CAPÍTULO VI

LA FIESTA DE LOS BEBEDORES

Entre las fiestas que celebraban los antiguos egipcios, una de las más originales era ciertamente la de los bebedores de vino de palma. Todos los años, centenares y centenares de personas se reunían bajo los palmerales para celebrar la llamada fiesta de Bast y era absolutamente obligado que nadie regresase a su casa si antes no se había consumido por completo la provisión de vino de palma recolectado durante el año. Es probable que los antiguos romanos hayan copiado de aquí sus famosas Saturnales, puesto que en aquellas fiestas del vino, permitidas por los Faraones, no faltaban ni músicos ni danzarinas, para exaltar con mayor vehemencia a los bebedores y hacerles perder intencionalmente sus cabales. Y en efecto, en la orilla, que la luna iluminaba plenamente, se reunían mezcladas con los hombres numerosas mujeres que vestían espléndidos trajes y que sostenían en sus manos instrumentos musicales. También ellas, que parecían muy alegres, invitaban a grandes gritos a los navegantes a que tomaran parte en la orgía y a vaciar las copas en honor de Bast.

Ata, después de explorar el banco de hierba para cerciorarse de su resistencia, descendió a su vez, acompañado por Mirinri, por Ounis y por ocho etíopes que llevaban en su cintura pesadas hachas y puñales de cobre de afiladísima punta. La travesía del sett la hicieron sin dificultad, al estar sujeto por las estacas plantadas por aquellos que tenían interés en detener la barca y alcanzaron la orilla entre los alegres gritos de los bebedores. Había unas doscientas a trescientas personas, entre hombres y danzarinas, que se movían sobre sus poco firmes piernas. Los hombres eran en su mayoría pescadores o bateleros, que vestían sencillos delantales de piel curtida, con algunas cintas de varios colores ceñidas a la cabeza o cayendo sobre sus espaldas, pero no faltaban entre ellos jóvenes de buena posición, que lucían los ricos kalasiris, con gorgueras almidonadas y pelucas en las cabezas con grandes trenzas colgando en sus hombros y con barbas finas. Destacaban también por la riqueza y buen gusto de su vestuario las tañedoras de instrumentos y las danzarinas, con espléndidos kalasiris de colores variados y ligeros como velos, con pañuelos de exquisita factura anudados en torno a la cabeza, pero de manera que permitían ver sus cabellos hermosamente peinados; con cintas ligadas en torno a su cintura, cuyos extremos llegaban hasta el suelo y con gargantillas de oro; los collares eran de perlas y los pendientes gruesos de forma redonda y esmaltados en varios tonos.

Algunas llevaban los senos cubiertos por conchas de cobra con detalles dorados, sostenidos por cordoncillos que reflejaban al girarse como rayos de sol, y otras, en lugar del pañuelo triangular, llevaban en los cabellos pintorescas conchas, formadas por láminas de oro, acabadas en su parte superior por una cabeza de ave de rapiña del mismo metal. Todas eran jóvenes y hermosas, de escogida figura, de piel morena brillante, al igual que las mujeres de Abisinia, ya que habían sido reclutadas por lo general en las regiones del Alto Nilo. Mientras que los hombres rodearon a Ata y a sus compañeros ofreciéndoles grandes copas de terracota y ánforas llenas de vino, las tañedoras de instrumentos, que no estaban menos alegres, formaron un círculo en torno a un vaso de dimensiones enormes, encima del cual había una figura humana que representaba a Maneros, el inventor de la música según los antiguos, y que debía ser saciado por el vino de palma, soplando sus instrumentos y pulsando los de cuerda.

La música era muy cultivada entre los Faraones, aunque le aplicaran casi exclusivamente a las festividades religiosas, razón por la cual tenían los egipcios gran número de instrumentos. Por lo general eran flautas, trompas de bronce dorado; una gran variedad de cuernos de buey, cortados con la boquilla cerca de la punta y a los que corrientemente llamaban tan. Tenían también bastantes clases de arpa, por lo general muy altas y de forma maciza, trígonos, sistros y también algunas clases de cítaras, con la caja pequeña y el mango en cambio muy largo.

En tanto las danzarinas trenzaban sus bailes a la orilla del río, entre las risas, los aplausos y los gritos de los beodos. Mirinri, Ata y Ounis, invitados cortésmente a tomar parte de la fiesta, se habían sentado en torno a una gran ánfora puesta a su disposición, saboreando el vino de palma que les era escanciado por un esclavo etíope. Ninguno de los otros les había prestado atención. Toda aquella gente alegre se había agrupado en torno a las bailarinas o bien ante las tañedoras.

—¿Observas algo sospechoso aquí? —preguntó Ounis, dirigiéndose a Ata, que no parecía todavía tranquilo.

—Yo no veo más que gente que solo quiere una cosa: divertirse y embriagarse —dijo Mirinri.

—Sin embargo, todavía no estoy tranquilo, señor —respondió Ata, tras un breve silencio.

—¿Por qué estos hombres han elegido este lugar para su fiesta, precisamente aquí donde han cortado el paso? Eso es lo que quisiera saber.

—Tal vez haya sido el azar —dijo Ounis.

Ata sacudió su cabeza; después añadió:

—Hay algo en todo esto que no veo claro y haremos bien en alejarnos tan pronto como haya abierto el canal. Hasta que no estemos todos en Menfis no estaré tranquilo.

—¿Y no será mayor allí el peligro? —preguntó Mirinri.

—Hay muchos amigos fieles allí, y te han preparado, señor, un refugio seguro e inviolable. Bebamos y marchémonos. Ya hemos rendido homenaje a Bast y por tanto no nos dirán nada, si es cierto que estos hombres no se ocupan en otra cosa que en divertirse.

Vaciaron algunas copas todavía, luego se levantaron. Estaban ya a punto de emprender el camino hacia la orilla, cuando unos gritos de mujer, seguidos inmediatamente por chillidos feroces, los detuvieron de golpe.

Mas allá del círculo formado por las bailarinas, unos hombre s se agitaban imprecando, mientras que una voz femenina repetían con voz sollozante:

—¡Dejadme, malvados!

—¡La bruja! ¡La bruja! —se oía por todas partes.

—Confiesa de donde lo has cogido. ¡Queremos ser donde está el tesoro!

—¿Qué sucede? —preguntó Mirinri, mirando a Ata.

—No lo sé —respondió éste.

Los gritos de la mujer seguían resonando, mientras que los ebrios que parecían se habían vuelto de pronto furiosos, acudían de todas partes perjurando y amenazando. Las danzarinas y las tañedoras asustadas, huían abandonando estas últimas sus instrumentos musicales que eran pisoteados sin piedad por los embriagados. Tras unos momentos, en medio de aquel griterío que se iba convirtiendo en algo terrible, se oyó gritar una poderosa voz:

—¡Ceguémosla y venguemos al pobre Nufer!

—¡Sí, sí, quemémosle los ojos! —Gritaron cien voces—. ¡Calentad un hierro! ¡Así dirá mejor la buenaventura!

—¡Y nos dirá también donde está escondido el tesoro! —se oyó de nuevo la primera voz.

Al oír aquellas palabras, Mirinri había dado un salto, quitando a uno de los etíopes un hacha de bronce. Su brazo vigoroso alzo la pesada arma como si se tratase de una sencilla caña y antes de que Ata y Ounis hubiesen tenido tiempo de detenerlo, se había situado en medio de los beodos.

—¡Quietos miserables! —tronó.

—¡Mirinri! —gritó Ounis.

El joven ya no oía la voz del hombre que lo había criado y que era para él como un segundo padre. Con la mano izquierda apartaba con fuerza hercúlea a los bebedores, mientras que con la diestra volteaba en el aire el hacha amenazando con dejarla caer sobre la cabeza de aquellos salvajes.

Mientras tanto en medio de la multitud una voz de mujer, estallando enérgica gritaba:

—¡Curso de fuego! ¡Alma de los bosques! ¡Luz de las tinieblas! ¡Espíritu de la noche! ¡Sedme favorable y maldecid a todos estos infames! Ampe, Mirípe, Ma, Tehibo, Wouwore, ¡a todos os invoco!

—Sigámosle —dijo rápidamente Ata, dirigiéndose hacia los etíopes—. Mano a las armas y si oponen resistencia no respetad a nadie.

—Un arma —pidió imperiosamente Ounis—. Mi brazo es fuerte todavía.

Ata se sacó de la cintura uno de los puñales de cobre, con la hoja bastante larga y afilada y se lo dio.

—¡Seguidme! —ordenó.

Mirinri se abría paso entre la multitud. Parecía un Hércules o mejor un león furioso.

—¡Fuera de aquí! —tronaba sin cesar—. ¡Cuidado con tocar a aquella mujer!

Los etíopes se habían lanzado en su ayuda. Aquellos hombres de cuerpo robusto y musculatura poderosa, debían tener fácil lucha sobre los bateleros y pescadores egipcios, que difícilmente se sostenían sobre las piernas después de haber ingerido tanto vino. Con un ímpetu formidable penetraron como una caña en medio de la multitud que, pasado el primer instante de estupor, intentaba cortar el paso al joven e impedirle llegar a la muchacha, que seguía invocando el toro de las tinieblas, el río de fuego y todas las divinidades infernales en su ayuda. El ataque de los poderosos etíopes consiguió desplazar a aquella horda de ebrios y encaminarla hacia los palmerales que rodeaban aquel claro. Mirinri pudo así llegar hasta la muchacha que había quedado sola. Era una joven hermosísima, de impresionante figura, con una larga cabellera negra, que llevaba suelta sobre la espalda en vez de tenerlo recogido o peinada como las mujeres del Bajo Egipto, con unos ojos brillantes de un fulgor extraño y penetrante como puntas de espada. Sus rasgos eran de una perfección maravillosa, y su piel tenía un tono extraño semejante solo al bronce dorado, con innumerables difuminados rosáceos de extraordinario efecto.

Llevaba el pecho cubierto con conchas de metal dorado, a sus lados llevaba una larga falda de variados colores, recamada en plata y anudada en su torno y con las puntas cayendo hasta el suelo. Debajo lucía un kalasiris corto, a franjas blancas, encarnadas y azules, formadas por tres piezas, terminando la de en medio en una punta que le llegaba hasta la rodilla. Tenía las piernas desnudas, adornadas por gran número de anillas de oro exquisitamente cinceladas y con grandes esmeraldas incrustadas. También en las muñecas lucía pulseras riquísimas y sobre el pecho le recaía un collar de turquesas que una Faraona le habría envidiado.

—¿Quién eres tú? —preguntó Mirinri extasiado por la fascinante belleza de aquella joven y sobre todo por el fulgor inmenso que brillaba en sus negras pupilas.

—Nefer, la bruja —respondió la joven lanzando sobre el Faraón una mirada penetrante.

—¿Por qué te querían matar esos miserables?

—Porque yo leo el porvenir y querían que les dijese dónde está el tesoro del templo de Kantatek.

—¿A qué has venido aquí?

—Voy donde hay alegría.

—¿Quieres seguirme?

—¿Dónde?

—A mi barca. Si te quedas estos beodos te matarán.

Un rápido relámpago brilló en las profundas pupilas de la ruja y por su cuerpo paso un ligero temblor.

—Tú eres bello y valeroso —dijo luego—, y yo amo a los bellos y a los fuertes. Te debo la vida.

—Mirinri, date prisa —dijo Ounis—. Los borrachos vuelven y se han armado. ¡Huyamos!

El joven Faraón lanzó en su torno una rápida mirada y apretó en su mano el hacha como si se dispusiera a hacer frente al peligro que lo amenazaba, luego tomó la mano de la hechicera y la arrastró, diciendo:

—En mi barca no te amenazará nadie.

La horda de los embriagados, repuesta de la sorpresa, se agitaba detrás de los troncos de las palmeras, gritando ferozmente.

—¡Muerte a los extranjeros! ¡Inmolémosles en el altar de Bast!

Ya no estaban desarmados como cuando bebían y danzaban en torno a las enormes jarras que contenían el vino de palma. Tenían arcos, lanzas, barras de bronce para parar los golpes de espada, semejantes a las usadas en el Medievo, puñales de cobre en un solo filo semejantes a las seramasasce de los Merovingios, hachas de bronce, picas que terminaban en su extremo en una especie de hoz y cuchillos curvos con la hoja muy larga. Algunos se habían puesto incluso mallas de grueso tejido, provistas de pequeñas láminas de metal, suficientes para parar las flechas. Mostrándose audaces por el mucho vino bebido y también por su número, avanzaban audazmente, ululando como lobos hambrientos y perjurando, dispuestos a impedir a los navegantes que atravesasen el sett y se pusieran a salvo en su velero. Ata, viendo que les iban a cortar el paso, sacó de su fajo un sab, es decir una especie de flauta oblicua y sopló dentro con fuerza, consiguiendo unas notas muy agudas y estridentes que se podían oír del otro lado del Nilo llamando la atención de sus marinos.

Inmediatamente se vio a los etíopes, que estaban cortando las hierbas flotantes, interrumpir su trabajo y lanzarse como una legión de demonios a través de aquel enorme pasadizo de papiros y de lotos, blandiendo por encima de sus cabezas las pesadas hechas de bronce.

—¡Aprisa! —gritó Ata—. ¡Corred!

Mirinri teniendo siempre cogida de la mano a la hechicera, quien a su vez no parecía impresionada en absoluto por la rabia feroz que se había apoderado de los bebedores, con dos golpes abatió a dos hombres que le habían atacado con la punta de sus lanzas. Unos pocos pasos más y alcanzó la orilla del río, mientras que los cuatro etíopes de escolta, Ounis y Ata cubrían la retirada manteniendo a distancia a los asaltantes. El sacerdote de modo especial, aunque viejo, luchaba con una gallardía que causaba admiración en todos. Parecía que en toda su vida en vez de hacer resonar el sistro en las fiestas religiosas no hubiera hecho otra cosa que manejar las armas. Con los ojos inflamados por una cólera intensa, así como su rostro, movía la pesada hacha mejor que un guerrero, rechazando con habilidad extraordinaria los golpes que le daban.

—¡Sálvate, Mirinri! —gritaba—. ¡Me basto yo para este canalla!

Sin embargo habría sido indudablemente vencido al igual que sus compañeros, si los marineros del velero no hubiesen llegado en el momento preciso para liberarlos del cerco de los bebedores que estaban más furiosos que nunca. Aquellos colosos del Alto Egipto, temidos por los mismos Faraones, que muchos siglos después debían comprobar su valor y cederles el trono, con un ataque fulminante salvaron a Mirinri y a los suyos, precipitándose después contra los asaltantes con formidable grito salvaje y masacrando sin piedad a los más próximos. Las hachas, manejadas por aquellos atletas, partían literalmente en dos a las personas que no habían sido lo suficientemente rápidas en huir o les producían heridas tan terribles, que no dejaban ya esperanza alguna de salvación. Bastaron dos cargas para repeler a los embriagados hacia las palmeras, bajo cuyas largas hojas gritaban aterrorizadas las danzarinas y las tañedoras de música.

Mirinri viendo que Ata y Ounis no corrían ya peligro alguno, se lanzo sobre el sett, justamente con la bruja y, caminando con precaución, para no hundirse de improviso por aquellas masas de vegetales, llegó felizmente al abrigo del pequeño velero. Los etíopes llegaron corriendo, llevando ante ellos a Ata y Ounis, porque aquellos obstinados borrachos volvían al ataque, asaltándolos con nubes de flechas y lanzando algunas lanzas cortas de cobre, provistas de una aguzada punta con arpón en un lado.

—¡Todos a bordo! —gritó Mirinri, ayudando a la muchacha a subir por la escalera de cáñamo que colgaba a lo largo del lado de la nave.

Los etíopes que no se hallaban en situación de hacer frente a los atacantes, que parecía iban en aumento, no se hicieron repetir la orden. Sujetándose a las barandas y a las cuerdas en un instante se encontraron reunidos en cubierta.

Preparad la defensa —dijo Ata—. Aquí poner los escudos y los arcos. Tendremos que defendernos mucho antes de que se calmen esos furibundos.

—¿Crees que nos atacarán? —preguntó Mirinri.

—No les dejaremos tranquilos, señor —dijo el egipcio—. Han bebido mucho y el vino ha alterado sus mentes. Debisteis dejar que matasen a esa muchacha que no conocemos. Has cometido una imprudencia que tal vez nos va a costar cara.

—Si es cierto que yo soy un Faraón, mi primer deber es socorrer a los débiles y proteger a más futuros súbditos —respondió Mirinri con fiereza—. Mi padre, en mi lugar, habría hecho lo mismo.

—Es cierto —dijo Ounis—. Admiro tu valor y tu inteligencia, Hijo del Sol. Nunca he estado tan orgulloso de ti como hoy. Un día salvaste de las mandíbulas de un voraz cocodrilo a una princesa; hoy has salvado a una pobre muchacha desconocida por ti. He ahí la generosidad de un verdadero Faraón. ¡Tú serás grande como tu padre!

—Pero aquellos hombres pueden asesinar al futuro rey de Egipto —respondió Ata—. Estamos inmovilizados entre la hierba y tenemos ante nosotros a un enemigo diez veces superior.

—Mi padre no contó las hordas caldeas, cuando las arrojó al mar Rojo —dijo Mirinri—. Yo, que tengo en mis venas sangre del gran guerrero, no voy a contar a esos. ¡Un escudo y mi espada! Pronto etíopes: ahí está el enemigo.

Aquellos embriagados, que parecían presa de un delirio guerrero, habían penetrado ya en el sett, encorajinándose con un griterío que no tenía nada de humano y agitando ruidosamente las armas. Se habían convertido de pronto en guerreros porque la mayoría de ellos se hallaban provistos de grandes escudos de variadas formas, unos cuadrados, otros ovalados con pinturas azules y había otros además bastante alargados y dentados en su parte inferior y superior; por lo demás casi todos ellos llevaban protegido su cabeza con un casco de cuero, que tenía dos cortes, para dejar libres sus orejas. Los etíopes, que no parecían temerosos en absoluto por ser aquellas gentes del Alto Nilo de un coraje a toda prueba, habían sacado al puente montones de armas y sobre todo muchos arcos, algunos con una sola curva y otros con dos y en medio un pedazo de madera para proteger los dedos de la presión de la cuerda; se alinearon detrás de la borda, con los carcajs llenos de flechas de punta fina y móvil. Los bebedores se detuvieron a la orilla del Nilo, como si estuvieran indecisos sobre lo que debían hacer o tal vez intentaban darse cuenta exacta de las fuerzas de que disponía el velero, antes de lanzarse a su ataque.

—¿Es que no se deciden? —preguntó Mirinri que parecía impaciente por experimentar las emociones de una formidable lucha.

—Tal vez esperen a que sus cerebros se aclaren un poco —respondió Ata.

—¿Y si aprovechásemos mientras tanto para desembarazar el canal? —preguntó Ounis.

—¿Falta mucho para dejar el paso libre? —solicitó Ata, dirigiéndose a los etíopes.

—En una hora de trabajo se podría atravesar la zona de hierba que nos bloquea —dijo un etíope.

—Que bajen quince hombres. Los demás que se queden a bordo para defendernos —dijo Mirinri—. Hundidos entre la hierbas no correrán mucho peligro.

—Obedeced a este joven que es el comandante —dijo Ata a los bateleros.

Mientras se cumplía la orden, bastantes bebedores se habían echado sobre el sett, cubriéndose con sus grandes escudos de cuero y lanzando algunas flechas, tal vez para cerciorarse de la fuerza de sus arcos. Se detuvieron a unos doscientos pasos del velero, hundiendo sus piernas en la mata de hierba, luego uno de ellos gritó:

—Escuchadme extranjeros, antes de que la sangre tiña las aguas.

—Habla —dijo Mirinri, quien por precaución mantenía el escudo delante de su pecho, temiendo recibir alguna nube de flechas.

—Os invitamos a que nos entreguéis a la bruja, ya que hemos jurado sacrificarla sobre el altar de Bast, para que su sangre torne abundante y más poderoso el vino que hemos de beber el año que viene.

—Cuando un príncipe etíope toma bajo su protección a una persona, la defiende y no la entrega ni siquiera a un Faraón —respondió Mirinri.

—Entonces ocupa tú su sitio. Solo en estas condiciones os dejaremos bajar por el río.

—Tú no eres otra osa que un miserable borracho, a quien el vino ha ofuscado la mente. Ni yo, ni la hechicera, ni ninguno de mis hombres será sacrificado en honor de Bast —respondió Mirinri—. Venid: os esperamos. Os haremos comprobar el temple de las armas etíopes y la fuerza de nuestros músculos.

Un clamor ensordecedor siguió a sus últimas palabras y la horda de bebedores se precipitó sobre el sett, agitando furiosamente sus armas.

Mirinri se volvió y miró a la hechicera. La joven estaba en pie apoyada en el palo mayor, fría e impasible, con una mano sujeta a una cuerda. Solo sus ojos ardían y centelleaban como los de un animal nocturno, entre las tinieblas que envolvían el pequeño velero, mientras la luna se estaba poniendo.