EL HIJO DEL SOL
Las estatuas de Memnón gozaban entre los antiguos egipcios de gran veneración, que no cesó ni siquiera cuando los romanos, aquellos formidables conquistadores del mundo entonces conocido, invadieron las orillas del sagrado Nilo, incluso tuvieron también ellos una verdadera idolatría por el hecho entonces extraordinario e inexplicable que una de ellas, al despuntar el sol o a su ocaso, produjera un sonido. Los antiguos egipcios afirmaban que cuando un Faraón se acercaba a las dos estatuas, aquel sonido extraño que semejaba el crepitar del azufre cuando es estrujado con la mano, pero infinitamente más fuerte, se dejaba oír. Que la piedra sonase realmente, nadie lo pone en duda, aunque en la actualidad esté muda como cualquier otra piedra. Estrabón fue el primero en afirmarlo, al oír aquel extraño crepitar en compañía de Helio Galo, que era gobernador de Egipto, aunque no pudiese aclarar si aquella vibración partía del pedestal o de la propia estatua. Juvenal, que casi un siglo después fue exiliado al alto curso del Nilo, también lo oyó, y lo mismo Plinio habló de aquel prodigio. Si bien a los egipcios el hecho les pareció maravilloso, se trataba sin embargo de un hecho muy sencillo que fue explicado más tarde. La estatua parlante, como se le llamaba y que parece representar a un Faraón de la primera dinastía, a consecuencia de un terremoto se había resquebrajado a la altura del vientre, mientras que su compañera resistió el formidable temblor. A partir de entonces comenzó a hacer ruido. La naturaleza de la roca, formada por materiales heterogéneos mantenidos juntos por un conglomerado silíceo muy duro, era tal que con las variaciones de temperatura crepitaba. Ahora bien, esa oscilación, no tenía lugar más que al salir el sol, después de las noches tan frescas que se dan en aquel clima y unos momentos después de la puesta del sol. Por eso durante el día o la noche la estatua no producía ningún ruido. Cuando Septimio Severo, tal vez por superstición o bien por honrar a Memnón, hijo de la Aurora, según las antiguas leyendas egipcias, hizo restaurar el coloso con cinco enormes piezas de mármol de gres, que se ven todavía, porque aquellas dos estatuas han resistido al igual que unas pocas pirámides la erosión del tiempo, la voz cesó de golpe. Aquellas masas fueron una tumba; la vibración desapareció y Memnón, con gran disgusto de los egipcios ya no habló más. Por otra parte, los Faraones ya habían dejado de existir y no les era posible imponerles que se hicieran oír.
Ounis y Mirinri, no descubriendo a nadie en torno a los dos colosos, se aproximaron rápidamente, mientras el cielo comenzaba a tomar, hacia levante, un ligero tinte rosáceo que indicaba la inminente aparición del sol.
Aquellas dos estatuas, que eran cuatro o cinco veces más altas que un elefante, representaban a dos hombres sentados sobre las rodillas y las constituían dos masas enormes en forma cuadrada sólidamente unidas en sus bases entre sí. En la cabeza lucían una especie de fichu triangular, que les caía a lo largo de la cara, alargándose por encima de la espalda y tenían bajo el mentón aquella extraña barba, formada por una especie de dado, más estrecho por su borde superior y más ancho por abajo, que se observa en todos los antiguos monumentos egipcios. La base, que era de proporciones enormes y tan alta que Mirinri no podía alcanzar, ni siquiera alargando la mano, estaba totalmente cubierta por letras y adornada con ibis, los pájaros sagrados de los egipcios antiguos y emblema de los Faraones de la primera dinastía. En la estatua de la derecha podía distinguirse fácilmente la fisura producida por el temblor del terremoto, alargándose aproximadamente hasta la mitad del vientre.
Mirinri se detuvo, mirando con visible emoción a los dos colosos. Si era verdaderamente un Faraón, debía oírse el sonido, pero si permanecía mudo, ¡qué desilusión!
Miró a Ounis con un poco de ansiedad y lo vio tranquilo, como un hombre seguro de sus actos. Aquella calma lo tranquilizó.
—Ven —dijo el sacerdote después de haber mirado al cielo—. Ha llegado el momento.
Caminaron en torso a la estatua resquebrajada y, al encontrar una escalinata, ascendieron por ella hacia el pedestal metiéndose entre las piernas que el coloso tenía abiertas. Era el sitio mejor para percibir el sonido.
—¿Hablará el hijo de la Aurora? —preguntó Mirinri que se había tornado pálido y parecía nervioso.
—Sí, porque tú eres el hijo de Teti —respondió el sacerdote.
—¿Y si te hubieras equivocado?
Una sonrisa apareció en los labios de Ounis.
—Escucha —dijo luego—. Más tarde me dirás si tú eres o no un Faraón.
El sol se alzaba radiante en aquel momento, proyectando sus rayos sobre aquellos dos colosos y apenas salidos ya se habían convertido en ardientes.
—¡Escucha! ¡Escucha! —repitió Ounis.
Mirinri inclinado hacia la mole de la estatua aprestaba sus oídos. El corazón, que ante el león no se había alterado ni siquiera por un instante, ahora le palpitaba fuertemente como cuando estrechara entre sus brazos o la muchacha que había liberado del cocodrilo, la primera mujer que había visto desde que el sacerdote lo había llevado al desierto.
El sol se iba alzando rápidamente, extendiendo sus rayos sobre la infinita llanura, pero la estatua seguía muda. Incluso Ounis había fruncido la frente. Pero en cierto momento se dejó oír un ligero crepitar que fue aumentando su intensidad, y más tarde una nota límpida, un «do» retumbó.
Un grito se escapó de los labios del joven. Se levantó rápidamente, con los ojos encendidos y el rostro transfigurado por una alegría indescriptible.
Miró el sol y dijo con voz poderosa:
—Sí, desciendo de ti. Osiris. ¡Soy un Faraón! ¡Egipto es mío!
Ounis sonreía, contagiado por aquella improvisada explosión de entusiasmo. También él parecía profundamente conmovido.
—Ounis, amigo mío, ¡a la pirámide! —Dijo después el joven, con exaltación—. Dame la última prueba de que yo soy el hijo de Teti, que mi cuerpo es divino e iré a matar, con esta misma arma con la que di muerte al rey del desierto, al usurpador.
—Así te quería ver —respondió el sacerdote—. La sangre de la estirpe guerrera que y temía se hubiese adormecido para siempre, por fin se ha despertado.
—A la pirámide, Ounis —repitió el joven cuyo entusiasmo no se había calmado todavía—. Vayamos a interrogar a la flor de Osiris.
—Verás como crecen sus corolas milenarias —respondió el sacerdote.
La pirámide que, según se ha dicho, estaba destinada a servir de sepulcro a la dinastía iniciada por Teti, no se hallaba lejos. Su imponente mole se alzaba a media milla apenas de las dos gigantescas estatuas, elevando su cúspide y ciento cincuenta metros. Todas las pirámides, construidas por las diversas dinastías que reinaron en Egipto millares de años antes del nacimiento de Jesucristo, tenían proporciones colosales. Muchas han sido destruidas, para edificar con sus restos Tebas y otras ciudades surgidas tras la gloriosa Menfis, sin embargo todavía subsisten bastantes hoy día y las más célebres y visitadas son las de Keops, Kefre y Mikerinos, que son las más gigantescas que se conoce, cubriendo cada una cinco hectáreas de terreno y alcanzando una altura que varía entre los ciento cuarenta y ciento cuarenta y seis metros. Se calcula que para construir aquellas tumbas, se necesitaron para cada una 250.000 metros cúbicos de materiales. La suma que llegaron a contar y los millares de obreros que fueron precisos para construirlas, es imposible decirlo. Únicamente se sabe, consultando los antiguos papiros, que para erigir la de Keops, no se gastaron menos de cuatro millones de talentos egipcios, solamente en ajos, perejil y cebollas, vegetales que constituían el principal alimento de aquellos incansables obreros, reclutados siempre, para una mayor economía, entre los prisioneros de guerra. La pirámide hecha construir por Teti, según se ha dicho, no podía rivalizar con las tres mencionadas; sin embargo, era tan enorme como para hacer avergonzar, si ello fuera posible, a los más elevados edificios modernos. Una escalinata de nueve metros por lado, medida habitual en todas las pirámides, conducía sobre la cima, desde debía encontrarse al igual que en otras, una pequeña plataforma.
Ounis, que ya en otro tiempo debía haber visitado el enorme sepulcro, se encaminó aprisa hacia dos colosales esfinges, que parecía habían sido colocadas como guardianes de una puerta de bronce e iban estrechándose hacia la jamba como todas aquellas construidas por los antiguos egipcios. Examinó la puerta durante unos instantes, como para que asegurarse de que la cerradura no hubiese sido forzada y más tarde extrajo de debajo de su larga vestidura una llave de forma extraña, que semejaba a una serpiente e introdujo una extremidad en un orificio tallado en forma de una hoja de loto.
—¿Cómo tienes tú esa llave? —preguntó Mirinri, que iba de sorpresa en sorpresa.
—Me la dio tu padre antes de morir —respondió lacónicamente el sacerdote—. ¿Si tú hubieses muerto, dónde hubieras querido que te enterrase? ¿Un Faraón iba a dormir para siempre entre la arena?
—Pero mi padre no reposa ahí dentro.
—Cuando tú hayas conquistado el trono que te aguarda, también él dormirá entre estas murallas ciclópeas el sueño eterno.
Empujó la maciza puerta de bronce, encendió una pequeña lámpara de arcilla que había llevado consigo, juntando dos piedras negras que, al rozar una con otra, lanzaron un haz de chispas vivísimas, luego volviéndose hacia el joven, le dijo:
—Te corresponde a ti entrar el primero, puesto que tu padre no existe.
Con visible emoción Mirinri atravesó el dintel y penetró en el inmenso sepulcro, destinado a acoger las almas de toda su dinastía. También allí dentro, como en la inmensa galería donde encontraron el tesoro, reinaba un tufo de moho y humedad, sin embargo, el aire que penetraba tal vez por millares de hendiduras invisibles era más respirable, de modo que los dos hombres podían avanzar sin dificultad. En las paredes macizas había muchos espacios de forma cuadrada destinados a acoger los ataúdes y debajo una mesa de mármol negra para recibir las ofrendas destinadas al difunto, a fin de que no sufriera hambre durante la travesía del Amento, para alcanzar el reino de Osiris o «región oculta», el lugar de las delicias. No eran aquellos nichos, que por otra parte estaban todos vacíos, los que interesaban a Ounis y mucho menos a Mirinri. El sacerdote buscaba ansiosamente una piedra enorme que debía encontrarse en el centro de la pirámide y que ocultaba la famosa flor de Osiris. Por ser la luz de la lámpara demasiado débil y el espacio enorme y oscuro, debía recorrer bastantes centenares de pasos antes de encontrarla.
—Está aquí —dijo finalmente.
Un gran dado de piedra blanca sobre el que se erguía una estatua representando a Toh, el dios ibis, apareció en el círculo proyectado por la luz. Ounis se acercó y apartó con la mano un montón de hierba que cubría la superficie, flores de loto blancas y azules, crisantemos, macizos de trébol, apio y melones de agua secos, que conservaban todavía su color verde y después de haber estado buscando dentro de una cavidad, sacó una pequeña planta, mostrándola triunfalmente al joven. Aquella planta maravillosa que millares de años después iba a admirar a los botánicos europeos y americanos, a la que llamaron flor de la resurrección, y que fue descubierta por un beduino en el pecho de una princesa faraónica y donada por su dueño al doctor Dek en 1848. Era una planta seca, delgada, con sus botoncillos amarillentos por el tiempo y casi completamente secos.
—¿Es aquella misma que el gran Osiris dejó a sus sucesores? —preguntó Mirinri, mirándola con ojos alucinados.
—La misma —respondió Ounis tras haberla examinado atentamente—. La reconozco muy bien, porque yo la traje aquí junto a tu padre.
—¿Y tú crees que revivirá?
—Sí, si es que tú eres un verdadero Faraón. Ya que la estatua de Memnón ha resonado, no tengo ninguna duda de que estos dos botoncitos abrirán sus corolas.
—¿Desde cuántos años hace que está seca?
—¿Quién podría decirlo? Evidentemente desde millares y millares, pero muchas veces ha resucitado por voluntad del gran Osiris. Anda, cógela y pon sobre estos botoncillos dos gotas.
Se la dio juntamente con un pequeño frasco de vidrio que contenía un poco de agua.
Mirinri la contempló durante unos instantes. Su corazón palpitaba como cuando estuvo aguardando el sonido de la colosal estatua. ¿Y si fallase esta última prueba?
—Échale el agua —dijo Ounis, viendo que el joven vacilaba—. Estoy convencido de que dentro de poco te rendiré el homenaje que el pueblo egipcio debe a los Hijos del Sol.
Mirinri vertió dos gotas de agua sobre ambos botoncillos y después vio con inenarrable admiración cómo aquella planta adormecida desde siglos y siglos, primero temblaba un poco, después se agitaba en todos sus tejidos, los botoncillos se hinchaban y redondeaban, y por último abrían a su alrededor los ligeros pétalos, en torno a un punto central de color amarillo.
¡Había resucitado la planta maravillosa de Osiris!
—Déjala morir —dijo Ounis, viendo a Mirinri agitarla como si hubiese enloquecido de pronto—. Calla y mira.
Las dos flores que semejaban dos espléndidas margaritas, mantuvieron durante algunos instantes sus pétalos abiertos y tiesos, descubriendo su interior rejuvenecido como por obra de magia, derramando unos pequeños gránulos pero luego sus iridiscentes colores comenzaron a perder color, los tallos se curvaron, las hojitas se replegaron sobre sí mismas y se marchitó. El grito que hasta entonces Mirinri había contenido, estalló formidable en su pecho.
—¡Soy un Faraón! ¡Gloria al gran Osiris! ¡El poder, la grandeza, la gloria! ¡Es demasiado!
Ounis tomó la flor y la depositó nuevamente en el hueco de la piedra. A continuación se arrodilló ante el joven y le besó la orla inferior de su blanca vestidura, diciendo:
—Recibe el homenaje de tu más fiel súbdito. Yo te saludo, Hijo del Sol.
—Cuando haya conquistado el trono tú serás mi primer ministro y el jefe supremo de los sacerdotes, fiel amigo. Mi poder no oscurecerá el reconocimiento que te debo.
—No deseo ni honores, ni grandezas —respondió Ounis—. Por otra parte, cuando tú seas rey, yo ya no tendré necesidad de nada.
—¿Por qué, Ounis? —inquirió Mirinri sorprendido por aquella frase ambigua.
—No te lo he contado todo, todavía. Me queda por hacer una revelación más, al Hijo del Sol. Pero no te la haré hasta que hayas sentado en el trono de los Faraones. Ahora quedan otras cosas por hacer antes de dejar esta pirámide a la que ya no has de volver más estando vivo.
—¿Qué es ello?
—Destruir el cadáver que el usurpador puso en lugar del de tu padre. Ese desconocido, que tal vez fuera un miserable esclavo, no debe ocupar el lugar que corresponde a Teti, mi ultrajar con su cuerpo impuro la tumba de los Hijos del Sol. Ven, Mirinri.
—Pagará esta infamia —dijo el joven llevado por su cólera—. No le bastaba a Pepi el arrebatar el reino de mi padre; tuvo que ocurrírsele además esta burla cruel. Haré pedazos el hombre que reemplaza en este sepulcro al cuerpo del Faraón, así no podrá atravesar el Amento y no ocupará un puesto que no le corresponde entre los antepasados difuntos.
El sacerdote dio alrededor una penetrante mirada y se encaminó hacia una de las paredes en uno de cuyos orificios parecía brillar vagamente algo.
—Es aquí donde lo colocaron —dijo.
Un féretro estaba depositado en aquella cavidad, algo por encima de una mesa de mármol negro, sobre la que se amontonaban coronas de trébol, de loto blanco y azul, junto a pequeños recipientes de cereales y de harina, trozos de carne desecada y jarros conteniendo leche, licores y perfumes. Aquel sarcófago era de una riqueza extraordinaria, construido con madera de encima arábiga, adornado con esculturas delicadísimas, que intentaban representar la gran victoria conseguida por Teti contra las hordas caldeas, todo ello pintado, dorado y con incrustaciones de perlas preciosas. En el extremo superior, aquel féretro terminaba en una cabeza que debía reproducir exactamente los rasgos del hombre que estaba descansando dentro. Mirinri apartó con desprecio las flores y las ofrendas, subió sobre la plataforma de piedra y tomó entre sus robustos brazos el ataúd, depositándolo en el suelo.
—¿Esta cabeza se parece a la de mi padre? —preguntó con viva emoción.
—Sí —respondió Ounis.
—¿Y estos ojos son precisamente los suyos?
—Los haz reproducido exactamente.
Mirinri miró al anciano, más tarde a la cabeza y luego volvió a mirar al sacerdote, mostrando un gesto de admiración.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Ounis con la frente fruncida.
—Encuentro una extraña semejanza entre los rasgos de esta cara y los tuyos. Incluso los ojos tienen la misma profunda mirada.
—Hay tanta gente que se parece —respondió secamente el sacerdote—. Abre el féretro, quiero ver a quién han puesto dentro.
Mirinri introdujo la punta de la espada entre las junturas y con un esfuerzo violento levantó la tapa. Enseguida apareció una momia representando a un hombre de elevada estatura, con el rostro surcado por dos largas heridas mal cicatrizadas, que lo hacían irreconocible.
Todo el cuerpo estaba estrechamente envuelto en un tejido de oro, con bordados hechos con piedras preciosas, generalmente esmeraldas y mostraba doradas las uñas de las manos y de los pies.
—¿Ese es mi padre? —preguntó Mirinri.
—No.
—¿Estás seguro, Ounis?
—Lo conocía demasiado bien para poderme engañar.
—Bien —respondió Mirinri.
Sacó la momia, que arrojó con desprecio al suelo, cerró nuevamente el ataúd y lo colocó otra vez en el espacio excavado en la pared de la pirámide, diciendo con voz irónica: Servirá para algún otro: el usurpador pertenece a la familia y tiene derecho a reposar aquí dentro. Tomará el sitio de este desgraciado.
Después cogió la momia estrujándolo entre sus manos, tal era su cólera y, volviéndose al sacerdote, dijo con un tono que no admitía réplica:
—Vayámonos.
—¿Qué quieres hacer con ese muerto?
—Vayámonos —repitió el joven.
Atravesaron la pirámide hasta llegar a la puerta de bronce que había quedado abierta. Ounis la cerró con aquella llave en forma de serpiente y se encontraron ambos en medio de los ardientes rayos del sol.
—¿Ahora no puede entrar nadie? —preguntó Mirinri, que seguía sosteniendo la momia.
—Nadie a excepción de Mirinri Pepi, el único que posee una llave igual a ésta.
—Esta tumba no se abrirá más que para recibir el alma del usurpador —dijo Mirinri con voz sombría—. Lo juro por Sib, el dios que representa la tierra; por Nobt que representa el cielo; por Nou el dios de las aguas; por Ra que es el sol; por el gran Osiris y su ibis, el animal sagrado que adora mi futuro pueblo. Que Nacus, el impuro demonio de la muerte me arroje al reino de las tinieblas, que se me niegue el paso por el Amento y la paz eterna en la región oculta, si falto a mis promesas. Ounis, tú que eres sacerdote, me has oído. Y ahora, vil carroña, que has osado suplantar el puesto de mi padre, el gran guerrero que salvó a Egipto, ve. Hallará tu tumba en los inmundos vientres de las hienas y de los chacales.
Dicho esto la levantó en alto con todas sus fuerzas y lanzó la momia en medio de las dunas, donde cayó con las piernas hacia arriba.
—¿Cuándo nos pondremos en marcha? —Preguntó luego el joven—. Ahora que ya sé que soy verdaderamente el hijo de Teti, estoy impaciente por conquistar a la orgullosa Menfis.
—Poco a poco, Mirinri —respondió el sacerdote—. Debemos actuar con infinitas precauciones y relacionarnos secretamente con los viejos amigos de tu padre. Si fueses descubierto antes de llegar a ser tan poderoso como para poder enfrentarte a Mirinri Pepi, él no tendría piedad de ti.
—¿Deberé pues permanecer mucho tiempo en el desierto y dejar que se adormezca este entusiasmo que me devora?
—No te pido más que tres o cuatro días. Volvamos a nuestro refugio.
La noche de ese mismo día, Ounis, aprovechando el sueño del joven, arrojaba al Nilo, con gran sobresalto de cocodrilos e hipopótamos tan numerosos en aquella época, pequeñas teas encendidas que ardían incluso en el agua, como los famosos fuegos griegos de los que se ha perdido el secreto.
—Los amigos que velan sabrán así que Mirinri está presto —dijo—. Aguardémosles y que Osiris proteja al nuevo Hijo del Sol.