LAS TUMBAS DE LOS QOBHOU
—Tu padre, el gran Teti, era el fundador de la VI dinastía. A él le deben Menfis su esplendor y Egipto su poderío y su grandeza y las grandes pirámides, que desafiarán el tiempo y que subsistirán incluso cuando tal vez nuestra raza ya haya desaparecido. Tuvo dos hijos: a ti y a una muchacha a la que los sacerdotes impusieron el nombre De Sauri.
—¡Mi hermana! —exclamó Mirinri.
—Sí.
—¿Vive todavía?
—Lo sabrás más tarde. Sucedió que cierto día corrió la voz de que un ejército caldeo había atravesado el istmo, que separa el Mediterráneo del Mar Rojo, África de Asia y que avanzaba amenazador para destruir el poderío de nuestra raza. Varios ejércitos egipcios fueron enviados contra el invasor, pero uno a uno fueron derrotados. Todas las ciudades de la cosa fueron conquistadas y entregadas a las llamas y sus habitantes fueron pasados a cuchillo, sin tener en cuenta ni su sexo, ni su edad. Parecía que había sonado la última hora de los Faraones y que incluso la gran Menfis iba a entregarse ante los ataques de los caldeos. Pero afortunadamente estaba tu padre. Descendiente de casta guerrera, fuerte y valeroso, reunió un poderoso ejército y despreciado los consejos de viles cortesanos y ministros, que se oponían a que un rey se expusiese a tan grande peligro, asumió el mando y marchó resueltamente contra el enemigo que ya avanzaba victorioso hacia Menfis. Pero en On, allí donde comienza el Nilo a dispersarse, las descorazonadas tropas de los egipcios y los caldeos se enfrentaron con terrible ímpetu. Tu padre combatió como el último de los soldados, en primera fila, para dar ejemplo. Desafió impávido las flechas incendiarias y las pesadas espadas de ronce de los asiáticos y rompió las líneas adversarias. Sin embargo no se había decidido todavía la batalla. Desde el alba hasta la puesta del sol la lucha prosiguió con enormes pérdidas para ambos bandos. El Nilo se tornó rojo por la sangre que hacia él manaba; todo el suelo se empapó también de sangre y enormes montones de cadáveres se alzaron por doquier. Pero cuando desapareció el sol los caldeos, desconcertados, diezmados y descorazonados se dieron a la fuga atravesando de nuevo el istmo regresando a su país. Egipto se había salvado gracias al valor de tu padre; Menfis no corría ya peligro alguno y sin embargo aquella victoria iba a tornar desgraciado para siempre al vencedor.
—¿Cayó combatiendo?
—Herido por una flecha caldea, que lo había alcanzado en medio del pecho, cuando atravesaba las líneas enemigas, había caído en medio del campo, entre un montón de cadáveres. En la horrible confusión nadie se acordó de que el rey había desaparecido a excepción de uno que lo había visto; pero aquel miserable tenía demasiado que ganar y por eso no advirtió a los generales y a los soldados de la desgracia ocurrida a tu padre.
—¿Quién? —preguntó Mirinri poniéndose en pie, con los ojos encendidos en cólera.
—Su hermano: el ambicioso Mirinri Pepi, quien reina ahora en Egipto en tu lugar y…
—¿El hermano de mi padre me ha usurpado el trono?
—Sí, Mirinri, pero déjame proseguir. No he terminado todavía la historia. Tu padre no había sido herido mortalmente. El atroz dolor producido por la punta de la flecha, que él se había arrancado, desgarrando así la herida, lo hizo caer sin conocimiento y había quedado sepultado entre los otros cuerpos, caídos sobre él. ¿Qué ocurrió después? No supo decírmelo nunca. Cuando tornó en sí se encontró dentro de una tienda de pastores negros, bastante lejos del campo de batalla. Probablemente aquellos hombres acudieron durante la noche para saquear los cadáveres y habiendo observado las ricas vestiduras que llevaba tu padre y del símbolo del poder sobre la vida y la muerte que lucía entre sus cabellos, dedujeron que era un gran personaje, un Faraón tal vez, por eso se lo llevaron consigo con la idea de exigir más tarde un crecido rescate. Tú sabes que nuestros pastores, los que viven en los linderos del desierto, se convierten en ladrones en cuanto se les presenta la ocasión. Tu padre no obstante, no tuvo queja de ellos. Fue tratado con mucha consideración y curado cuidadosamente. La herida se cerró después de veinte días y comenzó la convalecencia. Fue indescriptible el estupor de los pastores, al conocer por sus propias palabras que él era Teti. Por orden de tu padre, un pastor partió rápidamente hacia Menfis, para advertir al pueblo y a los ministros que el rey de Egipto estaba vivo todavía y que se aprestasen a recibirlo con los honores debidos a un Faraón. El hombre partió, pero ya no regresó nunca. Tu padre, temiendo que hubiese sido asaltado a lo largo de su camino por una banda de ladrones, envió un segundo hombre y más tarde un tercero, pero ninguno de ellos dio ya muestras de vida. Inquieto y muy preocupado decidió presentarse él mismo en Menfis. Formó una pequeña escolta de pastores y una mañana se puso en camino. Cuando entró, comprendió con angustia que su hermano había asumido el poder y que el pueblo y los ministros, creyendo que Teti había realmente muerto, lo aclamaron rey sin tenerte a ti en cuenta, que tenías apenas dos años. Casi todos los amigos de tu padre y los parientes más cercanos habían sido hechos asesinar secretamente por el usurpador y tal vez tú habrías corrido igual suerte si el temor a desencadenar entre el pueblo una rebelión, no lo hubiese detenido.
—Y mi padre, ¿qué hizo entonces? —inquirió Mirinri encorajinado.
—¿Qué cosa querías que hiciese, solo, sin poder alguno? Intentó persuadir a los ministros, pero aquellos malvados tuvieron la osadía de decirle que era un loco, un farsante y que con el desaparecido rey solo tenía una vaga semejanza. Para persuadirlo mejor o más bien para asegurarse frente al pueblo que él era un falsario lo condujeron a la pirámide que él mismo había hecho edificar y le mostraron la tumba en la que reposaba el cuerpo de Teti I.
—¿A quién habían puesto dentro?
—A uno cualquiera que debía tener cierta semejanza o a quién habían hecho irreconocible después de vestirlo de soberano y haberle puesto entre los cabellos el símbolo de la vida y la muerte.
—¿Pero cómo me encuentro aquí yo, cuando debería estar en el palacio de Menfis? —preguntó Mirinri.
—Tu padre, temiendo que Mirinri Pepi te hiciese asesinar un día u otro, te hizo raptar por unos partidarios suyos a los que el usurpador no había podido encontrar y te confió a mí para que te criase. Huí de Menfis, durante una noche obscura, remontando el Nilo hacia estos lugares, aguardando pacientemente a que tú cumplieras la edad, que según nuestras leyes, te permita reinar.
Sucedió un largo silencio. Mirinri había vuelto a sentarse y parecía hallarse sumido en profundos pensamientos. El sacerdote, siempre de pie, lo miraba fijamente, como si intentase adivinar lo que sucedía en la mente del joven. Después de unos instantes, se alzó aquel bruscamente con el rostro transfigurado y los ojos animados por una cólera terrible.
—¡Mi padre está muerto! ¿Verdad Ounis?
—Sí, en el exilio, en los límites del desierto libio, donde se había refugiado para no caer bajo las asechanzas de los sicarios de Pepi. Su condena a muerte había sido ya promulgada por el usurpador.
—Y, ¿qué debo hacer yo ahora?
—Vengarlo y reconquistar el trono que te corresponde por derecho.
—¿Solo, sin medios, sin un ejército?
—Solo no —respondió el sacerdote—. Hay amigos de tu padre que están todavía en Menfis y aguardan el momento de saludarte como rey. ¿Y los medios me has dicho? Acompáñame.
—¿Dónde?
—A las tumbas de Qobhou, el último Faraón de la primera dinastía; tu padre los descubrió en los primeros años de su reinado, sin confiar a nadie su secreto. Allí encontrarás riquezas suficientes para conquistar todo Egipto e incluso otras tierras, si quieres.
—¿Dónde están esas tumbas?
—Más cerca de lo que crees. Sígueme, Mirinri.
El anciano cogió una pequeña lámpara de terracota, en forma de ánfora, reavivó la mecha a fin de que la llama se animase y se encaminó al fondo de la caverna, donde se alzaba una esfinge de mármol rosado de dimensiones gigantescas.
—Aquí se halla la entrada secreta.
Metió una mano por el dorso de la estatua y de pronto la cabeza cayó, dejando ver una cavidad lo bastante ancha para que un hombre, aunque fuese corpulento, pudiese entrar sin demasiada dificultad. De aquella abertura salió una corriente de aire bastante caliente impregnada de olor poco agradable.
—¿Tenemos que entrar ahí? —preguntó Mirinri.
—Sí.
—¿Por qué no me has dicho nunca que existía un pasadizo en esta caverna?
—Juré solemnemente a tu padre que no te lo revelaría hasta que cumplieras dieciocho años. Ven: no tienes que temer nada y verás algo que te va a maravillar.
Se introdujo en el pasadizo, avanzando a gatas y manteniendo la lámpara ante él y poco después se encontró ante un corredor amplio, flanqueado a ambos lados por un incontable número de estatuillas de bronce y de piedra, representando gatos en diversas poses. Había muchísimos que estaban embalsamados, alineados sobre una cornisa que sobresalía en el arco del pasadizo. Como es sabido los antiguos egipcios tenían en gran consideración a esos parientes próximos de los tigres, a los que incluso adoraban entre otras muchas divinidades. Pakhit la diosa de los gatos, tenía el cuerpo de mujer y la cabeza de felino. Solían poner bastantes en el interior de los sepulcros e incluso entre cementerios, exclusivamente destinados a acoger los gatos y que se hallaban bajo la protección de la mencionada diosa o del dios Nofirtonmon. Se descubrió incluso uno, al sur de los hipogeos de Beni-Hassan que contenía nada menos que 180.000 momias de gatos allí depositados por los reyes de la XVIII dinastía.
Ounis siguió avanzando, protegiendo la lámpara con una mano ante la fuerte corriente de aire saturada de aquel desagradable olor que preside las cuevas abandonadas y desembocó finalmente en una sala tan inmensa que no era posible ver el fondo y cuya techumbre se apoyaba en un gran número de macizas columnas, embellecidas por esculturas que representaban a divinidades e ibis, el ave venerada por los antiguos egipcios y que pueda verse en todos los monumentos erigidos en aquella lejana época. A lo largo de las paredes, que se hallaban suavemente inclinadas, surgían estatuas colosales, semejantes a aquellas de la fachada del templo de Abu Simbel, pesadas y macizas, con aquella grandiosidad de elementos con la que parecen haberse concebido todos los monumentos del antiguo Egipto.
Eran estatuas de hombres y mujeres, los primeros con gorros monumentales, coronados por una especie de cucurucho, con extrañas barbas cuadradas, más anchas al final que hacia los labios y con los pliegues del gorro colgando a lo largo de las orejas y cayendo hacia los hombros, y aquellas cubiertas por la futta, especie de sotana que anudaban a la cintura y que envolvía a modo de embudo sus piernas.
Contemplados a la vacilante luz de la pequeña lámpara, aquellos colosos que se hallaban sentados unos junto a los otros con los brazos abandonados sobre el vientre, producían un extraño efecto que impresionaba profundamente a Mirinri, no habituado a ver otra cosa que las verdes aguas, a veces fangosas del Nilo, las arenas del desierto o las altísimas palmeras vivificadas por la humedad del gigantesco río.
Ounis, que parecía no interesarse por las estatuas, ni por las columnas, ni por las esculturas, continuó avanzando hacia el fondo de aquella inmensa e interminable sala, excavada en la roca viva por quien sabe cuántos millares de obreros, y se detuvo ante dos estatuas de tamaño casi natural, que a la luz de la lámpara proyectaban brillantes fulgores. Una representaba a un hombre, vistiendo el rico ropaje de los Faraones y el símbolo de la vida y la muerte colocado en su frente; la otra una mujer bellísima, con grandes ojos negros y el rostro pintado de amarillo, pero con un poco de carmín en las mejillas, que le prestaba un aspecto muy singular.
Entre ambas podían verse pinturas de tema religioso, repetición ortodoxa del gran mito de Etiopía, donde se ve el alma del difunto haciendo su visita y sus ofrendas a todas las divinidades, de las que debía implorar la protección. En vez de estar encerrados dentro del sarcófago, aquel antiquísimo monarca y su esposa, habían sido embalsamados y puestos en pie, sostenidos por una pértiga de bronce que atravesaba las estrechas vendas que les cubrían también los pies. Para que uno y otra se conservaran mejor estaban protegidos por una ligera lámina de vidrio, fundido probablemente en aquel mismo lugar. Un cristal traslúcido, de extraordinaria pureza, que destellaba vivamente bajo la luz proyectada por la pequeña lámpara.
—¿Quiénes son éstos? —preguntó Mirinri, que los miraba con vivo interés.
—Qobhou el último rey de la primera dinastía y su esposa —respondió Ounis—. Mira: sobre estas dos tablillas de piedra negra están escritos sus nombres.
—¿Y para hacerme ver estas dos momias me has hecho venir aquí?
—Aguarda, impaciente joven. Nuestra excursión no ha terminado todavía. ¿Para qué podrían servir estos muertos? No precisamente para facilitarte los medios de conquistar el trono. Sígueme.
Penetró en aquella inmensa sala, que parecía no tener fin, pasando entre dos filas de sarcófagos de piedra, cuyos relieves externos reproducían exactamente los rasgos de las personas que estaban dentro. Algunos eran dorados, otros plateados y representaban a reyes y reinas. Los primeros tenían en torno a su cabeza un disco rojo y lucían en el mentón una barba trenzada; ellas un tocado de cintas, con dibujos encima de las plumas de buitre y la cabeza coronada con gruesas trenzas de cabello adornadas de amatistas, esmeraldas y otras piedras preciosas. Tras algunos minutos, Ounis se detuvo ante una esfinge monstruosa de unos veinte metros de ancho por cuatro de altura, que tenía en sus flancos inscripciones semejantes a signos geométricos.
—Aquí dentro está encerrado el tesoro de Qobhou —dijo el sacerdote—. ¿Quieres verlo?
—Muéstramelo —respondió Mirinri.
Ounis miró en derredor y vio una pesada maza de bronce apoyada en una columna, la levantó y golpeó con ella el hocico de la esfinge. La cabeza giró sobre sí misma, más tarde cayó hacia delante, quedando suspendida mediante dos gruesas bisagras. Una abertura circular, que correspondía al cuello de la inmensa estatua apareció ante los dos egipcios.
—¡Cuánto oro! —exclamó.
—Se calcula que hay ahí dentro doce millones de talentos, —dijo Ounis— pero eso no es todo. Las garras están llenas de esmeraldas y de otras piedras preciosas, de las que si tú tienes necesidad podrías conseguir bastantes millones más. ¿Crees que con estas riquezas puedes reunir un poderoso ejército?
—Sí —dijo Mirinri—. Ëro, ¿cómo mi padre pudo saber que en este sepulcro se encontraba escondido un tesoro tan fabuloso?
—Por un antiquísimo papiro descubierto por él en la biblioteca de los primeros Faraones.
—¿Y no confió a nadie su secreto?
—A mí solo.
—¿Y tú has guardado para mí estas riquezas?
—Sí, porque te pertenecen solo a ti. Apenas partamos nosotros habrá quien se encargará de transportar parte de este tesoro a Menfis.
—¿Y quién, si nadie conoce su existencia?
—Amigos sinceros, que permanecieron fieles a tu padre y a su sucesor. Mañana sabrán que la profecía se ha cumplido y que tú estás dispuesto a conquistar el trono y a castigar al infame usurpador.
—Así, pues, alguno viene por aquí.
—Sí, y ya procuraba bien de que no lo vieras. Además, solo venía de noche, cuando tú dormías, y partía al despuntar el día. Ahora jura por Toh, el dios ibis, tu empeño en liberar la patria de manos del usurpador.
—Aún no me has dado la prueba de que yo sea realmente un Faraón —dijo Mirinri.
—Es cierto: regresemos a la caverna y vayámonos enseguida. Es muy tarde y la estatua de Memnón solo suena al despuntar el sol.
Rehicieron en silencio el camino recorrido, retrocedieron por la galería de los gatos y salieron fuera, arrastrándose a través de la esfinge que guardaba el extremo de la caverna. Ounis cogió un ánfora de terracota y llenó dos vasos de tosco cristal con una especie de cerveza muy dulce, que según la tradición Osiris había dado a los mortales juntamente con el vino de palma, e invitó al joven a beber diciéndole:
—Que el impuro demonio de la muerte castigue a quien manche el juramento.
Luego cogió de un rincón dos cortas espadas de bronce, muy anchas y pesadas y dio una de ellas a Mirinri.
—Partamos —dijo—. La noche ya está a mitad de su camino.