MISTERIOSO ACUERDO
Como ya se ha dicho en otras ocasiones, en la época de los Faraones los gatos y especialmente las gatas, eran considerados como animales sagrados, los más venerados de todos, incluso mucho más que los ibis. Todo el pueblo egipcio, tanto del Bajo como del Alto Nilo, tenía una veneración extrema por estos cazadores de ratones e incluso había templos dedicados exclusivamente a esos graciosos felinos, donde se mantenía a millares de ellos. El fanatismo por ellos llegaba a tal extremo que, cuando ocurría algún incendio, se dejaban morir quemadas personas pero se salvaba a toda costa el gato de la casa. Por otra parte los protegían leyes muy severas. Cualquier súbdito que hubiese dado muerte a uno, aunque fuera accidentalmente, era condenado a muerte sin escapatoria posible. Se cuenta sobre esto que después de la conquista de Egipto por parte de los romanos, cierto día un ciudadano preso de cólera había dado muerte a uno, lo que motivó entre la población un motín de tal envergadura que puso en serio peligro a las legiones romanas y obligó al gobierno de Roma a enviar tropas para sofocarlo. Cuando moría un gato, de muerte natural se entiende, los egipcios lo embalsamaban y lo enviaban, según ya se ha dicho, a hacer compañía a los Faraones y a los personajes importantes sepultados en las pirámides o en los inmensos mausoleos de las familias mas distinguidas. Sus efigies se encontraban por doquier: en las fachadas de los templos, en los monumentos, en los obeliscos. Las mujeres los empleaban además para decorar sus objetos de tocador, en los vasos que contenían perfumes y en sus joyeros. Pero lo que sorprende todavía más es que, aunque el gato ya no se adore en la actualidad entre los egipcios, ni sea considerado un animal sagrado, los árabes actuales y los mismos egipcios le tienen en gran consideración. Sin embargo los musulmanes no han tenido nunca un dios gato ni una diosa gata. En la actualidad en El Cairo se destina anualmente una cierta cantidad para abastecer a los gatos hambrientos y la gran caravana que se dirige cada año a la Meca va siempre acompañada de una vieja que lleva sobre su camello una carga de aquellos felinos y que debido a ello es llamada «la mamá de los gatos». Existen incluso personas que dejan su herencia, bastante grande a veces, a los numerosos gatos hambrientos del país.
No había por consiguiente nada de extraordinario en la llegada de aquella barca llena de cestos, que al principio tanto había alarmado al desconfiado Ata. La demanda de gatos era siempre muy abundante en Menfis y el comercio era muy floreciente, razón por la cual muchas barcas llegaban anualmente procedentes del Alto Egipto para hacer recolección entre los nubios a fin de que los templos tuviesen un número considerable de aquellos felinos.
—Esos no deben ser espías —dijo Ata—. Realmente son honrados comerciantes que nunca han estado a bien con Pepi. Dejémosles que se acerquen.
La barca de los gatos, que se dejaba arrastrar por la corriente, al haber desaparecido el viento, fue a anclar, mejor dicho fue a dejar caer sus piedras, a una decena de metros de distancia del velero de Ata. Un anciano que lucía una barba postiza hecha con la cola de un buey y que llevaba una peluca, viendo a Ata y a sus compañeros los saludó con la mano, gritando:
—Que el gran Osiris os sea propicio, hermanos, y que Sebek, el dios cocodrilo os guarde de los souq (cocodrilos) y de los kale (hipopótamos).
—Que Khnoum, el autor de los seres humanos, te conserve larga vida —respondió Ata—. ¿A dónde vais?
—A Menfis.
—¿Y qué lleváis?
—Gatos para el templo de Hathor —respondió el comerciante—. Una enfermedad se ha desencadenado entre aquellos animales sagrados y he sido encargado de substituirlos por otros.
—¿Venís de Nubia?
—Sí, mi señor. ¿Y vosotros a dónde vais?
—Debo detenerme en muchos sitios.
—Buenas noches, mi señor. Estamos cansados y necesitamos descanso.
Se retiró de la proa, pero antes se fijó profundamente en Nefer que estaba detrás de Ata, erguida sobre una caja, de modo que fuera bien vista por toda la tripulación de aquella barca.
La mirada del viejo y la de la muchacha se entrecruzaron y sobre los labios de él así como en los rojos de ella apareció una ligera sonrisa.
—Vayamos también nosotros a descansar —dijo Ata—. No hay que temer nada de estos hombres y la noche pasada no hemos cerrado los ojos en toda la noche.
Los hombres de la barca de los gatos se habían retirado bajo los camarotes de proa y de popa, así como sobre la cubierta no se oía nada más que algún maullido sofocado.
—Vete tú también a dormir, muchacha —dijo Mirinri a Nefer.
La hechicera movió la cabeza.
—Déjame aquí para estudiar los astros, mi señor —repuso después de una breve excitación.
Había en la voz de la bella etíope un cierto tono que impresionó al joven.
—¿Por qué tiembla tu voz? —le preguntó.
—Me ocurre siempre así, después de haber predicho el futuro a algún personaje ilustre. No hagas caso, mi señor.
—Las noches son húmedas en el Nilo.
—Nefer vive desde hace muchos años en las orillas del sagrado río y está habituada a su clima.
—¿Qué es lo que quieres descubrir en los astros? ¿No te basta el haber interrogado esta mañana a la gran alma de Osiris?
—Quisiera conocer yo también mi destino y esta noche es propicia. El cielo está límpido y sabré descubrir la estrella que me guarda. Buenas noches, mi señor. VE a reposar.
—Extraña muchacha —dijo Mirinri, dirigiéndose al camarote de popa.
Nefer se había quedado quieta, viendo como se alejaba. Abrió la boca como si quisiera detenerlo pero ninguna palabra salió de sus labios. Cuando el joven hubo desaparecido un largo suspiro se le escapó y abandonó sus brazos a lo largo del cuerpo con una muestra de desesperación, dejando caer a la vez el mentón sobre su pecho.
—Aquella mujer lo ha impresionado demasiado. Se ha encontrado la sangre de dos Faraones y tal vez ambos corazones palpiten al unísono. ¿Quién los detendrá? ¿Quién apartará de los ojos de uno la visión del otro? ¡Ah! ¡Gran sacerdote, creo que tú te has engañado con el poder de mis ojos!
Atravesó lentamente, rozando apenas las tablas de cubierta con sus delicados pies desnudos, haciendo tintinear levemente los anillos de oro que le adornaban los tobillos y fue a apoyarse en la baranda de popa. Una gran calma reinaba sobre la inmensa llanura fluvial. Las aguas se movían lentas y murmuraban dulcemente entre los papiros y las hojas de loto. Las estrellas centelleaban como pocas veces había visto Nefer; ascendiendo lentamente en el cielo transparente y en el horizonte podía verse todavía el cometa. Una fresca brisa, cargada con el dulcísimo aroma de los lotos blancos, azules y rojos, silbaba entre el cordamen de la nave, haciendo gemir ligeramente las velas semiarriadas en la cubierta.
Nefer conservaba una inmovilidad absoluta. Sus miradas se hallaban continuamente fijas en la barca de los gatos que porque sus tripulantes habían tensado poco las amarras que la sujetaban a las dos masas caladas en el fondo del río o bien la corriente la había hecho desviar, se había acercado lentamente al velero de Ata, de modo que casi lo rozaba. De pronto la muchacha se movió. Una sombra había aparecido en la cubierta de la barca y se dirigía hacia la proa que se hallaba solo a unos metros del velero. Al verla la hechicera tuvo un sobresalto. Echó una rápida mirada detrás suyo. Cuatro etíopes, de guardia, estaban apoyados en la base del palo trinquete y charlaban en voz baja, sin preocuparse de la muchacha. Cuando ésta volvió a inclinarse en la baranda de popa, la sombra se hallaba ya sobre la proa de la barca de los gatos.
—¿Me oyes, Nefer? —inquirió.
—Sí, —respondió la hechicera.
—¿Es él?
—Ya no cabe ninguna duda.
—¿El propio hijo de Teti?
—Sí.
—¿Así pues el gran sacerdote de Isis no se había engañado? Nefer no respondió.
—¿Han creído la historia que les has contado?
—Se lo han creído todo —dijo Nefer bajando la voz.
—¿Serás capaz de llevarlos hasta aquella isla?
—Me han pedido que lo haga.
El hombre que no era otro que el viejo que había saludado al principio a Ata, dejó oír una risa sarcástica.
—Eres una verdadera hechicera, Nefer —dijo—. Volverás a gozar de los esplendores de la corte.
La muchacha lanzó un largo suspiro.
—El te aguarda en el templo —prosiguió el anciano—. Y ¡ay de ti si no sabes hacerlo seguir, porque además has jurado ante Hathor e Isis obedecerlo!
—Obedeceré.
—¿Has conseguido hechizarlo?
—No lo se todavía.
—No resistirá mucho. El mismo Pepi habría caído vencido por ti.
—Pero tal vez no el joven Faraón —dijo Nefer con profunda tristeza.
—Es preciso que ceda.
—Lo procuraré.
—No debe llegar a Menfis, ¿has entendido? Es la orden de Pepi y del gran sacerdote.
—Lo encadenaré entre mis brazos al templo de los antiguos reyes nubios.
—Bien, nos veremos de nuevo en la isla.
El viejo le hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó sin hacer ruido, desapareciendo entre las velas arriadas sobre la cubierta. Nefer se quedó unos instantes quieta, como sumida en profundos pensamientos. Luego levantó su cabeza y miró durante cierto tiempo una estrella que brillaba cerca de la primera de la Osa Mayor.
—Siempre pálida —murmuró. ¿Cuándo aumentará tu luz? Si es cierto que tú eres un sol, ¡brilla más vivamente por la felicidad de Nefer!
Cubrió sus ojos con las manos, encogiéndose toda ella con un movimiento felino a la vez que murmuraba a media voz:
—Será él quien venza a la hechicera y no yo a él. El fuego arderá en mi corazón, pero el mío dejará frío el suyo. Todos caerán ante mi mirada menos el joven Faraón. La ve, la sueña, ¿por qué habré llegado demasiado tarde? Maldita Faraona, que la diosa de la muerte te desflore con sus negras alas. ¡Mala suerte! ¡La gran luz de Osiris no entrará más que en su corazón y jamás en el mío!
Levantó sus manos y miró a lo alto. La luna aparecía ahora por encima de las inmensas hojas empenachadas de las palmeras y sus rayos hacían brillar las aguas del Nilo como plata fundida.
—Astro de la noche, dime tú cuál será mi destino.
Una nubecilla pasaba en aquel momento ante la luna, oscureciéndola ligeramente.
Nefer movió tristemente su cabeza.
—Todo está contra mí —dijo—. Los astros me predicen que la desgracia caerá un día sobre mí.
Atravesó el castillo de popa como una sombra, sin hacer el más leve ruido, se detuvo un momento para ver a los etíopes de guardia, que estaban todavía entre ellos, luego entró bajo cubierta, en donde se había destinado una pequeña cámara…
Cuando Ata subió a cubierta, el sol estaba ya un poco alto y sobre las aguas del río pasaban bandadas inmensas de ibis, que parecía iban directamente al curso inferior. Apenas dio un vistazo a su alrededor vio que la barca de los gatos ya no estaba.
—¿Ya han partido? —preguntó a uno de los etíopes de guardia.
—Sí, patrón —repuso el negro.
—¿Hace mucho?
—Desplegaron velas poco después de medianoche.
—¿Por qué tanta prisa?
—Me han encargado que te salude y me han dicho que partían porque querían llegar a Menfis antes de la crecida del Nilo.
—Ciertamente estas bandadas de pájaros que pasan en forma compacta, lo anuncian —dijo Ata, hablando para si—. Nosotros no tenemos prisa, ninguna prisa.
Luego, alzando la voz, ordenó:
—Desplegad las velas.
Mirinri y Ounis salían en aquel momento del castillo de popa, acompañados de Nefer. La muchacha daba la impresión de no haber dormido.
Se había ya arreglado, reuniendo en trenzas sus hermosísimos cabellos, que había ceñido detrás de la nuca con un abigarrado pañuelo de finísimo lino en el que había prendido una aguja de metal dorado que representaba a Pes, el deforme esposo de Venus, venerada por los egipcios. Se había pintado además las uñas de color dorado, como era usual en aquella época y se había empolvado el cuerpo con un polvo especial que dejaba en la piel reflejos de un verde bronceado del más agradable aspecto. También había perfumado los vestidos con mendesium, un perfume compuesto de resinas, de mirra, de miel y de canela, del que las mujeres egipcias hacían un gran consumo y que por lo común era preparado por las sacerdotisas, también para las ceremonias religiosas.
Mirinri, involuntariamente, apenas salido a cubierta, se detuvo a mirarla.
—Eres hermosa, Nefer, estás más bella que ayer —dijo.
La hechicera tuvo una sonrisa indefinible.
—¿Dónde has encontrado los perfumes?
—Los llevo en mi joyero, mi señor, ya que en los viajes largos no podría encontrar todo lo que se necesita para el arreglo de una adivinadora. ¡Ah, pasan los ibis! Anuncian la crecida del río.
—¿Impedirá ello que lleguemos a la isla misteriosa?
—Al contrario, mi señor. El agua cubrirá las orillas e inundará los bosques y las campiñas, pero por mucho que se eleven las aguas no podrán invadir las tierras de aquella isla.
Mirinri se mantuvo silencioso unos instantes, siguiendo con su mirada las bandadas de ibis que pasaban, sin temor alguno, por encima del pequeño velero, luego preguntó:
—¿Has estado alguna vez en Menfis, Nefer?
—Allí he nacido, mi señor; creo habértelo ya dicho.
—¿Es cierto que el palacio de los Faraones es el más grandioso monumento que han construido los egipcios?
—No puedes hacerte a la idea si no lo ves con tus propios ojos, Hijo del Sol. Es posible que un solo día no te baste para verlo, aunque habites en él.
—Es posible —dijo Mirinri, mirando fijamente a la hechicera—. Mi puesto está allí y no aquí; entraré en él como vencedor y rey.
En el rostro de Nefer apareció una sombra de profunda tristeza.
—Tú piensas continuamente en una que se sienta muy cerca del trono del Faraón, que hoy gobierna sobre el Bajo y el Alto Egipto. Ten cuidado que esa mujer no te traiga la desventura.
Mirinri sonrió, haciendo al mismo tiempo el gesto de quien está demasiado seguro de sí mismo.
—Iré derecho, aunque sin prisa, hasta que cumpla mi misión —dijo después con voz firme.
—Puedes encontrar en tu camino obstáculos.
—Los superaré, Nefer. Mi brazo no temblará.
—¿Y tú corazón?
—¿Qué quieres decir?
—¿Será tan fuerte como tu brazo?
—¿Por qué no?
—Arde ya por una doncella, que no sabes si te corresponderá.
Mirinri suspiró y se pasó dos o tres veces la mano por la frente, que de improviso se había perlado de sudor.
—Sí —dijo después, como hablando para sí—. No me dará su amor.
—Hay otras mujeres que valen lo que aquella y que pueden serte fieles hasta la muerte. Tú eres hermoso joven, valeroso, eres Hijo del Sol, ¿qué corazón de mujer no latiría fuertemente por ti?
Es imposible —repuso el joven—. Aquella fue la primera mujer que vi y que sentí temblar en mis brazos; cuyo perfumado aliento percibí. Ha hecho prender en mi corazón un fuego tal que no podrá extinguirse más que con la muerte. ¿Qué me importa que no me ame? Cederá a la inmensidad de mi cariño por ella. La venganza y su amor: esas son las dos misiones de mi existencia.
Nefer tuvo un sobresalto tan fuerte que las pulseras de oro que ceñían sus piernas y sus brazos tintinearon ruidosamente.
—¿Qué te ocurre, Nefer? —preguntó Mirinri, volviéndose hacia ella.
—Me parecía que en este momento me había rozado el ala negra de la muerte… —respondió la muchacha.
—Me pareces triste.
—Tampoco tú estás muy alegre en estos momentos, mi señor.
—Es cierto.
—¿Quieres que alegre tu espíritu? Yo danzo, toco y canto en mi camarote he visto colgada en la pared una bon-n y me acompañaré con ella. La música vence a la tristeza y el canto serena la frente. Mira, el Nilo comienza a subir: voy a saludar sus benéficas aguas, que descienden de los misteriosos lagos de la lejana Nubia.
Nefer, que parecía haber conquistado nuevamente su alegría, entró bajo cubierta y salió poco después levantando con ella una especie de arpa ligera, formada por un bastón curvado en forma de semicírculo y dotada de cuatro cuerdas. Atravesó la cubierta, subió a la proa exponiéndose a los ardientes rayos del sol y, mirando a las brillantes aguas e irguiéndose como una soberbia visión, entonó con voz fresca, nítida como el sonido de una campana de plata, el himno sobre el Nilo que había gozado de gran predicamento entre los literatos egipcios de la X dinastía; era una simple enumeración de los bienes pacíficos y seguros que proporcionaba la inundación.
—Salud, oh Nilo, tú que te has manifestado en esta tierra y vienes en paz para dar vida a Egipto. ¡Gran Osiris, que conduces las tinieblas hacia el día que te agrada, irrigador de los huertos que el sol ha creado, para dar vida a toda clase de animales! Tú das de beber a la tierra en todas partes y desde el cielo desciendes a los campos, amigo del pueblo, tú que iluminas todos los rincones, Señor de los peces, después que te has remontado sobre las tierras inundadas ningún pájaro invade ya los bienes favorables, creador del grano, protector de la cebada, tú haces eterna la duración del tiempo, descanso de los brazos, tu trabajo ayuda a millones de infelices.
La voz de la hechicera, cálida, sonora, se esparcía en la ardiente atmósfera, mezclándose al susurro de las aguas y fundiéndose dulcemente con los sonidos que sus ágiles dedos arrancaban al arpa. Los palmerales que cubrían ambas orillas repetían el eco de aquellas palabras, comunicándolas claramente. Nefer parecía una divinidad del Nilo y era tan hermosa con sus largos cabellos, que por azar o expresamente, se habían soltado cayendo sobre sus hermosas espaldas, que todos los marineros se habían quedado quietos, como fascinados. También Ounis y Ata parecían cautivados y no apartaban su mirada de la muchacha. Solo Mirinri parecía no prestarle demasiada atención. Se diría que su pensamiento seguía pendiente en aquel momento de la lejana visión, que le había cautivado mortalmente el corazón y que aquella suave voz, que cada vez sonaba con mayor ardor y más fuerte en el aire, no conseguía liberar su alma. Cuando Nefer lanzó de sus labios la última frase, se había vuelto lentamente, fijando sus profundos ojos negros, llenos de fuego, en Mirinri. Al ver al Hijo del Sol sentado sobre una caja, como en una especie de abandono, inmerso en profundos pensamientos, con la mirada vaga vuelta hacia el río, un sordo sollozo escapó y murió en los labios de la muchacha y sus ojos se oscurecieron, cubriéndose con un húmedo velo. Se recogió con un movimiento nervioso los cabellos, aprisionándolos en un aro de oro, dejó caer el instrumento y se encaminó lentamente hacia la popa, pasando junto a Mirinri. Este no se había movido; parecía que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que ya había finalizado el himno al Nilo y que la hechicera le había pasado tan cerca que le había rozado con su vestido. Ounis que había seguido atentamente toda la escena, frunció el ceño.
—Lo ama —susurró a Ata.
—¡Una hechicera se atreve a amar a un Hijo del Sol! —Exclamó el egipcio—. Al atardecer la haré arrojar al Nilo.
—Tú eres un mal político —respondió Ounis sonriendo—. Si aquella muchacha consigue sacudir las fibras de Mirinri, me daría por satisfecho. Es el recuerdo de la Faraona lo que querría sacarle de la mente. El amor de aquella princesa solo puede ser fatal para este joven.
—¿Y tú crees que Nefer lo conseguirá?
—Es hermosa, tiene la suficiente seducción como para que muy pocos hombres puedan resistírsele, incluso un descendiente del Sol. Por otra parte, no sería la primera vez que los Faraones se emparentan con príncipes nubianos.
—Tú crees por lo tanto cuanto nos ha contado.
—Sí —dijo Ounis—. Una hija del pueblo no tendría un rostro tan perfecto, ni una figura tan vivaz, ni manos ni pies tan pequeños. Tiene sangre de príncipe s en sus venas.
—Y la dejarás amar a Mirinri.
—Haré algo más —respondió el viejo—. Alimentaré su pasión por el Hijo del Sol. Es posible que sus ojos borren en el corazón de Mirinri el recuerdo de la Faraona. El peligro no está en esta muchacha sino en la otra, porque aquella con su amor podría interponerse en nuestro proyecto y dar al traste a mi venganza contra Pepi.
—Tú…
—Calla —dijo Ounis con voz imperiosa, poniéndole un dedo ante la boca—. Ese secreto solo me pertenece a mí y no se conocerá hasta el día en que regrese victorioso a Menfis, la orgullosa, y mi pie pise el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.
Ounis, mientras hablaba así, se había transfigurado. Una expresión de cólera intensa se leía sobre su rostro, mientras que en sus ojos ardía una llama siniestra.
—Tú no perdonas —dijo Ata que lo miraba.
—Nunca —respondió el anciano—. Los quince años de soledad que he pasado en el desierto, para esconder del odio del usurpador al futuro rey de Egipto no han hecho desaparecer la intensa decisión de mi venganza.
—Tu harás lo que quieras, Ounis. Los viejos amigos de Teti, el Grande, están dispuestos a todo, cuando llegue el momento.
—Y llegará —dijo Ounis—. Lento pero seguro y el saludo que todo el pueblo debe a su rey penetrará en el palacio real de Menfis.
Una brusca sacudida que conmocionó la barca lo interrumpió.
Ata echó una mirada por encima de la borda.
La subida del río —dijo—. Es la onda que pasa. El Nilo nos ayuda también en nuestra empresa.