CAPÍTULO XII

LA CRECIDA DEL NILO

El Nilo, ese gran río que es el desagüe de los grandes lagos ecuatoriales, al igual que el Ganges, gozó antiguamente de fauna divina. Para los súbditos de los Faraones no descendía de los lagos del interior del Continente Negro, sino directamente del cielo; y no estaban equivocados en adorarlo, porque, sin el río, Egipto no hubiera existido nunca.

Egipto es un don del Nilo —dejó escrito Herodoto—. Y en efecto lo ha creado todo: el suelo y sus productos, trabajo para los hombres, su carácter nacional, sus instituciones políticas y sociales. Sin aquel beneficioso río, los Faraones no hubieran reinado ciertamente y su gran civilización no hubiera existido nunca, porque ningún pueblo habría podido vivir sobre aquel suelo arenoso, caldeado por los concentrados rayos del sol y en consecuencia totalmente estéril. Han sido las aguas del Nilo las que han conquistado Egipto, que no es otra cosa en realidad que un oasis de algo más de doscientas leguas que en algunos sitios tiene una anchura de una y que solo en su bajo curso lo alcanzan los vientos. Solo el delta tiene grandes proporciones, formando un inmenso triángulo fangoso, de una fertilidad extraordinaria e incluso él es una conquista del Nilo, y no ya sobre las arenas del desierto sino sobre el mar, al que ha obligado a retirarse poco a poco ante las enormes masas de tierra que a lo largo de centenares y centenares de siglos ha ido arrastrando desde las misteriosas regiones del África central. A donde no llegan las aguas de aquel río es al desierto. En efecto, aquella larga y estrecha franja de tierra fértil confina a diestra y siniestra, o sea a poniente y levante, con las arenas. La fertilidad de aquella estrecha faja se debe totalmente a las periódicas crecidas de aquella gigantesca arteria fluvial.

A principio del solsticio de verano, el Nilo con una precisión matemática empieza a engrosarse a causa de las grandes lluvias ecuatoriales y sigue aumentando día a día, sin exageración y con método, hasta alcanzar su máxima plenitud en el equinoccio de otoño. Todas las tierras bajas llegan a inundarse y las más altas, que están a lo largo de las márgenes, debido a la filtración se tornan blandas y fangosas. Sobre aquellas tierras el beneficioso río deposita anualmente un limo precioso, arrancado a las tierras vírgenes del interior, que sirve de abono a los campos.

Es como una mina inagotable de tierra fertilísima, mejor que la abastecida con guano, lo que el pródigo río regala gratuitamente a sus fieles adoradores.

Pasado el equinoccio, las aguas se retiran poco a poco y sobre aquella tierra negruzca, todavía blanda y húmeda, el egipcio echa sus semillas, que se desarrollan más adelante sin necesidad de ningún cuidado. Ciertamente el trabajo agrícola no es necesario; el campesino egipcio no necesita ganar su cosecha con el propio sudor, como ocurre en nuestros campos. La semilla, arrojada en la superficie del suelo, se hunde en aquella tierra saturada de agua, el calor solar la desarrolla y solo resta a aquellos afortunados fellah esperar a que maduren las mieses que proporcionan casi siempre cosechas fabulosas. No se crea sin embargo que el Nilo sea un río distinto a los otros, a pesar del origen divino a él atribuido por los antiguos egipcios, para quienes era el dios Hopi y para quienes tenía tal veneración sus aguas que condenaban a muerte a todo aquel que se permitiera profanarlo arrojando a él un cadáver.

No todas las crecidas ocurren regularmente ni siempre son tan abundantes. Algunos años su corriente se torna impetuosa, amenazando con grandes desastres y en ocasiones es tan escasa que no llega a bañar todos los terrenos destinados a los cultivos. Sin embargo la mano del hombre ha intentado poner remedio a uno y otro peligro y los Faraones fueron los primero, que pese a la falta de medios poderosos, realizaron acá y allá obras impresionantes, que no han logrado destruir los siglos, tales como diques, canales para conducir las aguas con una cierta regularidad a todas las provincias, grandiosos embalses artificiales para guardarlas cuando resultaba demasiado abundante y activar el sistema de irrigaciones para las tierras elevadas. Gracias a aquellas obras, los Faraones protegieron su reino contra la invasión de las arenas que la cercaban, conservando los futuros egipcios la fertilidad de las tierras, sin lo cual no habrían podido subsistir.

La barca de Ata, después que la primera oleada pasara ancha y espumante, resonando ruidosamente entre ambas orillas, reemprendió su lenta marcha, puesto que, según se ha dicho, la crecida no se manifiesta ni de pronto, ni impetuosamente.

Las aguas del río, que antes eran límpidas, comenzaron a tornarse verduscas y a enturbiarse. Dentro de algunos días deberían tornarse teñidas y acabar siendo sanguinas.

A la sacudida que sufriera el velero, Mirinri se movió y luego se puso en pie, mirando a Ounis.

—No es nada —dijo el anciano—. Es la crecida que comienza.

—Nefer la había predicho —dijo el Hijo del Sol, que parecía que en aquel momento despertaba de un profundo sueño—. Nos llevará más deprisa a Menfis, ¿no es cierto, Ounis?

—¿Estás impaciente por ver la gran ciudad?

—Sí, bastante impaciente. ¿Qué es lo que he visto yo hasta ahora? Arena y pirámides, palmeras y cocodrilos y ni siquiera un átomo del esplendor al que tengo derecho.

—No hay que tener prisa, Mirinri. Debemos aguardar a que todo esté a punto para la reconquista, que va a poner en tu mano el reino más poderoso que existe sobre la tierra.

—La paciencia no está hecha para la juventud, especialmente cuando ésta siente correr por sus venas sangre de guerreros. ¿Y Nefer, dónde está?

—Estoy aquí, mi señor —respondió la doncella, que se había acercado silenciosamente.

—¿No cantas hace poco?

—Si, mi señor.

—Creo haber soñado.

Nefer bajó la cabeza hermosa y sonrió tristemente.

—Mi voz no alegrará nunca el ánimo del Hijo del Sol —dijo con un tono lleno de dolor.

Mirinri no respondió. Miraba la orilla del río, sobre la que podían verse grandes schadouf, máquinas primitivas que servían para elevar y verter el agua en las tierras altas; eran movidas por un solo hombre y ante ellas abrevaban algunos bueyes.

—¿Lo ves, Nefer? —dijo indicando con la mano derecha algo indefinido—. Aquel día ponía así su presa la joven Faraona, que yo liberé de las fauces.

—¿Qué dices, señor?

—El cocodrilo; dentro de poco aquel ávido animal tendrá su presa. ¿Lo ves como aguarda sumergido?

Nefer se inclinó sobre la baranda. Un monstruoso reptil, de seis metros de largo, se iba abriendo paso suavemente entre los papiros y las largas hojas de las plantas de loto, que la crecida iba poco a poco cubriendo, dirigiéndose hacia la orilla, donde un enorme toro negro.

—¿Lo ves? —preguntó de nuevo el joven, que parecía interesarse vivamente por los movimientos del monstruo.

—Sí —respondió Nefer.

—Va a atacar al toro.

—¿Tú crees, mi señor?

—Y lo vencerá.

Nefer se mantuvo un momento silenciosa, después de pronto preguntó a bocajarro con un extraño acento e intencionada mirada:

—¿De las mandíbulas de uno de aquellos terribles temsah (cocodrilos) tú salvaste a la Faraona?

—Sí, —respondió Mirinri—. Y habría devorado ciertamente aquellas delicadas carnes, si yo no hubiese intervenido a tiempo.

—Pudiste morir, mi señor.

El joven encogió las espaldas.

—Un Hijo del Sol no muere tan fácilmente —añadió, casi con indiferencia—. Yo no he tenido nunca miedo a esos monstruos, lo mismo que no he temido nunca a los leones.

—Así es que serias capaz de matarlo.

—Sí, si fuera necesario.

—¿Pero por qué expusiste tu vida por aquella mujer? ¿Por qué era una Faraona, tal vez? —preguntó Nefer con ahínco.

—Ignoraba que fuera una princesa. No lo supe hasta bastantes días después, cuando encontré entre la hierba de la orilla el símbolo del poder de la vida y la muerte que ella había perdido.

En los ojos de Nefer, negros y profundos, brilló un fulgor extraño.

—¡Ah! —murmuró.

—Míralo, Nefer —prosiguió Mirinri que no se había dado cuenta de la intensa agitación que se había apoderado de la hechicera—. ¿Ves cómo se mueve entre los papiros y las plantas de loto? No saca más que la punta de su hocico. Un paso más y el toro caerá.

Nefer parecía no escucharle. Sus miradas seguían atentamente al monstruoso cocodrilo, que seguía avanzando. De pronto subió a la baranda como si quisiera presenciar mejor el drama que iba a desencadenarse.

Al estar en aquel lugar la corriente casi detenida por un gran banco que corría paralelo al río, totalmente cubierto de plantas acuáticas, la pequeña nave había interrumpido su curso rozando su quilla entre los papiros que ocultaban el fondo. Todos los etíopes y también Ounis y Ata se habían colocado a lo largo de las barandillas, para observar los actos de gigantesco saurio. El toro, un espléndido animal de formas macizas, con largos cuernos retorcidos seguía bebiendo tranquilamente, metiendo casi todo su hocico en el agua, mientras que detrás suyo una media docena de vacas pastaban, sin que nadie lo distrajese.

De pronto un chillido ronco, salvaje, escapó de su cuello y se le vio como intentaba hacer un esfuerzo poderoso para irse atrás. Vano intento. El cocodrilo lo había sorprendido y le tenía asido por el morro, hincándole profundamente los primeros dientes y cortándoselo como una aserradora.

—¡Lo ha atenazado! —exclamaron los etíopes.

—Y está perdido —sentenció Mirinri.

—Porque no se le ofrece una presa mejor —murmuró Nefer con voz tenebrosa.

El toro oponía una resistencia desesperada, para no dejarse arrastrar hacia el agua y apuntaba fuerte sus patas, poniendo rígidos sus músculos, mientras el monstruo seguía tirando, hipnotizando a su enorme presa con sus ojos glaucos y sin expresión.

Para su mala suerte, la orilla saturada de agua por el comienzo de la crecida se había vuelto fangosa, por lo que cedía bajo las largas y pesadas pezuñas del pobre rumiante y, en los esfuerzos que hacía, sus patas se hundían cada vez mas con lo que se encontraba en la imposibilidad de echarse hacia atrás.

Dolorosos mugidos, sofocados, le salían de la boca, mientras que una baba sanguinolenta brotaba de sus narices, que el saurio continuaba atenazando ferozmente. Sus flancos poderosos se mantenían firmes y su cola movía el aire, mientras que sus ojos se dilataban, insuflando sangre y se hinchaban como si quisieran salir de sus órbitas. El cocodrilo permanecía inmóvil, mirando fijamente sin parar a la enorme presa. Estaba esperando que el toro, sofocado, cayese, para arrastrarlo hacia el río.

De pronto se oyó un ruido seguido de un grito de Ounis:

—¡Nefer se ha caído! ¡Tirad la piedra!

La hechicera, sea por haber perdido el equilibrio, sea porque le hubiese dado un desmayo, se había precipitado al Nilo, desapareciendo entre las aguas verduscas que en aquel lugar debían ser bastante profundas.

El cocodrilo al oír aquel golpe que le anunciaba una nueva presa más fácil de conquistar, abrió las mandíbulas, dejando libre al toro y había dado rápidamente la vuelta, agitando furiosamente la cola.

Nefer, en aquel momento reaparecía en la superficie a pocos pasos del casco de la pequeña nave. Sus ligeros velos se hallaban extendidos en la corriente y sus ojos se habían fijado inmediatamente en Mirinri que de un solo movimiento ya estaba en la barandilla.

—¡Nefer! —Gritó el joven—. ¡Un arma! ¡Un arma!

Un etíope pasaba en aquel momento junto a la barandilla para echar al agua la chalupa que se hallaba adosada a la popa. En la cintura llevaba un puñal de bronce de hoja larga y doble filo.

Quitárselo de un golpe y echarse de cabeza al río fue todo uno.

Un grito terrible escapó de los labios del viejo.

—¡Mi… desgraciado! ¿Qué haces?

—¡Pronto el bote! —gritó a su vez Ata, que estaba muy pálido—. ¡Salvemos al Hijo del Sol!

El cocodrilo, que ya había visto a Nefer, que se mantenía a flote agitando febrilmente las manos, se precipitaba con aquel ímpetu irresistible que caracteriza a aquellas fieras.

Con unos pocos movimientos de cola había atravesado la masa de papiros y plantas de loto blanco y rojo y se dirigía a toda marcha hacia el delicado cuerpo humano que no podía oponer la tenaz resistencia del poderoso toro.

Ya había abierto las poderosas mandíbulas para partir en dos a la hechicera, cuando Mirinri emergió precisamente delante de él.

El valiente joven asía en su mano derecha un puñal. Con un golpe de los pies y sin preocuparse del grave peligro que lo amenazaba, se interpuso entre Nefer y el saurio y le propinó dos terribles tajos a través de las mandíbulas abiertas, cortándole hasta el cuello.

Presa de dolor, manando sangre por las dos enormes heridas, el saurio se contorsionaba terriblemente, dejando escapar una especie de aullido que semejaba el batir de un potente tambor fuertemente golpeado; batió su cola dos o tres veces precipitadamente, levantando verdaderas olas y huyó.

Mirinri había dado la vuelta y asió a la muchacha por el cuerpo, arrojando el cuchillo, que ya no le era necesario.

Nefer había perdido el conocimiento e iba a hundirse. El valeroso joven apenas tuvo tiempo de levantarle la cabeza fuera del agua.

Con un poderoso golpe de sus talones venció a la corriente que amenazaba con arrastrarlo y se puso a nadar vigorosamente hacia el pequeño velero, que iba lentamente a la deriva.

—¡Rápido, Mirinri! —gritó Ounis, mientras los etíopes calaban apresuradamente la chalupa.

—Voy —respondió sencillamente el héroe.

Había sujetado a Nefer fuertemente contra su pecho y luchaba poderosamente contra la corriente, que la crecida había acelerado. Los largos cabellos de la doncella se le enroscaron en el cuello, pero parecía que el Hijo del Sol no sintiese ninguna emoción.

Con dos brazadas llegó hasta la chalupa que avanzaba a toda prisa a fuerza de remos, confió Nefer a los etíopes, que la izaron a bordo, y después sin necesidad de ayuda alguna, subió él a popa y se sentó en uno de los bancos.

Parecía que le turbaba una profunda preocupación.

—¿No está muerta, verdad? —preguntó Ata, que iba en la chalupa junto a los remeros.

—No, mi señor —respondió el egipcio que tenía entre sus brazos a Nefer—. Su corazón palpita y pronto volverá en sí. ¿Por qué has expuesto tu importante vida por esta hechicera? El cocodrilo era grande y fuerte y podía partirte en dos.

Mirinri encogió sus hombros y sonrió. Después s tras un momento de silencio respondió:

—Un rey debe preocuparse por la salvación de sus súbditos, si es cierto que yo soy un Faraón.

—¿Es que lo dudas acaso? —dijo Ata, con un gesto de estupor.

—No —respondió Mirinri.

La chalupa había llegado ya junto al pequeño velero. El joven se asió a la cuerda que le habían echado y subió a bordo, donde Ounis los aguardaba presa de viva emoción.

—Eres el hijo del gran Teti —le dijo el anciano—. Tu padre habría hecho lo mismo. Antes un león, ahora un cocodrilo.

—No era el que perseguía a la Faraona —dijo Mirinri.

Después siguió hablando para sí:

—No, el cuerpo de esta muchacha no me ha causado el mismo temblor. Mi sangre se ha quedado muda.