CAPÍTULO XIII

EL TATUAJE DE NEFER

Los antiguos egipcios tenían en su mayor parte una verdadera veneración por aquel feo anfibio que representaba y representa aún hoy día la voracidad, la rapacidad y la destrucción; este culto era debido a que lo consideraban como un ser benéfico, al destruir los reptiles de pequeñas dimensiones.

Lo habían convertido incluso en una especie de semidiós consagrándolo a Tifón, el genio que simbolizaba el mal, cuyo furor calmaban los cocodrilos.

En Heracleópolis la Grande, en Tebas, en Coptos, en Ombos, junto a la que se levantaba una ciudad llamada «la ciudad de los cocodrilos», se adoraban aquellos monstruosos animales y especialmente en Menfis, había una gran veneración por una especie de cocodrilo, tal vez hoy desaparecido, mucho menos voraz que el actual y al que los egipcios llamaban serchus.

Los sacerdotes de aquella ciudad tenían un gran número de ellos en fosos excavados expresamente, los domesticaban, los engalanaban con adornos preciosos, brazaletes, pendientes, collares e incluso ponían sobre sus cabeza sombreros, ¿sería tal vez para protegerlos de los rayos demasiado intensos del sol? Además, en sus fiestas religiosas reservaban para esos repugnantes saurios el puesto de honor, y los devotos no dejaban pasar nunca el día en que no se celebraba la fiesta de Tifón, sin acudir en masa a ofrecerles un gran número de alimentos denominados sagrados, e incluso vino. Parece que en aquella época no desdeñaban el jugo que nos legara Noé. A la muerte de aquellos reptiles, eran cuidadosamente embalsamados con sal y aceite de cedro y otras sustancias aromáticas y se colocaban en grandes urnas en torno a las cuales se trazaban círculos que más tarde se consagraban con un rito especial. En ciertas ciudades y sobre todo en Menfis, la adoración de los egipcios por aquellos devoradores de hombres había alcanzado el grado que si un pobre diablo moría víctima de la formidable dentadura de uno de aquellos saurios, lo mismo en tierra que en las aguas del Nilo, sus restos, si es que los hubiera, eran embalsamados y sepultados con grandes honores en las tumbas mas importantes de la ciudad de la que dependía el territorio en el cual había sido encontrada la víctima. Y si se trataba de un personaje de alta condición se le hacía un túmulo en el mismo lugar donde había sido muerto. Ningún pariente o amigo podía tocar aquel sepulcro, después que los sacerdotes hubieran trazado en su torno el círculo sagrado, porque el muerto era considerado como poseedor de una naturaleza superior a la de los demás mortales… simplemente por el hecho de que no hubiera sido tan ágil como para evitar, por piernas, ser medio devorado. Con este ejemplo puede juzgarse cuán grande fue el fanatismo y la superstición de aquel pueblo antiguo, pese a lo cual llegó a alcanzar la cima de la civilización en los albores de la vida humana. Debe decirse, sin embargo, que no todos los egipcios consideraban al cocodrilo como un semidiós, puesto que cada ciudad y cada provincia tenía su animal sagrado, que honraba a su manera, y ocurría con frecuencia que en una provincia limítrofe a aquella en la que se rendían fanáticos honores al cocodrilo, este culto fuese detestado como cosa abominable, lo que originaba divergencias que en ocasiones daban lugar a sangrientas represalias. Los habitantes de Elefantina, por ejemplo, no veían en aquel animal más que un sucio reptil, enemigo del hombre, y en lugar de respetarlo lo cazaban asiduamente y no sentían escrúpulo alguno en comer de su carne, aún preocuparse en demasía de su sabor a musgo.

El pequeño velero, tras la heroica gesta del joven Faraón, reemprendió su curso, ayudado por una fresca brisa que soplaba del mediodía. El Nilo se iba hinchando rápidamente, cubriendo poco a poco los papiros que llenaban sus orillas y las altas hojas de las plantas de loto. Sus aguas iban perdiendo el tinte verduzco que se convertía en rojizo, como si hubieran vertido en ellas enormes cantidades de sangre. De cuando en cuando una ola enorme aparecía, alargándose con prolongado mugido y sacudiendo fuertemente al barco.

Mirinri, después de salvar a la hechicera, parecía haber caído de nuevo en sus fantasías, puesto que había ocupado otra vez su puesto en el sitio habitual, junto al borde de la cabina de popa, sobre una gran caja, como si el hecho extraordinario que había llevado a cabo y el peligro corrido hubiese sido un sencillo juego. Parecía que se hubiese olvidado por completo de Nefer, que a su vez había sido llevada a bordo sin sentido. Ounis y Ata se habían ocupado inmediatamente de la joven, a la que hicieron llevar al camarote de popa. Tal vez por la emoción sufrida o por el agua que había ingerido, la muchacha no había vuelto en sí, aunque Ounis se ocupó enseguida de ella para reactivar la respiración.

Estaba frotándole vigorosamente los miembros, cuando un grito escapó de la garganta del anciano.

—¡Es posible! ¿Acaso me he vuelto ciego? Mira también tú, Ata. Me resisto a creer a mis propios ojos.

La ligera tela de variado color que cubría el cuerpo de la joven se había desgarrado y sobre la bronceada y bien torneada espalda había visto el viejo sacerdote, con inmensa sorpresa, tatuada una serpiente pequeña con la cabeza de buitre en color azul.

Ata, el oír el grito del sacerdote, se había acercado rápidamente al lecho sobre el que yacía la doncella.

—¡El tatuaje del poder sobre la vida y la muerte! —Dijo a su vez—. ¡El símbolo de los Faraones, de los Hijos del Sol!

—¿Lo ves?

—Sí, Ounis.

Así pues, esta muchacha ha mentido al afirmar que era una princesa nubia. Solo los Faraones tienen derecho a llevar este tatuaje.

—Es cierto, Ounis —respondió Ata que miraba con creciente admiración aquella serpiente que destacaba vivamente en la paletilla derecha de la muchacha.

El viejo había cruzado sus brazos mirando a Ata.

—¿Qué dices tú?

—Que esta muchacha debe ser de sangre real —respondió Ata—. El símbolo lo demuestra claramente. Nadie se atrevería a llevar semejante tatuaje si no tuviese derecho a ello. La muerte, y de modo horrible, se aplicaría a aquel que hiciese tatuar en sus propias carnes tal señal y tú, Ounis, lo sabes mejor que yo, tú que…

—¡Calla! —cortó el anciano, interrumpiéndole secamente.

Estaba pensativo y miraba intensamente a Nefer, que si bien estaba sin sentido, ya respiraba de modo normal.

—Tal vez sea la Faraona que Mirinri salvó. ¿Pero cómo va vestida así?

—La habría reconocido —replicó Ata.

—Tú que has vivido en la corte de Pepi, ¿sabes cuántas hijas tiene?

—Una sola Nitokri.

—¿Ninguna otra?

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí, Ounis.

—Y… ¿la otra?

—¿La tuya?

—Calla, Ata —respondió el anciano con voz trémula—. ¿Dónde estará? ¿No se ha sabido nunca de ella?

—Desapareció, tal vez muerta por Pepi.

Una desesperación extrema había alterado el rostro del anciano, pero duró lo que un relámpago.

—Un día Pepi me dará cuenta de todo ello —dijo con voz profunda y como hablando para sí.

Sus ojos se fijaron nuevamente en Nefer, de modo especial sobre el ureo, el símbolo faraónico que seguía todavía descubierto.

—Sí —respondió tras unos instantes de silencio—. Esta muchacha no puede ser más que una Faraona, a la que tal vez Pepi por alguna razón ha mantenido alejada de la corte y que no ha dado a conocer a nadie. A lo mejor su madre fue hebrea.

—A mí se me ha ocurrido la misma sospecha, Ounis —replicó Ata.

—O caldea.

—También puede ser.

—Déjame solo, Ata, y que nadie entre. Nefer va a volver en sí.

En efecto la muchacha acababa de hacer un gesto con la mano derecha, como para alejar algo, luego un profundo suspiro brotó de sus labios.

Ata, salió inmediatamente, cerrando la puerta tras de sí.

El anciano continuaba mirando fijamente a Nefer. Parecía que intentaba descubrir sobre el hermoso rostro de la joven alguna señal, algún detalle, pero sin lograr su intento porque de cuando en cuando movía su cabeza con impaciencia o cólera y murmuraba:

—Ha transcurrido tanto tiempo.

De pronto Nefer hizo un movimiento y salió de sus labios débilmente, como un susurro, un nombre:

—Mirinri.

Ounis arrugó su frente, pero pronto se serenó.

—Lo ama —murmuró—. También ésta es una Faraona pero es menos enemiga que la otra. Si consiguiera hacer brecha en el corazón de Mirinri y hacerle olvidar a la otra sería una suerte. ¡Ojalá!

Tomó a la muchacha de la mano y la movió dulcemente diciéndole:

—Nefer, abre los ojos. Debo hablarte.

La muchacha tardó cierto tiempo en obedecer, luego sus párpados se abrieron lentamente y sus ojos muy negros, animados siempre por aquella intensa mirada, se posaron sobre Ounis.

—Tú, mi señor —dijo.

Después, como si hubiese recuperado de pronto sus fuerzas se levantó, se sentó cubriéndose la espalda en la que estaba tatuado el símbolo de la vida y la muerte y preguntó con angustia:

—¿Y Mirinri?

—No temas por él —replicó Ounis—. El Hijo del Sol no se deja devorar por los cocodrilos.

—No le veo aquí.

—Está en cubierta.

Una profunda expresión de dolor alteró durante unos instantes el rostro de la hechicera.

—Piensa continuamente en la otra —murmuró.

—¿Te has caído o te has echado al agua, Nefer? —preguntó Ounis a bocajarro.

—¿Por qué me pregunta eso, mi señor? —preguntó la muchacha sobresaltada.

—Porque en aquel momento la embarcación estaba casi quieta y la ola había ya pasado. Una danzarina, que parece tenga que poseer la ligereza y la agilidad de un gavilán, no puede perder pie. Tú no te has caído, te has tirado el agua.

Nefer lo miró sin responder, pero tenía un aspecto embarazado que no escapó a la indagadora mirada del anciano sacerdote.

—Has querido probar si Mirinri te amaba, ¿verdad? —Inquirió Ounis—. Querías asegurarte de si haría por ti, lo que hizo por la joven Faraona.

Nefer inclinó la cabeza, pero siguió muda.

—He sorprendido tu secreto, muchacha, tú le amas.

La hechicera negó con la cabeza; Ounis la detuvo con una señal.

—Te has traicionado —dijo—. La primera palabra que ha salido de tus labios apenas has vuelto en ti ha sido el nombre del Hijo del Sol. ¿Además por qué no puedes tú amarlo? Tú también eres una Faraona.

—¡Yo! —Exclamó Nefer mientras un destello de alegría infinita le brillaba en los ojos—. ¡Es imposible! Tú te has equivocado o te han engañado. Yo soy un etíope y no una egipcia.

—He descubierto en tu hombro hace poco el símbolo que solo los Faraones tienen derecho a llevar. ¿Quién te ha hecho pues ese tatuaje?

—No lo sé, mi señor —respondió Nefer—. Sé que tengo una señal en mi hombro, pero nunca he sabido lo que significa, ni quien me lo hizo. Seguro que fue siendo todavía niña, cuando me lo tatuaron.

—Representa el ureo, el distintivo de la realeza de los Faraones.

—¿Yo una Faraona? —Repuso por segunda vez la muchacha—. No, es imposible.

—Hurga en tu memoria e intenta desvelar lejanos recuerdos. ¿Tú no has conocido a tu padre?

—Tal vez, pero cuando murió en lucha con los egipcios debía ser yo muy pequeña.

—¿Y a tu madre, sí?

—Ya te lo dije. Tenía fama de ser una gran adivina.

—¿Era blanca o morena?

—Morena, muy morena; era el verdadero tipo de las mujeres del Alto Nilo.

—¿Hermosa?

—Sí, muy hermosa.

—¿Cuándo murió?

—Yo era todavía muy joven cuando fue devorada por un cocodrilo cerca de la segunda catarata.

—¿Fue sola hacia el Bajo Egipto?

—No, juntamente con un hombre que supe después que era un gran sacerdote.

—¿Quién era?

Nefer sintió gran excitación, luego respondió:

—No lo sé.

—¿Dónde te dejó?

—En la orilla de la isla donde se levanta el templo de Kantatek.

—¿Y no lo has vuelto a ver?

—No, nunca —replicó la joven tras una nueva excitación.

—¿No recuerdas nada de tu primera infancia?

Nefer pareció concentrarse y hacer un esfuerzo enorme, luego dijo con voz lenta.

—En algunos momentos, cuando mi mente recorre el pasado, me parece ver salas inmensas lujosamente amuebladas, templos grandiosos llenos de ídolos, donde legiones de sacerdotes y de danzarines hacían sonar los sistros sagrados; pirámides inmensas y obeliscos colosales y luego un gran río cubierto de barcas doradas. Me parece ver además soldados y esclavos arrodillados ante un hombre sentado en un trono de oro, rodeado de grandes abanicos de avestruz con mango larguísimo. Pero hay en mi cerebro una niebla que no puedo disipar. ¿Es sueño o realidad? No lo sé.

—Intenta recordar al hombre que se sentaba en aquel trono —dijo Ounis.

—Es imposible, mi señor. Cuando lo intento me parece que un espeso velo se sitúa entre él y yo y lo esconde.

—Sin embargo, no desespero de lograr hacértelo recordar un día.

—¿Por qué te interesa tanto aquel hombre? —preguntó Nefer con cierta desconfianza.

Esta vez fue Ounis quien no respondió. Permaneció quieto durante unos instantes y luego salió del camarote y subió a cubierta, muy pensativo.

Nefer bajó del lecho y lo siguió silenciosamente.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Ata, cuando vio aparecer a Ounis.

—No he logrado saber nada —respondió el anciano—. Sin embargo hay en mi una terrible duda.

—¿Cuál?

—Que Sahur no haya muerto.

—Tú…

—La hija de Teti —dijo Ounis, precipitadamente.

—Sin embargo, yo no he encontrado rastro de ella en la corte de Pepi, ni en Menfis. Estoy seguro de que la ahogaron en el Nilo.

Un supremo dolor alteró el rostro de Ounis.

—Algún día lo sabremos —dijo con voz profunda.

Se había vuelto bruscamente. Nefer avanzaba lentamente acercándose a Mirinri, que estaba apoyado en la baranda de bordo mirando las aguas que murmuraban entre los papiros y que comenzaban ya a cubrir las orillas bajas.

—Te debo la vida, mi señor —dijo la muchacha tocándolo levemente sobre la espalda.

—¡Ah! ¿Eres tú, Nefer? —Respondió el joven—. ¿Todavía estás mojada?

—Ya se encargará el sol de secarme.

—¿Sabes que maté al cocodrilo que te quería devorar? Las heridas que yo doy, no sanan.

—Eres muy valiente.

—Mi padre era un gran guerrero —respondió Mirinri sin volverse.

—A pesar de todo, no creo que te tirases al agua para salvarme.

—¿Por qué?

—Yo no soy aquella Faraona, soy otra, pero Faraona también.

Mirinri se volvió vivamente, mirándola con profunda sorpresa.

—¿Qué dices? —preguntó, arrugando la frente.

—Llevo tatuado en mi piel el ureo.

—¡Tú! —repitió.

—¡Yo!

Mirinri con un gesto rápido se rasgó la ligera túnica que se cubría la espalda, mostrando desnudo su hermoso torso.

—Mira aquí, Nefer —dijo.

—Ya lo veo, el símbolo del poder.

—¿Es igual que el tuyo?

—Sí.

—Así, pues, ¿quién eres tú? —gritó Mirinri.

—Ya te lo dije: una Faraona, pero no aquella que salvaste antes que a mí —respondió Nefer, con sutil ironía.

—Tú dijiste que eras una princesa etíope.

—Yo ignoraba lo que quería decir este tatuaje.

—¿Quién te lo ha explicado?

—Yo —dijo Ounis—, que se había detenido a breves pasos.

—Tú no puedes engañarte —dijo Mirinri.

Después, mirando a Nefer le dijo:

—Bien, si somos ambos Hijos del Sol, seremos como hermana y hermano.

Nefer no respondió. Bajó solo su cabeza y aquella inmensa sombra de tristeza que ya había notado el anciano sacerdote, reapareció sobre su semblante.

En aquel momento se oyó gritar a Ata:

—Ahí está la fortaleza de Abon y comida para los cocodrilos. Abrid bien los ojos y estad en guardia. Tal vez allí se oculta un gran peligro.