Prólogo

No fui al funeral de Alice.

En aquel momento yo estaba embarazada, loca y violentamente lastimada. Pero Alice no era el motivo de mi dolor. No, en aquella época yo odiaba a Alice y me alegré de que estuviera muerta. Alice fue quien me arruinó la vida, arrebatándome lo mejor que había tenido nunca y rompiéndolo en mil pedazos. No lloraba por Alice sino por su culpa.

Pero ahora, cuatro años después y en un momento feliz de mi existencia, por fin asentada en una vida cómoda y rutinaria con mi hija Sarah (mi pequeña Sarah, tan dulce y tan seria), en ocasiones, después de todo, me gustaría haber ido al funeral de Alice.

Lo que ocurre es que a veces veo a Alice: en el supermercado, en la puerta de la guardería de Sarah, en el bar donde Sarah y yo vamos a comer algún menú barato de vez en cuando. Con el rabillo del ojo veo destellos del cabello rubio platino de Alice, de su cuerpo de modelo, de su ropa llamativa, y entonces me paro a mirarla y mi corazón late desbocado. Tardo un instante en recordar que está muerta, que es imposible que sea ella, pero hago un esfuerzo por acercarme y asegurarme de que su fantasma no ha vuelto para darme caza. De cerca, esas mujeres a veces se le parecen, aunque nunca, nunca, son tan guapas como Alice. Muy a menudo, por el contrario, tras una inspección de cerca, no se parecen a ella en nada.

Me doy la vuelta y sigo adelante con lo que estaba haciendo antes, pero una ola de calor me ha invadido la cara y los labios, y en los dedos me hormiguea de forma desagradable la adrenalina. La situación, invariablemente, me estropea el día.

Tendría que haber ido al funeral. No habría tenido que llorar o fingir desesperación. Podría haberme reído con amargura y escupido en su tumba. ¿A quién le hubiera importado? Si hubiera visto descender el ataúd en la fosa, si hubiera visto la tierra cubriendo el féretro, tendría la certeza de que está realmente muerta y enterrada.

En lo más hondo de mi interior me gustaría saber que Alice se ha ido para siempre.