CAPÍTULO III

LA SANGRE DE LOS FARAONES

Cerrada la entrada de la caverna con una losa para que durante su ausencia no se adueñase de aquella algún animal salvaje, ya que en aquella época Egipto se hallaba muy poblado de leones y de hienas, el sacerdote y el joven, uno junto a otro, se pusieron en marcha, volviendo sus espaldas al Nilo. El desierto, que mas tarde hicieron fértil tras muchos trabajos los egipcios, se abría ante ellos extendiéndose hacia levante. En realidad no era propiamente un desierto, como el líbico o el del Sahara, absolutamente árido y carente de vegetación, podía llamársele más bien una inmensa llanura sin cultivar, que desde sus márgenes del Nilo se extendía hasta las orillas del mar Rojo. En efecto acá y allá se elevaban grupos de palmeras dum, llamadas «árboles del alajú o del pan picante», que alcanzaban un desarrollo extraordinario con gran rapidez incluso en los terrenos estériles, y algunas palmeras deleb de tronco hinchado en el medio y que gusta más de la soledad, no apareciendo nunca en las selvas. Los chacales ululaban en la lejanía y vuelan, veloces como flechas, al aproximárseles los dos hombres, mientras que las hienas reían en medio de las dunas arenosas, sin atreverse a aparecer, ya que no disfrutaban en aquellos tiempos de mayor valor del que muestran hoy día todavía. La noche era maravillosa y tranquila, reinando en las llanuras egipcias una calma absoluta. La luna brillaba continuamente por encima de los bosques que bordeaban el Nilo, alargando desmesuradamente la sombra de los dos hombres. El cometa brillaba vivísimamente entre las estrellas, avanzando por un cielo purísimo, con una transparencia tal que solo puede admirarse en aquellas regiones. Ni Ounis, ni Mirinri hablaban: ambos parecían inmersos en profundos pensamientos. Solo el primero alzaba sus ojos de cuando en cuando hacia el cometa, mirándolo fijamente. El segundo parecía, a su vez, que seguía con la mirada algo que huyera ante él, tal vez la muchacha que le había hecho palpitar el corazón con tanta violencia desde que había nacido.

Habían recorrido ya bastantes millas, avanzando siempre por el desierto, cuando Ounis apoyó familiarmente una mano sobre el hombro del joven, preguntándole inesperadamente:

—¿En qué piensas, Mirinri?

El hijo de los Faraones se sobresaltó bruscamente, como si de repente hubiese sido arrancado de un dulce sueño; luego respondió, vacilante:

—No sé, en muchas cosas.

—¿En el poder sin fin que ti vas a tener en Menfis?

—Tal vez.

—¿O en la venganza?

—También quizá en eso.

—No. Me estás engañando. Te observo desde que partimos de nuestro refugio. No es el poder, ni la ambición, ni el odio lo que turba la mente y el corazón del hijo del gran Teti, el fundador de la dinastía —dijo Ounis, con una cierta amargura.

—¿Y qué es lo que sabes?

—Tus ojos no han mirado ni una vez siquiera el cometa que marca tu destino y tu camino.

—Es cierto —respondió Mirinri con un largo suspiro.

—Tú sigues pensando en la muchacha que salvaste de la muerte a orillas del Nilo.

—¿Para qué negar? Sí, Ounis, pensaba en ella.

—¿Te ha dado a beber algún filtro misterioso?

—No.

—¿Cómo puedes quererla hasta el extremo de olvidar el supremo bienestar que todos los mortales te envidiarían?

Mirinri permaneció algunos instantes silenciosos, mas tarde volviéndose con un gesto improvisado hacia el sacerdote, que se había detenido y esperando alguna explicación lo miraba con tristeza le dijo:

—Yo no sé si los demás son iguales a mí, porque durante todos estos años no he visto otra cosa que las aguas del Nilo, las palmeras que lo rodean, las inmensas dunas de arena y las fieras que allí habitan. No he oído hasta ahora otra voz que la tuya, la del viento al mover las ramas de las palmeras o sus hojas emplumadas y el murmullo de las aguas, partiendo de los misteriosos lagos del interior. ¿Cómo podía, yo, un joven, permanecer insensible ante un ser distinto a ti y a mí y que hablaba una lengua más armoniosa, más dulce que el susurro de la brisa nocturna? Tú me dices que la amo. No puedo comprender en realidad esta palabra, yo que he vivido siempre alejado de las tierras habitadas y nunca supe lo que podía significar. Es posible que pueda llamarse así la red con la que me ha prendido el corazón aquella muchacha. Se que cuando pienso en ella, brillan ante mí, sea de día o de noche, aquellos grandes ojos negros llenos de una infinita tristeza y que siento dentro de mí una sensación extraña que no sabría explicarte y que no había sentido nunca antes de ahora, ni escuchando el murmullo de las aguas, ni el silbido del viento, ni el rugido de las fieras hambrientas al vagar por el desierto.

—Una sensación peligrosa. Mirinri, que podría serte fatal y detenerte en tu glorioso camino. Quita la fuerza al guerrero, adormece a los fuertes, debilita al valor y a veces convierte en vil al hombre. ¡Cuidado! No conviene ese sentimiento a tu gran empresa.

—¡Lo convierte a uno en vil! —exclamó el joven, impresionado por aquella palabra.

—Sí, en vil.

—Bien, procura que no me ocurra a mí.

Se había vuelto contemplando las dunas de arena que se extendían en torno a ellos, interrumpidas acá y allá por algún matorral medio seco. Una sombra gigantesca que Ounis no había visto antes, pero que no había escapado a la mirada del joven, se había detenido en la cima de uno de aquellos pequeños montículos de arena mirando a los dos egipcios.

—¿Lo ves? —preguntó Mirinri, sin que su voz denotase alteración alguna.

—¡Un león! —exclamó el sacerdote sobresaltado.

—Hace un rato que nos observa.

—¿Y no me has avisado?

—Si es cierto que llevo en mis venas sangre de guerreros, ¿por qué debo preocuparme de tu presencia? Mi padre no habría huido, ya que venció, según me has contado, las poderosas tropas de los caldeos.

—¿Qué es lo que intentas decir o hacer? —preguntó Ounis mirándolo con ansiedad.

—Convencerme de si soy verdaderamente un Faraón, en primer lugar, y demostrarte luego que si aquella muchacha me cogió en sus redes, yo no soy de esos que se convierten en viles.

La corta espada del joven brilló en su mano derecha.

—¡León, a mí! —gritó—. Veremos si el rey del desierto es más fuerte que el futuro rey de Egipto.

Como si lo formidable fiera hubiese comprendido el reto lanzado por el valeroso joven, abrió las fauces e hizo temblar las dunas con un rugido poderoso, semejante al ruido del trueno.

Ounis había asido con ambas manos el brazo armado del joven, diciendo:

—No, tú no puedes exponerte ante aquella bestia. Yo soy viejo y no tengo ninguna misión que cumplir en el mundo. Deja por consiguiente que yo le haga frente y se verá el modo de atacarle. No necesito que me des una prueba de tu valor. Me basta ver en tus ojos el brillo fiero que animaba la mirada del gran Teti.

El joven con un brusco movimiento, se desasió y caminó valerosamente hacia la fiera, que rugía sordamente, golpeándose los flancos con la cola.

—¡Cuando un Faraón lanza un reto no retrocede! —Gritó Mirinri—. ¡Vence o muere! El león la ha aceptado; ¡nos incube a nosotros dos!

El sacerdote ya no había tratado de detenerlo. Por otra parte la fiera, que debía estar hambrienta, no habría tardado en atacarlos igualmente.

—Es valeroso como su padre —murmuró el sacerdote que lo seguía, teniendo en la mano su espada y viéndole cómo se encaminaba directo hacia la fiera, con una mezcla de inquietud y orgullo—. Lo había juzgado mal: tiene en las venas mi…

Se mordió los labios para que no se le escapara la continuación de aquella frase y aceleró el paso para poder facilitar ayuda al joven Faraón.

El león que hasta entonces había permanecido tendido, viendo avanzar la presa que creía poder abatir con un solo golpe de sus poderosas garras, se había levantado sacudiendo su espesa crin. Era un soberbio animal, de complexión gruesa y robusta, con pelambrera leonada y la cría negruzca como la de los leones de las montañas del Atlas, que representan en la actualidad la raza más hermosa de aquellos terribles carnívoros.

Mirinri, asustado unos momentos por el majestuoso aspecto de su adversario y no por sus rugidos que cada vez eran más potentes, iba avanzando sin mirar siquiera atrás, para ver si era seguido o no por Ounis. Sus ojos, que se habían tornado valerosos, miraban intrépidamente a su adversario, observando sus más leves movimientos.

Si Ounis se sentía orgulloso de verlo tan tranquilo y osado, el hermoso joven estaba igualmente orgulloso de no participar de aquel sentimiento de temor que es común a todos los hombres, incluso a los más intrépidos, ante el rey del desierto y de la selva africana. ¿Tenía pues en sus venas sangre de antiguos guerreros? ¿Era por lo tanto un verdadero Faraón? Sí, ahora estaba convencido, a pesar de no haber oído resonar todavía la estatua colosal de Memnón, ni haber visto cómo la flor de Osiris abría sus corolas y revivía después de tantos millares y millares de años.

A unos diez pasos de la fiera tendió el arma y se detuvo, gritando:

—Te espero a pie firme: ¡atácame! Veremos si el gran Osiris me protegerá a mí que desciendo de dioses o a ti, ladrón del desierto.

El león lazó un último rugido, después saltó, poniéndose a correr a través de las dunas con zancadas gigantescas. Daba vueltas en torno a los dos hombres, describiendo un largo circulo que poco a poco iba cerrando, buscando el momento oportuno para sorprenderlos por la espalda. Mirinri, siempre tranquilo, siempre impasible, pero con el rostro animado por un ardor intenso, daba vueltas en torno a sí mismo, mostrando siempre a la fiera la hoja de su espada de bronce, que los rayos de la luna hacían brillar vivamente.

Ounis por su parte se había arrodillado en breve distancia del joven, manteniendo su espada en alto. No perdía de vista a su compañero, ocupándose más de él que del mismo león.

Una profunda emoción alteraba sus rasgos. Había en la expresión de sus ojos, que en aquel momento brillaban no menos intensamente que los de Mirinri, el mismo sentimiento que antes: orgullo, satisfacción y terror. Se comprendía que, si bien le asustase la idea de que el joven pudiese ser vencido por aquel formidable adversario y quedar reducido a un destrozado cadáver, por otra parte se hallaba orgulloso de verlo tan valeroso y dispuesto a desafiar el peligro, ¡cualquier clase de peligro!

El león seguí su acoso en círculo. Daba saltos como si las arenas se hallasen cubiertas por millares de muelles invisibles y parecía que sus fuerzas, en vez de disminuir iban en aumento, porque sus saltos eran cada vez más impetuosos. Mirinri, quieto como una estatua de bronce, con el brazo armado siempre dispuesto, aguardaba el ataque. Una sonrisa de desafío aparecía en sus sutiles labios. De un salto, la fiera, que no había cesado de cerrar cada vez más el cerco, se precipitó sobre los dos hombres, lanzando al mismo tiempo un rugido temible, semejante a una tumba de guerra que sonara a lo lejos. Sin embargo no fue el joven el elegido como primera víctima.

Con un salto inmenso se arrojó sobre el sacerdote, intentando romperle la espina dorsal o abrirle un costado con un golpe de sus garras. Sin embargo había calculado mal las distancias, aunque le cayera muy cerca, dándole un golpe con la espalda y arrojándolo al suelo. Iba ya a resolverse, a fin de poner en acción sus garras, cuando Mirinri se le puso al lado con la rapidez de un rayo. Con la mano izquierda le asió la espesa cabellera, manteniéndolo quieto un instante, mientras que con la otra le hundió hasta la empuñadura la delgada hoja de bronce, abriéndole por completo el pecho.

—¡Te ha vencido el joven Faraón! —gritó—. ¡Soy más fuerte que tú! ¡Egipto será mío!

Sin embargo no era todavía una victoria completa. La fiera, aunque horriblemente herida y sangrando abundantemente, de un salto inesperado había huido, encogiéndose a unos diez pasos, rugiéndole a la cara, dispuesta a comenzar el asalto.

—¡Cuidado, Mirinri! —gritó Ounis, con voz angustiada.

El joven parecía no haberlo oído siquiera.

Con la mirada siempre desafiante, fija en la de la fiera, avanzaba con la espada a punto.

—Necesito matarte —dijo.

Y se lanzó sobre el león, que no se atrevía a afrontar de nuevo a aquel joven adversario, que primero lo había despreciado y que parecía hipnotizarlo con la fuerza de su mirada.

La lucha fue breve y terrible. Ounis vio levantarse por algunos momentos en torno a los dos combatientes como una nube de polvo, que los ocultaba, más tarde oyó un rugido sordo y un grito que le pareció de triunfo.

—¡Muere!

Cuando la fina arena se posó en el suelo, vio a Mirinri en pie, con la frente alta, la espada goteando sangre por su puño y un pie sobre el cuerpo de la fiera, que se movía en los últimos espasmos de la muerte.

—Sí, mi… —gritó Ounis— digno alumno. Sí, eres hijo de Teti, el fundador de una dinastía que dará gloria y poder a la tierra de los Faraones. Sólo un hombre engendrado por él habría podido realizar semejante hazaña. Ahora ya te protege Osiris y puedes atreverte a todo.

Mirinri se volvió y después de haberlo mirado durante algunos instantes en silencio, repuso:

—Ahora ya no tengo duda que el alma de los Faraones se halla en mí. De la misma manera que he dado muerte al rey del desierto, mataré al usurpador, que me arrebató a mí y a mi padre el trono. Ves, Ounis, también se puede ser audaz cuando el corazón palpita por una muchacha. ¡La última prueba, la definitiva!

—Eres grande —respondió el sacerdote—. Vayámonos rápidamente. Los astros comienzan a desaparecer y también la cola del cometa va esfumándose. ¡Ven, hijo del Sol!

El joven limpió la espada en la crin del león, la puso lentamente en el cinturón que le ceñía y siguió al sacerdote con la tranquila indiferencia de un hombre que hubiese cumplido una misión sin ninguna importancia.

—Sangre fría, valor y audacia —dijo Ounis, cuya admiración no parecía haber cesado aún—. Tú eres el hombre del destino.

Mirinri sonrió sin responder. Echó una última mirada a la fiera, que no mostraba ya movimiento alguno y parecía dormida, alzó por un instante sus ojos hacia el cometa, que comenzaba a extinguirse y siguió al sacerdote, volviendo a sus pensamientos. Ya no se oía ningún ruido entre las dunas arenosas. La poderosa voz del león antes de morir había alejado a las hienas y a los chacales, y un profundo silencio reinaba sobre la estéril landa.

Caminaron de esa manera, sin hablar, durante cierto tiempo todavía; más tarde fue Ounis quien rompió el silencio de aquella inmensa calma.

—¿La ves? La pirámide hecha construir por tu padre se eleva hacia allí.

Mirinri se irguió, levantó la cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada sobre el pecho y dirigió la mirada hacia adelante.

Dos enormes masas se perfilaban entre las dunas, destacando poderosamente sobre el horizonte, que comenzaba a iluminarse con los primeros resplandores del alba.

—¡Las dos estatuas de Memnón! —exclamó sobresaltado.

—Ha llegado la hora.

Mirinri dirigió su mirada hacia el septentrión y descubrió una masa todavía mayor, completamente negra, que se agitaba en la oscuridad y se alzaba en forma de pirámide.

—La tumba de mi dinastía —dijo.

—Donde encontraremos la flor sagrada de Osiris. Apresúrate, o llegaremos demasiado tarde. La piedra retumba cuando nace o se pone el sol.