CAPÍTULO VII

LA HECHICERA

Los adoradores de Bast, cada vez más excitados por el mucho vino, que no debían haber digerido todavía, según se ha dicho, habían irrumpido en masa en el sett, encaminándose resueltamente hacia el velero, que seguía encontrándose preso e inmóvil entre las hierbas acuáticas, a pesar de los esfuerzos prodigados por los etíopes para abrirse camino. Bastantes se habían provisto de ramas resinosas, que encendían como antorchas y que realmente no debían servir para iluminar el camino, ya que en Egipto las noches son de una transparencia maravillosa que permite distinguir un objeto por pequeño que sea a distancia increíble. Eran precisamente aquellas antorchas vegetales las que impresionaron a Ata, que no combatía en las márgenes del Nilo por primera vez.

—¡Protejámonos! —gritó—. Nos van a llover flechas incendiadas y corremos el peligro de morir abrasados.

También Ounis había fruncido el ceño y una profunda inquietud había aparecido en su rostro.

—¿Qué el Hijo del Sol deba morir aquí, antes de haber podido ver a la orgullosa Menfis?

Mirinri que sentía arder en sus varas la sangre de sus antepasados guerreros, había organizado prontamente la defensa. Parecía que de golpe se hubiese convertido en un viejo y experimentado general.

—¡Cubrid el puente con las velas y llenadlas de agua! —gritó.

Luego, volviéndose hacia la hechicera, quien conservaba siempre su impasibilidad, como si todo lo que allí ocurría no le atáñase, le dijo:

—Y tú retírate a la cámara de popa.

La hechicera movió su cabeza denegando y se limitó a fijar su mirada intensamente en el joven.

—¿Me has entendido? —preguntó Mirinri extrañado.

—Sí, —respondió Nefer con voz muy dulce pero firme.

—Están a punto de caernos flechas encima y han encendido sus puntas.

—Nefer no tiene miedo. Si tú que me has salvado desafías a la muerte, ¿por qué debo intentar evitarla yo? Además yo, una humilde mujer, ¡he sido salvada por ti! La luz, que brilla en tus ojos me dice que tu cuerpo es divino.

—¿Qué es lo que sabes tú?

—Nefer lee el futuro.

Los terribles gritos de los ebrios interrumpieron su diálogo. Aquellos frenéticos acudían al asalto del pequeño velero con una carrera incontenible, avanzando por el sett como una legión de demonios.

Ata había dado la voz de alarma:

—¡Atención!

Los etíopes tendieron los arcos, asaetando a los más cercanos y atravesando a bastantes de ellos con sus largas flechas, cuyas puntas giratorias penetraban en la carne. Mirinri por su parte acudió detrás de la baranda, blandiendo una pesadísima masa de cabeza dentada que solo su vigoroso brazo podía sostener. En la mano izquierda tenía un escudo de piel cubierto de láminas de metal y tan gruesas que podían parar muy bien los dardos enemigos. El valiente rechace de los etíopes detuvo por un momento a los asaltantes, pero una poderosa voz que se alzó en medio de la horda, los decidió a un nuevo ataque:

—¡El gran sacerdote lo quiere!

Ata lanzó un grito de rabia.

—¡Lo sospechaba! Era una trampa.

Los bebedores reemprendieron la carrera a través del sett, resguardándose detrás de sus grandes escudos. Las flechas, cuyo extremo estaba impregnado de una materia ardiente, que despedía una luz azulada, volaban en las tinieblas de la noche, amenazando con causar un incendio a bordo. Los etíopes sin embargo no perdían su ánimo y continuaban lanzando flechas contra sus enemigos, haciendo caer a bastantes de ellos sobre las hierbas acuáticas. Los que trabajaban abriendo el canal habían tomado parte también en la lucha, abatiendo a golpes de hacha a los que tenían más cerca. La lucha iba tomando caracteres espantosos, cuando la voz de la hechicera se dejó sentir entre los gritos de los combatientes.

—¡Curso de fuego! ¡Alma de los bosques! ¡Torre de las tinieblas! ¡Espíritu de la noche! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ih! ¡Ih! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Que Apis, el dios del Nilo, borre para siempre en el vientre de vuestras mujeres a vuestros hijos; que Hakaon, dios de la fertilidad, deseque para siempre vuestros campos; que Ovadjit el símbolo del Norte y que Nekhbit el símbolo del Sur devasten el Alto y el Bajo Egipto; que Khnoum, que hace los seres humanos, destruya vuestra raza infame si no os detenéis! ¿Es que no penetra en vuestros corazones el poder divino que el joven guerrero emana y que yo siento? ¡El tiene el espíritu de Osiris; su carne es sagrada! ¡Osad tocarlo! Nefer lo ha leído en su corazón: ¡matadle y Egipto desaparecerá!

Mirinri, Ata y Ounis, intrigados por aquel lenguaje extraño, se habían vuelto.

La hechicera estaba quieta, rígida como una estatua de bronce, con sus manos alzadas, como si estuviese a punto de pronunciar alguna terrible maldición, los ojos llameando una luz intensa y sus rasgos alterados por una cólera imposible de describir. Los asaltantes se habían detenido. Parecía como si de pronto el terror se hubiese apoderado de ellos, ya que habían dejado caer escudos, arcos y espadas.

Ata se dirigió hacia la hechicera, con la espada alzada gritando:

—¡Miserable!, nos has traicionado anunciando la presencia de un Faraón a bordo de mi velero.

—Se ha salvado el Hijo del Sol —dijo ella con voz metálica.

Mirinri había detenido a Ata que iba ya a asestar un golpe con la espada a la muchacha.

—¡No ves que los asaltantes retroceden! —exclamó. ¿Por qué quieres matar a la que me ha salvado?

En efecto los atacantes se replegaban lentamente hacia la orilla del río, sin lanzar ya ninguna flecha. Todos los ojos estaban fijos en Mirinri y aquellas miradas, que pocos momentos antes expresaban un odio terrible, parecían aterrorizadas. La inesperada revelación de la hechicera, había caído sobre sus cabezas excitadas por el vino, como una ducha de agua fría, tranquilizando de golpe a sus mentes. ¿Quién habría osado lanzar ahora una flecha contra aquella barca tripulada por un Faraón, por un dios? Era demasiado grande el poder de aquellos descendientes del Sol para que se atreviesen a levantar las armas contra él. Si la hechicera le había dicho, los asaltantes, al igual que todos los egipcios, que creían en aquellas mujeres que afirmaban saber leer en el futuro y que lo adivinaban todo al primer vistazo; también creyeron que debía ser verdad. Luchar con un dios era imposible y los Faraones representaban en la tierra a las más grandes divinidades adoradas por los pueblos que habitaban las tierras fecundadas por el Nilo.

Cuentan las antiguas crónicas egipcias, que toda aquella región delimitada al este del mar Rojo y al oeste del desierto libio, había sido gobernada durante un número infinito de siglos por un dios llamado según unos: Horus y según otros: Osiris. Ese dios un día, ya cansado, abandonó el poder en manos de un ser humano llamado Mene, que fue el primero de los Faraones, y a quien pasó el poder divino. ¿Podían pues aquellos miserables beodos alzar sus armas contra un hombre que descendía de un dios, según había confesado la hechicera? La retirada de los asaltantes no tardó en trocarse en fuga precipitada y prontamente, con gran sorpresa de Mirinri, que todavía no se daba cuenta de su infinito poder, la margen del río quedó desierta.

—¡Han huido todos! —Exclamó mirando a Nefer que se mantenía siempre en pie en cubierta, con las manos en alto—. ¿Quién es ésta y qué poder oculta en su cuerpo para poner en fuga a un pequeño ejército?

—Esa te ha traicionado, señor, —dijo Ata que sostenía todavía la espada en su mano y que parecía presa de una vivísima excitación.

—Pero me ha salvado —replicó Mirinri.

—No; aquellos ya saben que en mi barca se esconde un Faraón y en unos días esa noticia llegará a Menfis. ¡Matadla! El Nilo es aquí profundo y no devuelve la presa que se le confía. Los cocodrilos harán desaparecer cualquier rastro.

—Cuando un Faraón se salva, no suprime al ser que le ha arrebatado a la muerte. Si es cierto que yo soy el Hijo del Sol esta joven mujer vivirá.

—Es la sangre de tu padre la que habla —dijo Ounis, mirándolo con admiración—. Tienes razón, Mirinri. Esta muchacha, quienquiera que sea, ha salvado de un peligro cierto al futuro rey de Egipto y para nosotros es sagrada.

Ata, según era costumbre en él movió la cabeza pero no respondió enseguida. Después de algunos instantes, contestó:

—Todavía no entramos en Menfis. Aquellos hombres no habían tendido una trampa y no nos dejaban descender tranquilamente por el Nilo. Es Pepi quien los ha enviado. Ha sospechado que tú, mi señor, no habías muerto.

Luego volviéndose hacia la hechicera de pronto, le preguntó:

—¿Tú conoces a esos hombres?

—Sí, respondió Nefer.

—¿Por qué han escogido este lugar para emborracharse y festejar a Bast?

—No lo sé.

—¿Quiénes son?

—Bateleros y pescadores, pero… —Persigue.

—He notado entre ellos ciertas personas que no había visto nunca en las aldeas bañadas por el río.

—¿Gentes venidas de Menfis?

—Sospecho que sí —respondió la hechicera.

—¿Conoces estos lugares?

—Desde hace bastantes años voy de aldea en aldea, adivinando la buena y la mala fortuna, porque yo sé leer el futuro. Mi madre era una famosa adivinadora.

Mirinri intervino.

—¿Cómo has podido sospechar que yo soy un Faraón?

—En cuanto te he visto, mi señor, he sentido correr algo extraño por mis venas, lo mismo que sentí cuando predije la muerte de la princesa que hace un mes remontó el Nilo.

—¡Cómo! —Exclamó Mirinri, que tuvo un sobresalto—. ¿Has visto tú a aquella princesa?

—Sí, mi señor.

—¿Y le has adivinado el porvenir?

Nefer hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Ounis con voz alterada.

La hechicera dudó un instante, pero viendo como Mirinri la miraba con gesto imperioso, dijo:

—Que un gran desastre amenazaba a su padre y que ello ocurriría en un tiempo no lejano, que destruiría su poderío y apagaría para siempre su gloria.

—¿Quieres predecir también, mi destino? —preguntó el joven Faraón.

—Sí, pero no ahora —repuso Nefer—. Es preciso que aguarde a la aparición del sol, porque tú eres un Hijo del Sol y no de las tinieblas. En ese momento el alma del gran Osiris vibrará en mi cerebro y la profecía será más segura, por ser inspirada por él.

—Aguardaré —contestó Mirinri— aunque yo crea poco en tus profecías.

—Sin embargo, mi señor, hace poco te he dado la prueba de que difícilmente me engaño. Solo yo he reconocido en ti a un ser divino y lo he comprendido apenas te he visto ante mí.

—Tal vez lo sabías ya antes.

—¿De qué modo, mi señor, y por quién?

—Por los que bebían.

—Yo nunca oí de ellos que esperasen a un Faraón.

—Por ellos tal vez no; pero de aquellos que tú crees procedían de Menfis, sí: ellos debían saber o al menos sospechar que sobre esta barca se encontraba el hijo de un gran Faraón —dijo Ata—. La fiesta era solo un pretexto para tender una trampa y matar al futuro Hijo del Sol.

—Yo no he hablado con ellos, por lo tanto no podía saber nada.

—¿Y por qué te querían matar? —inquirió Ounis.

—Para vengar la muerte de un joven pescador que era mi prometido, que, para colmar mi sed de riquezas, marchó hacia el templo de Kantatek para coger el oro allí escondido.

—¿Qué historia nos cuentas? —preguntó Ata, mirándola con recelo.

Nefer iba a responder cuando se alzaron entre los etíopes, gritos de estupor y de terror, mientras cortaban los últimos tramos de sett.

—¿Vuelven los atacantes? —preguntó Ata, lanzándose hacia la proa.

—¡Fíjese, patrón, fíjese! —gritaban los etíopes.

—¿A dónde? No veo a nadie en la orilla, —respondió Ata.

—Allá, en lo alto.

Todos alzaron los ojos y con gran estupor vieron girar por encima de las palmeras, que cubrían la orilla del Nilo, numerosísimos puntos luminosos que tenían reflejos azulados y que parecía se dirigían hacia el velero.

—¿Qué son? —Preguntó Mirinri—. ¿Estrellas?

—Sí, estrellas que prenderán fuego a nuestra nave si no huimos —respondió Ata—. Esos miserables no han tenido el coraje de atacar a un Faraón y se sirven de aves.

Se volvió hacia los etíopes que habían suspendido su tarea y miraban con temor aquella inmensa nube de puntos luminosos, que se acercaba con prodigiosa rapidez.

—¿Cuánto falta para que el paso esté libre? —preguntó.

—Dentro de cinco minutos desprenderemos la masa de hierba —respondió uno en nombre de los demás.

—Apresuraos si es que apreciáis la vida. Este peligro es tal vez mayor que el otro. Seis hombres, a bordo para desplegar las velas. El viento es favorable y la corriente es fuerte más allá del dique.

Luego, dirigiéndose a Ounis y a Mirinri, añadió:

—Empuñad los arcos y no escatiméis las flechas. Dentro de unos instantes estaremos rodeados por una red de fuego. ¡Qué el gran Osiris proteja al futuro rey de Egipto!