LOS PÁJAROS INCENDIARIOS
El uso de aves mensajeras en época de guerra y también como rápidos auxiliares del servicio postal, se remonta a la más remota antigüedad y parece ser que los egipcios fueron los primeros en servirse de aquellos útiles mensajeros, puesto que fueron ellos los que más largamente lo adoptaron. Los amaestraron sobre todo para la guerra, para que prendieran fuego a las ciudades que resistían en demasía a los asaltos, convirtiéndolas en pájaros incendiarios. Poseedores de materias inflamables, que no se apegaban ni siquiera con agua y que tal vez debían ser semejantes a los famosos fuegos griegos de los que se han perdido para siempre el secreto, solían atarlas a la cola de aquellas graciosas e inteligentes volátiles que como puntas de flecha se dirigían en grandes bandadas hacia las ciudades sitiadas, originando así terribles incendios, que obligaban pronto a los defensores a la rendición. No fueron solo los egipcios antiguos los únicos que se sirvieron de las aves mensajeras. También los griegos varios millares de años después, los adoptaron para utilizarlos en la guerra, en el comercio y sobre todo en los juegos olímpicos. Los atletas que tomaban parte en aquellas competiciones, los enviaban regularmente a sus lejanos parientes y amigos para hacerles llegar sus mensajes y noticias. Dícese que Anacreonte, que vivió 500 años antes de la era actual, envió a Bathyll un ave, portadora de una carta suya, y Ferekrates cuenta que en Atenas en sus tiempos, 430 años antes de Cristo, las aves servían como mensajeros de la correspondencia entre país y país. También los romanos se sirvieron de ellas, habiendo aprendido de los griegos el arte de amaestrarlas, y Plinio nos habla de mensajes de guerra intercambiados por este medio, durante el asedio de Mulina, y según Geliano lo mismo ocurrió entre Pisa y Algina. Sin embargo, nadie consiguió amaestrar a aquellos volátiles como los súbditos del Faraón y a servirse de ellos para incendiar ciudades y tal vez incluso flotas enemigas, que bloqueaban los inmensos canales del delta del Nilo. ¿Eran esos pájaros de especie diferente y, más inteligentes que los actuales? Es posible que pertenecieran a la que se llamó más tarde «de Bagdad» de la que se sirvieron los musulmanes durante una larga serie de años y que incluso hoy día sigue siendo la mejor.
La bandada inmensa señalada por los etíopes, se aproximaba rápidamente hacia el Nilo, surcando las tinieblas como una tromba de estrellas, arrastradas por un viento impetuoso. Su meta era muy precisa: la barca tripulada por el joven Faraón. Los embriagados o por lo menos aquellos que los habían lanzado contra los navegantes, no atreviéndose a atacar directamente al Hijo del Sol, se servían de las aves para combatirlo o mejor aún para eliminarlo, antes de que pudiese llegar a Menfis. Era aquella una prueba evidente de que algunos conocían la existencia del hijo del gran Teti, el vencedor de los caldeos y de que alguien había traicionado el secreto, tan celosamente guardado durante algunos años.
—¿Lo ves, mi señor? —dijo Ata, volviéndose hacia Mirinri que miraba sin mostrar ninguna preocupación aquel torbellino de fuego que iba a abatirse sobre la nave que seguía inmovilizada—. No querías creer que aquellos hombres nos habían tendido una trampa.
—Sí, tenías razón —respondió el joven—. ¿Y ahora van a lanzar aquí aquellos volátiles?
—Cierto.
—Pero ¿quién los dirige?
—¿No ves, señor, en los flancos de aquella inmensa bandada, subir hacia el cielo flechas encendidas, que impiden a las palomas dispersarse?
—Sí, descubro en efecto unas líneas de fuego que se levantan desde las palmeras y que forman como una red de fuego.
—Son los adoradores de Basa.
—Sin embargo no creo que corramos un peligro tan grave como tú crees, Ata —dijo Ounis. Nuestras velas están todavía amainadas y aquellas aves no harán otra cosa que pasar en medio de nosotros.
—Es cierto, pero muchas caerán aquí ardiendo y el fuego que llevan atado a la cola prenderá en el puente. Antes calculan la duración de la cuerda que sostiene a la materia ardiente. Mira, fíjate bien, ¿no ves que hay fuegos que ya empiezan a caer?
—Hagamos apresurar la tala de las hierbas —dijo Mirinri.
—Si podemos salir del canal antes de que las aves lleguen aquí, ya no hay nada que temer.
—¿Falta mucho? —gritó Ata, dirigiéndose a los etíopes.
—Unos pocos tajos aún, señor —respondieron.
—Daos prisa: llegan las palomas.
En aquel momento Nefer que hasta entonces había permanecido en silencio sin apartar ni por un instante su mirada de Mirinri, hizo oír su voz.
—Lanzaré mi maldición sobre los mensajeros del aire —dijo Isis, la gran diosa de las hechiceras, me oirá y nos protegerá de este nuevo peligro.
Una sonrisa incrédula apareció en los labios del joven Faraón.
—Prueba —le dijo.
Nefer, cuyo hermosísimo rostro aparecía en aquellos instantes transfigurado y cuya mirada se había encendido nuevamente con aquella extraña llama que había impresionado a Mirinri, avanzó hacia la popa del pequeño velero, subió a la baranda de un salto y tendiendo los brazos hacia el torbellino de fuego que se asomaba ya por encima de las palmeras costeando las orillas del Nilo, dejando caer de cuando en cuando llamas que no se apagaban ni siquiera al llegar a los húmedos papiros, gritó con voz estridente:
—Oh Isis, gran diosa de las hechiceras, ven a mí y libéranos del peligro que amenaza al joven Hijo del Sol. ¡Ven, Horus, con tu gavilán! ¡Él es pequeño, pero tú eres grande! Él es débil, pero tú puedes darle fuerza y dispersar a esos tristes pájaros que van a caer sobre nosotros. Diosa del dolor y dios del dolor, diosa de los muertos y dios de los muertos, salvad a vuestro hijo, por cuyas venas corre sangre de Horus. Yo he entrado en el fuego, yo he salido del agua y no estoy muerta. ¡Oh Sol, haz hablar a tu lengua! ¡Oh gran Osiris intercede y desencadena tu poder! Venid todos, liberadnos del peligro, salvad al joven Faraón. ¡Dios del dolor, diosa del dolor; dios de los muertos, diosa de los muertos, socorrednos!
Al hablar así, la hechicera temblaba toda ella, como si una fuerza misteriosa agitase sus carnes. Sus largos cabellos negros, libres sobre su desnuda espalda, se entrelazaban como serpientes en torno a su hermoso cuello y sus collares y sus brazaletes tintineaban armoniosamente. Mirinri la contemplaba extrañado, preguntándose si aquella bellísima muchacha había sido creada por un dios bueno o por algún genio del mal. Pero había en su mirada algo más que extrañeza: había admiración.
—Esta muchacha vale tanto como la Faraona que me ha enamorado —murmuró de repente.
Aunque hubiese pronunciado esas palabras en voz tan baja que no podía oírle Ata que estaba junto a él, la hechicera volvió lentamente la cabeza hacia él con una sonrisa en su delicada boca.
Luego se enderezó toda mostrando sus esculturales formas, que el ligero kalasiris apenas velaba y, fijando sus ojos en las estrellas, murmuró a su vez:
—Morir, ¿qué importa? ¡Descender al reino de las tinieblas, sí, pero con un beso del Hijo del Sol en los labios!
Un gran grito salido del pecho de los etíopes, arrancó a Mirinri de su ensimismamiento e hizo sobresaltar a Ounis y Ata.
—¡El paso está abierto!
La corriente detenida hasta entonces por la masa de sett, irrumpía ruidosamente a través del canal, abierto por las segures de bronce de los hercúleos hijos del Alto Nilo.
El pequeño velero, no detenido por ninguna amarra, comenzaba a moverse entre los papiros y las hojas de loto, con un dulce rumor.
—¡A bordo! ¡Izad las velas! —tronó Ata, lanzándose hacia el timón.
—¡El viento sopla del sur! Isis ha escuchado la invocación de la hechicera.
Parecía en efecto que la diosa de las encantadoras no hubiese permanecido sorda a las palabras de Nefer, porque el torbellino de fuego comenzaba a desperdigarse, tal vez porque ya no era guiado por las flechas de fuego, puesto que los arqueros se habían detenido a la orilla del Nilo. Lo formaban millares y millares de aves, que llevaban prendida a su cola, una materia encendida, esparciendo en su derredor la luz azulada característica del azufre licuado. De cuando en cuanto un gran número de palomas, rodeadas de fuego, caían al río y aquella extraña materia incluso en contacto con el agua no dejaba de arder, crepitando entre los papiros y las largas hojas de loto. Aquel huracán de fuego pasó con velocidad vertiginosa por detrás de la popa del velero a la distancia de un tiro de arco y prosiguió su alocada carrera hacia la orilla opuesta del río gigante, iluminando fantásticamente las tinieblas. Nefer no había abandonado su puesto aunque bastantes palomas cayeron muy cerca de ella. Siempre en pie, como una maravillosa estatua de bronce, con un brazo elevado para lanzar cualquier nueva maldición, con el pecho erguido, había desafiado intrépidamente el torbellino en llamas, repitiendo:
—¡Isis! ¡Isis! ¡Gran divinidad, protege al Hijo del Sol!
Cuando aquellos puntos de fuego se perdieron en el lejano horizonte, más allá de los inmensos bosques que cubrían la orilla opuesta del Nilo, y el velero, salido ya del canal abierto con tanta fatiga, surcaba las aguas libres, se volvió hacia Mirinri, que no había cesado de mirarla.
—Estás a salvo, Hijo del Sol —le dijo.
—¿Qué poder sobrenatural posees? —Indagó el joven—. Descubro en tus ojos una llama que no tenía la hija del Faraón.
Nefer tuvo un sobresalto y su rostro se contrajo dolorosamente.
Permaneció unos momentos quieta, como inmersa en un profundo pensamiento, luego preguntó con un extraño tono de voz:
—¿De que hija del Faraón, estás hablando, mi señor?
—De aquella a la que tú predijiste el porvenir.
—¿Tú la has visto?
—También la salvé de la muerte.
—¿Cómo me salvaste a mí? —exclamó la hechicera, con un sordo sollozo—. La arranqué de las fauces de un cocodrilo y a cambio te ha quitado el corazón, ¿no es cierto, mi señor?
—¿Qué sabes tú? —preguntó Mirinri, frunciendo el ceño—. ¿Es que yo no leo el pasado y el futuro y lo adivino todo?
—¡Ah! Es cierto, me lo has dicho. Además espero tu profecía.
Nefer miró el cielo. Las estrellas comenzaban a declinar, pero en medio de ellas brillaba cerca del horizonte el cometa. Lo miró durante unos instantes, y después prosiguió como hablando para sí:
—Es aquel el que rige tu destino, mi señor. Pero debo esperar a que despunte el sol, del que descendéis todos los Faraones.
—Faltan todavía algunas horas.
Ounis interrumpió aquella conversación, pidiendo a Mirinri:
—Tú que tienes mejor vista que yo, ¿ves algo en la orilla derecha?
—No —respondió el joven después de echar una mirada rápida hacia los palmerales—. Creo que los embriagados, al ver que sus esfuerzos eran inútiles, se han retirado y estarán roncando entre las plantas alrededor de los vasos de vino de palma.
—Y nosotros aprovecharemos para encaminarnos hacia la orilla opuesta —dijo Ata, que había hecho desplegar las enormes velas. Allí están las islas que forman muchos canales y solo las habitan hipopótamos, cocodrilos, ibis y pelícanos.
—¿Podremos pasar desapercibidos?
—Creo que sí, mi señor —dijo Ata a Mirinri—. De ahora en adelante debemos tomar las mayores precauciones o Pepi nos detendrá, antes de que podamos contemplar los altos obeliscos de la soberbia Menfis. Ya se sabe que en mi barca se esconde el hijo del gran Teti y el usurpador hará lo imposible para darnos como pasto a los cocodrilos.
—Atravesaremos pues el río —dijo Mirinri— y tengamos cuidado con las emboscadas.
El pequeño velero que contaba con el viento a su favor, cortó oblicuamente la corriente, acercándose a la orilla izquierda que aparecía cubierta por colosales palmeras dum y a la que flanqueaban una espesa red de papiros y de plantas de loto.