A LA CONQUISTA DE UN TRONO
Tres días después, al atardecer, un pequeño velero, que se asemejaba mucho a los dahabiad que se usan todavía hoy en el Nilo y que, al igual que los antiguos, tenían los palos formados por varias piezas unidas mediante pieles de buey acopladas todavía frescas y dejadas disecar más tarde, arribaba al mismo lugar en que Mirinri descubriera el símbolo del poder sobre la vida y la muerte. Tenía la quilla más bien alargada y robusta, la proa redondeada, con algunos ornamentos de oro sobre el espolón que representaba un ibis con las alas desplegadas y dos inmensas velas de lino blanco, semejantes en su forma a las latinas, pero con los extremos más en punta. La tripulaban dos docenas o tal vez más de etíopes, hombres de piel bastante negra, y de forma hercúlea que aparecían destruidos sin otro atuendo que una faja larga ajustada a sus caderas con dos extremos colgando entre las piernas hasta casi el suelo. Era todo ello un atuendo más que suficiente usado por el pueblo, en aquel clima siempre caluroso incluso durante los meses invernales. Un hombre que llevaba dos faldones de algodón azul, en forma rectangular, doblados por delante y ceñidos a la cintura por un cinturón de cuero y lucía sobre la cabeza una peluca con gruesos tirabuzones de caballo y trenzas pendientes a lo largo de las espaldas, sostenía el timón. Era un hermoso hombre de unos cuarenta años, con la piel ligeramente bronceada y que encarnaba al verdadero tipo de egipcio antiguo: alto, más bien delgado, con espaldas anchas y robustas, los brazos nervudos acabados en manos largas y finas, las piernas duras con los músculos de las pantorrillas bastante pronunciados, como la mayoría de los pueblos andariegos. En su mirada se apreciaba una expresión de profunda tristeza, que reflejaba manifiestamente en sus grandes ojos, muy negros, aquella tristeza instintiva que se observa aún hoy en los modernos egipcios.
Apenas la barca tocó la orilla, que en aquel lugar se hallaba cubierta por espléndidas palmeras, el egipcio dio orden a los etíopes para que tendieran un puente de madera, más tarde se acercó a una especie de tambor de grandes dimensiones en forma de embudo y se puso a golpearlo fuertemente, en tanto que uno de sus hombres hacía sonar la flauta, logrando unas notas tan agudas que se podían oír a varias millas de distancia. Esa música, engrosada por los sonoros golpes de tambor, duró bastantes minutos, sobreponiéndose al murmullo de las aguas al romperse contra las orillas y sobre los arenosos islotes que sobresalían en el majestuoso río, propagándose intensamente bajo las ramas de verdor.
El egipcio iba ya a dar la señal de que cesara al tañedor de la flauta, cuando aparecieron entre un matorral Ounis y Mirinri.
—Que Ra, te proporcione buena suerte, Ata —gritó el sacerdote—. Te traigo al futuro Hijo del Sol. La flor de Osiris y Memnón lo han re conocido.
—La hora ha llegado —respondió el egipcio, atravesando el puente y descendiendo a la orilla—. Todo Egipto aguarda impaciente por ver a su legítimo rey.
Se aproximó a Mirinri, que se había detenido, mirando con viva curiosidad al comandante de aquella embarcación y se arrodillo ante él, besándole la orla de su vestido.
—Salud eterna al Hijo del Sol —le dijo—. Salud al descendiente del gran Teti.
—¿Quién eres? —preguntó Mirinri, alzándolo.
—Un amigo fiel de tu padre y de Ounis —respondió el egipcio—. Y vengo a buscarte para conducirte a Menfis. Tu sitio está allí y no entre las arenas del desierto.
—Fíate de él como de mí mismo —dijo Ounis volviéndose hacia Mirinri—. Ha sido un amigo fiel para Teti, fue también él quien te sacó del palacio real para ponerte a salvo, antes de que en la malvada mente de Mirinri Pepi, naciese la idea de encontrar algún medio para eliminarte.
—Si algún día logro subir al trono de mis antepasados, te demostraré mi reconocimiento —dijo el joven Faraón.
—¿Has visto pasar las teas encendidas que he confiado a las aguas del Nilo? —preguntó Ounis.
—Sí —respondió Ata— las he hecho detener más allá de Pagamit, para que los espías del usurpador no puedan sospechar nada. Ten cuidado porque se vigila por todas partes, ya que en la corte se sospecha que el hijo de Teti no está muerto.
—¿Quién puede haber traicionado el secreto que he ocultado celosamente durante tantos años? —dijo Ounis palideciendo.
—Lo ignoro, pero yo sé que cierto día una barca tripulada por una princesa fue remontando el Nilo, hasta este lugar por orden del rey e iba en ella un hombre que en muchas ocasiones había visto al joven Mirinri, antes de que yo lo liberase.
—Yo vi a aquella princesa; es más, la salvé cuando iba a ser devorada por un cocodrilo —dijo Mirinri.
—Y los hombres que tripulaban aquella embarcación, ¿te vieron, Hijo del Sol? —preguntó Ata, con inquietud.
—Sí.
—¿No te dijeron nada?
—Absolutamente nada.
—¿Y había alguno que te observaba atentamente?
—Eso me parece.
—¿Recuerdas, Hijo del Sol, que cosa llevaba en la cabeza?
—Un sombrero muy alto, que se prolongaba hasta su extremo como un adorno, con un símbolo de oro en forma de disco y cuernos.
—¿Y qué vestidura llevaba?
—Una larga faja y una piel de leopardo anudada en la espalda.
—¡Es él! —exclamó Ata, rojo de ira.
—¿Quién? —preguntaron al unísono Mirinri y Ounis.
—El gran sacerdote de ISAS. Me lo imaginaba.
—Explícate mejor, Ata.
—Más tarde; ahora embarquemos y partamos inmediatamente. Estoy seguro de que han descubierto algo y que seremos atacados en algún sitio. Desde hace algunos meses hay ciertas personas sospechosas que me vigilan a mí y a mi barca. Querían estar seguros de donde me refugiaba, cuando partí de Pagamit para venir a recibir tus órdenes. Solo viajaremos de noche, con las debidas precauciones e intentaremos escapar a las emboscadas que, indudablemente, han tendido a lo largo del Nilo. El secreto ya ha sido descubierto y tú, Hijo del Sol, corres el peligro de ser detenido antes de entrar en Menfis.
—Abriremos bien los ojos —dijo Ounis.
—Y si somos atacados nos defenderemos —añadió Mirinri—. ¿Son de confianza estos hombres?
—Todos ellos son etíopes valientes, fuertes y fieles a mí —contestó Ata.
—Embarquémonos.
Atravesaron la pasarela y subieron a la embarcación. Al ser el viento contrario y la corriente a su vez favorable, amainaron las dos grandes velas sobre el puente y la pequeña barca quedó libre, mientras que los etíopes, con largos remos, la guiaban en medio de los bancos arenosos y los matorrales de hierbas acuáticas que entorpecían de cuando en cuando aquel gigantesco río. Ata, después de haberse asegurado de que la nave no corría ningún peligro, momentáneamente por lo menos, condujo a Mirinri y a Ounis a popa, donde se encontraba una pequeña cámara tapizada con cortinajes de variados colores y con las paredes cubiertas de grandes escudos de piel, por lo general con ángulo por debajo y redondos por arriba con una abertura en medio, para poder observar al enemigo, y un gran número de armas de cobre, de bronce, de hierro e incluso de madera, tales como espadas, lanzas en forma de hoz, mazas, hachas, puñales de varias formas y bastantes arcos con sus correspondientes aljabas, llenas de flechas con la punta de metal. Alrededor había unos pocos, pero muy elegantes muebles, de delicadas líneas, por lo común oblicuas, ya que los egipcios no utilizaban la línea recta en sus construcciones. Había unos pequeños divanes provistos de cojines recamados y con los respaldos esmaltados y unas pequeñas sillas que se prolongaban hasta el fondo, pintadas de rojo y adornadas con plumas de varios colores decoradas a lo largo de las patas.
Ata cogió de un ángulo una pequeña ánfora, de cuello bastante largo, cubierta de multicolores esmaltes y unos vasos de cristal coloreado, de exquisita factura, y vertió en ellas cerveza, diciendo:
—A la grandeza y a la gloria del futuro Faraón. Que Osiris te proteja, Hijo del Sol.
Los tres egipcios las vaciaron de un sorbo, luego Ata levantó una cortina que cubría el fondo del salón, añadiendo:
—Ve a arreglarte, señor. Un príncipe no puede viajar con esos vestidos y además, tú debes parecer un gran personaje etíope, así alejaremos mejor las sospechas que podrían aparecer sobre ti. Los negros que tripulan la barca bastarán con su presencia para hacer creer tal cosa. Te aguardamos en el puente, señor. Es necesario estar alerta.
Salió del salón, seguido por Ounis y subió a cubierta, vigilando durante algunos minutos con suma atención, las dos orillas del río, que en aquel lugar tenían una milla de distancia entre sí.
El sol se había ya puesto desde hacía un cuarto de hora y las tinieblas se habían apoderado del río gigante. Sin embargo en la lejanía un débil resplandor anunciaba la inminente aparición del astro nocturno que presta a las noches de aquel país una asombrosa claridad.
—¿Estás inquieto? —dijo Ounis viendo que Ata seguía escudriñando.
—Sí, lo estoy —respondió el egipcio.
—¿Temes pues que te haya seguido alguien?
—Tal vez; sin embargo he estado observando detalles extraños que hubieran pasado desapercibidos a otros menos observadores que yo.
—¿Cuáles?
—Tú sabes que en nuestro río las hierbas flotantes y los papiros interrumpen con frecuencia la navegación, pero que una vez las has abierto los pasos se mantienen durante cierto tiempo. Sin embargo me he encontrado con aquellos pasos cerrados y ¿sabes cómo? Cuando he hecho cortar aquellos matorrales he encontrado en medio de ellos estatuas clavadas en el fango. Ello quiere decir que se vigilaba el río y se intentaba impedir que yo lo remontase hasta aquí.
—¿Hay algo más?
—Sí, existe algo más —dijo Ata, cuya frente aparecía pensativa—. Ya son tres días que estoy navegando y todas las noches he visto tras de mí, cómo brillaba una luz en la oscuridad y pestañear unas lucecitas debajo de las palmeras, a veces en una orilla y otras en la contraria.
—Estoy preocupado.
—Y yo no menos que tú. Alguien debe haber informado que tú no eres…
Ounis con un rápido gesto le puso una mano en los labios, diciéndole con voz imperiosa:
—¡Calla! ¡Te lo ordeno!
—Perdóname —dijo Ata, en voz baja.
—Yo soy solo un sacerdote para ti, y para los demás.
—Es cierto, me había olvidado del juramento.
—Sigue.
—Ciertamente se sospecha en la corte que Mirinri no ha muerto.
—Es posible. ¿Has avisado a todos nuestros amigos?
—A esta hora todos saben ya, que él está dispuesto para la reconquista. Cuando lleguemos a Menfis los encontraremos reunidos en las tumbas de los cocodrilos y allí se le rendirá el homenaje debido al nuevo Hijo del Sol y…
Un ligero choque que hizo oscilar la barca, lo interrumpió. La navegación por el río se hallaba detenida.
La frente de Ata se había fruncido.
—Han cortado el paso —murmuró—. Me lo esperaba; sin embargo esta mañana las hierbas no eran tan espesas como para impedir que mi velero remontase el río. ¿Es posible que los espías del Faraón se hayan reunido ya aquí?
—Las plantas crecen, deprisa en el Nilo —dijo Ounis—. Bastan veinticuatro horas para obstruir el río.
Ata sacudió la cabeza y se encaminó hacia la proa, donde los etíope s intentaban comprobar con sus largos remos la resistencia que oponía aquel dique de hierba.
El Nilo se halla sujeto a obstrucciones imprevistas, que de cuando en cuando impiden por completo la navegación obligando a la tripulación de los pequeños veleros a descender y liberarlos tras dura tarea hasta abrirse paso. Antiguamente cuando los papiros y los ambath eran más numerosos que en la actualidad y alcanzaban dimensiones extraordinarias, la navegación por aquel inmenso río sufría entorpecimientos mucho más considerables. Aquellas plantas acuáticas, conocidas con el nombre de sett o mejor todavía de sudd crecían en tales proporciones, que impedían cualquier tipo de paso a las naves que por necesidades comerciales, se dirigían al Alto Nilo. Casi todos los ríos africanos se encuentran sujetos a semejantes entorpecimientos incluso el Zambezee; el que baña Egipto, por tener una masa mayor de estas plantas, la corriente no puede arrancarlas del fondo ni siquiera durante las crecidas. También hoy día, de cuando en cuando el curso del Nilo y sus afluentes, aunque ya casi haya desaparecido el papiro, es invadido por aquella vegetación acuática, que crece con prodigiosa rapidez formando masas enormes muy compactas, tanto que obligan al gobierno egipcio a enviar a millares de obreros a abrir canales que después difícilmente siguen abiertos. Entre 1870 y 1873 Samuel Baker, el famoso explorador que mandaba una expedición armada en el Alto Egipto para reprimir la esclavitud, fue detenido por el sett durante largo tiempo porque había obstruido el Bahr-el-Jebel hasta el extremo de no permitirle llegar a Gondokoro. También en 1898 los cañoneros ingleses que operaban contra los madhi viéronse obligados a abrir un canal a través de la masa de hierba, que era tan espesa que sostenía sin peligro alguno a los hombres que trabajaban, aunque había otra clase de riesgo, porque de cuando en cuando salían entre aquellas plantas cocodrilos cuyas formidables mandíbulas agarraban las piernas de los marineros y de los soldados. Muchos años antes fue el Nilo Blanco el que se cubrió de sett; a pesar de que aquel espléndido curso de agua tiene una anchura de medio kilómetro y una profundidad de cinco metros y desde aquella época las hierbas no han cesado de crecer, obligando al gobierno egipcio a una continua y costosa limpieza de su lecho y a la apertura de canales, para mantener sus relaciones con las provincias ecuatoriales.
Cortar aquellas hierbas no es difícil, porque no presentan una gran resistencia; lo difícil es mantener libres aquella aberturas, porque toda la región en torno al río no es otra cosa que una inmensa laguna, que asume el papel de lecho de antiguos lagos en los cuales el agua se esparce en grandes superficies y en gran parte se evapora continuamente.
Ata, después de observar atentamente la masa de hierba que impedía el paso, por donde aquella mañana no había tenido ninguna dificultad, llamó a dos de sus remeros y les dijo:
—Comprobad si han puesto obstáculos en el lecho del río.
Los etíopes empuñaron pesadas hachas de bronce, no fuera el caso que entre aquella masa vegetal se escondiese algún cocodrilo y subieron al sett que había formado una densa capa de ambath y de hojas de loto, fuertemente enlazados.
—¡Aguanta! —preguntó Ata inclinado sobre la borda.
—Sí, patrón —respondieron los marinos.
—¿No encontráis nada?
—Aguarda.
Metieron las manos en aquella masa, hurgando acá y allá entre el sinnúmero de raíces que formaban un verdadero ensortijado y no tardó en brotar de sus labios un grito de sorpresa.
—Tienes razón, patrón —dijo uno—. El canal ha sido cerrado a propósito para impedir nuestro regreso.
—¿Qué es lo que han hecho? —preguntó Ata.
—Han plantado en el lecho del río unas estacas y han hecho desviar hacia ellas una masa considerable de hierba, después de cortarla de un banco mayor.
—ID todos y abrid paso —ordenó Ata—. No nos dejemos sorprender inmovilizados. Deben haber preparado una trampa. Afortunadamente el río es ancho y las orillas están lejos.
Mientras los marinos descendían para desembarazar aquel tramo del río que los misteriosos enemigos habían obstruido expresamente, apareció Mirinri sobre la cubierta. El joven ya no vestía aquella larga túnica que no correspondía a una persona de elevada categoría, ni llevaba los pies desnudos. Lucía el traje nacional, tan sencillo a la par que pintoresco, de los antiguos egipcios; el kalasiris, un vestido ligero tan transparente que permitía adivinar las formas, a listas blancas y azules, que envolvía el cuerpo a partir del cuello o de la cavidad del pecho hasta caer hasta los pies, con un orificio para dejar pasar la cabeza. Llevaba además, según exigía la costumbre de la época, en los personajes importantes así como entre las mujeres de origen noble, una gorguera de variados colores de tela almidonada, casi circular, cerrada y adornada con cordones y cadenas en las que había peritas de cristal y símbolos religiosos de piedras multicolores.
En sus pies llevaba calzado de malla y sandalias, lujo permitido solamente a los ricos, formado por capas de papiro sobrepuestas en distintos estratos, con el extremo en forma de pico, fijados mediante un lazo largo adornado con piezas de oro y sostenidos por una correa que pasaba entre el pulgar y el índice.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó, viendo a todos los etíopes sobre el sett.
—Malas noticias —dijo Ounis—. Se sospecha de nosotros.
—¿Tan pronto?
—Ahí está la prueba. El canal no puede haber sido rellenado por capricho. Para llevar a cabo semejante obra en tan pocas horas deben haberse reunido aquí muchas barcas, tripuladas por bastantes centenares de hombres.
—Sin embargo tú has tomado durante años las más acertadas precauciones. ¿Es de confianza, Ata?
—No dudo de él.
—¿Quién puede haber traicionado el secreto?
—Aquel encuentro con la princesa no era más que un pretexto. Te buscaban, Mirinri. Ten cuidado con ella.
—¿Es hija del usurpador?
—Sí.
Una profunda emoción apareció en el rostro del joven Faraón. Permaneció silencioso unos instantes, como concentrado en sí mismo, luego dijo con cierta excitación:
—Sin embargo, me parece imposible que aquella mujer que arranqué de las fauces del cocodrilo, poniendo en peligro mi vida, exija mi muerte.
—Ódiala como a tu peor enemigo.
—¡A ella! ¿Es que las mujeres de los Faraones tienden unas mallas que nadie puede romper?
—¿La amas, no es cierto?
—Sí, la amo inmensamente —respondió Mirinri con un imprevisto estallido de entusiasmo. No la puedo olvidar porque siento en cada instante que cierro los ojos, aquel temblor que sentí el día que la saqué del Nilo, chorreando agua sagrada.
Ounis tuvo un sobresalto y sus facciones se contrajeron casi ferozmente.
—Extraño destino, el de la sangre —dijo.
Luego, volviéndose bruscamente hacia Ata, que observaba continuamente a los etíopes ocupados en deshacer a golpes de hacha el amasijo de hierbas que impedía a la barca seguir su ruta, le preguntó:
—¿Falta mucho?
—Hay trabajo hasta mañana, o tal vez más —respondió el egipcio—. Han desviado enormes masas de hierba que han detenido con un número incontable de estacas. Aquí ha habido una infame traición y…
Un vocerío furioso que se alzaba en la margen izquierda del gigantesco río, acompañado de muestras de risa, interrumpió la frase.
—¡Eh, navegantes! —gritaban centenares de roncas voces.
—¿No venís a beber el dulce vino de palma? ¡Venid a tierra o hundiremos vuestra barca y os haremos beber en vez de aquella, agua del río!
Una multitud de hombres y mujeres había aparecido de improviso en la orilla del río y se divertía, como si estuviese loca de pronto, dando saltos por debajo de las palmeras, que alzaban sus anillados troncos y alargaban sus emplumadas hojas.
—¡Aquí! ¡Aquí! —Gritaban sin pausa—. Es la fiesta de Bast y festejamos las primicias del vino de este año. ¡Ningún forastero debe negarse! Bajad y alegrad nuestra fiesta.
En medio de aquel griterío se oían los sonidos de las cornetas, con sus notas ensordecedoras, aquellos extraños instrumentos musicales llamados por los antiguos egipcios tan, cuyo sonido afirmaban los griegos era semejante al ladrido de los perros rabiosos; el ban-it, el arpa, emitía dulcísimos sones, con los que se confundían las notas un poco estridentes de las nebel, cítaras usadas en aquella época y que al parecer fueron importadas por los pueblos asiáticos.
A Ata se le oscureció el rostro.
—¿Una trampa o la fiesta anual de los bebedores? —se preguntó con recelo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mirinri, profundamente sorprendido por aquellos sonidos que nunca había oído emitir entre las arenas del desierto.
—Tú no conoces nuestras fiestas —respondió el egipcio—. El Hijo del Sol no ha vivido en nuestras tierras.
—¿Quiénes son aquellos hombres?
—Gentes que se divierten —respondió Ounis que estaba junto a él—. Todos los años se reúnen en las orillas del sagrado río centenares y hasta millares de individuos para acabar el vino de palma recogido en la cosecha última; nadie debe volver a su casa sin estar embriagado. Es una costumbre de tu futuro pueblo.
—¿Y qué es lo que quieren de nosotros?
—Te invitan a tomar parte en la fiesta.
—¡Yo con ellos!
—Están borrados, Hijo del Sol, y tú no puedes saber a qué peligro nos exponemos con la barca así inmovilizada si no obedecemos a su invitación —dijo Ata.
—¿No nos tenderán una trampa? —preguntó Ounis.
—Están demasiado alegres.
—¿Y tus hombres tienen mucho que hacer todavía?
—Sí, Ounis. El pasadizo está cerrado en una longitud considerable, y no podremos proseguir el viaje antes de mañana por la mañana.
—¿Así que debemos aceptar su invitación?
—Creo que sería lo más prudente no rechazarla. Están borrachos y por lo tanto son capaces de todo. Por otra parte mirad sus chalupas moverse hacia las masas de hierba. Evitemos cualquier sospecha y descendamos a tierra como sencillos navegantes del Nilo. Mis etíopes desembarcarán inmediatamente; en caso de peligro, para defender al Hijo del Sol.