8

—No, no, no, no, no. Nada de ir a Coffs Harbour. Ni hablar. —Alice niega con la cabeza—. Es un sitio horrible, está lleno de gente gorda. Y no hay buenos restaurantes.

—¿Lleno de gente gorda? —Robbie niega con la cabeza—. A veces te pones insoportable, Alice.

—Es la verdad. Aquello es un sitio de mala muerte. Y si quieres unas vacaciones en la playa, Coffs no es el mejor sitio que hay, de todos modos. Allí no hay ningún lugar donde poder meterte tranquila en el agua, ya lo sabes. Está la vía del tren entre las casas y la playa. Es un rollo. Créeme. Coffs Harbour está repleto de idiotas, lleno de esa clase de gente que come margarina en vez de mantequilla y lleva parches en las rodillas de los vaqueros. A mis padres les encantaba ir allí. Y eso significa que es el peor lugar del mundo.

Alice no me ha contado demasiadas cosas sobre sus padres, y me preguntó qué relación tendrá con ellos. Unas veces habla de su madre con un amor y una consideración entrañables, y otras con desprecio, casi con crueldad. Cuando se burla de ellos —de su pobreza, de su mal gusto, de su estupidez—, me sorprende que pueda ser tan insensible con su propia familia.

Los tres estamos intentando organizar un viaje para pasar un fin de semana juntos. Estoy emocionada y me imagino una escapada de ensueño: nadaremos, comeremos y charlaremos. Pero no nos ponemos de acuerdo sobre adónde ir, y tenemos poco dinero, y eso es un problema porque Alice se está poniendo nerviosa. Me siento un poco culpable porque mis padres tienen una casa en las Blue Mountains, a la que van algún que otro fin de semana. Es una casa preciosa, moderna, hecha toda con maderas claras y acero inoxidable, amplia y abierta, y con unas espectaculares vistas a las montañas. La diseñó mi padre y lo hizo con todo lo que le gusta en una casa: comodidad y estilo, claridad, líneas rectas y, lo más importante, una gran cantidad de luz y espacio. También tiene piscina y una pista de tenis, así que siempre hay algo que hacer, y está en un terreno de dos hectáreas, rodeado por unos setos altos y densos que le dan privacidad.

Mis padres estarían muy contentos de dejármela, muchas veces me dicen que vaya allí de fin de semana con los amigos, y sé que estarían encantados de que disfrutara de la casa. Pero no creo que pueda soportarlo. Sólo he estado allí una vez desde que murió Rachel, unos meses después de su muerte, cuando mamá y papa y yo aún estábamos en estado de shock y nos comportábamos como si hubiéramos extraviado el rumbo, como almas perdidas. Y fue increíblemente doloroso estar allí sin Rachel. Su ausencia era una especie de vacío maligno que se había tragado toda la alegría y la belleza del lugar, así que no había ido desde entonces.

Solíamos ir allí desde Melbourne durante las vacaciones escolares, y nos quedábamos una semana, a veces dos. Era un sitio tranquilo y perfecto para que Rachel ensayara. El piano de cola ocupaba el centro del espacio, y cuando estaba viva, mamá, papá y yo nos sentábamos en el porche, tomábamos té y escuchábamos tocar a Rachel. Aparte de la música, las vacaciones eran muy tranquilas: no había televisión, ni radio, ni ninguna diversión por los alrededores, así que pasábamos los días paseando y nadando, y por las noches jugábamos al Scrabble o al ajedrez.

Ahora es duro reconocer que solía aburrirme en aquellos viajes. Es doloroso recordar que a veces me molestaba estar allí: echaba de menos a mis amigas, mi vida social, al chico queme volvía loca en aquella época, y siempre me sentía impaciente por volver a casa. Ahora desearía haberme implicado más, haber estado más presente. Desearía haber sabido lo frágil que era la vida. Si hubiera sabido la facilidad con la que todo puede ser destruido, no habría dado nada por sentado.

Si miro hacia atrás, me doy cuenta de que éramos unos privilegiados. Si miro hacia atrás, me avergüenzo de no haber tenido ni idea.

Así que, a pesar de lo bien que nos habría ido la casa de la montaña, no digo nada. En cambio, sugiero que podríamos ir hacia el sur.

—Pero hacia el sur el agua está más fría. Quiero ir al norte, el agua estará más caliente —objeta Alice.

—No te darás cuenta de la puñetera diferencia. Y hacia el sur será más tranquilo. Y más barato. —Robbie me mira y sonríe, abre los ojos y señala a Alice con la cabeza, disimuladamente—. Una idea excelente, Katherine.

—Eh —Alice me mira primero a mí y luego a Robbie—, que he visto vuestra miradita. ¿Ahora tenéis secretitos? ¿Sobre mí, quizá? —Sonríe, pero hay un cierto tono amargo en su voz, y tiene un destello frío en la mirada—. Recordad que todo esto es gracias a mí. Vosotros dos no ibais a hacer nada. Ni siquiera os habríais conocido si no es por mí.

—Cállate ya, Alice. —Robbie mira al cielo con fastidio y levanta su taza vacía—. Necesito más café. Sé una buena anfitriona y tráenos un poco.

Alice acerca la cara a pocos centímetros de la de Robbie y por un instante no sé qué va a hacer. Parece enfadada, y me pregunto si se pondrá a gritar, o si le dirá que se largue, y quizás hasta puede que le muerda. En cambio, aprieta la boca contra la suya, se la abre a la fuerza y le mete la lengua entre los labios. Y de repente se aparta con brusquedad, coge las tazas de la mesa y se levanta.

—¿Más café? ¿Más té, Katherine?

Ahora nos mira desde arriba y sonríe alegre.

—Por mí, bien. Gracias.

Robbie la mira mientras sale de la habitación.

—¿Hablaba en serio? —pregunto.

Se vuelve hacia mí sobresaltado, como si hubiera olvidado que yo estaba allí.

—¿Que si hablaba en serio? —Y después asiente—. Oh, sí. ¿Te refieres a que si todo gira alrededor de ella? Pues sí, hablaba muy en serio. Es una narcisista hasta la médula. A ella sólo le importa ella misma.

En ese momento pienso que Robbie exagera. Después de todo, está enamorado de ella, así que no puede decir eso muy en serio. Alice es un poco egoísta, un poco dominante, ya me había dado cuenta. Pero ¿y qué? También es increíblemente generosa y amable. Y también tiene una evidente habilidad para escuchar a los demás y hacer que se sientan especiales.

—Pero, de todos modos, tú la amas.

—Alice es como una droga. Nunca tengo suficiente. —De repente parece triste—. Sé que es mala para mí, sé que nunca seré feliz con ella, pero no puedo prescindir de Alice. No importa lo que me haga: volveré por más. —Se encoge de hombros y mira hacia otro lado—. Tengo una adicción. Una adicción a Alice.

—Pero ¿qué…?

Estoy a punto de preguntarle qué es lo que le ha hecho ella, por qué es mala para él, cuando Alice vuelve a la habitación con las tazas humeantes.

—Gracias.

Robbie coge la suya y Alice se inclina para besarlo con dulzura mientras él la abraza.

—Eres un ángel, Robbie. Una estrella —dice ella.

Robbie pone los ojos en blanco, pero está contento de que ella demuestre cariño, se le ve en la cara.

Me tiende la taza.

—Y usted, señorita Katherine. Usted es toda una leyenda.

Sonrío, le doy un sorbo al té.

Alice se sienta, se inclina hacia delante, parece animada.

—Cuando me he ido a la cocina he estado reflexionando. He pensado que era genial que nos hayamos conocido los tres. Quiero decir, y sé que sonará cursi, pero realmente nos llevamos muy bien, ¿no? Quiero decir que encajamos como… no sé… como las piezas de un rompecabezas. Que encajamos juntos a la perfección. —Y sonríe, mira hacia abajo, de repente un poco avergonzada—. Sólo quería decirlo. Quería decir que sois muy importantes para mí, que sois los mejores amigos del mundo.

Hay un breve momento de silencio antes de que Robbie se dé una palmada en la rodilla y resople ruidosamente.

—¿Piezas de un rompecabezas? Pero ¿oyes lo que estás diciendo? ¿De verdad que has dicho eso? —Me mira, y la cara se le transforma en pura alegría, toda señal de su preocupación anterior ha desaparecido—. ¿Has oído, Katherine?

—Lo ha dicho —asiento—. Creo que sí.

—Oh, Dios mío. —Alice se tapa la sonrisa con la mano—. Vale, lo he dicho. Pero en mi defensa diré que fui educada por una mujer que ve culebrones televisivos a la hora del desayuno, de la comida y de la cena. No puedo evitar ser un estereotipo con patas. Tienes muchos prejuicios y eres muy malo si te ríes de mí, Robbie, y además siempre te he gustado así. ¡Hipócrita!

—¡Qué pena! —Robbie niega con la cabeza—. No tienes excusa para ser tan cursi. No tienes excusa en absoluto.

—Vale —ríe Alice—. Vale. Has descubierto mi sucio secreto. Soy una chica de Coffs hasta la médula. No puedo evitarlo. Por eso no quiero ir allí. Es un sitio que puede conmigo.

—Lo sabía. Amas la margarina en secreto, ¿verdad? —dice Robbie.

Y los tres nos partimos de risa.

—Para ser sincera —Alice baja la cabeza, finge avergonzarse—, también adoro los parches en las rodillas de los vaqueros. Me obligo a no llevarlos. Es duro, pero lo estoy consiguiendo. Lo voy superando poco a poco.

Y bromeamos y nos reímos y hacemos planes para el fin de semana. Me olvido de preguntarle a Robbie qué es lo que le pasa con Alice, y no creo que se lo pregunte más tarde. Así que Alice tiene algunos detalles de su personalidad que son un poco feos. ¿No los tenemos todos? Sencillamente estoy muy contenta como para que eso me moleste. Me estoy divirtiendo demasiado como para escuchar la vocecita de alarma que ha empezado a sonar en mi cabeza.