CAPÍTULO X

LA BARCA DE LOS GATOS

El pequeño navío proseguía descendiendo por el Nilo. Mirinri, sentado en el alcázar del buque, parecía haberse olvidado ya de la profecía de la hechicera. Con la cabeza apoyada entre las manos, miraba siempre ante sí, como si la visión de la Faraona, que había arrancado de las temibles fauces del cocodrilo se hallase siempre ante él. Ounis, apoyado en la barandilla, miraba distraídamente las aguas del río y no hablaba. Los etíopes, en pie cerca de los palos de las enormes velas, no se distraían en espera de que algún golpe de viento les obligase a una nueva maniobra. Tampoco Ata, que estaba apoyado en la baranda de proa, pronunciaba ninguna palabra.

Desde la orilla y de los bancos de arena, cubiertos de papiros, bandadas inmensas de ibis se elevaban, saludando al sol con prolongados chillidos. Pasaban en grupos numerosísimos a través del puente del pequeño velero, con sus largas patas tendidas y el cuello más estirado todavía, como para desear un buen día a los etíopes de Ata, seguros de su impunidad, que por otra parte ¿quién hubiera querido importunar? ¿Quién hubiera sido el atrevido que habría lanzado sobre aquellas aves una flecha? En aquellos tiempos lejanos eran pájaros sagrados, a los que cualquier súbdito del Faraón respetaba e incluso aquellos volátiles tenían un dios: Thoth. Pero es muy posible que los antiguos egipcios los hubieran consagrado por un motivo más importante, probablemente por las mismas razones por las cuales los ingleses muchos centenares de años después prohibieron la destrucción del marabú en la India y los mejicanos y los pueblos de América meridional hicieron respetar el urubus como aves valiosas y necesarias para la salud pública. Porque en efecto sería terrible si Egipto no tuviese sus ibis, si en las llanuras del Ganges, en la India faltase el marabú gigante y en las llanuras mejicanas y las ciudades sudamericanas no contasen con los urubus. Estas tres aves son verdaderos salvadores que tienen una sola misión; la de devorar todas las carroñas e inmundicias, que bajo aquellos climas tan calurosos podrían propagar terribles enfermedades contagiosas.

Los servicios que proporcionaba el ibis, especialmente en el pasado, eran tan apreciados por los Faraones que no tardaron en convertirlos en aves sagradas, y más todavía porque con su presencia anunciaban las benéficas y periódicas inundaciones del Nilo. A las fecundas irrupciones del gigantesco río, la superstición egipcia anunciaba siempre el ibis, que se dejaba adorar dócilmente contentándose por su parte con alimentarse de gusanos, lagartos, serpientes, sapos y las carroñas que los desbordamientos arrastraban y que dejaba esparcidos por los campos. Perdida la fe, el pájaro sagrado batió sus alas y emigró. En la actualidad solo se le encuentra en el Alto Egipto, donde se ha retirado como a un santuario.

Entre el escepticismo religioso moderno y sus adeptos ha puesto una barrera: la gran catarata del Nilo. Su altar es el barro de la orilla, donde entierra su pico, causando verdaderas hecatombes entre los insectos y los perjudiciales reptiles. No es más que una simple zancuda pero en ocasiones se diría que se acuerda de haber sido algo importante. Sacude sus empenachadas alas y mueve su venerable cabeza, como diciendo: «En otra época fui un dios».

El velero avanzaba dulcemente movido por una débil brisa que soplaba irregularmente. Ata había dejado su lugar en la proa para manejar el largo remo que servía de timón y guiar personalmente la nave ya que en aquel lugar el Nilo se hallaba sembrado de islotes, poblados por papiros altísimos que formaban verdaderos bosques. Antiguamente el curso de aquel soberbio río estaba cubierto de papiros, planta que en la actualidad se halla prácticamente desaparecida y que, con razón, los egipcios de aquella época consideraban como muy valiosa. Y probablemente no andaban equivocados porque de ella obtenían muchas cosas útiles. En efecto, de las partes inferiores, cortadas junto a las raíces obtenían un alimento con el que se saciaban las clases humildes; con las hojas fabricaban cestos, abanicos y muchos otros objetos por el estilo; con las fibras hacían una especie de papel o mejor aún unas hojas de treinta centímetros por cinco o seis; con las vainas, sobrepuestas en estratos se apañaban sus sandalias. Uniendo sus flexibles troncos obtenían barcas ligeras, que bastaban para atravesar el río. En resumen, era juntamente con el loto, la planta nacional.

Durante un par de horas el pequeño velero siguió enfilando los canales formados por aquella multitud de islotes y mas tarde desembocó en un lugar abierto. El gran río se movía, serpenteando entre dos líneas de árboles que apenas se distinguían, debido a la enorme anchura que había entre una y otra orilla.

—Creo que por ahora no tenemos que temer nada, mi señor —dijo Ata, dirigiéndose a Mirinri—. Era entre aquellas islas que sentía temor por alguna trampa En estas aguas abiertas no estamos expuestos a una emboscada.

—¿Y cuándo llegaremos a Menfis? —preguntó el joven Faraón, agitándose.

—Depende del tiempo, mi señor, y además no debemos apresurarnos. Ya debe haberse dado la voz de alarma y por eso debemos avanzar con infinitas precauciones.

—¿Es que nos espían?

—Es muy probable. Estoy seguro que, bajo los árboles que cubren las orillas, hay ojos que nos siguen para saber adónde vamos.

—¿Y no hay modo de engañar a esos espías?

—Tal vez, cuando lleguemos a los canales del delta. Allí nos será fácil despistarles. En las islas pululan los reptiles y cocodrilos y pobre de l que se atreva a pasar por aquellos bancos, que cubren el loto y los papiros.

—Existe, creo, un modo para engañarlos —dijo Ounis que hasta aquel momento había permanecido silencioso.

—¿Cuál? —pidió Ata.

—Hacerles creer que no es Menfis nuestra meta, sino la isla misteriosa que encierra entre sus bosques el templo de los antiguos reyes nubios. Ya que si se dice que ningún hombre que se haya aventurado en aquella tierra ha regresado vivo, podrán creer así en nuestra muerte. Nefer sabe donde se encuentra aquella isla: vayamos. Engañaremos a los espías de Pepi y, si es cierto que allí hay riquezas fabulosas, conquistaremos un buen botín, para la guerra que vamos a emprender contra el usurpador. En el encuentro con esta extraña muchacha presiento algo sobrenatural.

—Eso creo yo también —replicó Ata—. Es el destino quien nos la ha mandado.

Una risa estridente hizo volver la cabeza a los tres hombres. Nefer se hallaba detrás de ellos mirando a Mirinri con sus ojos penetrantes, animados continuamente por aquella llama que parecía querer fundir el corazón de aquellos que la miraban.

—¿Por qué te ríes, Nefer? —preguntó el joven Faraón.

—Porque creéis que existe en mí algo divino —respondió la muchacha.

—Si no en tu cuerpo, por lo menos lo hay en tus ojos, Nefer —le argumentó Mirinri—. Yo no sé porqué cuantas veces me miras, me parece que un rayo ardiente me llega al corazón y me turba.

—No te miraré más, mi señor, si eso te molesta.

—¡Oh, no, muchacha! Ese rayo no me causa daño, ni me arrancará la dulce visión que vive siempre en mi interior.

Nefer tuvo un ligero sobresalto, que escapó a Mirinri y una tristeza infinita apareció en su hermoso rostro. Arregló con un movimiento nervioso sus cabellos y después de haber mirado el Nilo, dijo:

—¿Quieres que te conduzca pues a aquella isla donde se encuentran los tesoros de los antiguos reyes nubios? Quiero hacer una proposición.

—¿Por qué? —preguntó Mirinri.

—Para vengar a mi prometido y para dar al futuro Faraón medios para reconquistar el trono de sus antepasados.

—Me parece, muchacha, que tú sabes demasiadas cosas que nos atañen —dijo Ounis, mirándola con cierta sospecha.

—¿Es que no soy una adivina? —replicó la muchacha.

—Una adivinadora maravillosa ciertamente —le contestó el sacerdote— que descubre los secretos mejor ocultos.

—Hazle predecir tu destino, Ounis —dijo Mirinri.

El anciano meneó la cabeza, luego respondió con voz decidida:

—No.

—¿Es que tienes miedo?

—Ya soy viejo y si me anunciasen una muerte cercana, ¿qué me importaría? Me sabría mal por ti únicamente, ya que te debo conducir a la victoria y a la venganza.

Luego, cambiando bruscamente de tono, preguntó:

—¿Está lejos esa isla?

—Te voy a decir que no la veremos antes de dos días de navegación. Se levanta allí donde el Nilo es más ancho, después de Khibon (el actual poblado de El-Hibik).

—¿La región está totalmente deshabitada alrededor?

—Sí, porque todos tienen miedo de los misteriosos habitantes que ocupan aquel templo maravilloso.

—¿No sabes quiénes son? —preguntó Mirinri.

—Dícese que son los espíritus de los reyes etíopes y de sus grandes sacerdotes.

—Seres difíciles de vencer si fuese verdad.

—¿Es que no estoy yo? —Dijo Nefer—. Lanzaré contra ellos un poderoso conjuro que los hará inocuos. Has visto como he podido desviar a las palomas incendiarias; de la misma manera que me han obedecido las aves, me obedecerán también las sombras de los reyes nubios y sus sacerdotes.

—¡Extraña muchacha! —Exclamó Mirinri—. Uno no conseguirá nunca entenderte.

Una indefinible sonrisa apareció en los labios de Nefer, pero pasó como una sombra por su frente y un leve suspiro se le escapó, a duras penas reprimido.

—Seguid siempre la margen izquierda hasta la altura del gigantesco obelisco de Nofirker, el séptimo Faraón de la segunda dinastía. Allí se abre el canal que conduce a la isla del tesoro de los etíopes.

Se sentó junto a Mirinri y ya no habló más. También el joven se hallaba silencioso y parecía que ya no pensaba más que en la misteriosa tierra.

El pequeño velero había entonces atravesado el río nuevamente, que en aquel lugar media poco más de tres millas de anchura y seguía la margen izquierda, manteniéndose a algunos centenares de distancia de la playa. De cuando en cuando grandes bancos formados por lotos blancos y azules lo obligaban a desviarse, apareciendo entre aquel follaje los bajos fondos.

A aquellas plantas los antiguos egipcios dedicaban un verdadero culto. Eran para ellos flores muy apreciadas y las empleaban muchísimo en las fiestas y en los funerales. En efecto, se han encontrado en gran número disecadas y reunidas en forma de coronas, en todas las tumbas, en el interior de las pirámides así como dentro de los nichos de los grandes personajes, juntamente con el libro de los muertos, como llamaban a los papiros funerarios, aquellos rollos de quince metros de largo, en los que con tinta roja y negra y adornos de dibujos de variados colores se recordaban los hechos mas sobresalientes de la vida del muerto. El papiro y el loto ya eran las plantas nacionales de los Faraones y gozaban de igual estimación. Empleaban aquellas plantas en medicina como refrescantes, comían ávidamente sus semillas, excluyendo esos productos del loto rosado, que estaba prohibido a todos, ricos y pobres, porque dicha flor se hallaba consagrada al dios solar por el motivo curioso de que aquella, cuando el astro divino va a aparecer, las fibras interiores se contraen y lo sumergen en las aguas. Las damas egipcias sentían una verdadera veneración por él, semejante a la que tienen las mujeres del Japón por el crisantemo. En sus visitas se adornaban con ellas y las sostenían en su mano y no es raro ver todavía, sobre todo en los monumentos construidos en la época de Ramsés a mujeres envueltas en una especie de diadema de forma espiral, que las envuelven por completo con flores de loto.

Cuando la barca guiada por Ata raseaba por aquellos bancos cubiertos por aquellas maravillosas flores, nubes de pájaros acuáticos se elevaban con gritos ensordecedores y, a través de las largas hojas, aparecían monstruosas cabezas de cocodrilos, molestados en su reposo o enormes cabezas de colosales hipopótamos. Estos dos peligrosos animales, hoy casi desaparecidos en el bajo y medio curso del Nilo, eran abundantísimos en la época de los Faraones y de modo especial los intrincados canales del delta se hallaban infectados, aunque entonces tampoco los cazadores egipcios perdonasen a los hipopótamos para impedir a estos voraces devoradores de cereales destruir los campos cultivados.

Montados en ligerísimas piraguas de sencillos papiros estrechamente atados, los rodeaban con gran valentía, en cuanto se presentaba la ocasión y con fuerte arpones, atados a sólidas cuerdas les daban muerte en gran número, aunque en algunos sitios aquellos grandes animales fuesen arados bajo el nombre de dab. Es extraño sin embargo que los antiguos egipcios no tuviesen mucha afición a la carne de aquellos animales, que resultaba ser dura y fuerte, y casi ni siquiera comestible, mientras que todas las poblaciones africanas la encontraban no menos gustosa que la del cerdo, opinión compartida por muchos viajeros europeos que han podido catarla. ¿Es que los antiguos egipcios tenían otros gustos o que los hipopótamos han mejorado el sabor de su carne? Resultaría difícil decirlo.

Ni los etíopes, ni Ata se preocupaban por la presencia de aquellos monstruos, considerando la barca suficientemente sólida para ser atacada y hundida, ya que los armadores egipcios también en aquellos tiempos utilizaban espesas maderas en la construcción de sus navíos. Toda su atención se aplicaba a los bancos, que se multiplicaban siendo el Nilo uno de los ríos mas caprichosos de la tierra. Puede decirse que en cada crecida su curso se modificaba aquí y allí y donde antes existía bastante fondo para dejar paso a las naves, frecuentemente no se encontraba siquiera unos pies de agua profunda. Ya el sol iba a ponerse nuevamente y los navegantes se aprestaban a conducir la barca hacia la orilla para cenar entierra, no atreviéndose a avanzar antes de que hubiese salido la luna, cuando Ata que sospechaba continuamente en una nueva trampa, indicó una barca armada de una sola vela, que descendía el río a través de los islotes, siguiendo la misma ruta que mantenían ellos.

Aunque la compañía de otro velero en aquel río nada tuviese de raro, al temer los súbditos de l Faraón frecuentes relaciones con los nubios y los etíopes, sin embargo el conspirador arrugó la frente diciendo:

—Quisiera saber por qué aquella barca sigue la margen izquierda del Nilo, mientras que en la derecha la corriente es más fuerte y las aguas están expeditas.

Mirinri y Ounis se levantaron mirando en la dirección que había indicado Ata.

—¿Qué es lo que temes de aquella barca que, en su aspecto, no alcanza la mitad de la nuestra y que no tendrá mas que un mezquino equipo? —preguntó el joven Faraón.

—Podría estar tripulada por emisarios de Pepi, decididos a todo y dispuestos a jugarnos alguna mala pasada —respondió el egipcio.

—Y la prudencia no sobra en las condiciones en que nos encontramos —añadió Ounis.

—¿Qué es lo que decides? —preguntó Mirinri.

—Detenernos aquí —respondió Ata—. El fondo me parece apto y estamos protegidos de la orilla por una serie de bancos repletos de cocodrilos. Nadie se atrevería, y menos de noche, a atravesarlos.

Los etíopes, que aguardaban sus órdenes, a una señal hundieron dos pesadas piedras atadas a una cuerda, que en aquella época servían de ancla, y se apresuraron a amainar las velas sobre el puente.

—Cenaremos en cubierta —dijo Ata, cuando concluyó la maniobra—. Así podremos seguir los movimientos de aquella nave, que me parece tiene la intención de anclar cerca de nosotros.

La cena fue rápida, ya que los antiguos egipcios no eran menos frugales que los actuales.

Mientras que éstos, y nos referimos al pueblo, se contentan con un plato de habas o de lentejas, legumbres que a su vez estaban prohibidas en tiempo de los Faraones, ignorándose el motivo, los antiguos quitaban su hambre con semillas de loto blanco, raíces de papiro, de perejil y de otros vegetales recolectados por lo general en las plantas acuáticas del Nilo.

Solo en las grandes ocasiones se permitían el lujo de hacer en sus poco surtidas mesas algunas grullas de Numídia, volátiles que habían logrado domesticar con grandes esfuerzos y que reunían en manadas numerosas para llevarlas a pastar a los campos, guiándolas con fuertes golpes de bastón propinados en sus largas patas.

Concluida la cena con algunos sorbos de cerveza, Mirinri, Ata y Ounis se pusieron a observar tras la escotilla, mientras que los etíopes subieron armas a cubierta, para estar prontos a repeler cualquier ataque.

La barca comentada, que no se hallaba a una distancia superior a los quinientos metros, parecía que tuviese precisamente la intención de ponerse al costado del velero de Ata.

Las tinieblas no se habían extendido aún, aunque la luz ya comenzaba a extinguirse. Ata pudo descubrir sobre la cubierta de la barca, hacia el puente, a seis o siete hombres que llevaban faldones de piel ceñidos a la cintura y que se movían en medio de un gran número de cestos, hechos con corteza de papiro.

—Son mercaderes que van a Menfis —aclaró Ata.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mirinri.

—¿No oyes, mi señor? —dijo el egipcio riendo.

Mirinri aguzó su oído y distinguió claramente maullidos que parecían salir de las gargantas de animales furibundos.

—Un cargamento de gatos —dijo Ata, anticipándose a la respuesta de Mirinri—. Servirán probablemente para repoblar algún templo construido recientemente.