumentando de caudal, invadiendo poco a poco los campos, donde ya no se encontraba ni grano, ni cebada, ni lino. Donde hallaba un obstáculo, la corriente irrumpía con grandes mugidos y se dispersaba a través de las tierras con increíble rapidez, fertilizándolas con su precioso limo. Entre los animales acogidos entre las matas había en aquel momento una enorme desbandada general y se podía ver a través de los surcos a grupos de gacelas de velocidad prodigiosa, bandas de antílopes de delicados y largos cuernos y a varios chacales gritando, mientras que por el aire se alzaban incontables bandadas de ibis blancos y negros, pájaros y ánades. La barca, que tenía el viento a su favor, iba muy rápida, manteniéndose siempre hacia la margen izquierda, en cuyas alturas aparecían de cuando en cuando impresionantes ruinas, que parecían de antiguos templos o de fortalezas derruidas, tal vez restos de ciudades destruidas por los Faraones de las primeras dinastías, que habían llevado sus armas muy lejos del delta, expulsando poco a poco a los pueblos nubios que lo ocupaban.

También aquel día transcurrió, sin que apareciese en la inmensidad del agua, que iba alargándose continuamente, el obelisco que indicaría la isla misteriosa. A las preguntas que Ounis y Ata habían hecho a Nefer, ella simplemente había respondido:

—Aguardad: el Nilo no ha alcanzado su gran crecida.

Transcurrieron otros dos días. Las orillas habían desaparecido. El Nilo parecía haberse convertido en un gran lago con aguas muy turbias, casi rojizas.

Hacia el atardecer del cuarto día, Ata señaló cuatro grandes puntos negros, que sobresalían de la corriente, manteniéndose muy unidos, a corta distancia uno del otro.

Casi en el mismo instante Nefer gritó:

—¡El obelisco se perfila ante nosotros; la isla de Kantapek es aquella!

Mirinri y Ounis se volvieron, mirando en la dirección que la muchacha indicaba con el brazo extendido. Sobre la superficie de las aguas, que el sol hacía brillar vivamente, dándole un fulgor rojizo, se distinguía a gran distancia una línea alta y oscura que destacaba netamente sobre el luminoso y puro horizonte.

—¿Lo ves, mi señor? —preguntó Nefer al joven Faraón, con un extraño tono de voz.

—Sí —respondió Mirinri.

Luego la miró, añadiendo:

—¿Qué es lo que tienes, Nefer? Pareces conmovida.

La muchacha volvió la cabeza hacia otra parte, como para escapar a la mirada del joven; luego respondió:

—No te engañas, mi señor.

Ata, en aquel momento intervino, demostrando una extrema aprensión.

—Te advertí, mi señor, que habías cometido una grave imprudencia —dijo volviéndose hacia Mirinri.

—¿Por qué?

—Cuatro grandes barcas descienden por el río y me da la impresión que vienen a por nosotros.

—¿Están armados? —preguntó Ounis preocupado.

—Estoy seguro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mirinri.

—Por la altura de su mástil y la superficie de sus velas.

—¿Están tripulados por aquellos soldados que martirizaban a los prisioneros de guerra?

—Eso es lo que sospecho.

—¿Qué puedes temer ahora que la isla de Kantapek está a la vista? —dijo Nefer, interviniendo—. ¿Qué egipcio se atrevería a acercarse a aquellas costas, donde creen que las almas de los reyes nubios andan errantes para vengar su raza destruida por los primeros Faraones? Está allí, ante nosotros, dispuesta a ofrecernos refugio y nadie se atreverá a seguirnos hasta el gigantesco obelisco.

—Y encontraremos también allí otros enemigos más peligrosos —dijeron Ounis y Ata.

—De la misma manera que he conjurado a las aves incendiarias, conjuraré a los espíritus de los reyes nubios —respondió la muchacha—. ¿Acaso no soy una hechicera? Con mi invocación los obligaré a entrar de nuevo en sus sarcófagos donde duermen desde siglos.

—¿Estás segura de tu poder? —preguntó Ounis.

—Sí, mi señor, y si quieres te daré una prueba desembarcando yo primero sola en aquella isla, ya que es preciso que mis encantamientos, para que tengan poder, sean recitados en medio de los árboles que cubren la isla.

—Y tú, muchacha, ¿te atreverías a tanto? —preguntó Mirinri que no podía por menos de admirar tal audacia.

—Sí, con tal de salvar a mi futuro rey —respondió Nefer.

—A la isla y sin perder tiempo —ordenó Ata—. Aquellas barcas se dirigen hacia nosotros. ¿Hay en aquella costa una cala que sea lo suficientemente grande para anclar nuestra embarcación?

—Sí, delante del obelisco.

Ata corrió hacia popa y empuñó el largo remo que en aquella época servía de timón, mientras que Mirinri y Ounis iban a proa para sondear el fondo del río. Al ser la corriente muy rápida, no reteniéndola las masas vegetales de papiros ya totalmente desaparecidas bajo la crecida, el pequeño velero avanzaba veloz, mientras que las cuatro barcas parecían no tener ninguna prisa por acercarse a la isla, que comenzaba a delimitarse claramente. El obelisco se engrandecía a ojos vistas, agigantándose en el horizonte que los últimos rayos de sol teñían de un rojo ardiente y que mandaba reflejos deslumbradores como si fuese totalmente de oro o se hallara cubierto por algún otro metal resplandeciente.

—¿Quién lo construyó? —preguntó Mirinri a Nefer, que lo contemplaba atentamente.

—No lo sé, mi señor —respondió la joven, casi distraídamente.

—Se diría que es totalmente de oro.

—No es más que dorado; por lo menos, así me lo dijeron.

—¿Y que las fabulosas riquezas de los reyes nubios están escondidas allí?

—No —respondió secamente Nefer—. Yo sé dónde se encuentran.

—¿Y hay sacerdotes que guardan los tesoros?

—También los conjuraré, si es que todavía están; pero creo que mi prometido confundió las sombras con seres vivientes.

—No le habrían cegado.

Nefer no respondió. Parecía preocupada e inquieta. Incluso un temblor nervioso agitaba fuertemente sus brazos, y sus ojos intentaban no encontrarse ya con los del Hijo del Sol. Con un par de tirones soplando la brisa bastante fuerte, la barca llegó a la isla, refugiándose en una pequeña cala, cuyas orillas estaban cubiertas por inmensas palmeras y en un extremo se alzaba el enorme obelisco, que levantaba su vértice a más de cuarenta metros de altura.